Entonces comenzó el período más bello de mi vida. Me duele pensar en él ahora. Pobre Yvan. Nos quedamos muchos meses juntos, Yvan y yo, en su departamento. En cada Luna llena, Yvan iba a procurarse su bocadito. Me había mostrado cómo adaptar mi propio ritmo a las fluctuaciones de la Luna, pero me salía mucho peor que a él, creo que él lo llevaba verdaderamente en la sangre. Él suponía que mi ritmo hormonal enredaba las cosas, no conocía mucho el problema en las hembras. Pero la cuestión era poner mucha voluntad en el asunto. Cuando estaba harta de ser chancha, si había durado demasiado tiempo o si me venía mal por un motivo u otro, me aislaba en nuestro cuarto y hacía ejercicios de respiración, me concentraba al máximo. Es lo que intento hacer ahora para escribir mejor, para sostener mejor mi lapicera, pero desde que Yvan murió me sale cada vez peor. De todos modos, ¿qué me importa ser chancho ahora? Estoy muy bien así, no veo a nadie salvo a algunos congéneres y ante la idea de volver a la ciudad me canso de antemano. Con Yvan, los mejores momentos eran cuando tenía mis calenturas. Prestábamos mucha atención a no pegar demasiados gritos, por los vecinos, pero ¡cómo nos divertíamos! Yvan me quería lo mismo como ser humano que como chancha. Decía que era fantástico tener dos modos de ser, en cierta forma dos hembras por el precio de una, cómo bromeábamos. Yvan había dejado de lado todos sus negocios para aprovechar más la vida conmigo, le había vendido
Lobo–Ahí–Estás
a Yerling, nadábamos en plata. Yvan me vestía con los modelos más lindos. Hasta había hecho una donación enorme al Gobierno de los Ciudadanos Libres para reconstruir el Pont–Neuf, en recuerdo de nuestra primera noche. íbamos a menudo a pasear por allí cuando yo estaba lo bastante presentable para la gente que andaba por la calle. Siempre me ponía terriblemente orgullosa ver la placa con el nombre de Yvan sobre el Pont– Neuf. Por desgracia, el Puente nunca se terminó; sólo Yvan, y cuando había Luna llena, podía alcanzar la orilla de un salto lo suficientemente poderoso, qué fuerte era Yvan. Gran parte del dinero de Yvan había ido a parar a otro lado, cosa que produjo un gran escándalo, pero Yvan declaró que no quería ocuparse de eso, que el Puente estaba muy bien así. La gente no comprendió, hay que decir que no era muy práctico en el nivel del tráfico, por suerte el Ministerio tuvo la idea de explotar la brecha del antiguo Palacio para hacer una autopista urbana. Bueno, eso arruinaba un poco el paisaje e Yvan se preguntó si debía intervenir, pero Yvan, por elección, no tenía casi vida mundana ni política. Dejó todo de lado para consagrarse exclusivamente a mí. De tanto en tanto, encontrábamos algunos paparazzi en nuestro camino cuando paseábamos por el Pont–Neuf, Yvan me impedía leer los artículos porque parecía que no eran muy amables conmigo, las fotos nunca me favorecían y me trataban de
chancha gorda
, eso nos hacía reír mucho. No sabría decirles en qué punto todo eso me empezó a dar igual. Si la gente estaba celosa porque el célebre Yvan de la casa
Lobo–Ahí–Estás
había abandonado todo por una chancha gorda, era asunto de ellos, no podían comprender. Además en ese momento nos enteramos de la muerte del morabito por los diarios. Los expertos se pusieron a estudiar las antiguas cremas blanqueadoras de la casa
Lobo–Ahí–Estás
, Yvan estaba contento de haberse retirado un poco del negocio. Hizo tapar el asunto por medio de sus relaciones en el Ministerio y le regaló todas sus acciones de Yerling a la vieja amiga del morabito. Nos pusimos a viajar. A menudo era un poco complicado: por todas esas perturbaciones, los alimentos exóticos, el aire acondicionado, el monzón o qué sé yo, no lograba mantener una forma lo suficientemente humana para que pudiéramos dejar nuestra habitación de hotel. Pero era muy excitante quedarnos encerrados los dos así, acostados bajo el mosquitero; los periodistas barajaban las suposiciones más locas sobre nuestra ausencia. Y luego, como es lógico, nos acostumbramos a la situación. Yvan, que antes era muy famoso por sus excentricidades, me puso un collar de diamantes y nos paseábamos juntos, él erguido y yo con correa, era el chancho privado de Yvan, de la misma manera en que otros tienen un pekinés o una boa. Jamás hubiéramos podido hacer eso en París, Yvan habría tenido demasiados problemas con la
SPA
. No podíamos arriesgarnos a que me arrancaran de su lado para terminar en una perrera o algo peor. Por eso nos quedábamos mucho en el extranjero. Además era práctico para las noches de Luna llena, los chinos o los negros no están tan bien contados como los parisienses. Por desgracia, cuando esos cretinos de los Ciudadanos Libres se enojaron con todo el mundo a causa de sus ideas de autarquía comunitaria —por suerte Yvan había vendido
Lobo–Ahí–Estás
a tiempo— fue preciso que volviéramos a París. La vida se hizo un poco más complicada porque a la gente que Yvan conocía en el gobierno la habían metido en la cárcel, fue todo ese período de los grandes Procesos, en fin, ustedes se acuerdan. Los Nuevos Ciudadanos quisieron terminar los trabajos del Pont–Neuf y pretendieron recluíamos como a todo el mundo a título de trabajo obligatorio. Pincharon todas las cuentas bancarias de Yvan y vinieron directamente a golpear a nuestra puerta, en serio creíamos que estábamos soñando. Por suerte Yvan había guardado suficiente dinero bajo el colchón para poder untarle la mano a todo el mundo, si no nos habrían encerrado como a ratas. Esas emociones o no sé qué me mantenían en forma de chancho las tres cuartas partes del tiempo. Nos volvimos cada vez más discretos. No era desagradable para nada. Nos quedábamos en nuestro hermoso departamento, ya nadie venía a molestarnos pues Yvan había hecho nuevas relaciones. Yvan me conseguía frutos y legumbres por una red Internet camuflada como banco de datos culturales; el mercado negro funcionaba bien. Para él compraba carne roja y podíamos vivir en perfecta autarquía. Sólo había que tener un poco de cuidado cuando los repartidores tocaban el timbre, me escondía en la habitación del fondo. Los días pasaban deliciosamente. Al alba, mientras la ciudad aún dormía, nos despertábamos a causa del cruce caliente y frío del sol y de la Luna y del aliento de las estrellas que se zambullen desde el otro lado del mundo. Yvan me lamía detrás de las orejas y se apostaba en la ventana para husmear el aire fresco, luego él me hacía mi jugo de batata y yo seguía holgazaneando en la cama. Nos hacíamos mimos. Luego, cuando el cielo estaba totalmente dorado tomábamos sol en la galería, nos revolcábamos y luego durante el día hacíamos muchas siestas, felices como bestias. Nos hacíamos traer libros y también diarios, y luego hasta eso abandonamos. Por eso no sospechamos cuando comenzaron a hablar de la serie de asesinatos en los muelles. Nos decíamos que con el desorden que reinaba, nadie se interesaría en unos cadáveres más, pero esos asnos de los Ciudadanos no se desenvolvían tan mal, habían organizado una policía terriblemente eficaz. Me parece que la forma en que los cadáveres estaban degollados era lo que los intrigaba tanto. Leí los artículos después, hablaban del
Maníaco de la Luna llena
o también de la
Bestia
, díganme un poco. Por cierto, hubo quienes hablaron de
redención
y de
castigo
, pero los liquidaron rápidamente. Los Ciudadanos no bromeaban con eso. En los recortes de artículos que guardé, se ven las cabezas de los cadáveres, limpiamente decapitados como Yvan sabía hacerlo. Se puede decir que las víctimas no tenían tiempo de sufrir. Los investigadores perdieron mucho tiempo buscando el arma del crimen, no podían creer que fuera un animal; por cierto, hace mucho tiempo que no hay más bestias salvajes en pleno París, se imaginan. La
racionalidad
es lo que pierde a los hombres, soy yo quien se los dice. Tuvimos noticia de todo ese escándalo por un repartidor. Yvan decidió quedarse guardado en casa, pero ahí fue cuando todo comenzó a volverse verdaderamente difícil. Sobre todo la primera Luna llena fue una prueba muy dura para los dos. Yvan se puso a dar vueltas en redondo. No me hablaba más. Encendí el televisor para intentar pensar en otra cosa, pero con el rabillo del ojo no podía dejar de vigilar a Yvan. Se sentó sobre su cuarto trasero frente a la ventana, no sacaba los ojos de la Luna. Yo le vigilaba sobre todo los cabellos, siempre eran el primer signo. Empezaron a encanecer como si de golpe tuviera diez años más. Y luego se le pararon sobre la cabeza y comenzaron a brotarle en el cuello, entre los botones de la camisa, sobre las mejillas, en el dorso de la mano. «Un poco de voluntad, Yvan», articulé. El traje de la casa Yerling explotó en la espalda, ¡Yvan como siempre reparaba en gastos! Su espalda se arqueó de manera terrible, se lo podría haber tomado por un dromedario. A continuación vino la función completa: las patas que se engrosaban, las garras, las orejas puntiagudas, los dientes cada vez más evidentes, me costaba acostumbrarme, se los juro. En semejante estado, Yvan era verdaderamente impresionante. Giró sus ojos hacia mí, eso me produjo como una quemadura en el vientre, nunca había visto eso más que de noche. Me dije: «Llamemos a
Bip Pizza
». Corrí hacia el teléfono. Por suerte uno memoriza bien esos números de tres cifras, a menudo es cuestión de vida o muerte. La angustia me arrancó las palabras de salvación. «Hola», grité, «una pizza para el 7 del muelle de los Grandes Arlequines, rápido». Sabía que en
Bip Pizza
entregan en menos de veinte minutos. Fueron los veinte minutos más largos de nuestra vida, de Yvan y mía. Estaba encerrada en la habitación y sentía que Yvan aullaba y rascaba la puerta, y luego que lloraba como sólo lloran los lobos, y maldecía la Tierra en largas modulaciones de garganta. El sufrimiento de Yvan era insoportable. Me concentré profundamente para mantenerme tranquila, no era momento para que yo también me dejara llevar. Abrí suavemente la puerta de la habitación. Le hablé a Yvan. Salí, si puedo decirlo, a paso de lobo, de puntillas. Yvan no me sacaba los ojos de encima. Muy suavemente me acerqué a él y muy suavemente le tomé la cabeza en las manos. Yvan, cuando está sentado, me llega hasta los hombros. Sentí que un largo estremecimiento le recorría la columna de Yvan. Vi que por sus ojos pasaba como un resplandor humano; el dolor de resistir al instinto le producía olas en los iris, en su mirada veía que el amor luchaba contra el hambre. Comencé a hablar a media voz. Le hablé de la estepa, de la nieve de verano sobre la taiga, de los bosques galos, del Gevaudan, de las colinas vascas, de los corrales de las Cevenas, de las landas escocesas, de la lluvia, del viento. Le hice la larga lista de todos sus hermanos muertos, el nombre de cada horda. Le hablé de los últimos lobos, los que viven escondidos en la ruinas del Bronx y a los que nadie se atreve a acercarse. Le hablé de los sueños de los niños, de las pesadillas de los hombres, le hablé de la Tierra. No sabía de dónde sacaba todo eso, me venía, eran cosas que descubría muy en el fondo de mí, y encontraba hasta las palabras más difíciles, hasta las más desconocidas. Por eso escribo ahora, porque me acuerdo de todo lo que Yvan me dio esa noche, y de todo lo que yo le di a Yvan. Yvan gimió suavemente, se hizo una pelota y se durmió a medias. Veía que los sueños pasaban bajo sus párpados sedosos. Y después llegó la Luna, produjo como un desgarramiento entre nosotros que me llegó hasta el fondo de mi vientre. La pieza se volvió toda azul, era la Luna que subía hasta su zenit. Yvan se levantó de un salto. Oyó el bordoneo de la sangre en mis arterías, sintió el olor de los músculos bajo mi piel, vio que mis carótidas golpeaban bajo la piel de mi cuello. Sus iris amarillos se partieron en dos. Su voz se desgarró en un largo aullido y contrajo todos sus músculos para tomar impulso. Toda la piel de su espalda se erizó, la cola se le puso tiesa, yo veía los nervios, las fibras, las venas que se tensaban bajo su garganta y hasta en sus patas nudosas. «Bueno», me dije, «es una hermosa muerte.» En ese momento sonó el timbre. A Yvan eso lo hizo vacilar y dirigió su mirada hacia la puerta. Ni tuve tiempo de decirle buenos días al repartidor. La pizza saltó por el aire. No se podía distinguir la sangre de la salsa de tomate. Me dije que la entrega a domicilio era decididamente muy práctica.
A partir de eso nos hicimos enviar pizza a domicilio regularmente, cada noche de Luna llena. Yo me comía la pizza e Yvan al repartidor. Para evitar los olores, Yvan estaba obligado a no dejar ningún resto y se ponía gordito, de lo más lindo. Rastrillamos todas las pizzerías de París con el fin de mezclar las pistas:
Speedo Pizza, Mobylette Pizza, Flash Pizza, Vroum vroum Pizza, Solex Pizza
, etc. Nos las hacíamos enviar a direcciones ficticias. Yvan tomaba nombres falsos y alquilaba estudios para la ocasión. Otro problema era deshacerse de los vehículos de reparto, pero el Sena está hecho para eso. Esperábamos las noches sin Luna y ¡plaf!, al agua. Vivíamos una verdadera vida aventurera, éramos los nuevos
Bonny and Clyde
. Por un lado la vida cotidiana era muy agradable, teníamos un departamento soberbio, el amor, y luego, una vez por mes, había que tramar un nuevo ardid, situaciones diferentes cada vez, nuevos impactos sensoriales, olores inéditos, repartos de sabor exótico. La catástrofe de Los Ángeles hizo que afluyera a París una nueva variedad de inmigrantes que estaban todos especializados en
fast pizza
y eran deliciosos según Yvan, bien gordos, como con un gustito final a Coca–Cola; a Yvan, por esnobismo de clase tal vez, siempre le gustó la
junk food
. A mí, sin embargo, me invadía un ligero hastío, y así fue como me puse a mirar cada vez más televisión.
Uno solo de ustedes falta
me perturbó muchísimo. Debería haber escuchado a Yvan, que detestaba esas cosas mentirosas. Ese programa tenía mucho éxito a raíz de todos los desaparecidos de la Guerra y los grandes Procesos. Mi madre apareció en pantalla, yo la había olvidado por completo. Era evidente que ella no. Tenía en la mano números de
Aquí París
y de
Nosotros también
, y por la pantalla desfilaban fotos en primer plano mías y de Yvan. Mi madre lloraba a lágrima viva, era casi inaudible, decía que me había reconocido, que quería volver a ver a su hijita querida. De inmediato, para mi gran consternación, empezaron a ocupar toda la pantalla fotos mías de pequeña, y hasta fotos de mi madre dándome el pecho. Yvan se revolcaba por el piso de risa, pobre, si hubiera sabido a dónde nos llevaría esa historia. Mi madre decía que mi padre había muerto en la guerra, hice un gran esfuerzo de concentración para acordarme de él; también que no tenía recursos, estaba sin empleo, como si dijéramos en la calle, y que lo mínimo que pedía era que yo diera señales de vida. El conductor insistió mucho en mi relación con Yvan, dijo que los ricos nos devoran el seso, que no nos dejan más que la piel sobre los huesos y los ojos para llorar. Creí que Yvan que se iba a ahogar de risa. Cuando logró calmarse, él y yo tratamos de hablar de todo eso fríamente, e Yvan dijo que todo lo que mi madre quería era plata.