Todas las perfumerías se cerrarían por respeto a las buenas costumbres y me preocupé por el director de la cadena, pero ellos me dijeron que si conocía a la gente adecuada sin duda lograría encontrar un puesto de nodriza en los buenos barrios, o de masajista del Palacio, sólo que era preciso ser muy linda para eso. Me enojó un poco que se creyeran obligados a precisarlo. También me dijeron que el
SAMU–SDF
pronto desaparecería, que hacía bien en aprovechar ahora, que iban a darme comida caliente y ropa limpia. El chofer me dijo que si tenía necesidad de embarazarme para volverme nodriza podía ofrecerme sus servicios. En ese momento comprendí que nada se había perdido aún y que todavía podía gustar tal como era.
Pero no logré quedarme embarazada. Debía ser un mal momento en relación con mis calenturas, no pescaba siempre demasiado bien el mecanismo. Me quedé muchos días en el
SAMU–SDF
. Los gendarmes vinieron a hacerme papeles en regla a cambio de informaciones sanitarias sobre mis compañeros los linyeras. Cuando volví al borde de las vías para que me vieran bien vestida y limpia, no encontré más a los linyeras, sólo había cenizas y montones de ropas calcinadas. Busqué por todas partes pero sin duda los linyeras habían partido siguiendo las vías como lo decían a menudo. A mí, las vías me hacían soñar. Me senté junto al andén y traté de reflexionar sobre mi futuro. Me dije que si recurriendo a Edgar no llegaba a nada me pondría a caminar a lo largo de las vías, porque en el extremo forzosamente estaban el campo y los árboles. Por la noche en el
SAMU–SDF
había cada vez más gente que se reunía y gritaba muy fuerte, me preguntaron si podía esconder armas bajo mi colchón, que nadie sospecharía de mí. El asunto me olía a quemado. Los gendarmes vinieron y cerraron definitivamente el
SAMU–SDF
. No encontraron las armas pero derribaron gente delante de la puerta y a mí me detuvieron por atentar contra las buenas costumbres. Y sin embargo tenía los papeles en regla. Haber visto morir gente me produjo algo, me puse a pegar gritos que me subían del fondo del vientre como cuando mis hijos murieron. Los gendarmes quisieron darme unas bofetadas y vi que me miraban con los ojos como platos. Me miré en el espejo retrovisor y comprendí que tenían miedo de mí, volvía a tomar ese extraño tono rosado, tenía una gran narizota y orejas grandes. Los gendarmes no quisieron volver a tocarme y terminé en una ambulancia. En el manicomio se me cayeron todos los cabellos, pero podía jugar con mis orejas como antes con mis cabellos, con coquetería. Nadie quería ocuparse de mí. Ya no podía caminar erguida y dormía en medio de mi caca, me mantenía caliente y me gustaba mucho el olor. Me hice amiga de algunos. Nadie hablaba ahí adentro, todo el mundo gritaba, cantaba, se babeaba, comía en cuatro patas y ese tipo de cosas. Nos divertíamos mucho. Ya no había ningún
psiquiatra
porque un día los gendarmes los habían encarcelado a todos e inclusive algunos de sus cuerpos se pudrían en el patio, se habían oído disparos. Hacíamos un flor de despelote ahí dentro, se los juro, no había nadie que nos molestara. A mí, de tanto en tanto, se me producía una especie de iluminación, me decía que tenía que ir a ver a Edgar. El problema era que las rejas estaban cerradas con cadenas y ya no teníamos nada que comer. Algunos de nosotros empezábamos a estar seriamente hambrientos. Yo, con mis reservas, andaba bien, pero veía que me miraban de reojo con la misma mirada de las pirañas en las cloacas. Eso me dio miedo. Entonces fui yo quien dio el ejemplo. Fui a olisquear los cuerpos del patio y me parecieron de lo más bien. Estaban calientes, tiernos, con grandes gusanos blancos que estallaban en un jugo azucarado. Todo el mundo o casi todos se pusieron a hacerlo. Yo, todas las mañanas, hundía mi hocico en las panzas, era lo mejor que había. Aquello era un hervidero y revoltijo bajo los dientes, luego me tostaba al sol. Era mi desayuno. Ahora no tenían interés en venir a molestarme. Sólo había algunos aguafiestas flacos alrededor de nosotros que levantaban los brazos al cielo y caían de rodillas y decían que la maldición se cernía sobre nosotros, ahí fue cuando reconocí a mi iluminado del día del aborto. Él no me reconoció. Ya empezaban a ser demasiadas las personas que no me reconocían. Decidí lavarme de vez en cuando en el último lavabo que todavía goteaba. Había que dar golpes de cintura y mordiscones para acercarse, pero cuando había asustado a todos podía gozar de una cierta paz. Así fue como detrás de los azulejos desportillados del lavabo encontré algunos libros, y luego los encontré por todas partes, una peste, y los había hasta en mi colchón. Traté de comérmelos, al principio, pero la verdad es que eran demasiado secos. Se necesitaban horas y horas de masticación. Al arrancar las hojas para ver qué se podía hacer tropecé con el nombre de Edgar. A fuerza de verlo en todos los anuncios, era fácil para mí reconocer ese nombre. Me intrigó el nombre, ¿sería posible que también hablaran de mí en ese libro? Al principio me costó mucho, pero luego lo recuperé con facilidad, las otras letras se formaron rápidamente. A Edgar, no les digo más que esto, le decían sus cuatro verdades. Me puse a leer todos los libros que encontraba, eso hacía que pasara el tiempo y olvidara el hambre, porque rápidamente habíamos terminado con los cadáveres. Me la pasaba sentada sobre mi trasero todo el día, ahora en el granero, y para la noche me encontré un colchón no demasiado sucio en el que dormía bajo el desván. Descansaba, mis cabellos volvían a crecer. A menudo, por la mañana me levantaba demasiado rápido y me golpeaba la cabeza en el borde, tenía de nuevo ese reflejo de erguirme sobre las patas traseras. Una noche estaba leyendo cuando intentaron agarrarme. No quedaba nada de comer en el manicomio, entonces, por comparación, yo lógicamente debía parecer bastante apetitosa. Tuvieron como un momento de duda al encontrarme sentada leyendo en el granero. Hacía mucho tiempo que no me veían y debo decir que también había adelgazado. El iluminado los encabezaba. Cuando me distinguieron en la penumbra se puso totalmente blanco. «
¡Vade retro! ¡Vade retro!
», gritó. Tal vez por fin me había reconocido. Comprendí que ya no tenía aspecto de algo lo suficientemente comestible como para que me comieran de inmediato, y que mejor sería que aprovechara para poner los pies en polvorosa antes de que la cosa se convirtiera en una carnicería organizada. Me abalancé al patio y descubrí que de nuevo corría más rápido de pie que en cuatro patas y que mis tetas no se zangoloteaban más. Había llevado un libro en la boca pero pude tomarlo en la mano para respirar mejor y me escondí en el antiguo
despacho
de los psiquiatras. Allí encontré un guardapolvo blanco para vestirme. Eso me trajo viejos recuerdos, la nostalgia casi hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas. En el bolsillo del guardapolvo había un billete de veinte euros y unas llaves. Pude abrir las rejas de
incógnito
cuando cayó la noche. Aferrado a las rejas encontré el cuerpo inanimado del iluminado, lo había derribado el hambre. Me dio pena. Lo arrastré afuera y lo dejé expuesto en el atrio de una iglesia, me dije que con un poco de suerte lo reconocerían. Hizo buena carrera después, como verán más adelante, y jamás me lo agradeció. Sin embargo le salvé la vida. A la mañana siguiente, en un tacho de basura encontré un diario que se felicitaba de la decisión que había tomado Edgar de limpiar el manicomio con grandes chorros de
napalm
. Todavía se sentía un olor extraño en el aire, había cenizas que revoloteaban por todo el barrio como una nieve malsana. La mujer en cuya tienda compré un pedazo de pan me dijo que estaba muy contenta, que ese
foco de infección
era malo para los negocios. Había una batida en el extremo de la calle pero por suerte había guardado mis papeles y además tenía aspecto serio con mi guardapolvo blanco. Dije que era enfermera. Me dejaron pasar. Podía articular de nuevo, sin duda era porque había leído todas esas palabras en los libros, eso había sido, por así decirlo, un entrenamiento. Me instalé en un café y terminé el libro que había llevado escondido en mi guardapolvo. Era un libro de
Knut Hamsun
o algo así. Hablaba de animales desaparecidos, ballenas, arenques, y luego de grandes bosques y de personas que se amaban y de malos que les sacaban toda la plata. Me parecía bien, como libro, pero hay una frase que me hizo un efecto extraño, decía, todavía lo recuerdo de memoria: «
Luego el cuchillo se hunde. El criado le da dos pequeños empujones para hacerlo atravesar el pellejo, tras lo cual es como si la larga hoja se fundiera al hundirse hasta el mango a través de la grasa del cuello. Al principio el verraco no se da cuenta de nada, se queda tirado unos segundos reflexionando un poco. ¡Sí! Ahora comprende que lo matan y lanza gritos sofocados hasta que no puede más
.» Me pregunté qué era un
verraco
, me produjo como un sudor feo en la espalda. Preferí reír, porque si no iba a vomitar. En el café me miraron mal porque me reía raro y miraron de reojo mi libro. Comprendí que más valía que me deshiciera de él. Además, esa frase me parecía un poquito
subversiva
, como decían en el diario que había leído. Entonces eso me dio una idea. Me dije que no tenía más que llevarle el libro a Edgar para participar en su gran campaña sanitaria, que eso me haría quedar bien y que me conseguirían trabajo. Encontré fácilmente el Servicio de Censura, estaba justo al lado del Palacio. Adoptaron un aire muy molesto ante mi libro. Nadie conocía a
Knut Hamsun
y yo no podía aclararles nada. Entonces llamaron a un Superior. Yo quería que llamaran a Edgar, pero me dijeron que era absolutamente imposible molestarlo por tan poca cosa. Eso me enojó. El Superior tenía aspecto de ser todavía más burro que los demás. Dijo que
Knut Hamsun
no era, hablando con propiedad, un tipo muy claro que digamos pero que tampoco podía decirse que fuera un enemigo del Social–Franco–Progresismo. Y otras cosas que no comprendí bien. Y luego dijo que el inicuo régimen intelectocrático, capitalista y multiétnico le había acordado el premio
Nobel
o no sé qué a ese
Knut
no sé cuántos, y que ésa era una prueba irrefutable de su carácter subversivo. Así fue como el Superior resolvió el tema sin comprometerse y pudo enviar el libro al crematorio. Encontré que el Superior había sido brutalmente eficaz. Se lo dije y me preguntó qué hacía esa noche. Comprendí que estaba en un buen período. Pasé toda la tarde en un cuarto de hotel para intentar ponerme linda, pero las cosas volvían a degradarse. Me decía que por el Superior sin duda podría llegar hasta Edgar. El Superior tenía un aspecto un poco desencantado cuando esa noche llegué a la cita. Me invitó a un restaurante, pero comimos a toda velocidad. Me miraba raro. Cuando estuvimos en su casa tuvo por así decirlo una pinchadura y se enojó tanto que me puso de patas en la calle. Tenía de nuevo un terrible dolor de riñones. Respecto de Edgar, había fallado. Volví a los escombros del manicomio y encontré otro libro que, si bien quemado a medias, sin duda todavía podía representar un peligro si caía en malas manos. Ya no me acuerdo del título. En el Servicio de Censura, aunque no había ido más que una vez antes, pusieron cara de estar cansados de verme, había uno que hasta se tapaba la nariz. Apenas echaron una mirada sobre el libro y quisieron despedirme. Entonces saqué mi carta secreta. Dije que era la Musa inspiradora de Edgar, que yo era la de los anuncios electorales. Todos se echaron a reír. El Superior apareció para saber el motivo del desorden. Los empleados le explicaron reventando de risa. Entonces el rostro del Superior se iluminó, me miró a los ojos y dijo que me reconocía muy bien aunque estaba muy desarreglada después de todo ese tiempo. Yo, con su kepi y su uniforme, tampoco había reconocido al señor que me había salvado de los perros en el Aqualand, en cierta manera mi descubridor. De pronto los empleados tenían la nariz en los expedientes. El Superior me llevó al Palacio. Edgar adoptó un aire encantado al verme, me estrechó la mano y despidió a las dos masajistas. Me hizo dar un cuarto en medio del Palacio. Vinieron periodistas y me dieron un texto para que lo aprendiera de memoria, en el cual explicaba el bien que me había hecho Edgar y cómo había logrado que mi carrera de actriz se reanudara. Estaba la tele y todo. Por la noche, justo ahora que debía comenzar al día siguiente los ensayos para una publicidad en reemplazo de una actriz culpable de
alta traición
, volví a tener terribles calambres en los riñones y me dije que me venían en mala hora, que justo en el momento en que encontraba un empleo volvían los problemas como antes. A la mañana, todos mis cabellos aparecieron diseminados sobre la almohada. Por una vez me dije que ahí estaba, era el cáncer, que estaba aquejada de un
desarrollo anárquico de las células
porque no había vivido lo suficiente de
acuerdo con mi cuerpo
. Quise huir a escondidas, pero descubrí que la puerta estaba cerrada con llave. Cuando los gorilas de Edgar vinieron a llevarme al estudio de televisión, adoptaron un aire muy fastidiado al verme en ese estado, hasta ellos comprendieron de inmediato que no funcionaría como Musa inspiradora de Edgar.
«Por un mundo más sano», gruñó Edgar al verme. Hizo llamar a un médico que me preguntó si me había estado paseando junto al
Goliath
, yo ni siquiera sabía qué era. Era la nueva central nuclear que había hecho construir Edgar. Sólo dije que había trabajado en una perfumería y Edgar preguntó si tal vez los productos químicos... Eso parecía interesarle a Edgar. El médico dijo que tal vez, pero en dosis muy altas, que nada era seguro y que en todo caso era carísimo. Edgar dijo que de todos modos sería gracioso que se pudieran transformar las prisiones en pocilgas, que por lo menos eso produciría proteínas baratas. El médico se puso a bromear con Edgar. Yo nunca entendí nada de política. Todo lo que sé es que me sentía muy contenta de estar en manos de un médico que parecía competente, con lo que cuesta. Edgar pulsó un intercomunicador y adivinen a quién vi aparecer: al director de la perfumería. Tenía un lindo kepi y se había puesto todavía más gordo que antes. Desgraciadamente no me reconoció. Sin duda hubo un gran malentendido porque me envió a una prisión muy fría donde todas las noches oía aullidos que me impedían dormir. Olía mal ahí adentro. Empecé a no poder levantarme y a pegar gritos que me salían del vientre, era más fuerte que yo. Lo peor es que en todo el día no veía el sol. Después de mucho tiempo, no podría decir cuánto, vinieron a buscarme. Edgar en persona, con todos sus gorilas. Tenían aspecto de estar un poco borrachos o no sé qué. También había algunos de los sabuesos del Aqualand y me hicieron fiestas, eso me levantó un poco el ánimo. Los gorilas me pusieron un cabestro y me arrastraron hacia los altos del Palacio, Edgar cantaba canciones chanchas bastante disparatadas, bendito Edgar. Yo no podía caminar para nada, era el hambre sin duda. Llegamos a una gran sala toda iluminada con gente que bailaba. Había arañas en el techo y tapices del tipo de los que se hacen ahora, yo no tenía ojos más que para las mesas y las grandes soperas humeantes. Todos pegaron grandes gritos al verme, todos dejaron de bailar para rodearme. Olía bien el Yerling, la gente estaba muy elegante y muy bien vestida. Había señoras que llevaban
Lobo–Ahí–Estás
, comentaban que Edgar siempre tenía ideas sublimes para sus fiestas y retrocedían pegando grandes suspiros. Un señor puso a una jovencita a horcajadas sobre mí y, débil como estaba, tuve que recorrer toda la sala a lo largo y a lo ancho con la chica muerta de risa sobre mi espalda. Todos aplaudían, por primera vez era la reina de una fiesta, pero me habría comido un bocadito. Por suerte la jovencita estaba tan borracha que terminó vomitando sobre el parquet, con todo el traqueteo, y pude comer un poco; en fin, ustedes comprenden. Entonces fue el delirio, la orquesta ya no se oía porque la gente se reía muchísimo y empezaron a tirarme pedazos de ciervo asado, rodajas de jirafa, potes enteros de caviar, tortas de jarabe de arce, frutas de África y sobre todo trufas, las trufas son ricas. ¡Qué fiesta! Fue preciso que me apoyara sobre mis patas traseras y que extendiera el cuello y que hiciera no pocos esfuerzos para poder comer algo, pero eran las reglas del juego. Se divertían mucho. El champagne que me hicieron beber me mareó un poco y me puso sentimental, lloré de reconocimiento por toda esa gente que me daba de comer. Una señora con un vestido muy lindo de gasa transparente de la casa Gilda me rodeó con sus brazos y me besó las dos mejillas, sollozaba y me decía cosas incoherentes, me hubiera gustado mucho entenderla. Estábamos las dos tiradas en el suelo y ella parecía quererme de verdad. Redoblé las lágrimas, a tal punto me emocionaba la situación, hacía tanto tiempo que no me daban semejantes pruebas de cariño. La señora dijo tartamudeando: «¡Pero si llora! ¡Pero si llora!» Entonces la gente hizo una ronda alrededor de mí, la orquesta tocaba el baile de los patos o una vieja pieza retro de ese tipo. Podría decirse que la gente muy elegante sabe jaranear. Ahora había caviar y huevos chiquitos aplastados por todo el piso, la gente se patinaba al bailar. Edgar había hecho desvestir a una chica y estaba empeñado en que yo le olisqueara el trasero, Edgar siempre fue un flor de bromista. Y entonces de pronto la orquesta dejó de tocar y un gorila le tocó el brazo a Edgar. Edgar se levantó como pudo, recuperó súbitamente una gran dignidad y dijo: «Mis queridos amigos, es medianoche». Entonces todo el mundo pegó alaridos y me pregunté si era el fin del mundo o qué; pero se echaron unos en brazos de los otros, se besaron y yo misma me encontré con lápiz de labios por todas partes, de Yerling y de Gilda y también de
Lobo–Ahí–Estás
, se veía que no estábamos en cualquier parte. Se escucharon las doce ruidosas campanadas de la catedral que había hecho construir Edgar en la plaza del Arco de Triunfo. Entonces volvieron a saltar los corchos de champagne. Yo no podía más de champagne, empezaba a sentirme mal después de ese largo período de privaciones en prisión. Me deslizaba sobre el parquet encerado todo enchastrado, me rompía las narices y me raspaba las tetas; la gente se reía pero ya no era más el centro de la fiesta, se percibía que se cansaban. Edgar trajo la segunda atracción del espectáculo. Entonces me dije que por una vez eso no recaía en mí; estaba de lo más contenta de ser tan poco sexy en ese momento, estaba tan cansada que ya no servía para nada. La jovencita tan linda que Edgar había traído chillaba y se debatía. No soportó el
shock
durante mucho tiempo, chiquilina como era. Cuando todos terminaron de divertirse, se puso a andar en cuatro patas por la sala con los ojos completamente dados vuelta, un golpe de cansancio, sin duda, la falta de costumbre. Conociendo a Edgar, sabía que ella no se iría con las manos vacías, quise ir a consolarla pero decididamente ningún sonido articulado quería salir de mi boca. Uno de los gorilas arrastró a la mocosa a una sala de al lado, vi que se distraía un poco con ella y después le metió una bala en la cabeza. Eso me desilusionó de él. Por suerte Edgar no lo vio, si no se le habría armado la gorda al gorila. Trajeron a otras jovencitas y hasta unos muchachos para divertirse con nosotros. El parquet que era terriblemente resbaladizo se puso pegajoso con toda esa sangre. Al menos pude recuperar un poco el equilibrio. Me dieron pena los muchachos, ellos no están tan acostumbrados, y me puse a roerle las ataduras a uno que habían dejado ahí plantado, no se ocupaban para nada de él y aullaba por algo que le ardía en el trasero o no sé dónde. Habría hecho mejor en abstenerme. No van a creerme, pero un tipo me vio junto al joven y se puso a hacerme barrabasadas. Quería hacerle comprender que se equivocaba, que yo no era de ningún modo lo que creía, pero nada que hacer. Como me mostré reacia me ligué unos latigazos, pero podía seguir dándome, ahora tenía la piel dura. En el momento en que todo el mundo parecía divertirse más, la orquesta dejó nuevamente de tocar. Vi entrar a mi morabito, muy bien vestido de blanco, de nuevo con sus ropas de salvaje pero con la piel muy clara. De cerca de todos modos se veía que pese a los productos blanqueadores de la casa
Lobo–Ahí–Estás
el asunto todavía no estaba del todo a punto, tenía la piel toda frangollada. El morabito dijo: «Arrepiéntanse, hermanos míos» y paseó una especie de gran espiral de oro sobre toda la asistencia. Todo el mundo se arrojó de panza sobre el suelo, las mujeres se arrastraron hacia el morabito para besar el ruedo de su túnica y otras personas empezaron a sufrir temblores. Habría sido un hermoso efecto, muy conmovedor, si el silencio hubiera sido verdaderamente total, como en las catedrales; pero a mí las tripas me hacían ruido a causa de toda esa comida, era horrible, me hubiera metido bajo tierra. Por suerte para mí había una jovencita colgada de una araña por los cabellos que hacía todavía más ruido, todas sus entrañas chorreaban por el suelo, tripas y todo, se habían divertido mucho con ella. El morabito, en su gran bondad, vino a desenganchar a la muchacha y a bendecir a algunos otros que se arrastraban por el suelo, hizo un gesto para que ordenaran todo eso y dijo: «Vuelvan a sus casas ahora, hermanos míos, y recójanse para el futuro tercer milenio y rueguen para que el espíritu de la Espiral inspire bienaventuradamente a nuestro bendito jefe». Vi que Edgar se inclinaba y besaba el ruedo de la túnica del morabito y tomaba con los dos brazos la enorme espiral dorada para levantarla por encima de la multitud. Entonces Edgar despidió con un gesto a toda esa gente prosternada con ropas de gala. El morabito había hecho una buena carrera desde la época de la perfumería. Es cierto que en esa época, en su
loft
de los barrios africanos, ya aceptaba las más altas responsabilidades políticas. Mujeres de limpieza con aire adormilado vinieron con trapos y baldes. Escuchaba al morabito discutir con Edgar a propósito de una ceremonia en la catedral, ese pobre Edgar no iba a dormir mucho. El sol se levantaba, produciendo lindos reflejos sobre las doraduras y el parquet, a mí me trastornaba contemplar el sol. Una mujer de limpieza me encontró bajo un tapiz y dijo: «¿Y qué hacemos con esto, señor Edgar?» Edgar, que siempre amó mucho al pueblo, creyó conveniente responder: «Es mi regalo de Año Nuevo para los empleados del Palacio». Vi que el rostro de la buena mujer se iluminaba, hay que decir que no era más que piel y huesos. «Oh, gracias, gracias, señor Edgar», dijo. Yo estaba lista a venderle caro mi pellejo, qué cuernos, a quien me agarrara. Me puse a gruñir con un aire feroz y vi que el morabito miraba en dirección a mí. «Pero Edgar», dijo riéndose, «¿dónde pudo encontrar un chancho en los tiempos que corren?» «Sabe», respondió Edgar, «tengo relaciones en todas partes.» Se echaron a reír los dos. «Basta de bromas», susurró Edgar —pero yo tenía oído fino—, «es un caso bastante interesante, tal vez un efecto de
Goliath
, o también un cóctel de porquerías diferentes, debería hacer estudiar eso por mis científicos. ¿Se da cuenta de las posibilidades a largo plazo?»