—¡Ay! —Marieta dio un respingo—. ¡Qué fría! ¡Ahora verás!
Recogió la bola del suelo y se la tiró a su padre, acertando en su todavía enorme barriga.
El rey Agapito se la devolvió:
—¡Toma esto!
«¡Pof!», hizo la bola en la rodilla de Marieta.
—¡Uy! —dijo Marieta—. ¡Me las pagarás, rey barrigón!
«¡Paf!»
—¡Has fallado! ¡Ahora verás lo que es bueno!
«¡Plof!»
—¡Dame si te atreves!
«¡Puf!»
Con tanto ir y venir, la bola se iba haciendo más y más pequeña, hasta que al fin desapareció.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó intrigada Marieta, buscándola por todas partes.
—Ahí —el rey Agapito señaló una manchita de humedad en el pijama de Marieta.
Se dejaron caer los dos al suelo. Estaban rendidos. Desde que la isla quedó desierta, nunca se habían reído tanto. Si con un puñado de nieve uno lo pasaba tan bien, ¡cómo sería en Chis, donde uno tenía toda la nieve que deseaba! Marieta levantó la cabeza hacia la isla vecina. Ya no se veía a los niños. Estarían en el colegio aprendiendo montones de cosas que ella no sabía. ¡Seguro que era la princesa más ignorante del mundo! Y la que más se aburría. Y la que más sardinas comía.
Estuvo cavilando un rato estas cosas y otras por el estilo, con tanta intensidad que se le arrugaron la frente y la nariz.
—Papá —dijo por fin.
—Qué.
—Quiero ir a la escuela de Chis.
Agapito Caralarga estuvo callado un rato —también se le arrugaron la nariz y la frente— y luego suspiró muy fuerte.
—Está bien, Marieta.
Aquella noche, Marieta casi no pudo pegar ojo. ¡Iba a ir a la escuela!
Se levantó tempranísimo. El rey Agapito le preparó un desayuno a base de sardinas revueltas. Mientras le peinaba la trenza, le dio los últimos consejos:
—No olvides que eres una princesa. Mantén las distancias. Sé muy educada, pero no admitas faltas de respeto. Recuerda siempre que tú eres la que mandas. Ahora, vámonos.
—¡Espera! —exclamó Marieta.
Salió corriendo y volvió con una cartera de colegio.
—¿Qué se lleva en la cartera? —preguntó a su padre.
—Puesss... —el rey Agapito dudaba—. Supongo que libros, lápices y esas cosas.
—No tengo ningún libro —dijo Marieta muy preocupada.
Ahora fue el rey Agapito el que desaparecio, para volver enseguida con un libro titulado «Cocina para principiantes».
—Supongo que éste servirá —dijo. Y lo metió en la cartera de Marieta.
Desde el embarcadero hicieron señas a Leopoldo, el barquero, que estaba en el muelle de Chis. Leopoldo llegó en un periquete, muy extrañado, pues hacía mucho tiempo que nadie salía o entraba en Garabís.
—Desde hoy llevarás todos los días a la princesa Marieta a la escuela —dijo el rey Agapito, contentísimo de poder dar de nuevo órdenes a alguien.
El rey dio un beso a Marieta y se quedó pensativo viendo cómo se alejaba su hija en la barca. Luego, empezó a pensar de qué modo cocinaría aquel día las sardinas.
EL PRIMER DÍA de colegio de Marieta, Tizarrápida estaba en la cama con gripe, por lo que don Anselmo tuvo que ocuparse de todos los alumnos. Por suerte para él, durante la batalla de nieve del día anterior los niños de Chis y Garabís habían decidido hacer las paces, o por lo menos una tregua. Aquello de pelearse continuamente tuvo su gracia los primeros días, pero habían descubierto que a la larga era más divertido llevarse bien.
Marieta llegó en plena clase de geometría.
—Los ángulos de un triángulo suman... —estaba diciendo don Anselmo. Y luego, al ver a Marieta parada en la puerta—: Niña, llegas tarde.
Marieta recordó las enseñanzas de su padre y replicó:
—No soy una niña. Soy la princesa Marieta. ¿Cuál es el sitio que me han reservado? Será en la primera fila, ¿no?
Los niños miraron a Marieta entre divertidos y asombrados. Se oyeron risitas.
—¡Ssss! —ordenó don Anselmo, que estaba algo desconcertado. Luego, se encaró con Marieta—: ¿Cómo que reservado? ¿Te crees que esto es un hotel? Anda a sentarte en el sitio de Che, en la última fila. Me temo que hoy ha vuelto a hacer novillos...
Marieta estaba ofendidísima, pero le asustó la cara iracunda de don Anselmo y decidió obedecer. El profesor siguió su clase normalmente, hasta que, al cabo de un rato, se volvió a acordar de Marieta.
—A ver, la niña nueva —dijo don Anselmo.
—Princesa —corrigió Marieta, orgullosa.
—Sal a la pizarra y pinta un trapecio —dijo don Anselmo pasando por alto la corrección de Marieta.
Marieta no había oído hablar en su vida de tal cosa. Se puso colorada. ¿Cómo se atrevía ese insolente profesor a ordenarle una cosa que no sabía hacer? ¡Quedaría en ridículo delante de toda la clase!
—No quiero —respondió.
No se oía el vuelo de una mosca. Las cejas de don Anselmo parecían cada vez más negras, espesas y amenazadoras. Los alumnos se taparon disimuladamente las orejas, esperando la reacción del profesor, que, cuando se enfadaba, gritaba como un energúmeno. Pero, por aquella vez, don Anselmo se contuvo.
—Princesa Marieta, tiene usted un cero —cuando don Anselmo trataba a algún alumno de «usted», es que la cosa iba en serio—. Ahora póngase en ese rincón cara a la pared, haciendo compañía al príncipe Nicolás. Como ve, no es usted el primer alumno de sangre real al que tengo que castigar.
Mientras el empollón de la clase salía a la pizarra a pintar el trapecio, Marieta se colocó cara a la pared al lado del príncipe Nicolás. Nicolás visitaba ese rincón muy a menudo, y se podía decir que era el principal consumidor de ceros de toda la clase.
La princesa estaba muy intrigada. Dio un codazo a su compañero de castigo y le preguntó en voz baja:
—Oye, ¿qué es un cero?
—¡Pues qué va a ser! Un cero es un cero, un número.
Resulta que Marieta jamás en su vida había oído hablar del cero. Don Benito en sus clases nunca lo había mencionado.
—Y ¿cuánto vale? —insistió Marieta con curiosidad.
—Pues cero, nada.
—Vaya tontería —gruñó Marieta entre dientes—. ¡Que me parta un rayo si entiendo algo!
A la hora del recreo, los niños salieron corriendo como salvajes y se pusieron a jugar en varios grupos. Marieta se moría de ganas de jugar con ellos, pero... ¿cómo iba a pedirlo? ¡Era una princesa! Y decidió actuar como una princesa.
Se acercó a un grupo de chicos que jugaban a las canicas.
—Os concedo el honor de jugar conmigo —les dijo.
Los chicos se miraron entre sí con cara de pensar «ésta está chiflada».
—¿Habéis oído qué raro habla? —comentó uno.
Y se echaron todos a reír.
Colorada como un tomate, Marieta se fue a conceder el honor de jugar con ella a un grupo de chicas que saltaban a la comba. Pero, al parecer, a éstas también les pareció demasiado honor. En otras palabras: la mandaron a paseo.
Lo mismo pasó con otro grupo que jugaba a policías y ladrones y con los que jugaban a saltar a pídola.
Furiosa y avergonzada, se refugió en un rincón del patio.
El príncipe Nicolás, que llevaba un rato observándola, se le acercó.
—Así no se hace —dijo riñéndola, al tiempo que meneaba la cabeza—. La frase que debes usar es «¿puedo jugar?». Si no, no conseguirás nada.
—¿Pedir permiso yo a esos mocosos? Jamás. Antes me muero de aburrimiento.
—Pues peor para ti, princesa orgullosa. No voy a perder el tiempo convenciéndote —repuso Nicolás—. ¡Adiós!
Y se fue corriendo a jugar a las canicas.
AL ACABAR las clases, Leopoldo devolvió a Marieta a Garabís en su barca. El rey Agapito la estaba esperando con la mesa puesta.
—¿Qué tal en el colegio, Marieta? ¿Te han tratado bien?
—El profesor me ha ordenado cosas y me ha puesto un «nada» en su cuaderno, los chicos se han burlado de mí y no he jugado con nadie.
—¡Qué desfachatez! —rugió el rey Agapito—. No volverás a ese maldito colegio.
—Si yo quiero volver... —dijo Marieta.
—Pero te llevarán la contraria, te disgustarás...
—Está bien que le lleven a uno la contraria —Marieta no se rendía tan fácilmente—. Además abre mucho el apetito.
Y se zampó una sardina.
El rey Agapito no entendía nada. Sólo sabía que por una vez alguien había llevado la contraria a su hija... ¡Y Marieta estaba alegre como unas castañuelas!
Los primeros días de colegio no fueron fáciles para Marieta. Durante las clases coleccionó una buena cantidad de ceros, por impertinente. Durante los recreos se quedaba sentada en un rincón, con su cara más altiva, esperando que los niños se acercaran a ofrecerle jugar con ellos.
Pero los niños ni soñaban en acercarse.
—¿Habéis visto cómo nos mira por encima del hombro? ¡Le va a dar tortícolis!
—¡Y cómo arruga la nariz! Como si oliéramos mal...
—Pues hablando de oler... ¿Habéis notado cómo huele a sardinas?
Enseguida encontraron un mote para ella: la «princesa Tiesa», e inventaron una cancioncilla que cantaban tapándose la nariz en cuanto Marieta se acercaba:
Haced una reverencia
que aquí viene Su Excelencia.
¡Caray, qué chica tan fina,
y es reina de las sardinas!
Marieta apretaba los dientes y aguantaba. Ya sabía, por su padre, que una princesa no puede llorar en público.
HABÍA OTRO PERSONAJE que solía quedarse sentado en el patio durante el recreo. Era Che, un chico moreno de aspecto desaliñado. Se llevaba bien con todos los demás alumnos, pero eso de correr y saltar era demasiado cansado para él; por algo era hijo del vago de Garabís. Lo único que no le daba pereza en este mundo era observar, pensar y hablar. Sus pupilas negras no estaban quietas ni un momento.
En las horas de recreo, Che había observado a Marieta con atención. Por fin, un día, se decidió a hablar con ella.
—Vamos a ver si muerde —se dijo a sí mismo en voz baja, sentándose al lado de Marieta.
—¡Hola, princesa!
—¡Hola! —respondió Marieta, contenta de poder hablar con alguien.
—¿Qué haces que no juegas con los demás? —preguntó Che.
—Son juegos estúpidos —mintió Marieta—. Me aburren.
—Ya. ¡A mí me vas a venir con esos cuentos...! Te he estado observando estos días. Lo que te pasa es que eres tan orgullosa como tu padre y esperas a que vengan aquí a rogarte —Che no tenía pelos en la lengua—. ¡Pues ya puedes esperar sentada!
—¡Déjame en paz! —dijo Marieta muy colorada—. Todo eso es mentira.
—Yo nunca digo mentiras —repuso muy serio Che—. Incluso cuando no hay que decir la verdad, se me escapa. Te apuesto lo que quieras a que no eres capaz de acercarte a esos chicos y pedirles permiso para jugar.
—¡Claro que soy capaz! —chilló Marieta—, pero no me da la gana.
—Te apuesto un requetecrí a que no eres capaz.
—¡A que sí! —exclamó Marieta, que no tenía ni la más remota idea de lo que era un requetecrí.
—¡A que no!
—¡A que sí!
Por suerte para ella, Marieta era tan testaruda como orgullosa. De un salto se puso en pie y se plantó frente a los chicos que le había indicado Che.
Los chicos dejaron de jugar y miraron asombrados a la princesa Tiesa, que se había parado frente a ellos con los ojos cerrados y los puños apretados. ¿Qué mosca le habría picado?
—Puedo... —en este punto, Marieta se quedó atrancada—, ¿puedo jugar? —soltó al fin de sopetón, abriendo los ojos.
—Claro —respondieron los chicos.
—Pero yo elijo el juego —dijo Marieta con voz repipi.
Los chicos la miraron enfadados. ¡Ya lo había estropeado todo!
—Pero ¿qué se habrá creído ésta...?
—Vas a jugar con tu abuela...
—A ver, ¿y a qué quieres jugar? —interrumpió Nicolás, que estaba en el grupo, intentando arreglar las cosas.
Marieta se quedó callada. De pronto se dio cuenta de que sólo conocía juegos para una persona porque siempre jugaba sola.
—¿Cómo se llama este juego? —preguntó por fin.
—Tula en alto —dijo un chico con pecas.
—Pues a eso precisamente quiero jugar —dijo Marieta triunfante.
Cuando se apaciguaron los ánimos, tuvieron que explicarle el juego de pe a pa.
—¿Lo has entendido? —preguntó el príncipe Nicolás al final de la explicación.
—Sí.
—¡Pues quien vino pagó el vino! —gritó una chica.
Y todos echaron a correr para que Marieta los persiguiera.
Como no estaba acostumbrada a este tipo de juegos, Marieta era bastante torpona y todos lograban esquivarla. Pero a Marieta no parecía importarle. Se reía y daba traspiés como un pato mareado.
—¡Si seré tonto! —se dijo en voz alta Che desde su rincón—. Y ahora ¿con quién voy a charlar yo?
El día en que Marieta aprendió a pedir permiso para jugar, sus compañeros, y ella misma, se dieron cuenta de que la princesa Tiesa era una chica simpática, y sobre todo muy charlatana. Lo de charlatana debía de ser porque tenía muchas ganas de hablar atrasadas. No paraba un momento. Hizo un montón de amigos en Chis.
Con tantas amistades, la dieta de Marieta mejoró notablemente. Sus compañeros sabían que en Garabís no había apenas qué comer, y a menudo traían comida de sus casas:
—Toma esta hogaza de pan, a cambio de los problemas que me dejaste ayer —decía uno.