Ciudad abismo (71 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
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Estábamos en el apartamento de Zebra. Era entrada la mañana; la cubierta de nubes sobre la ciudad era poco densa, el sol estaba alto y el lugar parecía más melancólico que satánico; hasta los edificios más retorcidos adquirían cierta dignidad, como pacientes que hubieran aprendido a vivir con sus horribles deformidades.

Pero aquello no hacía que me sintiera menos inquieto; estaba más convencido que nunca de que había algo equivocado en mis recuerdos. Los episodios de Haussmann no habían parado, pero mi mano sangraba mucho menos que al comienzo del ciclo de la infección. Era casi como si el virus adoctrinador hubiera catalizado la activación de recuerdos que ya existían; recuerdos que contradecían la versión oficial de lo ocurrido en el
Santiago
. Puede que el virus estuviera a punto de eliminarse solo, pero los demás recuerdos de Haussmann me llegaban con más fuerza que nunca y mi conexión con Sky se hacía más completa. Al principio había sido como observar una obra de teatro; pero en aquellos momentos era como si yo lo interpretara; como si oyera sus pensamientos; como si sintiera el acre sabor de su odio.

Pero eso no era todo. El sueño que había tenido la tarde antes, aquel en el que miraba al hombre herido en el recinto blanco, me había perturbado más de lo que pude entender en su momento; pero después, tras haber pensado sobre ello, creí saber por qué.

El hombre herido solo podía ser yo.

Pero mi punto de vista había sido el de Cahuella, mirando desde arriba el pozo de las cobras reales en la Casa de los Reptiles. Podría haberlo achacado al cansancio, pero no era la primera vez que veía el mundo a través de sus ojos. En los últimos días había recordado extraños fragmentos de recuerdos y sueños en los que mi relación con Gitta era más íntima de lo que yo pensaba; instantes en los que podía recordar cada curva escondida y cada poro de su cuerpo; instantes en los que imaginaba acariciar el valle de su espalda o el monte de sus nalgas; instantes en los que pensaba conocer su sabor. Pero había algo más sobre Gitta… algo a lo que mis pensamientos no podían o no querían aferrarse; algo demasiado doloroso.

Solo sabía que tenía algo que ver con la forma en que había muerto.

—Escúchame —dijo Zebra tras volverme a llenar una taza de café—. ¿Podría ser que Reivich deseara morir?

Intenté concentrarme en el presente.

—Eso podía habérselo solucionado en Borde del Firmamento.

—Bueno, quizá desee una forma específica de morir. Algo que solo pueda conseguir aquí.

Ella estaba preciosa, las rayas desteñidas dejaban que la geometría natural de su cara se apreciara con mayor claridad, como una estatua a la que hubieran privado de colores chillones. Pero, desde que Pransky nos reuniera, lo más cerca que habíamos estado el uno del otro había sido al sentarnos frente a frente para desayunar. No habíamos compartido cama y no había sido solo porque yo estuviera inhumanamente cansado. Zebra no me había invitado a hacerlo y nada en la forma en que se comportaba o vestía me había sugerido que nuestra relación hubiera ido alguna vez más allá de lo fríamente profesional. Era como si al cambiar su aspecto exterior también se hubiera librado de toda una forma de comportarse. No sentí una pérdida especial, no solo porque estuviera cansado y fuera incapaz de centrar mis pensamientos en algo tan simple y falto de conspiración como la intimidad física, sino porque también sentía que sus acciones anteriores habían formado parte de una actuación.

Intenté sentirme traicionado, pero no lo logré. Tampoco yo había sido sincero con Zebra, después de todo.

—En realidad —dije mirándola a la cara y pensando en lo fácilmente que había cambiado su aspecto—, existe otra posibilidad.

—¿Cuál?

—Que el hombre que viera no fuese Reivich. —Dicho lo cual, dejé la taza de café vacía sobre la mesa y me levanté.

—¿Dónde vas?

—Fuera.

Fuimos en teleférico hasta Escher Heights.

El coche bajó a codazos mientras sus patas retráctiles besaban el suelo resbaladizo de lluvia del saliente. Había más tráfico que la última vez que visitara aquel lugar (después de todo, era de día) y los trajes y anatomías de los paseantes eran ligeramente menos ostentosos, como si viera una muestra de población distinta de la sociedad de la Canopia, los ciudadanos más reservados que se abstenían de noches de placer delirante. Pero seguían siendo extremos según todos los patrones que me había establecido antes de llegar allí y, aunque nadie se desviaba demasiado de la norma humana adulta básica, podían verse todo tipo de permutaciones dentro de esos límites. Una vez pasados los casos más obvios de extravagantes pigmentaciones de piel y vello corporal, no se podía saber lo que era hereditario y lo que era obra de los Maestros Mezcladores o sus hermanos oscuros.

—Espero que esta excursión tenga un propósito —dijo Zebra al desembarcar—. Por si lo habías olvidado, hay dos personas siguiéndote. Dijiste que puede que trabajen para Reivich, pero no olvides que Waverly también tenía amigos.

—¿Y los amigos de Waverly vendrían desde otro mundo?

—Probablemente no. A no ser que se estuvieran haciendo pasar por extranjeros, como Quirrenbach. —Cerró la puerta del coche tras ella y el vehículo se marchó de inmediato para hacer algún recado—. Puede que volviera con refuerzos. Tendría sentido que intentara seguirte el rastro desde Dominika, si allí era donde dejaste a Quirrenbach. ¿No?

—Tendría perfecto sentido —dije, intentando no sonar muy cortante.

Caminamos hasta el borde de la plataforma de aterrizaje y llegamos a uno de los telescopios montados en pedestales. La barandilla que rodeaba el saliente llegaba a la altura del pecho, pero todos los telescopios tenían pequeños plintos en la base, de modo que uno se alejaba más del suelo y la caída parecía todavía más vertiginosa. Me acerqué el extremo del telescopio a los ojos y recorrí un arco de la ciudad mientras intentaba ajustar la rueda de enfoque, antes de darme cuenta de que nada podría estar enfocado con un aire tan turbio. Al quedar comprimido por la perspectiva, el enredo de la Canopia parecía mucho más complejo y vegetal, como si se tratara del corte transversal de un tejido lleno de venas. Sabía que Reivich estaba en algún lugar de aquella maraña; un único corpúsculo atrapado en el flujo pulmonar de la ciudad.

—¿Ves algo? —preguntó Zebra.

—Todavía no.

—Pareces tenso, Tanner.

—¿No lo estarías tú en mi situación? —Hice girar el telescopio sobre su pedestal—. Me han enviado aquí a matar a alguien que probablemente no se lo merece y mi única justificación para hacerlo es una absurda observancia de un código de honor que aquí nadie comprende ni respeta. El hombre al que debo matar parece estar burlándose de mí. Dos personas más podrían estar intentando matarme. Tengo un par de problemas con mis recuerdos. Y, para colmo, una de las personas en las que creía poder confiar me ha estado mintiendo todo el tiempo.

—No te sigo —dijo Zebra, pero por su tono de voz era obvio que sí lo hacía; más que suficiente. Puede que no lo entendiera, pero sí que me seguía.

—No eres quien dices ser, Zebra.

El viento nos laceró y casi se llevó su respuesta.

—¿Qué?

—Trabajas para Reivich, ¿verdad?

Ella sacudió la cabeza con enfado, casi riéndose de lo ridículo de mí afirmación, pero lo exageró demasiado. Yo no era el mejor mentiroso del mundo, pero tampoco lo era Zebra. Tendríamos que haber montado un grupo de autoayuda.

—Estás loco, Tanner. Siempre pensé que estabas un poquito ido, pero ahora lo sé. Estás ido del todo. Totalmente.

—La noche que me encontraste —dije— ya trabajabas para él, desde el primer momento en el que nos encontramos. La historia del sabotaje era una tapadera, una muy buena, la verdad, pero tapadera al fin y al cabo. —Bajé del plinto y de repente me sentí muy vulnerable, como si una racha de viento especialmente fuerte pudiera lanzarme directo al Mantillo—. Quizá realmente me secuestraran los del Juego. Pero ya me habías echado el ojo encima antes de eso. Supuse que había mordido el anzuelo que me había puesto Reivich (Quirrenbach), pero tenía que haber alguien más que mantuviera la distancia para que no fuera tan obvio. Pero me perdiste hasta que Waverly me puso el implante de la caza en el cráneo. Así tuviste una forma de rastrearme otra vez. ¿Cómo voy?

—Estás loco, Tanner. —Pero no parecía muy convencida.

—¿Quieres saber cómo me di cuenta? ¿Aparte de todos los pequeños detalles que no encajaban?

—Sorpréndeme.

—No deberías haber mencionado a Quirrenbach. Nunca dije su nombre. De hecho, procuré no hacerlo, por si tú metías la pata y se te escapaba. Parece que tuve suerte.

—Cabrón. —Lo dijo con dulzura, de modo que cualquiera que nos observara desde lejos pensaría que se trataba de un epíteto cariñoso, de los que usan los amantes para llamarse entre ellos—. Eres un cabrón astuto, Tanner.

Sonreí.

—Podrías haberte buscado una excusa de haber querido. Podrías haber dicho que Dominika mencionó su nombre cuando le preguntaste con quién estaba viajando yo. Casi esperaba que los hicieras y no estoy seguro de saber cómo habría reaccionado. Pero ya no son más que suposiciones, ¿verdad? Ya sabemos exactamente quién eres.

—Por curiosidad, ¿cuáles fueron los pequeños detalles?

—¿Orgullo profesional?

—Algo así.

—Me lo pusiste demasiado fácil, Zebra. Dejaste el coche activo para que te lo pudiera robar. Dejaste el arma donde pudiera encontrarla y el dinero suficiente para poder moverme. Querías que lo hiciera, ¿no? Querías que te robara esas cosas porque así sabrías con seguridad quién era. Que había venido para matar a Reivich.

Ella se encogió de hombros.

—¿Eso es todo?

—No, la verdad es que no. —Me ajusté más el abrigo de Vadim—. No se me pasó el hecho de que hiciéramos el amor la primera vez que nos encontramos, a pesar de que tú casi no me conocías. Y estuvo bien, por si sirve de algo.

—Oye, no me adules. Ni a ti, ya puestos.

—Pero la segunda vez, aunque parecías aliviada, no se te veía especialmente contenta de verme. Y no sentí nada sexual entre nosotros. Al menos, no por tu parte. Me llevó un rato averiguar la razón, pero creo que ahora lo comprendo. La primera vez necesitabas intimidad porque esperabas que me llevara a decir algo que me incriminara. Así que me invitaste a dormir contigo.

—Existe el libre albedrío, Tanner. No tenías que seguirme la corriente, a no ser que quieras reconocer que dejas que tu polla controle a tu cerebro. Y no tengo la impresión de que te arrepientas de nada.

—Probablemente porque no lo hago. Si lo hubieras intentado la segunda vez habría estado demasiado cansado… pero eso nunca estuvo en el programa, ¿verdad? Ya sabías todo lo que necesitabas. Y la primera vez fue estrictamente profesional. Te acostaste conmigo por la información.

—Que no conseguí.

—No, pero no importó. La conseguiste después, cuando me marché con tu pistola y tu coche.

—Es toda una tragedia, ¿no?

—No desde mi situación —miré por el precipicio—. Desde donde yo estoy es una historia que podría acabar contigo saltando desde un sitio muy alto, Zebra. Sabes que he recorrido un largo camino para matar a Reivich. ¿Se te ha ocurrido pensar que puede que no dude en matar a cualquiera que trate de detenerme?

—Tienes una pistola en el bolsillo. Úsala si te hace sentir mejor.

Metí la mano en el bolsillo para comprobar si la pistola seguía allí y dejé la mano dentro.

—Podría matarte ahora.

En su favor, cabe decir que no se inmutó.

—¿Sin sacar la mano del bolsillo?

—¿Quieres comprobarlo? —Parecía una farsa, como si ensayáramos un guión. También parecía que no teníamos otra elección que seguir el guión hasta su final, fuera el que fuera.

—¿Realmente crees que podrías acertarme así?

—No sería la primera vez que he matado a alguien disparando desde este ángulo. —Pero, pensé, sería la primera vez que pretendía hacerlo. Después de todo, no pretendía matar a Gitta. Tampoco estaba muy seguro de querer matar a Zebra.

No pretendía matar a Gitta…

Había intentado no pensar en ello pero, como un laberinto con una sola salida, mis pensamientos siempre regresaban a aquel momento. Y, tras una larga represión, emergieron y me explotaron en la cara como una pandilla de escandalosos intrusos. No lo había recordado hasta ese instante. Gitta había muerto, sí, pero yo había evitado incomodarme demasiado con los detalles de su muerte. Había muerto en el ataque así que, ¿qué más había que pensar? Nada.

Salvo el simple hecho de que yo la había matado.

Esto es lo que recordé.

Gitta se levantó primero. Fue la primera en oír a los atacantes cruzar el cordón de seguridad, escondidos en la luz estroboscópica de la tormenta eléctrica. Sus gritos de miedo me despertaron, su cuerpo desnudo se tensó contra mí. Vi a tres de ellos: tres figuras oscuras recortadas en la tela de la tienda, como siluetas grotescas de un teatro de sombras. Cada vez que caía un rayo estaban en un sitio distinto… a veces uno, a veces dos, a veces los tres. Podía oír gritos… en el timbre de cada exclamación reconocía a uno de nuestros hombres. Los gritos eran cortos y concentrados, como toques de trompeta.

Los caminos de ionización cortaban la tienda y la fuerza de la tormenta penetraba por los cortes como una criatura de lluvia y viento. Le tapé la boca a Gitta con una mano y metí la otra bajo la almohada para coger la pistola que había escondido allí antes de acostarme; me sentí satisfecho al detectar su fría presencia y agarrar su contorno.

Salí del camastro. No habían pasado más de dos segundos desde que fue consciente del ataque.

—¿Tanner? —llamé, casi incapaz de oír mi propia voz entre la endecha de la tormenta—. Tanner, ¿dónde coño estás?

Dejé a Gitta bajo la delgada matriz de una manta, temblorosa a pesar del calor y la humedad.

—¿Tanner?

Mi visión nocturna comenzó a activarse y los detalles del interior de la tienda destrozada adquirieron una claridad grisácea. Había sido una buena modificación; valía lo que me había costado pagarle a los Ultras. Dieterling me había persuadido para hacerlo, después de hacérsela él mismo. La unión de genes hacía que una capa de material reflector (una sustancia orgánica llamada tapetum) se colocara tras la retina. El tapetum reflectaba la luz y maximizaba la absorción. Hasta cambiaba la longitud de onda de la luz reflectada, lo que hacía que mostrara fluorescencia con la sensibilidad óptima de la retina. Los Ultras habían dicho que la única desventaja de la unión (si es que podía considerarse una desventaja) era que mis ojos parecerían relucir sí alguien me dirigía una luz brillante a la cara.

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