En aquel momento, Joe miraba el horizonte, y volviéndose hacia Kennedy le dijo:
—Señor Dick, usted que siempre está pensando en cazar, aquí tiene una buena oportunidad.
—¿Por qué, Joe?
—Y ahora mi señor no se opondrá a sus disparos.
—Explícate.
—¿No ve qué bandada de pajarracos se dirige hacia nosotros?
—¡Pajarracos! —exclamó el doctor, cogiendo el anteojo.
—Sí, los veo —replicó Kennedy—. Por lo menos hay una docena.
—Si no le importa, catorce —respondió Joe.
—¡Quiera el cielo que sean de una especie bastante dañina para que el tierno Samuel no tenga nada que objetarme!
—Lo que yo digo es —respondió Fergusson— que preferiría que esos pajarracos estuvieran muy lejos de nosotros.
—¿Les tiene miedo? —dijo Joe.
—Son quebrantahuesos de gran tamaño, Joe, y si nos atacan…
—¿Y qué? Si nos atacan, nos defenderemos, Samuel Tenemos todo un arsenal. No me parece que esos animales sean muy temibles.
—¿Quién sabe? —respondió el doctor.
Diez minutos después, la bandada se había puesto a tiro. Los catorce individuos de que se componía lanzaban roncos graznidos y avanzaban hacia el Victoria más irritados que asustados por su presencia.
—¡Cómo gritan! —dijo Joe—. ¡Qué escándalo! Al parecer no les hace gracia que alguien invada sus dominios y se ponga a volar como ellos.
—La verdad es —dijo el cazador— que su aspecto es imponente, y me parecerían bastante temibles si fuesen armados con una carabina Purdey Moore.
—No la necesitan —respondió Fergusson, cuyo semblante empezaba a nublarse.
Los quebrantahuesos volaban trazando inmensos círculos, que iban estrechándose alrededor del Victoria. Cruzaban el cielo con una rapidez fantástica, precipitándose algunas veces con la velocidad de un proyectil y rompiendo su línea de proyección mediante un brusco y audaz giro.
El doctor, inquieto, resolvió elevarse en la atmósfera para escapar de aquel peligroso vecindario y dilató el hidrógeno del globo, el cual subió al momento.
Pero los quebrantahuesos subieron con él, poco dispuestos a abandonarlo.
—Tienen trazas de querer armar camorra —dijo el cazador, amartillando su carabina.
En efecto, los pájaros se acercaban, y algunos de ellos parecían desafiar las armas de Kennedy.
—¡Qué ganas tengo de hacer fuego! —dijo éste.
—¡No, Dick, no! ¡No los provoquemos! ¡Nos atacarían!
—¡Buena cuenta daría yo de ellos!
—Te equivocas, Dick.
—Tenemos una bala para cada uno.
—Y si se colocan encima del globo, ¿cómo les dispararás? Imagínate que te encuentras en tierra frente a una manada de leones, o rodeado de tiburones en pleno océano. Pues bien, para un aeronauta, la situación no es menos peligrosa.
—¿Hablas en serio, Samuel?
—Muy en serio, Dick.
—Entonces, esperemos.
—Aguarda… Estate preparado por si nos atacan, pero no hagas fuego hasta que yo te lo diga.
Los pájaros se agruparon a poca distancia, de suerte que se distinguían perfectamente su cuello pelado, que estiraban para gritar, y su cresta cartilaginosa, salpicada de papilas violáceas, que se erguía con furor. Su cuerpo tenía más de tres pies de longitud, y la parte inferior de sus blancas alas resplandecía al sol. Hubiérase dicho que eran tiburones alados, con los cuales presentaban un fantástico parecido.
—¡Nos siguen! —dijo el doctor, viéndolos elevarse con él—. ¡Y por más que subamos, subirán tanto como nosotros!
—¿Qué hacer, pues? —preguntó Kennedy. El doctor no respondió—. Atiende, Samuel —prosiguió el cazador—; haciendo fuego con todas nuestras armas, tenemos a nuestra disposición diecisiete tiros contra catorce enemigos. ¿Crees que no podremos matarlos o dispersarlos? Yo me encargo de unos cuantos.
—No pongo en duda tu destreza, Dick, y doy por muertos a los que pasen por delante de tu carabina; pero, te lo repito, si atacan el hemisferio superior del globo, se pondrán a cubierto de tus disparos y romperán el envoltorio que nos sostiene. ¡Nos hallamos a tres mil pies de altura!
En aquel mismo momento, uno de los pájaros más feroces se dirigió al globo con el pico y las garras abiertos, en actitud de morder y desgarrar a un tiempo.
—¡Fuego, fuego! —gritó el doctor.
Y el pájaro, mortalmente herido, cayó dando vueltas en el espacio.
Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y Joe amartilló otra.
Asustados por el estampido, los quebrantahuesos se alejaron momentáneamente, pero volvieron casi enseguida a la carga con furor centuplicado. Kennedy decapitó de un balazo al que tenía más cerca. Joe le rompió un ala a otro.
—Ya no quedan más que once —dijo.
Pero entonces los pájaros adoptaron otra táctica y, como si se hubiesen puesto de acuerdo, se dirigieron al Victoria; Kennedy miró a Fergusson.
Éste, a pesar de su impasibilidad y energía, se puso pálido. Hubo un momento de espantoso silencio. Después se oyó un ruido estridente, como el de un tejido de seda que se rasga, y la barquilla empezó a precipitarse rápidamente.
—¡Estamos perdidos! —gritó Fergusson, fijando la vista en el barómetro, que subía muy deprisa.
—¡Afuera el lastre! —añadió—. ¡Nada de lastre!
Y en pocos segundos desapareció todo el cuarzo.
—¡Seguimos cayendo!… ¡Vaciad las cajas de agua! ¿Me oyes, Joe? ¡Nos precipitamos en el lago!
Joe obedeció. El doctor se inclinó, mirando el lago que parecía subir hacia él como una marea ascendente. El volumen de los objetos aumentaba rápidamente; la barquilla se encontraba a menos de doscientos pies de la superficie del Chad.
—¡Las provisiones! ¡Las provisiones! —exclamó el doctor.
Y la caja que las contenía fue lanzada al espacio.
La velocidad de la caída disminuyó, pero los desdichados seguían cayendo.
—¡Echad más! ¡Echad más! —repitió el doctor.
—No queda ya nada —dijo Kennedy.
—¡Sí! —respondió lacónicamente Joe, persignándose rápidamente.
Y desapareció por encima de la borda.
—¡Joe! ¡Joe! —gritó el doctor, aterrorizado.
Pero Joe ya no podía oírle. El Victoria, sin lastre, recobró su marcha ascensional y se elevó hasta una altura de mil pies. El viento, introduciéndose en la envoltura deshinchada, lo arrastraba hacia las costas septentrionales.
—¡Perdido! —dijo el cazador con un gesto de desesperación.
—¡Perdido por salvarnos! —respondió Fergusson.
Y dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de aquellos dos hombres tan intrépidos. Ambos se asomaron, intentando distinguir algún rastro del desgraciado Joe, pero ya estaban lejos.
—¿Qué haremos? —preguntó Kennedy.
—Bajar a tierra en cuanto sea posible, Dick, y aguardar.
Después de haber recorrido sesenta millas, el Victoria descendió a una costa desierta, al norte del lago. Engancharon las anclas en un árbol poco elevado, y el cazador las sujetó sólidamente.
Llegó la noche, pero ni Fergusson ni Kennedy pudieron conciliar el sueño un solo instante.
Al día siguiente, 13 de mayo, los viajeros reconocieron la parte de la costa que ocupaban, la cual era una especie de islote en medio de un inmenso pantano. Alrededor de aquel trozo de terreno firme se levantaban cañas tan grandes como árboles de Europa y que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
Aquellas ciénagas inaccesibles hacían segura la posición del Victoria. Bastaba vigilar la parte del lago. La superficie del agua parecía ilimitada, sobre todo por el este, sin que en ningún punto del horizonte se distinguiesen ni islas ni continente.
No se habían atrevido aún los dos amigos a hablar de su desgraciado compañero. Kennedy participó, al cabo, sus conjeturas al doctor.
—Quizá Joe no esté perdido —dijo—. Es un muchacho listo como pocos y un excelente nadador. En Edimburgo atravesaba sin dificultad el Firth of Forth. Lo volveremos a ver, aunque no sé ni cómo ni cuándo; por nuestra parte, debemos hacer todo lo posible para facilitarle la ocasión de encontrarnos.
—Dios te oiga, Dick —respondió el doctor, conmovido—. Haremos cuanto esté a nuestro alcance para encontrar a nuestro amigo. Ante todo, orientémonos, después de haber liberado al Victoria de su envoltura exterior, que de nada sirve, con lo que nos libraremos de un peso de seiscientas cincuenta libras.
El doctor Fergusson y Kennedy pusieron manos a la obra. Tropezaron con grandes dificultades, pues fue preciso arrancar trozo a trozo el tafetán, que ofrecía mucha resistencia, y cortarlo en estrechas tiras para desprenderlo de las mallas de la red. El desgarrón ocasionado por el pico de los quebrantahuesos tenía algunos pies de longitud.
Invirtieron más de cuatro horas en la operación; pero al fin vieron que el globo interior, enteramente aislado, no había sufrido ninguna avería. El Victoria ofrecía un volumen una quinta parte menor que el de antes. La diferencia fue bastante sensible para llamar la atención de Kennedy.
—¿Será suficiente? —preguntó al doctor.
—Acerca del particular, Dick, puedes estar tranquilo. Yo restableceré el equilibrio, y, si vuelve nuestro pobre Joe, volveremos a emprender con él el camino por el espacio.
—Si no me falla la memoria, Samuel, en el momento de nuestra caída no debíamos de estar muy lejos de una isla.
—Lo recuerdo, en efecto; pero aquella isla, como todas las del Chad, estará sin duda habitada por una chusma de piratas y asesinos que seguramente habrán sido testigos de nuestra catástrofe, y si Joe cae en sus manos, ¿qué será de él, a no ser que la superstición le proteja?
—Él es perfectamente capaz de ingeniárselas para salir de apuros, te lo repito; confío en su destreza y en su inteligencia.
—También yo. Ahora, Dick, vete a cazar por las inmediaciones, pero no te alejes. Urge renovar nuestros víveres, de los cuales hemos sacrificado la mayor parte.
—Bien, Samuel; volveré pronto.
Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y, por entre las crecidas hierbas, se dirigió a un bosque bastante cercano. Repetidos disparos dieron a entender al doctor que la caza sería abundante.
Entretanto, él se ocupó de hacer el inventarlo de los objetos conservados en la barquilla y de establecer el equilibrio del segundo aeróstato. Quedaban unas treinta libras de pemmican, algunas provisiones de té y café, una caja de un galón y medio de aguardiente y otra de agua totalmente vacía; toda la carne seca había desaparecido.
El doctor sabía que, a causa de la pérdida del hidrógeno del primer globo, su fuerza ascensional había sufrido una reducción de unas novecientas libras. Así pues, tuvo que basarse en esta diferencia para reconstruir su equilibrio. El nuevo Victoria tenía una capacidad de sesenta y siete mil pies y contenía treinta y tres mil cuatrocientos ochenta pies cúbicos de gas. El aparato de dilatación parecía hallarse en buen estado, y la espita y el serpentín no habían experimentado deterioro alguno.
La fuerza ascensional del nuevo globo era, pues, de unas tres mil libras. Sumando el peso del aparato, de los viajeros, de la provisión de agua, de la barquilla y sus accesorios, y embarcando cincuenta galones de agua y cien libras de carne fresca, el doctor llegaba a un total de dos mil ochocientas treinta libras.
Podía, por tanto, llevar para los casos imprevistos ciento setenta libras de lastre, en cuyo caso el aeróstato se hallaría equilibrado con el aire.
Tomó sus disposiciones en consecuencia y reemplazó el peso de Joe por un suplemento de lastre. Invirtió todo el día en estos preparativos, los cuales llegaron a su término al regresar Kennedy. El cazador había aprovechado las municiones. Volvió con todo un cargamento de gansos, ánades, chochas, cercetas y chorlitos, que él mismo se encargó de preparar y ahumar. Ensartó cada pieza en una fina caña y la colgó sobre una hoguera de leña verde. Cuando las aves estuvieron en su punto fueron almacenadas en la barquilla.
Al día siguiente, el cazador debía completar las provisiones.
La noche sorprendió a los viajeros en medio de sus ocupaciones. Su cena se compuso de pemmican, galletas y té. El cansancio, después de haberles abierto el apetito, les dio sueño. Durante su guardia, ambos interrogaron más de una vez las tinieblas creyendo oír la voz de Joe, pero, ¡ay!, estaba muy lejos de ellos aquella voz que hubieran querido oír.
Al rayar el alba, el doctor despertó a Kennedy.
—He meditado mucho —le dijo— acerca de lo que conviene hacer para encontrar a nuestro compañero.
—Cualquiera que sea tu proyecto, Samuel, lo apruebo. Habla.
—Lo más importante es que Joe tenga noticias nuestras.
—¡Exacto! Si llegase a figurarse que lo abandonamos…
—¿Él? ¡Nos conoce demasiado! Nunca se le ocurriría semejante idea; pero es preciso que sepa dónde estamos.
—Pero ¿cómo?
—Montaremos en la barquilla y nos elevaremos.
—¿Y si el viento nos arrastra?
—No nos arrastrará, afortunadamente. El viento nos conduce al lago, y esta circunstancia, que hubiera sido contraria ayer, hoy es propicia. Nuestros esfuerzos se limitarán, pues, a mantenernos durante todo el día sobre esta vasta extensión de agua. Joe no podrá dejar de vernos allí donde sus miradas se dirigirán incesantemente. Acaso llegue hasta a informarnos de su paradero.
—Lo hará, sin duda, si está solo y libre.
—Y si está preso —repuso el doctor—, no teniendo los indígenas la costumbre de encerrar a sus cautivos, nos vera y comprenderá el objeto de nuestras pesquisas.
—Pero —repuso Kennedy—, si no hallamos ningún indicio, pues debemos preverlo todo, si no ha dejado una huella de su paso, ¿qué haremos?
—Procuraremos regresar a la parte septentrional del lago, manteniéndonos a la vista todo lo posible; allí, aguardaremos, exploraremos las orillas, registraremos las márgenes, a las cuales Joe intentará sin duda llegar, y no nos iremos sin haber hecho todo lo posible por encontrarlo.
—Partamos, pues —respondió el cazador.
El doctor tomó el plano exacto de aquel pedazo de tierra firme que iba a dejar y estimó, según su mapa, que se hallaba al norte del Chad, entre la ciudad de Lari y la aldea de Ingemini, visitadas ambas por el mayor Denham. Mientras tanto, Kennedy completó sus provisiones de carne fresca; sin embargo, pese a que en los pantanos circundantes se distinguían huellas de rinocerontes, manatíes e hipopótamos, no tuvo ocasión de encontrar uno solo de semejantes animales.