Mientras hablamos, se me ocurre pensar que ha pasado de ser el Alec de Thomas Hardy a ser Angel, de la corrupción y la degradación a los más altos ideales en un espacio de tiempo muy corto.
Terminamos de comer pasadas las dos. Christian paga la cuenta a Dante, que se despide de nosotros afectuosamente.
—Este sitio es estupendo. Gracias por la comida —le digo a Christian, que me da la mano al salir del bar.
—Volveremos —dice y caminamos por el muelle—. Quería enseñarte una cosa.
—Ya lo sé… y estoy impaciente por verla, sea lo que sea.
Paseamos de la mano por el puerto deportivo. Hace una tarde muy agradable. La gente está disfrutando del domingo, paseando a los perros, contemplando los barcos, vigilando a sus hijos que corren por el paseo.
A medida que avanzamos por el puerto, los barcos son cada vez más grandes. Christian me conduce a un muelle y se detiene delante de un enorme catamarán.
—Pensé que podríamos salir a navegar esta tarde. Este barco es mío.
Madre mía. Debe de medir como mínimo doce metros, quizá unos quince. Dos elegantes cascos blancos, una cubierta, una cabina espaciosa, y sobresaliendo por encima de todo ello un impresionante mástil. Yo no sé nada de barcos, pero me doy cuenta de que este es especial.
—Uau… —musito maravillada.
—Construido por mi empresa —dice con orgullo, y siento henchirse mi corazón—. Diseñado hasta el último detalle por los mejores arquitectos navales del mundo y construido aquí en Seattle, en mi astillero. Dispone de sistema de pilotaje eléctrico híbrido, orzas asimétricas, una vela cuadra en el mástil…
—Vale… ya me he perdido, Christian.
Sonríe de oreja a oreja.
—Es un barco magnífico.
—Parece realmente fabuloso, señor Grey.
—Lo es, señorita Steele.
—¿Cómo se llama?
Me lleva a un costado para que pueda ver el nombre: Grace. Me quedo muy sorprendida.
—¿Le pusiste el nombre de tu madre?
—Sí. —Inclina la cabeza a un lado, un tanto desconcertado—. ¿Por qué te extraña?
Me encojo de hombros. No deja de sorprenderme: él siempre actúa de un modo tan ambivalente en su presencia…
—Yo adoro a mi madre, Anastasia. ¿Por qué no le iba a poner su nombre a un barco?
Me ruborizo.
—No, no es eso… es que…
Maldita sea, ¿cómo podría expresarlo?
—Anastasia, Grace Trevelyan me salvó la vida. Se lo debo todo.
Yo le miro fijamente, y me dejo invadir por la veneración implícita en ese dulce reconocimiento. Y me resulta evidente, por primera vez, que él quiere a su madre. ¿Por qué entonces esa ambigüedad extraña y tensa hacia ella?
—¿Quieres subir a bordo? —pregunta emocionado y con los ojos brillantes.
—Sí, por favor —contesto sonriente.
Parece encantado. Me da la mano, sube dando zancadas por la pequeña plancha y me lleva a bordo. Llegamos a cubierta, situada bajo un toldo rígido.
En un lado hay una mesa y una banqueta en forma de U forrada de piel de color azul claro, con espacio para ocho personas como mínimo. Echo un vistazo al interior de la cabina a través de las puertas correderas y doy un respingo, sobresaltada al ver que allí hay alguien. Un hombre alto y rubio abre las puertas y sale a cubierta: muy bronceado, con el pelo rizado y los ojos castaños, vestido con un polo rosa de manga corta descolorido, pantalones cortos y náuticas. Debe de tener unos treinta y cinco años, más o menos.
—Mac —saluda Christian con una sonrisa.
—¡Señor Grey! Me alegro de volver a verle.
Se dan la mano.
—Anastasia, este es Liam McConnell. Liam, esta es mi novia, Anastasia Steele.
¡Novia! La diosa que llevo dentro realiza un ágil arabesco. Sigue sonriendo por lo del descapotable. Tengo que acostumbrarme a esto: no es la primera vez que lo dice, pero oírselo pronunciar sigue siendo emocionante.
—¿Cómo está usted?
Liam y yo nos damos la mano.
—Llámeme Mac —me dice con amabilidad, y no consigo identificar su acento—. Bienvenida a bordo, señorita Steele.
—Ana, por favor —musito y enrojezco.
Tiene unos ojos castaños muy profundos.
—¿Qué tal se está portando, Mac? —interviene Christian enseguida, y por un momento creo que está hablando de mí.
—Está preparada para el baile, señor —responde Mac en tono jovial.
Ah, el barco. El
Grace
. Qué tonta soy.
—En marcha, pues.
—¿Van a salir?
—Sí. —Christian le dirige a Mac una sonrisa maliciosa—. ¿Una vuelta rápida, Anastasia?
—Sí, por favor.
Le sigo al interior de la cabina. Frente a nosotros hay un sofá de piel beis en forma de L, y sobre él, un enorme ventanal curvo ofrece una vista panorámica del puerto deportivo. A la izquierda está la zona de la cocina, muy elegante y bien equipada, toda de madera clara.
—Este es el salón principal. Junto con la cocina —dice Christian, señalándola con un vago gesto.
Me coge de la mano y me lleva por la cabina principal. Es sorprendentemente espaciosa. El suelo es de la misma madera clara. Tiene un diseño moderno y elegante y una atmósfera luminosa y diáfana, aunque todo es muy funcional y no parece que Christian pase mucho tiempo aquí.
—Los baños están en el otro lado.
Señala dos puertas, y luego abre otra más pequeña y de aspecto muy peculiar que tenemos enfrente y entra. Se trata de un lujoso dormitorio. Oh…
Hay una enorme cama empotrada y todo es de tejidos azul pálido y madera clara, como su dormitorio en el Escala. Es evidente que Christian escoge un motivo y lo mantiene.
—Este es el dormitorio principal. —Baja la mirada hacia mí, sus ojos grises centellean—. Eres la primera chica que entra aquí, aparte de las de mi familia. —Sonríe—. Ellas no cuentan.
Su mirada ardiente hace que me ruborice y se me acelere el pulso. ¿De veras? Otra primera vez. Me atrae a sus brazos, sus dedos juguetean con mi cabello y me da un beso, intenso y largo. Cuando me suelta, ambos estamos sin aliento.
—Quizá deberíamos estrenar esta cama —murmura junto a mi boca.
¡Oh, en el mar!
—Pero no ahora mismo. Ven, Mac estará soltando amarras.
Hago caso omiso de la punzada de desilusión, él me da la mano y volvemos a cruzar el salón. Me señala otra puerta.
—Allí hay un despacho, y aquí delante dos cabinas más.
—¿Cuánta gente puede dormir en el barco?
—Es un catamarán con seis camarotes, aunque solo he subido a bordo a mi familia. Me gusta navegar solo. Pero no cuando tú estás aquí. Tengo que mantenerte vigilada.
Revuelve en un arcón y saca un chaleco salvavidas de un rojo intenso.
—Toma.
Me lo pasa por la cabeza y tensa todas las correas, y la sombra de una sonrisa aparece en sus labios.
—Te encanta atarme, ¿verdad?
—De todas las formas posibles —dice con una chispa maliciosa en la mirada.
—Eres un pervertido.
—Lo sé.
Arquea las cejas y su sonrisa se ensancha.
—Mi pervertido —susurro.
—Sí, tuyo.
Una vez que me ha atado, me agarra por los costados del chaleco y me besa.
—Siempre —musita y, sin darme tiempo a responder, me suelta.
¡Siempre! Dios santo.
—Ven.
Me coge de la mano, salimos y subimos unos pocos escalones hasta una pequeña cabina en la cubierta superior, donde hay un gran timón y un asiento elevado. Mac está manipulando unos cabos en la proa del barco.
—¿Es aquí donde aprendiste todos tus trucos con las cuerdas? —le pregunto a Christian con aire inocente.
—Los ballestrinques me han venido muy bien —dice, y me escruta con la mirada—. Señorita Steele, parece que he despertado su curiosidad. Me gusta verte así, curiosa. Tendré mucho gusto en enseñarte lo que puedo hacer con una cuerda.
Me sonríe con picardía y yo, impasible, le miro como si me hubiera disgustado. Le cambia la cara.
—Has picado —le digo sonriendo.
Christian tuerce la boca y entorna los ojos.
—Tendré que ocuparme de ti más tarde, pero ahora mismo, tengo que pilotar un barco.
Se sienta a los mandos, aprieta un botón y el motor se pone en marcha con un rugido.
Mac se dirige raudo hacia un costado del barco, me sonríe y salta a la cubierta inferior, donde empieza a desatar un cabo. A lo mejor él también sabe hacer un par de trucos con las cuerdas. La inoportuna idea hace que me ruborice.
Mi subconsciente me mira ceñuda. Yo le respondo encogiéndome de hombros y miro hacia Christian: le echo la culpa a Cincuenta. Él coge el receptor y llama por radio al guardacostas, y Mac grita que estamos preparados para zarpar.
Una vez más, me fascina la destreza de Christian. Es tan competente. ¿Hay algo que este hombre no pueda hacer? Entonces recuerdo su concienzuda intentona de cortar y trocear un pimiento el pasado viernes en mi apartamento. Y sonrío al pensarlo.
Christian conduce lentamente el
Grace
del embarcadero en dirección a la bocana del puerto. A nuestras espaldas queda el reducido grupo de gente que se ha congregado en el muelle para vernos partir. Los niños pequeños nos saludan y yo les devuelvo el saludo.
Christian mira por encima del hombro, y luego hace que me siente entre sus piernas y señala las diversas esferas y dispositivos del puente de mando.
—Coge el timón —me ordena tan autoritario como siempre, y yo hago lo que me pide.
—A la orden, capitán —digo con una risita nerviosa.
Coloca sus manos sobre las mías, manteniendo el rumbo para salir de la bahía, y en cuestión de minutos estamos en mar abierto, surcando las azules y frías aguas del estrecho de Puget. Lejos del muro protector del puerto, el viento es más fuerte y navegamos sobre un mar encrespado y rizado.
No puedo evitar sonreír al notar el entusiasmo de Christian; esto es tan emocionante… Trazamos una gran curva hasta situarnos rumbo oeste hacia la península Olympic, con el viento detrás.
—Hora de navegar —dice Christian, lleno de excitación—. Toma, cógelo tú. Mantén el rumbo.
¿Qué?
Sonríe al ver mi cara de horror.
—Es muy fácil, nena. Sujeta el timón y no dejes de mirar por la proa hacia el horizonte. Lo harás muy bien, como siempre. Cuando se icen las velas, notarás el tirón. Limítate a mantenerlo firme. Yo te haré esta señal —hace un movimiento con la mano plana como de rajarse el cuello—, y entonces puedes parar el motor. Es este botón de aquí. —Señala un gran interruptor negro—. ¿Entendido?
—Sí —asiento frenética y aterrorizada.
¡Madre mía… yo no tenía pensado hacer nada!
Me besa y baja rápidamente de la silla de capitán, y luego salta a la parte delantera del barco, donde se encuentra Mac, y empieza a desplegar velas, a desatar cabos y a manipular cabrestantes y poleas. Ambos trabajan bien juntos, como un equipo, intercambiando a gritos diversos términos náuticos, y es reconfortante ver a Cincuenta interactuar con alguien con tanta espontaneidad.
Quizá Mac sea amigo de Cincuenta. Por lo que yo sé, no parece que tenga muchos, pero la verdad es que yo tampoco. Bueno, al menos aquí en Seattle. Mi única amiga está de vacaciones, poniéndose morena en Saint James, en la costa oeste de Barbados.
Al pensar en Kate siento una punzada de dolor. Echo en falta a mi compañera de piso más de lo que creía cuando se fue. Espero que cambie de opinión y que regrese pronto a casa con su hermano Ethan, en lugar de prolongar su estancia con el hermano de Christian, Elliot.
Christian y Mac izan la vela mayor. Se hincha y se infla a merced del impetuoso viento, y de repente el barco da bandazos y acelera. Yo lo siento en el timón. ¡Uau!
Ellos se ponen a trajinar en la proa, y yo contemplo fascinada cómo la gran vela se iza en el mástil. El viento la agarra, expandiéndola y tensándola.
—¡Mantenlo firme, nena, y apaga el motor! —me grita Christian por encima del viento, y me hace la señal de desconectar las máquinas.
Yo apenas oigo su voz, pero asiento entusiasmada, y contemplo al hombre que amo, con el pelo totalmente alborotado, muy emocionado, sujetándose ante los cabeceos y los virajes del barco.
Aprieto el botón, cesa el rugido del motor, y el
Grace
navega hacia la península Olympic, deslizándose por el agua como si volara. Yo tengo ganas de chillar y gritar y jalear: esta es una de las experiencias más excitantes de mi vida… salvo quizá la del planeador, y puede que la del cuarto rojo del dolor.
¡Madre mía, cómo se mueve este barco! Me mantengo firme, sujetando el timón y tratando de conservar el rumbo, y Christian vuelve a colocarse detrás de mí y pone sus manos sobre las mías.
—¿Qué te parece? —me pregunta, gritando sobre el rugido del viento y el mar.
—¡Christian, esto es fantástico!
Esboza una radiante sonrisa de oreja a oreja.
—Ya verás cuando ice la vela globo.
Señala con la barbilla a Mac, que está desplegando la vela globo, de un rojo oscuro e intenso. Me recuerda las paredes del cuarto de juegos.
—Un color interesante —grito.
Él hace una mueca felina y me guiña un ojo. Oh, no es casualidad.
La vela globo, con su peculiar forma, grande y elíptica, se hincha y hace que el
Grace
coja gran velocidad. El barco toma el rumbo, navegando a toda marcha hacia el Sound.
—Velaje asimétrico. Para correr más —contesta Christian a mi pregunta implícita.
—Es alucinante.
No se me ocurre nada mejor que decir. Mientras brincamos sobre las aguas, en dirección a las majestuosas montañas Olympic y a la isla de Bainbridge, yo sigo con una sonrisa de lo más bobalicona en la cara. Al mirar hacia atrás, veo Seattle empequeñecerse en la distancia y, más allá, el monte Rainier.
Nunca me había dado cuenta realmente de lo hermoso y agreste que es el paisaje de los alrededores de Seattle: verde, exuberante y apacible, con enormes árboles de hoja perenne y acantilados rocosos con paredes escarpadas que se alzan aquí y allá. En esta gloriosa tarde soleada el entorno posee una belleza salvaje pero serena, que me corta la respiración. Tanta quietud resulta asombrosa en comparación con la velocidad con que surcamos las aguas.
—¿A qué velocidad vamos?
—A quince nudos.
—No tengo ni idea de qué quiere decir eso.
—Unos veintiocho kilómetros por hora.
—¿Solo? Parece mucho más.