—Tú me enseñaste a follar, Elena. Pero eso es algo vacío, como tú. No me extraña que Linc te dejara.
Yo siento cómo la bilis me sube por la garganta. No debería estar aquí. Pero estoy petrificada, morbosamente fascinada, mientras ellos se destrozan el uno al otro.
—Tú nunca me abrazaste —susurra Christian—. No me dijiste que me querías, ni una sola vez.
Ella entorna los ojos.
—El amor es para los idiotas, Christian.
—Fuera de mi casa.
La voz furiosa e implacable de Grace nos sobresalta a todos. Los tres volvemos rápidamente la cabeza hacia ella, de pie en el umbral de la sala. Está mirando fijamente a Elena, que palidece bajo su bronceado de Saint-Tropez.
El tiempo se detiene mientras todos contenemos la respiración. Grace irrumpe muy decidida en la habitación, sin apartar su ardiente y colérica mirada de Elena, hasta plantarse frente a ella. Elena abre los ojos, alarmada, y Grace le propina un fuerte bofetón en la cara, cuyo impacto resuena en las paredes del comedor.
—¡Quita tus asquerosas zarpas de mi hijo, puta, y sal de mi casa… ahora! —masculla con los dientes apretados.
Elena se toca la mejilla enrojecida, y parpadea horrorizada y atónita mirando a Grace. Luego abandona corriendo la sala, sin molestarse siquiera en cerrar la puerta.
Grace se vuelve despacio hacia Christian, y un tenso silencio cae como un manto de espesa niebla sobre la habitación mientras madre e hijo se miran fijamente. Al cabo de un momento, Grace dice:
—Ana, antes de entregarte a mi hijo, ¿te importaría dejarme unos minutos a solas con él? —articula en voz baja y ronca, pero llena de fuerza.
—Por supuesto —susurro, y me apresuro a salir observando de reojo por encima del hombro.
Pero ninguno de los dos se vuelve hacia mí cuando abandono la sala. Siguen mirándose fijamente, comunicándose sin palabras de un modo atronador.
Llego al pasillo y me siento perdida un momento. Mi corazón retumba y la sangre hierve en mis venas… Me siento aterrada y débil. Dios santo, eso es algo realmente grave, y ahora Grace lo sabe. No me imagino qué le dirá a Christian, y aunque sé que no está bien, me apoyo en la puerta para intentar oírles.
—¿Cuánto duró, Christian?
Grace habla en voz baja. Apenas la oigo.
No oigo lo que responde él.
—¿Cuántos años tenías? —Ahora el tono es más insistente—. Dime. ¿Cuántos años tenías cuando empezó todo esto?
Tampoco ahora oigo a Christian.
—¿Va todo bien, Ana? —me interrumpe Ros.
—Sí. Bien. Gracias, yo…
Ros sonríe.
—Yo estoy buscando mi bolso. Necesito un cigarrillo.
Y, por un instante, contemplo la posibilidad de ir a fumar con ella.
—Yo voy al baño.
Necesito aclararme la mente y las ideas, procesar lo que acabo de presenciar y oír. Creo que el piso de arriba es el sitio donde es más probable que pueda estar sola. Veo que Ros entra en la salita, y entonces subo las escaleras de dos en dos hasta el segundo piso, y luego hasta el tercero. Es el único sitio donde quiero estar.
Abro la puerta del dormitorio de infancia de Christian, entro y cierro tragando saliva. Me acerco a su cama y me dejo caer, tumbada mirando el blanco techo.
Santo cielo. Este debe ser, sin ninguna duda, uno de los enfrentamientos más terribles de los que he sido testigo, y ahora estoy aturdida. Mi prometido y su ex amante… algo que ninguna futura esposa debería presenciar. Eso está claro, pero en parte me alegra que ella haya mostrado su auténtico yo, y de haber sido testigo de ello.
Mis pensamientos se dirigen hacia Grace. Pobre mujer, tener que escuchar todo eso de su hijo. Me abrazo a una de las almohadas de Christian. Ella ha oído que Christian y Elena tuvieron una aventura… pero no la naturaleza de la misma. Gracias a Dios. Suelto un gemido.
¿Qué estoy haciendo? Quizá esa bruja diabólica tuviera parte de razón.
No, me niego a creer eso. Ella es tan fría y cruel. Sacudo la cabeza. Se equivoca. Yo soy buena para Christian. Yo soy lo que necesita. Y, en un momento de extraordinaria clarividencia, no me planteo «cómo» ha vivido él su vida hasta hace poco… sino «por qué». Sus motivos para hacer lo que les ha hecho a innumerables chicas… ni siquiera quiero saber cuántas. El cómo no es el problema. Todas eran adultas. Todas fueron —¿cómo lo expresó el doctor Flynn?— relaciones seguras y consentidas de mutuo acuerdo. Es el porqué. El porqué es lo que está mal. El porqué surge de la profunda oscuridad de sus orígenes.
Cierro los ojos y me los cubro con el brazo. Pero ahora él ha superado eso, lo ha dejado atrás, y ambos hemos salido a la luz. Yo estoy deslumbrada con él, y él conmigo. Podemos guiarnos mutuamente. Y en ese momento se me ocurre una idea. ¡Maldita sea! Una idea insidiosa y persistente, y estoy justo en el sitio donde puedo enterrar para siempre ese fantasma. Me siento en la cama. Sí, debo hacerlo.
Me pongo de pie tambaleante, me quito los zapatos, y observo el panel de corcho de encima del escritorio. Todas las fotos de Christian de niño siguen ahí; y, al pensar en el espectáculo que acabo de presenciar entre él y la señora Robinson, me conmueven más que nunca. Y ahí en una esquina está esa pequeña foto en blanco y negro: la de su madre, la puta adicta al crack.
Enciendo la lámpara de la mesilla y enfoco la luz hacia esa fotografía. Ni siquiera sé cómo se llamaba. Se parece mucho a él, pero más joven y más triste, y lo único que siento al ver su afligida expresión es lástima. Intento encontrar similitudes entre su cara y la mía. Observo la foto con los ojos entornados y me acerco mucho, muchísimo, pero no veo ninguna. Excepto el pelo quizá, aunque creo que ella lo tenía más claro. No me parezco a ella en absoluto. Y es un alivio.
Mi subconsciente chasquea la lengua y me mira por encima de sus gafas de media luna con los brazos cruzados. ¿Por qué te torturas a ti misma? Ya has dicho que sí. Ya has decidido tu destino. Yo le respondo frunciendo los labios: Sí, lo he hecho, y estoy encantada. Quiero pasar el resto de mi vida tumbada en esta cama con Christian. La diosa que llevo dentro, sentada en posición de loto, sonríe serena. Sí, he tomado la decisión adecuada.
Tengo que ir a buscar a Christian; estará preocupado. No tengo ni idea de cuánto rato he estado en esta habitación; creerá que he huido. Al pensar en su reacción exagerada, pongo los ojos en blanco. Espero que Grace y él hayan terminado de hablar. Me estremezco al pensar qué más debe de haberle dicho ella.
Me encuentro a Christian subiendo las escaleras del segundo piso, buscándome. Su rostro refleja tensión y cansancio; no es el Christian feliz y despreocupado con el que llegué. Me quedo en el rellano y él se para en el último escalón, de manera que quedamos al mismo nivel.
—Hola —dice con cautela.
—Hola —contesto en idéntico tono.
—Estaba preocupado…
—Lo sé —le interrumpo—. Perdona… no era capaz de sumarme a la fiesta. Necesitaba apartarme, ¿sabes? Para pensar.
Alargo la mano y le acaricio la cara. Él cierra los ojos y la apoya contra mi palma.
—¿Y se te ocurrió hacerlo en mi dormitorio?
—Sí.
Me coge la mano, me atrae hacia él y yo me dejo caer en sus brazos, mi lugar preferido en todo el mundo. Huele a ropa limpia, a gel de baño y a Christian, el aroma más tranquilizador y excitante que existe. Él inspira, pegado a mi cabello.
—Lamento que hayas tenido que pasar por todo eso.
—No es culpa tuya, Christian. ¿Por qué ha venido ella?
Baja la vista hacia mí y sus labios se curvan en un gesto de disculpa.
—Es amiga de la familia.
Yo intento mantenerme impasible.
—Ya no. ¿Cómo está tu madre?
—Ahora mismo está bastante enfadada conmigo. Sinceramente, estoy encantado de que tú estés aquí y de que esto sea una fiesta. De no ser así, puede que me hubiera matado.
—¿Tan enojada está?
Él asiente muy serio, y me doy cuenta de que está desconcertado por la reacción de ella.
—¿Y la culpas por eso? —digo en tono suave y cariñoso.
Él me abraza fuerte y parece indeciso, como si tratara de ordenar sus pensamientos.
Finalmente responde:
—No.
¡Uau! Menudo avance.
—¿Nos sentamos? —pregunto.
—Claro. ¿Aquí?
Asiento y nos acomodamos en lo alto de la escalera.
—¿Y tú qué sientes? —pregunto ansiosa, apretándole la mano y observando su cara triste y seria.
Él suspira.
—Me siento liberado.
Se encoge de hombros, y luego sonríe radiante, con una sonrisa gloriosa y despreocupada al más puro estilo Christian, y el cansancio y la tensión presentes hace un momento se desvanecen.
—¿De verdad?
Yo le devuelvo la sonrisa. Uau, bajaría a los infiernos por esa sonrisa.
—Nuestra relación de negocios ha terminado.
Le miro con el ceño fruncido.
—¿Vas a cerrar la cadena de salones de belleza?
Suelta un pequeño resoplido.
—No soy tan vengativo, Anastasia —me reprende—. No, le regalaré el negocio. Se lo debo. El lunes hablaré con mi abogado.
Yo arqueo una ceja.
—¿Se acabó la señora Robinson?
Adopta una expresión irónica y menea la cabeza.
—Para siempre.
Yo sonrío radiante.
—Siento que hayas perdido una amiga.
Se encoge de hombros y luego esboza un amago de sonrisa.
—¿De verdad lo sientes?
—No —confieso, ruborizada.
—Ven. —Se levanta y me ofrece una mano—. Unámonos a esa fiesta en nuestro honor. Incluso puede que me emborrache.
—¿Tú te emborrachas? —le pregunto, y le doy la mano.
—No, desde mis tiempos de adolescente salvaje.
Bajamos la escalera.
—¿Has comido? —pregunta.
Oh, Dios.
—No.
—Pues deberías. A juzgar por el olor y el aspecto que tenía Elena, lo que le tiraste era uno de esos combinados mortales de mi padre.
Me observa e intenta sin éxito disimular su gesto risueño.
—Christian, yo…
Levanta una mano.
—No discutamos, Anastasia. Si vas a beber, y a tirarles copas encima a mis ex, antes tienes que comer. Es la norma número uno. Creo que ya tuvimos esta conversación después de la primera noche que pasamos juntos.
Oh, sí. El Heathman.
Cuando llegamos al pasillo, se detiene y me acaricia la cara, deslizando los dedos por mi mandíbula.
—Estuve despierto durante horas, contemplando cómo dormías —murmura—. Puede que ya te amara entonces.
Oh.
Se inclina y me besa con dulzura, y yo me derrito por dentro, y toda la tensión de la última hora se disipa lánguidamente de mi cuerpo.
—Come —susurra.
—Vale —accedo, porque en este momento haría cualquier cosa por él.
Me da la mano y me conduce hacia la cocina, donde la fiesta está en pleno auge.
* * *
—Buenas noches, John, Rhian.
—Felicidades otra vez, Ana. Seréis muy felices juntos.
El doctor Flynn nos sonríe con afecto cuando, cogidos del brazo, nos despedimos de él y de Rhian en el vestíbulo.
—Buenas noches.
Christian cierra la puerta, sacude la cabeza, y me mira de repente con unos ojos brillantes por la emoción.
¿Qué se propone?
—Solo queda la familia. Me parece que mi madre ha bebido demasiado.
Grace está cantando con una consola de karaoke en la sala familiar. Kate y Mia no paran de animarla.
—¿Y la culpas por ello?
Le sonrío con complicidad, intentando mantener el buen ambiente entre ambos. Con éxito.
—¿Se está riendo de mí, señorita Steele?
—Así es.
—Un día memorable.
—Christian, últimamente todos los días que paso contigo son memorables —digo en tono mordaz.
—Buena puntualización, señorita Steele. Ven, quiero enseñarte una cosa.
Me da la mano y me conduce a través de la casa hasta la cocina, donde Carrick, Ethan y Elliot hablan de los Mariners, beben los últimos cócteles y comen los restos del festín.
—¿Vais a dar un paseo? —insinúa Elliot burlón cuando cruzamos las puertas acristaladas.
Christian no le hace caso. Carrick le pone mala cara a Elliot, moviendo la cabeza con un mudo reproche.
Mientras subimos los escalones hasta el jardín, me quito los zapatos. La media luna brilla resplandeciente sobre la bahía. Reluce intensamente, proyectando infinitas sombras y matices de gris a nuestro alrededor, mientras las luces de Seattle centellean a lo lejos. La casita del embarcadero está iluminada, como un faro que refulge suavemente bajo el frío halo de la luna.
—Christian, mañana me gustaría ir a la iglesia.
—¿Ah?
—Recé para que volvieras a casa con vida, y así ha sido. Es lo mínimo que puedo hacer.
—De acuerdo.
Deambulamos de la mano durante un rato, envueltos en un silencio relajante. Y entonces se me ocurre preguntarle:
—¿Dónde vas a poner las fotos que me hizo José?
—Pensé que podríamos colgarlas en la casa nueva.
—¿La has comprado?
Se detiene para mirarme fijamente, y dice en un tono lleno de preocupación:
—Sí, creí que te gustaba.
—Me gusta. ¿Cuándo la has comprado?
—Ayer por la mañana. Ahora tenemos que decidir qué hacer con ella —murmura aliviado.
—No la eches abajo. Por favor. Es una casa preciosa. Solo necesita que la cuiden con amor y cariño.
Christian me mira y sonríe.
—De acuerdo. Hablaré con Elliot. Él conoce a una arquitecta muy buena que me hizo unas obras en Aspen. Él puede encargarse de la reforma.
De pronto me quedo sin aliento, recordando la última vez que cruzamos el jardín bajo la luz de la luna en dirección a la casita del embarcadero. Oh, quizá sea allí adonde vamos ahora. Sonrío.
—¿Qué pasa?
—Me estaba acordando de la última vez que me llevaste a la casita del embarcadero.
A Christian se le escapa la risa.
—Oh, aquello fue muy divertido. De hecho…
Y de repente se me carga al hombro, y yo chillo, aunque no creo que vayamos demasiado lejos.
—Estabas muy enfadado, si no recuerdo mal —digo jadeante.
—Anastasia, yo siempre estoy muy enfadado.
—No, no es verdad.
Él me da un cachete en el trasero y se detiene frente a la puerta de madera. Me baja deslizándome por su cuerpo hasta dejarme en el suelo, y me coge la cabeza entre las manos.