—Mi padre ha hecho un bizcocho y te he traído un trozo —decía otro.
Cuando volvía a casa cargada de pan, fruta y golosinas, el rey Agapito se enfadaba mucho.
—No aceptamos caridad de nadie —decía.
—No es caridad —aseguraba Marieta—. Son regalos.
Y no tardaba en convencer a su padre, que se moría de ganas de hincar el diente a la hogaza de pan.
Por la tarde, Marieta explicaba a su padre lo que había aprendido en clase, porque al rey Agapito le parecía muy mal que su hija supiera más que él. Luego, hacían juntos los deberes, aunque el rey se solía hacer el remolón un rato primero.
Para el rey Agapito, la tarde con Marieta pasaba volando; pero la mañana, solo en su isla, se le hacía eterna, aunque inventara nuevas recetas de cocina y practicara el distinguido deporte de la pesca.
Por eso, una mañana, decidió meterse a inventor. La mañana de su primer invento se le pasó tan rápida que no tuvo tiempo ni de preparar la comida.
Cuando Marieta llegó del colegio, su padre la esperaba ocultando algo tras la espalda.
—Tengo una sorpresa para ti, Marieta —y extendió la mano con el regalo—. Lo he inventado yo —explicó muy ufano—. Lo llamo «madrugador». Es un reloj que hace ruido por la mañana a la hora de levantarse. Así no llegarás tarde al colegio.
—Pero, papá —dijo Marieta—, eso ya está inventado. Se llama despertador.
—Vaya —dijo el rey Agapito muy alicaído.
—No importa. Es muy bonito. Y muy útil. Muchísimas gracias.
Al día siguiente, al regresar de la escuela, Marieta volvió a encontrar a su padre con las manos a la espalda.
—Otra sorpresa, Marieta. Hoy he inventado los «rodadores».
Y le mostró un par de patines.
—Son preciosos, papá. Pero también están ya inventados. Se llaman patines.
El rey Agapito no perdía la esperanza de inventar algo nuevo. Pero estaba tan desconectado del mundo que siempre «reinventaba» algo ya inventado. En un mes reinventó la «cazuela hermética» (olla a presión), la «asombradora» (sombrilla), el «mascable eterno» (chicle), el «palo melodioso» (flauta) y el «lanzapiedras» (tirachinas).
Marieta contemplaba aquellos inventos apenada. ¡Qué buen inventor sería su padre si lograse inventar algo no inventado...!
Un día, durante el recreo, Che se acercó a Marieta.
—Lo prometido es deuda —le dijo—. Aquí tienes el requetecrí que te aposté.
Le extendió una cajita de madera del tamaño de una caja de cerillas.
—¿Para qué sirve? —preguntó intrigada Marieta, intentando abrirla por alguna parte.
—¡Ah! Ése es el problema de los inventos de mi padre. Nunca sirven para nada. Éste suena como un grillo cuando das unos golpecitos en la madera. ¿Ves? —Che dio unos golpecitos en la caja.
«Cricricricricricri», dijo la caja.
—Entonces claro que sirve para algo —exclamó Marieta—. En Garabís ya no hay grillos. Lo pondré por las noches en mi ventana para que suene. ¡Qué estupendo! ¿Y dices que tu padre es inventor?
—Sí —respondió Che—. En sus ratos libres, que son muchos, inventa cosas inútiles.
—Mi padre también es inventor, ¿sabes? —dijo Marieta—. Bueno, mejor dicho, es reinventor. Siempre inventa cosas que ya están inventadas. Eso le tiene muy deprimido al pobre.
—Mi padre, en cambio, inventa cosas tan inútiles que a nadie se le ha ocurrido inventarlas antes —explicó Che—. Pero eso de que no sirvan para nada también le tiene algo frustrado.
—Oye, sería estupendo que mi padre y tu padre se conocieran, ¿no?
—Me temo que ya se conocen —repuso Che—. Recuerda que nosotros somos de Garabís. Y por lo que he oído decir a mi padre, el tuyo no le cae muy simpático.
—¡Oh! —fue el comentario desilusionado de Marieta.
En ese momento miró hacia Garabís y vio que su padre le hacía señas desde la isla con un gran pañuelo amarillo que sostenía en la mano derecha, mientras ocultaba la mano izquierda tras la espalda.
—¡Adiós, Che! —gritó Marieta, corriendo ya hacia la barca de Leopoldo—. Mi padre me llama. Debe de tener un nuevo reinvento para mí. ¡Muchas gracias por el requetecrí!
Che se quedó dándole vueltas en la cabeza al comentario de Marieta: «Sería estupendo que tu padre y mi padre se conocieran...».
PACHORRO, el padre de Che, era un tipo bastante pintoresco. Consideraba que trabajar era una absoluta pérdida de tiempo.
—Mientras uno trabaja —explicaba a menudo a su hijo Che—, se está perdiendo un montón de cosas que están puestas sobre la tierra gratis, como son el sol, el mar, la luna, las estrellas, los animales, las plantas, las charlas con los amigos, el dormir a pierna suelta, el soñar despierto...
Como veis, eran tantas cosas que uno no podía perder ni un minuto trabajando si quería disfrutarlas todas. Cuando Pachorro necesitaba algo y no tenía dinero para comprarlo, simplemente lo pedía a sus amigos. Como era un hombre simpático y alegre que siempre tenía algo divertido que contar, nunca faltaba quien le invitara a comer o a tomar una copa, y eso era todo lo que Pachorro necesitaba.
Cuando las cosas se ponían feas, o había que hacer en su casa algún gasto extra, Pachorro no tenía más remedio que trabajar un poquito. Entonces se dedicaba a reparar todo aquello que anduviese estropeado en Chis.
Lo que más le gustaba a Pachorro en este mundo, después del sol, el mar, las estrellas y todas esas cosas que he dicho antes, era inventar. Pero, al mismo tiempo, sus inventos eran el único pesar de Pachorro. Cada invento suyo era motivo de guasa en el pueblo durante una semana. A Pachorro no le importaba que se rieran de su aspecto desaliñado, que le llamasen gorrón, o tener que hacer un rato el payaso para que le invitaran a comer, pero eso de que se rieran de sus obras le hacía mucho daño.
¿Que qué cosas inventaba Pachorro? Os pondré unos cuantos ejemplos: un jarabe para que las gallinas pusieran huevos de colores, una silla con cosquillas, un pegamento para colas de lagartijas, una bicicleta para ir marcha atrás... La verdad, yo no veo que sea cosa de risa.
AQUEL DÍA, al volver del colegio, Che se encontró a su padre enfrascado en un nuevo invento, haciendo extraños esquemas en un papel. Pachorro levantó un momento la cabeza:
—¿Otra vez has ido a la escuela, Che? Te encuentro muy raro últimamente. Hace por lo menos dos semanas que no haces novillos.
Che se sonrojó. Ahora, cada vez que hacía novillos, Marieta le soltaba un sermón sobre la importancia de la educación. No se sabe si por ahorrarse el sermón o porque éste hacía su efecto, el caso es que últimamente Che no faltaba nunca a la escuela e incluso se estaba volviendo casi aplicado.
Che se sentó frente a su padre y empezó a dar vueltas a una idea en su cabeza.
—Papá —dijo al fin—, ¿sabes que el rey Agapito también es inventor?
—¿Inventor ese manirroto? ¿Ese atolondrado, gordinflón, tirano, vanidoso, ridículo, orgulloso, majadero... —a Pachorro ya no se le ocurrían más adjetivos— aprendiz de rey? ¡No me hagas reír!
Che se dio cuenta de que la conversación no iba por buen camino y decidió intentarlo de otra forma.
—¿Sabes, papá? Le he regalado a la princesa Marieta el requetecrí que inventaste. Le ha gustado mucho —Pachorro no hacía caso, ensimismado en sus garabatos—. Dijo que además de bonito es muy ÚTIL —insistió Che diciendo esta última palabra muy alto y muy despacio.
Pachorro saltó como si le hubiese picado una avispa.
—Vaya, vaya —exclamó esponjándose de satisfacción—. Eso sí que no me lo habían dicho nunca.
—Ella tiene muchas ganas de conocerte —continuó Che—. Quizá tú podrías ir a...
—Pues que venga cuando quiera, hombre —atajó Pachorro, echando por tierra el segundo intento de Che de llevar a su padre a Garabís.
Pero Che no se daba por vencido fácilmente. Al cabo de un par de minutos, volvió a la carga.
—Papá.
—Mmmm —gruñó Pachorro, distraído, mientras pensaba: «¿Qué le pasará hoy a este hijo mío, que parece que le han dado cuerda?».
—¿Tú no echas de menos Garabís?
—Pues claro que sí —Pachorro suspiró—. Mucho.
—Entonces, ¿por qué nunca hemos vuelto? ¿Por la prohibición del rey Agapito?
—¿Prohibirme algo a mí ese majadero, ese papanatas, ese bola de grasa de Caralarga...? No he vuelto porque no me ha dado la gana.
—¡Ah, eso ya es más razonable! —dijo Che en tono burlón.
Pachorro se puso colorado y empezó a farfullar:
—Pues ahora que lo dices, no sé por qué no he vuelto, porque me dejé allí una llave inglesa y mis zapatillas de andar por casa. Y me gustaría ir de visita aunque sólo fuera por fastidiar a ese gusano, merluzo, vanidoso, glotón...
—¡Bien! —interrumpió Che—. ¿Cuándo vamos? ¿Mañana?
—¿Te crees que soy tonto, Che? ¿Qué estás tramando? ¿Te crees que no me he dado cuenta de que llevas toda la tarde tomándome el pelo? Pues bien, te saliste con la tuya. Vamos a Garabís; pero ¿por qué esperar hasta mañana? ¡Ahora mismo!
—¡Glub! —Che tragó saliva muy asustado. Si por lo menos hubiera podido preparar un poco el terreno... Así de golpe... ¡Aquello iba a ser un desastre!
Pero su padre ya le había cogido de la mano y avanzaba dando zancadas por el pueblo, ante la mirada atónita de los vecinos, que nunca habían visto a Pachorro con prisas.
El rey Agapito estaba pescando en el embarcadero de Garabís, mientras Marieta le tomaba la lección.
—Fatal, papá, fatal. Si no fueras mi padre, te pondría un cero.
—¡Demonios! —farfulló de pronto el rey señalando con el dedo la barca de Leopoldo, que se acercaba con Che y Pachorro a bordo.
El rey Agapito no tardó en reconocer a Pachorro:
—¿Qué vendrá a hacer aquí ese inútil, ese parásito, ese vago redomado, ese gorrón, ese carota, ese...?
Marieta, a la espalda de su padre, comenzó a hacer señas desesperadas a Che para que dieran media vuelta y regresaran a Chis, pero Che se limitó a encogerse de hombros como diciendo «no hay nada que hacer».
Al poco tiempo, la barca estaba en la orilla de Garabís.
—¡No te atrevas a poner los pies en esta isla, Pachorro! —bramó el rey Agapito.
—¿Cómo dices, rey de pacotilla? —preguntó Pachorro poniéndose la mano en la oreja al tiempo que saltaba a tierra.
—¡A mí la guardia! —exclamó el rey Agapito, pero al instante recordó que no tenía guardia—. ¿Es que no recuerdas que te envié al exilio? —preguntó entonces a Pachorro.
—No se dónde queda el exilio, así que no he podido ir —respondió Pachorro—. Además, esta isla me pertenece tanto como a ti y pongo el pie en ella cuando me da la gana. De todas formas, sólo he venido a saludarte y a recoger mi llave inglesa —dijo Pachorro echando a andar hacia su casa.
Al oír esto, el rey Agapito se puso pálido:
—¡Ah! ¿Entonces era tuya...? —dijo con voz muy débil—. No lo sabía... La tomé prestada y... digamos que está algo deteriorada...
—¿Conque ésas tenemos, eh? —exclamó Pachorro cruzándose de brazos con aspecto amenazador.
En ese momento intervino Marieta, intentando calmar los ánimos:
—¿Sabes, papá? Este señor es el que inventó el requetecrí.
—¿Ah, sí? —dijo el rey Agapito con súbito interés. Había pasado horas intentando descubrir el mecanismo del requetecrí sin conseguirlo.
—¡Eh! No cambies de tema. Estábamos discutiendo sobre mi llave inglesa —protestó Pachorro.
Por fin, el rey Agapito y Pachorro se fueron al sótano de palacio, donde Agapito hacía sus reinventos, en busca de la llave inglesa que el rey había «tomado prestada». Pachorro prometió que cuando se la devolviera le explicaría el mecanismo del requetecrí.
Pasaba el tiempo y no regresaban. Marieta y Che, que esperaban en la playa, empezaron a preocuparse. ¿Se estarían peleando otra vez? Corrieron hacia el palacio. Mientras bajaban las escaleras del sótano, oyeron la voz del rey Agapito:
—¡Admirable! ¡Estupendo! —exclamaba.
—No es para tanto... —decía la voz de Pachorro—. Lo tuyo del circuito conectado a los pedales tampoco está mal.
—¿Y qué te parecería poner aquí un sistema de poleas para elevar el cubo hasta la tubería B?
—¡Colosal! No se me había ocurrido.
Che y Marieta se miraron aliviados. Al final su plan no había resultado tan desastroso.
Che y su padre se quedaron aquella noche a cenar sardinas con Agapito y Marieta. Agapito y Pachorro parecían amigos de toda la vida. Era ya tarde cuando los invitados embarcaron hacia Chis. Pachorro llevaba en la mano la llave inglesa toda retorcida y hecha una pena. Prometió al rey Agapito que volvería al día siguiente.