—Ana, yo no estoy acostumbrado a esto —murmura—. Mi inclinación natural sería darte una paliza, pero dudo que quieras eso.
Por Dios…
—No, no lo quiero. Pero esto ayuda.
Abrazo más fuerte a Christian, y permanecemos un buen rato entrelazados en ese peculiar abrazo, Christian desnudo y yo en albornoz. Una vez más me siento desarmada ante su sinceridad. No sabe nada de relaciones personales, y yo tampoco, salvo lo que he aprendido de él. Bueno, él me ha pedido fe y paciencia; quizá yo debería hacer lo mismo.
—Ven, vamos a ducharnos —dice Christian finalmente, y me suelta.
Da un paso atrás y me quita el albornoz. Entro tras él bajo el torrente de agua, y levanto la cara hacia la cascada. Cabemos los dos bajo esa inmensa roseta. Christian coge el champú y empieza a lavarse el pelo. Me lo pasa y yo procedo a hacer lo mismo.
Oh, esto es muy agradable. Cierro los ojos y me rindo al placer del agua caliente y purificadora. Mientras me aclaro la espuma siento sus manos sobre mí enjabonándome el cuerpo: los hombros, los brazos, las axilas, los senos, la espalda. Me da la vuelta con delicadeza y me atrae hacia él, mientras sigue bajando por mi cuerpo: el estómago, el vientre, sus dedos hábiles entre mis piernas… mmm… mi trasero. Oh, es muy agradable y muy íntimo. Me da la vuelta para tenerme de frente otra vez.
—Toma —dice en voz baja, y me entrega el gel—. Quiero que me limpies los restos de pintalabios.
Inmediatamente abro los ojos y los clavo en los suyos. Me mira intensamente, mojado, hermoso. Con sus preciosos y brillantes ojos grises que no traslucen nada.
—No te apartes mucho de la línea, por favor —apunta, tenso.
—De acuerdo —murmuro, intentando absorber la enormidad de lo que acaba de pedirme que haga: tocarle en el límite de la zona prohibida.
Me echo un poco de jabón en la mano y froto ambas palmas para hacer espuma; luego las pongo sobre sus hombros y, con cuidado, lavo la raya de carmín de cada costado. Él se queda quieto y cierra los ojos con el rostro impasible, pero respira entrecortadamente, y sé que no es por deseo sino por miedo. Y eso me hiere en lo más profundo.
Con dedos temblorosos resigo cuidadosamente la línea por el costado de su torso, enjabonando y frotando suavemente, y él traga saliva con la barbilla rígida como si apretara los dientes. ¡Ahhh! Se me encoge el corazón y tengo la garganta seca. Oh, no… Estoy a punto de romper a llorar.
Dejo de echarme más jabón en la mano y noto que se relaja. No puedo mirarle. No soporto ver su dolor: es abrumador. Ahora soy yo quien traga saliva.
—¿Listo? —murmuro, y mi tono trasluce con toda claridad la tensión del momento.
—Sí —accede con voz ronca y preñada de miedo.
Coloco con suavidad las manos a ambos lados de su torso, y él vuelve a quedarse paralizado.
Esto me supera por completo. Me abruma su confianza en mí, me abruma su miedo, el daño que le han hecho a este hombre maravilloso, perdido e imperfecto.
Tengo los ojos bañados en lágrimas, que se derraman por mi rostro mezcladas con el agua de la ducha. ¡Oh, Christian! ¿Quién te hizo esto?
Con cada respiración entrecortada su diafragma se mueve convulso, y siento su cuerpo rígido, que emana oleadas de tensión mientras mis manos resiguen y borran la línea. Oh, si pudiera borrar tu dolor, lo haría… Haría cualquier cosa, y lo único que deseo es besar todas y cada una de las cicatrices, borrar a besos esos años de espantoso abandono. Pero ahora no puedo hacerlo, y las lágrimas caen sin control por mis mejillas.
—No, por favor, no llores —susurra con voz angustiada mientras me envuelve con fuerza entre sus brazos—. Por favor, no llores por mí.
Y estallo en sollozos, escondo la cara en su cuello, mientras pienso en un niñito perdido en un océano de miedo y dolor, asustado, abandonado, maltratado… herido más allá de lo humanamente soportable.
Se aparta, me sujeta la cabeza entre las manos y la echa hacia atrás mientras se inclina para besarme.
—No llores, Ana, por favor —murmura junto a mi boca—. Fue hace mucho tiempo. Anhelo que me toques y acaricies, pero soy incapaz de soportarlo, simplemente. Me supera. Por favor, por favor, no llores.
—Yo también quiero tocarte. Más de lo que te imaginas. Verte así… tan dolido y asustado, Christian… me hiere profundamente. Te amo tanto…
Me acaricia el labio inferior con el pulgar.
—Lo sé, lo sé.
—Es muy fácil quererte. ¿Es que no lo entiendes?
—No, nena. No lo entiendo.
—Pues lo es. Yo te quiero, y tu familia también. Y Elena y Leila, aunque lo demuestren de un modo extraño, pero también te quieren. Mereces ser querido.
—Basta. —Pone un dedo sobre mis labios y niega con la cabeza en un gesto agónico—. No puedo oír esto. Yo no soy nada, Anastasia. Soy un hombre vacío por dentro. No tengo corazón.
—Sí, sí lo tienes. Y yo lo quiero, lo quiero todo él. Eres un hombre bueno, Christian, un hombre bueno de verdad. No lo dudes. Mira lo que has hecho… lo que has conseguido —digo entre sollozos—. Mira lo que has hecho por mí… a lo que has renunciado por mí —susurro—. Yo lo sé. Sé lo que sientes por mí.
Baja la vista y me mira, con ojos muy abiertos y aterrados. Solo se oye el chorro de agua cayendo sobre nosotros.
—Tú me quieres —musito.
Abre aún más los ojos, y también la boca. Inspira profundamente, como si le faltara el aire. Parece torturado… vulnerable.
—Sí —murmura—. Te quiero.
No puedo reprimir el júbilo. Mi subconsciente me mira con la boca abierta, en silencio, atónita, y, con una amplia sonrisa grabada en la cara, levanto la vista anhelante hacia los ojos torturados de Christian.
Su expresión tierna y dulce, como si buscara absolución, me conmueve a un nivel profundo y primario; sus dos pequeñas palabras son como maná celestial. Siento de nuevo el escozor del llanto en los ojos. Sí, me quieres. Sé que me quieres.
Ser consciente de ello es muy liberador, como si me hubiera deshecho de un peso aplastante. Este hombre hermoso y herido, a quien un día consideré mi héroe romántico —fuerte, solitario, misterioso—, posee todos esos rasgos, pero también es frágil e inestable, y lleno de odio hacia sí mismo. Mi corazón está rebosante de alegría, pero también de dolor por su sufrimiento. Y en este momento sé que mi corazón es lo bastante grande para los dos. Confío… en que sea lo bastante grande para los dos.
Alzo la mano para tocar su querido y apuesto rostro, y le beso con dulzura, vertiendo todo el amor que siento en esta cariñosa caricia. Quiero devorarle bajo esta cascada de agua caliente. Christian gime y me rodea entre sus brazos, y se aferra a mí como si fuera el aire que necesita para respirar.
—Oh, Ana —musita con voz ronca—. Te deseo, pero no aquí.
—Sí —murmuro febril junto a su boca.
Cierra el grifo de la ducha y me da la mano, me lleva fuera y me envuelve con el albornoz. Coge una toalla, se la anuda en la cintura, y luego con otra más pequeña empieza a secarme el pelo cuidadosamente. Cuando se da por satisfecho, me pone la toalla alrededor de la cabeza, de modo que en el enorme espejo que hay sobre el lavamanos parece que lleve un velo. Él está detrás de mí y nuestras miradas convergen en el espejo, gris ardiente contra azul brillante, y se me ocurre una idea.
—¿Puedo corresponderte? —pregunto.
Él asiente, aunque frunce ligeramente el ceño. Cojo otra toalla esponjosa del montón que hay apilado junto al tocador, me pongo de puntillas a su lado y empiezo a secarle el pelo. Él se inclina hacia delante para facilitarme la tarea, y cuando capto ocasionalmente su mirada bajo la toalla, veo que me sonríe como un crío.
—Hace mucho tiempo que nadie me hacía esto. Mucho tiempo —susurra, y entonces tuerce el gesto—. De hecho, no creo que nadie me haya secado nunca el pelo.
—Seguro que Grace sí lo hacía. ¿No te secaba el pelo cuando eras pequeño?
Niega con la cabeza, dificultándome la labor.
—No. Ella respetó mis límites desde el primer día, aunque le resultara doloroso. Fui un niño muy autosuficiente —dice en voz baja.
Siento una punzada en el pecho al pensar en aquel crío de cabello cobrizo que se ocupaba de sí mismo porque a nadie más le importaba. Es una idea terriblemente triste. Pero no quiero que mi melancolía me prive de esta intimidad floreciente.
—Bueno, me siento honrada —bromeo en tono cariñoso.
—Puede estarlo, señorita Steele. O quizá sea yo el honrado.
—Eso ni lo dude, señor Grey —replico.
Termino de secarle el cabello, cojo otra toalla pequeña y me coloco detrás de él. Nuestros ojos vuelven a encontrarse en el espejo, y su mirada atenta e intrigada me impulsa a hablar.
—¿Puedo probar una cosa?
Al cabo de un momento, asiente. Con cautela, muy dulcemente, hago que la toalla descienda con suavidad por su brazo izquierdo, secando el agua que empapa su piel. Levanto la vista y escruto su expresión en el espejo. Parpadea y me mira con sus ojos ardientes.
Yo me inclino hacia delante, le beso el bíceps, y él entreabre levemente los labios. Le seco el otro brazo de igual modo, dejando un rastro de besos alrededor del bíceps, y en sus labios aparece una sonrisa fugaz. Cuidadosamente, le paso la toalla por la espalda bajo la tenue línea de carmín, que aún sigue visible. En la ducha no le froté por detrás.
—Toda la espalda —dice en voz baja—, con la toalla.
Inspira y aprieta los labios, y le seco rápidamente con cuidado de tocarle solo con la toalla.
Tiene una espalda tan atractiva: ancha, con hombros contorneados y todos los músculos perfectamente definidos. Realmente se cuida. Solo las cicatrices estropean esa maravillosa visión.
Me esfuerzo por ignorarlas y reprimo el abrumador impulso de besarlas todas y cada una. Cuando termino, él exhala con fuerza y yo me inclino hacia delante para recompensarle con un beso en el hombro. Le rodeo con los brazos y le seco el estómago. Nuestros ojos se encuentran nuevamente en el espejo, y tiene una expresión divertida, pero también cauta.
—Toma esto. —Le doy una toallita de manos y él arquea las cejas, desconcertado—. ¿Te acuerdas en Georgia? Hiciste que me tocara utilizando tus manos —añado.
Se le ensombrece la cara, pero no hago caso de su reacción y le rodeo con mis brazos. Los dos nos miramos en el espejo: su belleza, su desnudez, yo con el pelo cubierto… tenemos un aspecto casi bíblico, como una pintura barroca del Antiguo Testamento.
Le cojo la mano, que me confía de buen grado, y se la muevo sobre el torso para secarlo con la toalla de forma lenta y algo torpe. Una, dos pasadas… y luego otra vez. Él está completamente inmóvil y rígido por la tensión, salvo sus ojos, que siguen mi mano que rodea la suya con firmeza.
Mi subconsciente observa con gesto de aprobación, su boca generalmente fruncida ahora sonríe, y yo me siento como la suprema maestra titiritera. De la espalda de Christian emanan oleadas de ansiedad, pero no deja de mirarme, aunque con ojos más sombríos, más letales… que revelan sus secretos, quizá.
¿Quiero entrar en ese territorio? ¿Quiero enfrentarme a sus demonios?
—Creo que ya estás seco —murmuro, dejando caer la mano y observando la inmensidad gris de su mirada en el espejo.
Tiene la respiración acelerada y los labios entreabiertos.
—Te necesito, Anastasia.
—Yo también te necesito.
Y al pronunciar esas palabras me impresiona su certeza absoluta. No puedo imaginarme sin Christian, nunca.
—Déjame amarte —dice con voz ronca.
—Sí —contesto, y me da la vuelta, me toma entre sus brazos y sus labios buscan los míos, implorándome, adorándome, apreciándome… amándome.
Me pasa los dedos a lo largo de la columna mientras nos miramos mutuamente, sumidos en la dicha poscoital, plenos. Tumbados juntos, yo boca abajo abrazando la almohada, él de costado, y yo gozando de la ternura de su caricia. Sé que ahora mismo necesita tocarme. Soy un bálsamo para él, una fuente de consuelo, ¿y cómo voy a negárselo? Yo siento exactamente lo mismo hacia él.
—Así que puedes ser tierno.
—Mmm… eso parece, señorita Steele.
Sonrío complacida.
—No lo fuiste especialmente la primera vez que… hicimos esto.
—¿No? —dice malicioso—. Cuando te robé la virtud.
—No creo que la robaras —musito con picardía. Por Dios, no soy una doncella indefensa—. Creo que yo te entregué mi virtud bastante libremente y de buen grado. Yo también lo deseaba y, si no recuerdo mal, disfruté bastante.
Le sonrío con timidez y me muerdo el labio.
—Como yo, si mal no recuerdo, señorita Steele. Mi único objetivo es complacer —añade y adquiere una expresión seria y relajada—. Y eso significa que eres mía, totalmente.
Ha desaparecido todo rastro de ironía y me mira fijamente.
—Sí, lo soy —le contesto en un murmullo—. Me gustaría preguntarte una cosa.
—Adelante.
—Tu padre biológico… ¿sabes quién era?
La idea lleva un tiempo rondándome por la cabeza.
Arquea una ceja y luego niega.
—No tengo ni idea. No era ese salvaje que le hacía de chulo, lo cual está bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Por una cosa que me dijo mi padre… Carrick.
Observo expectante a mi Cincuenta, a la espera.
—Siempre ávida por saber, Anastasia. —Suspira y mueve la cabeza—. El chulo encontró el cuerpo de la puta adicta al crack y telefoneó a las autoridades. Aunque tardaron cuatro días en encontrarlo. Él se fue, cerró la puerta… y me dejó con… con su cadáver.
Se le enturbia la mirada al recordarlo.
Inspiro con fuerza. Pobre criatura… la mera idea de semejante horror resulta dolorosamente inconcebible.
—La policía le interrogó después. Él negó rotundamente que tuviera algo que ver conmigo, y Carrick me dijo que no nos parecíamos en absoluto.
—¿Recuerdas cómo era?
—Anastasia, esa es una parte de mi vida en la que no suelo pensar a menudo. Sí, recuerdo cómo era. Nunca le olvidaré. —La expresión de Christian se ensombrece y endurece, volviendo su rostro más anguloso, con una gélida mirada de rabia en sus ojos—. ¿Podemos hablar de otra cosa?
—Perdona. No quería entristecerte.
Niega con la cabeza.
—Es el pasado, Ana. No quiero pensar en eso ahora.
—Bueno… ¿y cuál es esa sorpresa? —digo para cambiar de tema antes de que las sombras de Cincuenta se vuelvan contra mí.