Cincuenta sombras más oscuras (55 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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—Pero si no sabes adónde vamos.

—Estoy segura de que usted podrá informarme, señor Grey. Hasta ahora lo ha hecho muy bien.

Se me queda mirando, atónito, y entonces sonríe, con esa nueva sonrisa tímida que me desarma totalmente y me deja sin respiración.

—¿Así que lo he hecho bien, eh? —murmura.

Me sonrojo.

—En general, sí.

—Bien, en ese caso…

Me da las llaves, se dirige hasta la puerta del conductor y me la abre.

* * *

—Aquí a la izquierda —ordena Christian, mientras circulamos en dirección norte hacia la interestatal 5—. Demonios… cuidado, Ana.

Se agarra al salpicadero.

Oh, por Dios. Pongo los ojos en blanco, pero no me vuelvo a mirarle. Van Morrison canta de fondo en el equipo de sonido del coche.

—¡Más despacio!

—¡Estoy yendo despacio!

Christian suspira.

—¿Qué te ha dicho el doctor Flynn?

Capto la ansiedad que emana de su voz.

—Ya te lo he explicado. Dice que debería concederte el beneficio de la duda.

Maldita sea… quizá debería haber dejado que condujera Christian. Así podría observarle. De hecho… Pongo el intermitente para detener el coche.

—¿Qué estás haciendo? —espeta, alarmado.

—Dejar que conduzcas tú.

—¿Por qué?

—Así podré mirarte.

Se echa a reír.

—No, no… querías conducir tú. Así que sigue conduciendo, y yo te miraré a ti.

Le pongo mala cara.

—¡No apartes la vista de la carretera! —grita.

Me hierve la sangre. ¡Hasta aquí! Acerco el coche al bordillo justo delante de un semáforo, salgo del coche dando un portazo y me quedo de pie en la acera, con los brazos cruzados. Le fulmino con la mirada. Él también se baja del Saab.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta enfurecido.

—No, ¿qué estás haciendo tú?

—No puedes aparcar aquí.

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué aparcas?

—Porque ya estoy harta de que me des órdenes a gritos. ¡O conduces tú o dejas de comentar cómo conduzco!

—Anastasia, vuelve a entrar en el coche antes de que nos pongan una multa.

—No.

Me mira y parpadea, sin saber qué decir; entonces se pasa la mano por el pelo, y su enfado se convierte en desconcierto. De repente está tan gracioso, que no puedo evitar sonreírle. Él frunce el ceño.

—¿Qué? —me grita otra vez.

—Tú.

—¡Oh, Anastasia! Eres la mujer más frustrante que he conocido en mi vida. —Levanta las manos al aire, exasperado—. Muy bien, conduciré yo.

Le agarro por las solapas de la chaqueta y le acerco a mí.

—No… usted es el hombre más frustrante que he conocido en mi vida, señor Grey.

Él baja los ojos hacia mí, oscuros e intensos, luego desliza los brazos alrededor de mi cintura y me abraza muy fuerte.

—Entonces puede que estemos hechos el uno para el otro —dice en voz baja con la nariz hundida en mi pelo, e inspira profundamente.

Le rodeo con los brazos y cierro los ojos. Por primera vez desde esta mañana, me siento relajada.

—Oh… Ana, Ana, Ana —susurra, con los labios pegados a mi cabello.

Estrecho mi abrazo y nos quedamos así, inmóviles, disfrutando de un momento de inesperada tranquilidad en la calle. Me suelta y me abre la puerta del pasajero. Entro y me siento en silencio, mirando como él rodea el coche.

Arranca y se incorpora al tráfico, canturreando abstraído al son de Van Morrison.

Uau. Nunca le había oído cantar, ni siquiera en la ducha, nunca. Frunzo el ceño. Tiene una voz encantadora… cómo no. Mmm… ¿me habrá oído él cantar?

¡Si fuera así, no te habría pedido que te casaras con él! Mi subconsciente tiene los brazos cruzados, vestida con estampado de cuadros Burberry. Termina la canción y Christian sonríe satisfecho.

—Si nos hubieran puesto una multa, este coche está a tu nombre, ¿sabes?

—Bueno, pues qué bien que me hayan ascendido. Así podré pagarla —digo con suficiencia, mirando su encantador perfil.

Esboza una media sonrisa. Empieza a sonar otra canción de Van Morrison mientras Christian se incorpora al carril que lleva a la interestatal 5, en dirección norte.

—¿Adónde vamos?

—Es una sorpresa. ¿Qué más te ha dicho Flynn?

Suspiro.

—Habló de la FFFSTB o no sé qué terapia.

—SFBT. La última opción terapéutica —musita.

—¿Has probado otras?

Christian suelta un bufido.

—Nena, me he sometido a todas. Cognitiva, freudiana, funcionalista, Gestalt, del comportamiento… Escoge la que quieras, que durante estos años seguro que la he probado —dice en un tono que delata su amargura.

El resentimiento que destila su voz resulta angustioso.

—¿Crees que este último enfoque te ayudará?

—¿Qué ha dicho Flynn?

—Que no escarbáramos en tu pasado. Que nos centráramos en el futuro… en la meta a la que quieres llegar.

Christian asiente, pero se encoge de hombros al mismo tiempo con expresión cauta.

—¿Qué más? —insiste.

—Ha hablado de tu miedo a que te toquen, aunque él lo ha llamado de otra forma. Y sobre tus pesadillas, y el odio que sientes hacia ti mismo.

Le observo a la luz del crepúsculo y se le ve pensativo, mordisqueándose el pulgar mientras conduce. Vuelve la cabeza hacia mí.

—Mire a la carretera, señor Grey —le riño.

Parece divertido y levemente irritado.

—Habéis estado hablando mucho rato, Anastasia. ¿Qué más te ha dicho?

Yo trago saliva.

—Él no cree que seas un sádico —murmuro.

—¿De verdad? —dice Christian en voz baja y frunce el ceño.

La atmósfera en el interior del coche cae en picado.

—Dice que la psiquiatría no admite ese término desde los años noventa —musito, intentando recuperar de inmediato el buen ambiente.

La cara de Christian se ensombrece y lanza un suspiro.

—Flynn y yo tenemos opiniones distintas al respecto.

—Él dice que tú siempre piensas lo peor de ti mismo. Y yo sé que eso es verdad —murmuro—. También ha mencionado el sadismo sexual… pero ha dicho que eso es una opción vital, no un trastorno psiquiátrico. Quizá sea en eso en lo que estás pensando.

Vuelve a fulminarme con la mirada y aprieta los labios.

—Así que tienes una charla con el médico y te conviertes en una experta —comenta con acidez, y vuelve a mirar al frente.

Oh, vaya… Suspiro.

—Mira… si no quieres oír lo que me ha dicho, entonces no preguntes —replico en voz baja.

No quiero discutir. De todas formas, tiene razón… ¿Qué demonios sé yo de todo esto? ¿Quiero saberlo siquiera? Puedo enumerar los puntos principales: su obsesión por el control, su posesividad, sus celos, su sobreprotección… y comprendo perfectamente de dónde proceden. Incluso puedo entender por qué no le gusta que le toquen: he visto las cicatrices físicas. Las mentales solo puedo imaginarlas, y únicamente en una ocasión he tenido un atisbo de sus pesadillas. Y el doctor Flynn ha dicho…

—Quiero saber de qué habéis hablado —interrumpe Christian mi reflexión.

Deja la interestatal 5 en la salida 172 y se dirige al oeste, hacia el sol que se pone lentamente.

—Ha dicho que yo era tu amante.

—¿Ah, sí? —Ahora su tono es conciliador—. Bueno, es bastante maniático con los términos. A mí me parece una descripción bastante exacta. ¿A ti, no?

—¿Tú considerabas amantes a tus sumisas?

Christian frunce una vez más el ceño, pero ahora con gesto pensativo. Hace girar suavemente el Saab de nuevo en dirección norte. ¿Adónde vamos?

—No. Eran compañeras sexuales —murmura, con voz cauta—. Tú eres mi única amante. Y quiero que seas algo más.

Oh… ahí está otra vez esa palabra mágica, rebosante de posibilidades. Eso me hace sonreír, y me abrazo a mí misma por dentro, intentando contener mi alegría.

—Lo sé —susurro, haciendo esfuerzos para ocultar la emoción—. Solo necesito un poco de tiempo, Christian. Para reflexionar sobre estos últimos días.

Él me mira con la cabeza ladeada, extrañado, perplejo.

El semáforo ante el que estamos parados se pone verde. Christian asiente y sube la música. La conversación ha terminado.

Van Morrison sigue cantando —con más optimismo ahora— sobre una noche maravillosa para bailar bajo la luna. Contemplo por la ventanilla los pinos y los abetos cubiertos por la pátina dorada de la luz crepuscular, y sus sombras alargadas que se extienden sobre la carretera. Christian ha girado por una calle de aspecto más residencial, y enfilamos hacia el oeste, hacia el Sound.

—¿Adónde vamos? —pregunto otra vez cuando volvemos a girar.

Atisbo la señal de la calle: 9TH AVE. NW. Estoy desconcertada.

—Sorpresa —dice, y sonríe misteriosamente.

18

Christian sigue conduciendo junto a unas casas de madera de planta baja bien conservadas, donde se ve a niños jugando a baloncesto en los patios y recorriendo las calles en bicicleta. Las casas están rodeadas de árboles y todo tiene un aspecto próspero y apacible. Quizá vayamos a visitar a alguien. Pero ¿a quién?

Al cabo de unos minutos, Christian da un giro cerrado a la izquierda y nos detenemos frente a dos vistosas verjas blancas de metal, enclavadas en un muro de piedra de unos dos metros de alto. Christian aprieta un botón de su manija y una pantallita eléctrica desciende con un leve zumbido en el lateral de su puerta. Pulsa un número en el panel y las verjas se abren dándonos la bienvenida.

Él me mira de reojo y su expresión ha cambiado. Parece indeciso, nervioso incluso.

—¿Qué es esto? —pregunto, sin poder disimular cierta inquietud en mi tono.

—Una idea —dice en voz baja, y el Saab atraviesa suavemente la entrada.

Subimos por un sendero bordeado de árboles, con anchura suficiente para dos coches. A un lado los árboles rodean una zona boscosa, y al otro se extiende un terreno hermoso de antiguos campos de cultivo dejados en barbecho. La hierba y las flores silvestres han invadido el lugar, recreando un paisaje rural idílico: un prado, donde sopla suavemente la brisa del atardecer y el sol crepuscular tiñe de oro las flores. Es una estampa deliciosa que transmite una gran tranquilidad, y de pronto me imagino tumbada sobre la hierba, contemplando el azul claro de un cielo estival. La idea es tentadora, aunque por algún extraño motivo me provoca añoranza. Es una sensación muy extraña.

El sendero traza una curva y se abre a un amplio camino de entrada frente a una impresionante casa, de estilo mediterráneo, construida en piedra de suave tonalidad rosácea. Es una mansión suntuosa. Todas las luces están encendidas y las ventanas refulgen en el ocaso. Hay un BMW negro aparcado frente a un garaje de cuatro plazas, pero Christian se detiene junto al grandioso pórtico.

Mmm… me pregunto quién vivirá aquí. ¿Por qué hemos venido?

Christian me mira ansioso mientras apaga el motor del coche.

—¿Me prometes mantener una actitud abierta? —pregunta.

Frunzo el ceño.

—Christian, desde el día en que te conocí he necesitado mantener una actitud abierta.

Él sonríe con ironía y asiente.

—Buena puntualización, señorita Steele. Vamos.

Las puertas de madera oscura se abren, y en el umbral nos espera una mujer de pelo castaño oscuro, sonrisa franca y un traje chaqueta ceñido de color lila. Yo me alegro de haberme puesto mi nuevo vestido azul marino sin mangas para impresionar al doctor Flynn. Vale, no llevo unos tacones altísimos como ella, pero aun así no voy con vaqueros.

—Señor Grey —le saluda con una cálida sonrisa, y le estrecha la mano.

—Señorita Kelly —responde él cortésmente.

Ella me sonríe y me tiende la mano. Se la estrecho, y me doy cuenta de que se ruboriza, con esa expresión de: «¿No es un hombre de ensueño? Ojalá fuera mío».

—Olga Kelly —se presenta con aire jovial.

—Ana Steele —respondo con un hilo de voz.

¿Quién es esta mujer? Se hace a un lado para dejarnos pasar a la casa y al entrar, me quedo estupefacta: está vacía… completamente vacía. Estamos en un vestíbulo inmenso. Las paredes son de un amarillo tenue y desvaído y conservan las marcas de los cuadros que debían de estar colgados allí. Lo único que queda son unas lámparas de cristal de diseño clásico. Los suelos son de madera noble descolorida. Las puertas que tenemos a los lados están cerradas, pero Christian no me da tiempo para poder asimilar qué está pasando.

—Ven —dice.

Me coge de la mano y me lleva por el pasillo abovedado que tenemos delante hasta otro vestíbulo interior más grande. Está presidido por una inmensa escalinata curva con una intrincada barandilla de hierro, pero Christian tampoco se detiene ahí. Me conduce a través del salón principal, que también está vacío salvo por una enorme alfombra de tonos dorados desvaídos: la alfombra más grande que he visto en mi vida. Ah… y hay cuatro arañas de cristal.

Pero las intenciones de Christian quedan claras cuando cruzamos la estancia y salimos a través de unas grandes puertas acristaladas a una amplia terraza de piedra. Debajo de nosotros hay una extensión de cuidado césped del tamaño de medio campo de fútbol y, más allá, está la vista… Uau.

La ininterrumpida vista panorámica resulta impresionante, sobrecogedora incluso: el crepúsculo sobre el Sound. A lo lejos se alza la isla de Bainbridge, y más lejos aún, en este cristalino atardecer, el sol se pone lentamente, irradiando llamaradas sanguíneas y anaranjadas, por detrás del parque nacional Olympic. Tonalidades carmesíes se derraman sobre el cielo cerúleo, junto con trazos de ópalo y aguamarinas mezclados con el púrpura oscuro de los escasos jirones de nubes y la tierra más allá del Sound. Es la naturaleza en su máxima expresión, una orquestada sinfonía visual que se refleja en las aguas profundas y calmas del estrecho de Puget. Y yo me pierdo contemplando la vista… intentando absorber tanta belleza.

Me doy cuenta de que contengo la respiración, sobrecogida, y Christian sigue sosteniendo mi mano. Cuando por fin aparto los ojos de ese grandioso espectáculo, veo que él me mira de reojo, inquieto.

—¿Me has traído aquí para admirar la vista? —susurro.

Él asiente con gesto serio.

—Es extraordinaria, Christian. Gracias —murmuro, y dejo que mis ojos la saboreen una vez más.

Él me suelta la mano.

—¿Qué te parecería poder contemplarla durante el resto de tu vida? —musita.

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