—Si no temiera prolongar nuestro viaje —dijo el doctor—, habríamos descendido a la ciudad, donde sin duda hubiéramos encontrado a más de un árabe que ha viajado por Francia o Inglaterra, y que conoce nuestro tipo de locomoción. Pero no sería prudente en las circunstancias en que nos hallamos.
—Aplacemos la visita para nuestra próxima excursión —dijo Joe, riendo.
—Además, amigos míos, si no me equivoco, el viento presenta una ligera tendencia a soplar hacia el este, y no debemos desperdiciar una ocasión semejante.
El doctor arrojó algunos objetos que ya no les eran útiles; botellas vacías y una caja que había contenido carne; así consiguió mantener el Victoria en una zona más favorable a sus proyectos. A las cuatro de la mañana, los primeros rayos de sol bañaron Sego, la capital de Bambara, fácil de reconocer por las cuatro ciudades que la componen, por sus mezquitas moriscas y por el incesante ir y venir de barcas que trasladan a los habitantes de un barrio a otro. Pero los viajeros ni vieron ni fueron vistos, pues volaban con rapidez y directamente hacia el noroeste, y las inquietudes del doctor se calmaban poco a poco.
—Dos días más en esta dirección y a esta velocidad, y alcanzaremos el río Senegal.
—¿Y nos hallaremos en país amigo? —preguntó el cazador.
—Todavía no; pero, si el Victoria nos fallase, desde allí podríamos llegar a territorio francés. Sin embargo, lo que debemos desear es que el globo tire algunos centenares más de millas, y sin fatiga, zozobras ni peligros llegaremos a la costa occidental.
—¡Y todo habrá acabado! —dijo Joe—. ¡Qué pena! Si no fuese por las ganas que tengo de contarlo, no quisiera bajar nunca de la barquilla. Señor, ¿cree que se dará crédito a nuestros relatos?
—¡Quién sabe, Joe! Pero, en fin, siempre habrá un hecho incontestable: Miles de testigos nos habrán visto salir de una costa de África, y miles de testigos nos verán llegar a la otra costa.
—En este caso —intervino Kennedy—, no se podrá negar que la hemos atravesado.
—¡Ah, señor Samuel! —añadió Joe, suspirando—. Más de una vez echaré de menos mis pedruscos de oro macizo. Habrían dado consistencia a nuestras historias y verosimilitud a nuestros relatos. A grano de oro por oyente, habría reunido a un escogido público para oírme y hasta para admirar.
El 27 de mayo, hacia las nueve de la mañana, el terreno se presentó bajo un nuevo aspecto. Las extensas pendientes se transformaban en colinas que hacían presagiar montanas próximas. Había que traspasar la cordillera que separa la cuenca del Níger de la del Senegal y determina la dirección de las aguas, o bien al golfo de Guinea, o bien a la bahía de Cabo Verde.
Aquella parte de África, hasta el Senegal, es peligrosa. El doctor Fergusson lo sabía por las narraciones de sus predecesores, que habían sufrido mil privaciones y arrostrado mil peligros entre aquellos negros bárbaros. Aquel clima funesto acabó con la mayor parte de los compañeros de Mungo-Park. Fergusson estaba, pues, más decidido que nunca a no poner los pies en aquella comarca inhospitalaria.
Pero no tuvo un momento de sosiego. El Victoria bajaba sensiblemente, y fue preciso arrojar multitud de objetos más o menos útiles, sobre todo en el momento de salvar el pico o cresta de un cerro. Y así anduvieron por espacio de más de ciento veinte millas, sin parar de subir y bajar; el globo, nuevo peñasco de Sísifo, descendía incesantemente; las formas del aeróstato, poco hinchado, se alargaban, y el viento formaba bolsas en sus paredes.
Kennedy no pudo evitar comentario.
—¿Tiene el globo alguna fisura? —preguntó.
—No —respondió el doctor—; pero sin duda, con el calor, la gutapercha se ha reblandecido o derretido, y el hidrógeno se escapa por el tejido del tafetán.
—¿Y cómo impedir que se escape?
—De ninguna manera. No podemos hacer más que aligerar peso; arrojemos fuera de la barquilla cuanto podamos arrojar.
—Pero ¿qué hemos de arrojar? —preguntó el cazador, recorriendo con su mirada la barquilla, ya muy desprovista.
—Desprendámonos de la tienda que pesa bastante.
Joe, que era a quien incumbía esta orden, subió encima del círculo que reunía las cuerdas de la red y desde allí pudo fácilmente desatar las gruesas cortinas de las tiendas y echarlas abajo.
—Esto hará feliz a una tribu entera de negros —dijo—. Hay aquí tela para vestir a mil indígenas, pues ya se sabe cuán ahorrativos son en materia de trajes.
El globo se había elevado algo, pero enseguida resultó evidente que no perdía su tendencia a descender.
—Bajemos —dijo Kennedy— y veamos qué se puede hacer con la envoltura.
—Te lo repito, Dick, aquí no hay medio de repararla.
—¿Cómo nos las arreglaremos, pues?
—Sacrificaremos todo lo que no sea absolutamente indispensable. Quiero evitar a toda costa un alto en estos sitios. Los bosques sobre los cuales pasamos en este momento, tocando casi la copa de los árboles, no tienen nada de seguros.
—¿Hay leones? ¿Hay hienas? —preguntó Joe con desprecio.
—Hay algo peor, Joe: hombres, y de los más crueles que viven en África.
—¿Cómo se sabe?
—Por los viajeros que nos han precedido. Además, los franceses, que ocupan la colonia de Senegal, han tenido necesariamente que ponerse en relación con las tribus circundantes; bajo el mando del coronel Faldherbe, se han practicado reconocimientos tierra adentro, y los señores Pascal, Vincent y Lambert han traído de sus expediciones documentos preciosos. Han explorado estas comarcas formadas por el recodo del Senegal, en las cuales la guerra y el saqueo no han dejado más que ruinas.
—Pero algún origen tendrá esta guerra devastadora —dijo el cazador.
—Sí, lo tiene. En 1854 un morabito del Futa senegalés, Al-Hadjí, declarándose inspirado como Mahoma, incitó a todas las tribus a la guerra contra los infieles, es decir, contra los europeos. Llevó la destrucción y la ruina entre el río Senegal y su afluente el Falemé. Tres hordas de fanáticos capitaneados por él recorrieron el país matando y saqueando, sin que se librase de su furor ni una sola aldea, ni una sola cabaña. Invadieron luego el valle del Níger, hasta la ciudad de Sego, que estuvo mucho tiempo amenazada. En 1857 se dirigieron más al norte y atacaron el fuerte de Medina, construido por los franceses en las márgenes del río. Aquel establecimiento fue heroicamente defendido por Paúl Holl, el cual resistió varios meses sin víveres y casi sin municiones, hasta que llegó en su auxilio el coronel Faidherbe. Al-Hadji y sus hordas volvieron entonces a pasar el Senegal y regresaron al territorio de Kaarta, donde continuaron sus rapiñas y asesinatos. Pues bien, estas comarcas en las que nos hallamos son precisamente la guarida donde se han refugiado los bandidos, y os aseguro que no sería nada conveniente caer en sus manos.
—No caeremos —dijo Joe—, aunque para elevar el Victoria tengamos que sacrificar hasta nuestros zapatos.
—No estamos lejos del río —dijo el doctor—; pero me temo que nuestro globo no podrá llevarnos más allá.
—Lleguemos a la orilla —replicó el cazador— y eso habremos ganado.
—Es precisamente lo que intentamos hacer —dijo el doctor—. Pero me inquieta una cosa.
—¿Cuál?
—Tendremos que salvar montañas, y resultará muy difícil, ya que no puedo aumentar la fuerza ascensional del aeróstato ni siquiera, produciendo el mayor calor posible.
—Aguardemos a ver qué ocurre —dijo Kennedy.
—¡Pobre Victoria! —exclamó Joe—. Le he tomado el mismo cariño que un marino a su buque, y me separaré de él con pesar. Ya sé que no es lo que era cuando emprendimos el viaje, pero, aun así, no debemos criticarlo. Nos ha prestado grandes servicios, y me romperá el corazón abandonarlo.
—Tranquilízate, Joe; si lo abandonamos, será a pesar nuestro. Nos servirá hasta que se halle extenuado. Sólo le pido que se mantenga otras veinticuatro horas.
—Se agota —dijo Joe, contemplándolo—, flaquea, se le va la vida. ¡Pobre globo!
—Si no me equivoco —intervino Kennedy—, tenemos en el horizonte las montañas de que hablabas, Samuel.
—En efecto —dijo el doctor, después de examinarlas con su anteojo—. Muy altas me parecen; mucho nos ha de costar atravesarlas.
—¿No las podríamos evitar?
—Me parece que no, Dick —dijo Fergusson—. ¿No ves el inmenso espacio que ocupan? ¡Casi la mitad del horizonte!
—Y diríase que nos cercan —añadió Joe—; avanzan por los dos extremos.
—Es absolutamente indispensable pasar por encima.
Aquellos obstáculos tan peligrosos parecían acercarse con extrema rapidez, o, mejor dicho, el viento que era muy fuerte, precipitaba al Victoria hacia los agudos picos. Era preciso elevarse a toda costa; de lo contrario, se estrellarían.
—Vaciemos la caja de agua —dijo Fergusson—. Conservemos tan sólo el líquido estrictamente necesario para un día.
—¡Ya está! —dijo Joe.
—¿Sube ahora el globo? —preguntó Kennedy.
—Algo, unos cincuenta pies —respondió el doctor, que no apartaba la vista del barómetro—. Pero no es suficiente.
Parecía, en efecto, que las altas cumbres salían al encuentro de los viajeros para precipitarse contra ellos. Éstos se hallaban muy lejos de dominarlas; todavía les faltaban más de quinientos pies. También arrojaron la provisión de agua del soplete, de la cual no se conservaron más que algunas pintas; pero todavía no fue suficiente.
—Y sin embargo, hemos de pasar —dijo el doctor.
—Echemos las cajas, ya que las hemos vaciado —dijo Kennedy.
—Echémoslas.
—¡Ya está! —gritó Joe—. ¡Qué triste es desaparecer trozo a trozo!
—¡Oye, Joe! ¡Guárdate de repetir el sacrificio del otro día! Suceda lo que suceda, júrame no separarte de nosotros.
—Tranquilícese, señor, no nos separaremos.
El Victoria había subido unas veinte toesas más, pero la cresta de la montaña seguía dominándolo. Era una cresta recta que terminaba en una verdadera muralla escarpada, y se hallaba aún más de doscientos pies encima de los viajeros.
«Dentro de diez minutos —se dijo el doctor—, nuestra barquilla se habrá estrellado contra las rocas si no logramos elevarnos lo suficiente».
—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Joe.
—Guarda sólo la provisión de pemmican y arroja toda la carne, que es lo que más pesa.
El globo se desprendió de otras cincuenta libras de peso y se elevó muy sensiblemente, lo que de nada le servía si no conseguía situarse sobre la línea de montañas. La situación era espantosa. El Victoria corría con una rapidez suma e iba a hacerse trizas. El choque no podía dejar de ser terrible.
El doctor registró la barquilla con la mirada.
Estaba prácticamente vacía.
—¡Por si acaso, Dick, disponte a sacrificar tus armas!
—¡Sacrificar mis armas! —respondió el cazador, conmovido.
—Amigo Dick, no te lo pediría si no fuese necesario.
—¡Samuel! ¡Samuel!
—¡Tus armas y tus municiones pueden costarnos la vida!
—¡Nos acercamos! —exclamó Joe—. ¡Nos acercamos!
¡Diez toesas! La montaña todavía superaba al Victoria en diez toesas.
Joe cogió las mantas y las tiró; y, sin decir una palabra a Kennedy, tiró también algunos paquetes de balas y perdigones.
El globo subió, traspasó la peligrosa cumbre, y los rayos del sol bañaron su polo superior. Pero la barquilla se hallaba aún a una altura algo inferior a la de los peñascos, contra los cuales iba inevitablemente a estrellarse.
—¡Kennedy! ¡Kennedy! —exclamó el doctor—. ¡Arroja tus armas o estamos perdidos!
—¡Aguarde, señor Dick! —dijo Joe—. ¡Aguarde un momento!
Y Kennedy, al volverse, le vio desaparecer fuera de la barquilla.
—¡Joe! ¡Joe! —gritó.
—¡Desgraciado! —exclamó el doctor.
En aquel punto la cresta de la montaña tenía unos trescientos pies de ancho, y por el otro lado la pendiente presentaba menos declive. La barquilla llegó justo al nivel de aquella meseta bastante lisa y se deslizó por un terreno compuesto de puntiagudos guijarros que rechinaban con el roce.
—¡Pasamos! ¡Pasamos! ¡Hemos pasado! —gritó una voz que hizo palpitar el corazón de Fergusson.
El intrépido muchacho se agarraba con las manos al borde inferior de la barquilla y corría por la cresta para aligerar al globo de la totalidad de su peso, viéndose obligado a sujetarlo con fuerza porque tendía a escapársele.
Cuando hubo llegado a la ladera opuesta y ante sus ojos se presentó el abismo, Joe, mediante un enérgico juego de muñecas, se levantó y, agarrándose de las cuerdas, subió al lado de sus compañeros.
—Nada más difícil que lo que acabo de hacer —dijo.
—¡Valiente Joe! ¡Amigo mío! —dijo el doctor con efusión.
—¡Oh! Lo que he hecho —respondió Joe— no ha sido por ustedes, sino por la carabina del señor Dick. Se lo debía desde el asunto del árabe y me gusta pagar mis deudas. Ahora estamos en paz —añadió, presentando al cazador su arma predilecta—. Me hubiera conmovido demasiado verle separarse de ella.
Kennedy le dio un vigoroso apretón de manos sin pronunciar una palabra.
El Victoria ya no tenía más que bajar, lo que le era fácil; muy pronto se encontró a doscientos pies del suelo y entonces recuperó el equilibrio. El terreno presentaba numerosos accidentes muy difíciles de evitar durante la noche con un globo que ya no obedecía. Estaba oscureciendo con gran rapidez y, pese a sus reticencias, el doctor tuvo que resignarse a hacer un alto hasta el día siguiente.
—Vamos a buscar un lugar favorable para detenernos —dijo.
—¡Ah! ¿Te decides al fin? —respondió Kennedy.
—Sí, he meditado detenidamente un proyecto que vamos a poner en práctica. No son más que las seis de la tarde; tendremos tiempo. Echa las anclas, Joe.
Joe obedeció, y las dos anclas quedaron colgando debajo de la barquilla.
—Distingo inmensos bosques —dijo el doctor—. Iremos por encima de las copas de sus árboles y nos agarraremos de alguna. Por nada de este mundo consentiría en pasar la noche en tierra.
—¿Podremos bajar? —preguntó Kennedy.
—¿Para qué? Os repito que sería peligroso separarnos. Además, reclamo vuestra ayuda para un trabajo difícil.
El Victoria, que rozaba la verde bóveda de inmensos bosques, no tardó en detenerse bruscamente; sus anclas habían quedado enganchadas. El viento cesó entrada ya la noche, y el globo permaneció casi inmóvil encima de un interminable campo de verdor formado por las copas de un bosque de sicomoros.