Todavía es demasiado pronto para que les cuente lo que vi en el espejo, no me creerían. Por otra parte, me heló a tal punto la sangre que durante mucho tiempo evité pensar en ello. El morabito me mandó a casa al terminar la semana. Insistió, en la puerta, en que volviera a verlo
si eso se agravaba
. Me pellizcó bajo el pulóver por última vez. Creí que lo hacía por gentileza, como los veinte euros suplementarios que me dio y que me permitieron volver a casa de Honoré en taxi. Pero en la escalera me di cuenta de que me había hecho un moretón. Era como si el moretón se acentuara. Tomaba tintes violetas, marrones. Honoré estaba furioso por esa semana de pasantía, sospechaba algo. Yo escondía el moretón lo mejor que podía. Honoré no quería tocarme más, pero no había perdido la costumbre de echarme el ojo todas las noches cuando me duchaba, y también tenía que ceder a algunos de sus caprichos; pero sólo con la boca. Toda desnuda, al hacerle esas cosas a Honoré, era difícil esconder el moretón que estaba justo encima de mi seno derecho. Honoré sin embargo no pareció advertir nada, y no habló más de mi aumento de peso, tan evidente sin embargo. El moretón se convertía en un círculo bien redondo, marrón rosado. Tenía menos ganas de tener relaciones, eso estaba pasando. Los clientes atados me aburrían. Los clientes violentos me cansaban cada vez más. Había una especie de integristas que venían en grupo para
corregirme
, decían, y no tenían más que la palabra
desgraciada
en la boca. El director encauzaba una clientela cada vez más especial hacia la tienda. Hasta vi llegar al tipo que se había encadenado a mi camilla de aborto, me la hizo ver de todos los colores. Estaba totalmente cubierta de moretones ahora, pero sólo el que tenía en el pecho no desaparecía. Terminaba por darme asco a mí misma. El moretón se transformaba poco a poco en una tetilla. Poco a poco se cubría de esa especie de gránulos que hay en la piel de los pezones, y una protuberancia bastante marcada se formaba en la superficie, hasta empezaba a tener punta. A fuerza de ver a todos esos revirados me pregunté si no estaba a punto de sufrir un castigo de Dios, díganme un poco. En todo caso, mis menstruaciones volvieron, ya era algo. No tenía más ganas de nada, y mi trabajo me resultaba muy penoso. Hasta me puse a soñar con una pequeña perfumería bien tranquila, en un suburbio lejano donde sólo tuviera que hacer demostraciones. Me vine muy abajo. Estaba muy desmoralizada. Esa tetilla de más era lo que más me preocupaba y después también mis menstruaciones, paradojicamente. Estaba muy contenta de que hubieran vuelto, pero como siempre me dejaban por el suelo, estaba muy cansada y ya no tenía ánimo para nada. Parece que es hormonal. Tal vez, también me resultaba lógicamente inquietante no haber sido fecundada, en vista de que me lo habían prevenido en la clínica. Mis menstruaciones eran de una abundancia excepcional, una verdadera catarata, como para pensar de nuevo en un aborto espontáneo. Pero estaba decidida a no consultar más a ningún ginecólogo. De todos modos no tenía dinero. Ahora comprendo que aunque hubiera estado embarazada, ya en ese momento no habría podido tener más que abortos. Y era mejor así.
Me costaba acostumbrarme al nuevo ritmo de mi cuerpo. Tenía mis menstruaciones más o menos cada cuatro meses, precedidas justo antes por un corto período de
excitación sexual
, para llamar al pan pan. El problema era que a pesar de que mi nueva clientela se había asentado bien, todavía quedaban algunos antiguos clientes. Estaba obligada, por un lado, a hacer como si estuviera constantemente en ese estado de excitación, por el otro, a simular siempre frialdad. Era cansador. Me enredaba con mis estados, en qué momentos tenía que simular y en cuáles disimular. Eso no era vida. Jamás podía estar de acuerdo con mi cuerpo; sin embargo, la
Revista Gilda
y
Mi belleza mi salud
, que recibía en la perfumería, no cesaban de advertir que si uno no alcanzaba esa armonía consigo mismo, se arriesgaba a un cáncer, un
desarrollo anárquico de las células
. Cada vez más, me refugiaba en la placita entre dos clientes, los hacía esperar un poco. Corría riesgos con el director, pero no podía más. Robaba las cremas aconsejadas por las revistas y las extendía cuidadosamente sobre mi piel, pero no me hacían nada. Estaba siempre igual de cansada, mi cabeza estaba siempre tan enredada y el
gel micro–celular especial epidermis sensible contra las irregularidades que afean
de la casa Yerling no parecía siquiera querer penetrar. Honoré decía que sin duda era el único. Honoré se volvía vulgar, seguro que sospechaba algo. Además de desarrollar una profunda grasa subcutánea, mi piel se volvía alérgica a todo, hasta a los productos más caros. Se tornaba desagradablemente gruesa y se revelaba hipersensible, cosa que era una bendición cuando tenía, para hablar crudamente, mis
calenturas
, pero una verdadera contra para todo lo relativo a los maquillajes, los perfumes y los productos del hogar. Sin embargo, fuera en mi trabajo o para mantener la casa de Honoré, me veía obligada a usarlos. Pero no fallaba jamás: me cubría de placas rojas y después de la crisis mi piel se volvía todavía más rosada que antes. Y podía pasarme todas las cremas del mundo sobre mi tercera tetilla: no le hacían nada, no quería desaparecer. Cuando empecé a ver que se inflaba como un verdadero seno, creí que iba a desmayarme. Si eso continuaba, no tendría más remedio que ir a la clínica a hacerme operar, y no tenía un solo peso. Las revistas femeninas ofrecían direcciones de cirujanos plásticos, y daban por sobrentendido que con las chicas más lindas serían condescendientes, pero yo no quería meterme de nuevo en historias de nunca acabar. Tenía una terrible necesidad de calma. Ya no respondía a ninguna invitación de fin de semana. No era que esas grandes casas de campo no me gustaban, pero como se dice, el gato escaldado ve leche y llora. Una granja, hasta un establo me hubieran venido muy bien, pero sola, tranquila. Siempre roncaba al dormir, una vez hasta debo confesar que me oriné encima. Veía con claridad que Honoré contenía sus deseos de echarme a la calle. Todavía le estoy agradecida por su bondad, por su paciencia, nada lo obligaba a seguir teniéndome ahora que había dejado de atraerlo sexualmente. Hasta llamé a mi madre por teléfono para saber si podía volver con ella de ser necesario, pero eludió la pregunta. Por lo que siguió entendí que mi madre había ganado una pequeña suma al Loto y que contaba con radicarse en el campo, pero no quería decirme nada para estar segura de que no me le instalara como un parásito. Mis días, por el momento, se limitaban a acechar el mínimo minuto en que podía escaparme entre dos clientes. El director me había reprochado un cierto descuido en la vestimenta, pero no se daba cuenta de que mi viejo guardapolvo, que me hacía seguir usando, no era para nada tan sexy como antes. Era demasiado estrecho, el blanco se había deslucido y mis rollos habían hecho que se abrieran demasiadas costuras. Sin duda tenía una facha un poco lamentable. Estaba tan cansada. Mis cabellos se erizaban como crines y se me caían a puñados, se volvían difíciles de domar. Les ponía bálsamos, me los marcaba para disimular, pero mi falta de gusto para todo eso resultaba totalmente evidente. Siempre tenía erupciones cutáneas imposibles de disimular porque no podía soportar más ni el polvo ni la base; y quede claro que ya no me maquillaba, basta de rímel, basta de sombra, todos esos productos me daban alergia. Mis ojos en el espejo me parecían ahora más pequeños y más juntos que antes y, sin polvo, mi nariz adquiría un airecito porcino totalmente desastroso. Ahora lo único que soportaba era el lápiz de labios. El director de la cadena me forzó a bajar el precio, y para no perjudicar a la empresa tuve que reducir mi porcentaje, no ganaba más que para pagar los transportes y la comida, el resto se lo daba a Honoré para el alquiler. La clientela empezó a cambiar de nuevo. Como los precios bajaban y yo tenía un aspecto menos elegante, también menos difícil, los mejores clientes se ofuscaron y se fueron. Lo peor se los he ocultado. Lo peor eran los pelos. Me aparecían en las piernas y hasta en la espalda, largos pelos finos, translúcidos y sólidos, que resistían a todas las cremas depilatorias. Estaba obligada a usar a escondidas la afeitadora de Honoré, pero al final de la jornada se me ponía áspero todo el cuerpo. Los clientes no lo apreciaban mucho. Por suerte, quedaban los fieles, un puñado de tipos dulces. Ésos siempre me hacían ponerme en cuatro patas, me olisqueaban, me lamían, y hacían sus cositas bramando, pegaban gritos de ciervo en celo, en fin, ese tipo de cosas. El morabito, que tenías su gustos, me llamó por teléfono algunas veces y me incitó a visitarlo, en consulta, precisó. Pero estaba demasiado cansada y temía que se descolgara con una nueva especialidad. Por suerte, cuando mis calenturas volvieron, de nuevo me puse en forma y de nuevo me interesé mucho en mi trabajo; por suerte, porque el director me esperaba con toda la artillería. El director no estaba para nada contento conmigo. Me exigió que bajara de peso y que me maquillara, hasta me compró un guardapolvo nuevo. «Es tu última oportunidad», me dijo. Pero ni con la mejor voluntad del mundo pude volver a ser la que era. La tienda perdió más jerarquía. Yo casi había pasado a la última categoría. Recibía clientes verdaderamente piojosos y sin ninguna educación. Se olía a fiera en la perfumería, pero no era eso lo que me molestaba. No, lo que me resultaba penoso, en medio de toda esa brutalidad, era que no recibía más flores. Comprenderán entonces que me encantara refugiarme a menudo en la plaza, a pesar de que no cabe duda de que faltaba así a las reglas más elementales del trabajo. En la plaza siempre encontraba botones de oro, era primavera de nuevo, y los masticaba lentamente a escondidas, les encontraba un gusto a manteca y a pasto carnoso. Miraba los pájaros, había gorriones, palomas, a menudo estorninos, y sus cantitos patéticos me arrancaban lágrimas. Una pareja de cernícalos anidaba justo encima de la perfumería, nunca me había dado cuenta. A veces me parecía que comprendía todo lo que decían los pájaros. También había gatos y perros, los perros siempre ladraban al verme y los gatos me miraban con un aire raro. Tenía la impresión de que todo el mundo sabía que comía flores. Cuando llegó el verano no volví a encontrar tantas flores y me arrojé sobre el pasto tontamente, y en el otoño descubrí las castañas. Son ricas las castañas. Ya no me tomaba el trabajo de esconderme, salvo de los clientes que pudieran pasar; me había dado cuenta de que a todos les importaba un pito lo que yo pudiera hacer. Pelaba con facilidad las castañas, mis uñas se habían vuelto muy duras y más curvadas que antes. Mis dientes también eran muy sólidos, nunca lo hubiera creído. Las castañas se deshacían bajo mis molares, largaban un chorro de jugo pastoso y sabroso. En dos mordiscos las liquidaba, me hacía falta otra. Un día la señora de negro, la amiga de mi vieja clienta, me dio un euro. Creía que tenía hambre. En un sentido no era falso. Tenía hambre todo el tiempo, no importa lo que hubiera comido. Habría comido cáscaras, frutas pasadas, bellotas, gusanos de tierra. Lo único que verdaderamente seguía sin poder pasar era el jamón, y también el paté, y la salchicha y el salame, todo lo que sin embargo es práctico para hacer sandwiches. Ni los sandwiches de pollo me daban el mismo placer que antes. Comía sandwiches de papa cruda. Seguramente se podían tomar por huevos duros, de lejos. Un día, Honoré compró chicharrones en una casa de comidas elegante. Creyó que me complacería ocupándose por una vez de la comida y organizando una fiestita de embutidos para los dos en casa. Y bueno, cuando vi los chicharrones no pude contenerme un segundo: vomité ahí mismo, en la cocina. Honoré frunció los ojos con asco, en cierta forma eran los chicharrones de la última oportunidad para nosotros. En toda la noche no pude calmarme. Temblaba, tenía sudores fríos que apestaban todo el departamento. Honoré se fue pegando un portazo y dejándome sola con los chicharrones puestos sobre la mesa. Estaba arrinconada en la cocina, para llegar al living tenía que pasar delante de la mesa y me resultaba imposible obligarme a hacerlo. Pasé una noche horrible. Apenas me dejaba caer sobre un taburete, imágenes de sangre y de degüello me venían a la cabeza. Veía que Honoré abría la boca sobre mí como para besarme y me mordía salvajemente en el tocino. Veía que los clientes aparentaban comerse las flores de mi escote y clavaban sus dientes en mi cuello. Veía que el director arrancaba mi guardapolvo y aullaba de risa al descubrir seis tetillas en lugar de mis dos pechos. Esa pesadilla fue lo que me hizo despertar sobresaltada. Corrí a vomitar al baño, pero el olor de los chicharrones me revolvió el estómago todavía más. Fue como si el interior se me diera vuelta, el vientre, los intestinos, las tripas, todo para afuera como un guante dado vuelta. Vomité durante varios minutos sin poder parar. Después sentí la necesidad urgente de lavarme. Me froté todo el cuerpo, me enjaboné los mínimos rincones, me quería sacar todo eso. Había un olor muy particular pegado a mi piel. Sobre todo los pelos me daban asco. Me sequé cuidadosamente con una toalla bien limpia, me froté con talco y me sentí un poco mejor. A continuación me afeité las piernas y, como pude, la espalda. Me saqué un poco de sangre, es difícil afeitarse la espalda. La visión de la sangre me petrificó. Me quedé allí, sentada en el suelo sobre mi trasero con la sangre corriendo. No lograba sacarme de la cabeza esas visiones de degüello, la sangre que chorrea de la carótida, el cuerpo agitado por sobresaltos. Sin embargo nunca había visto degollar de verdad. La única persona degollada que conocía era mi clienta de antes, la que había sido asesinada y cuya amiga iba a la plaza. La amiga me había dicho que el degüello había sido sólo el final para ella, que había durado mucho todo lo que le habían hecho, que tenía sangre coagulada por todas partes cuando la encontraron. Prefería no pensar en eso. Sé que un diario publicó las fotos, un cliente se había empeñado en regalármelo y hasta había pretendido que le hiciera cosas especiales mirando las fotos. Me negué. El cliente se quejó al director, era la primera vez que un cliente se quejaba. Por suerte, justo después fue la ceremonia en que fui consagrada mejor obrera. La quería a mi vieja clienta, pero no era tanto por eso por lo que me había negado a ver las fotos, sino sobre todo porque ya advertía que no podría soportar la visión de toda esa sangre. Por un lado, soñaba con sangre todas las noches, tenía como ganas de clavar un cuchillo en un cuello. Por otro lado, la carne sangrienta era lo que más me repugnaba. En esa época no entendía tales contradicciones. Ahora sé que la naturaleza está llena de contrarios, que todo se acopla sin cesar en el mundo, en fin, les ahorro mi pequeña filosofía. Sepan de todos modos que ahora a menudo tengo que deshacer de un mordisco un pequeño ser de la naturaleza y que ello no me produce ni asco ni afectación. Hay que procurarse la propia dosis de proteínas. Lo más fácil son los ratones, como hacen los gatos, o también los gusanos de tierra, pero dan menos energías. Esa noche, cuando la sangre corrió sobre mi espalda, no pude levantarme antes de que pasaran muchas horas. Curiosamente no tenía frío. Estaba desnuda sobre las baldosas, pero mi piel se había vuelto tan gruesa que me mantenía, por así decirlo, caliente. Cuando por fin logré moverme, se produjo como un desgarramiento en mí, como si ejercer mi voluntad le exigiera terribles esfuerzos tanto a mi cerebro como a mi cuerpo. Quise ponerme de pie y curiosamente era como si mi cuerpo se hubiera dado vuelta. Me encontré en cuatro patas. Era horroroso, porque no lograba hacer girar mis caderas. Tenía el cuarto trasero como paralizado, a la manera de los perros viejos. Tiraba de mi cintura, pero no había nada que hacer, no podía ponerme de pie. Esperé mucho tiempo. Me costaba dar vuelta la cabeza para mirar tras de mí. Tenía la impresión de que el baño estaba lleno de antiguos clientes que se burlaban y sin embargo sabía de memoria que estaba sola. Tenía mucho miedo. Por fin, fue como si de nuevo se soltara un interruptor en mi cerebro y en mi cuerpo, mi voluntad en cierta forma se enrolló como una bola en mis riñones, empujé, logré ponerme de pie. Es la peor pesadilla que tuve en mi vida. Como consecuencia me quedó una especie de dolor constante en las caderas, una suerte de calambre, y una cierta dificultad para mantenerme bien derecha. Estaba tan trastornada por todo lo que acababa de ocurrir que sentí necesidad de H mirarme en el espejo, en cierta forma de 1 reconocerme. Vi mi pobre cuerpo, cómo se había arruinado. De mi antiguo esplendor, todo o casi todo había desaparecido. La piel de mi espalda estaba roja, velluda y tenía unas extrañas manchas grisáceas que se extendían a lo largo de la columna. Mis nalgas, antes tan firmes y tan bien torneadas, se derretían bajo un montón de celulitis. Mi trasero estaba gordo y liso como grano. También tenía celulitis en el vientre, pero una celulitis rara, a la vez colgante y fibrosa. Y allí, en el espejo, vi lo que no quería ver. No era como en el espejo del morabito, pero era igual de terrible. La tetilla que tenía encima de mi seno derecho se había desarrollado y era una verdadera teta y había otras tres manchas en la parte delantera de mi cuerpo, una arriba de mi seno izquierdo y las otras dos, bien paralelas, justo debajo. Conté y volví a contar, no era posible equivocarse, sin duda sumaban seis, de las cuales tres senos ya estaban bien formados. Amanecía. Un súbito impulso se apoderó de mí. Me eché un tapado encima y me fui directo al muelle de la Mégisserie. Esperé que abrieran las tiendas. Me tomé mi tiempo para elegir. Compré un lindo chanchito de la India con ojos verdes, una hembra, los machos me daban un poco de asco con esas cosas grandes que tenían. Y luego compré un perrito. Me costó caro. Ahora son bastante raros los animales. Pero no tuve necesidad de comprar una correa. El perrito se puso a seguirme por sí solo con aire intrigado, olisqueaba sin cesar mi huella. El chanchito de la India dormía en mis brazos, era de lo más lindo, con un aire pacífico y feliz. El perrito me husmeaba con circunspección, daba la impresión de buscar algo. Mi caso de inmediato lo apasionó. Ante cada perro con el que se cruzaba en la calle, me señalaba con el morro. Los otros perros me miraban con los ojos grandes. Muy pronto me cansé. Buscaba un compañero, alguien que me comprendiera y me consolara, no alguien que me exhibiera como a un fenómeno de circo. No extrañé al perrito cuando Honoré lo tiró por la ventana, sólo los pesos que me costó. Honoré volvió borracho como una cuba. Olía a hembra, sin duda una de sus alumnas. De inmediato se puso a gritar contra mi