Chamán (76 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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—¿Te has dado cuenta de cómo tiembla Alden? -le preguntó Sarah a Chaman una mañana.

En realidad hacia tiempo que él observaba a Alden.

—Tiene mal de Parkinson, mamá.

—¿Qué es eso?

—No sé qué es lo que provoca los temblores, pero la enfermedad afecta el control de los músculos.

—¿Va a morir?

—A veces es una enfermedad mortal, pero no ocurre a menudo. Lo mas probable es que vaya empeorando poco a poco. Quizá quede tullido. Sarah asintió.

—Bueno, el pobre ya está demasiado viejo y enfermo para ocuparse de la granja. Tendremos que ir pensando en poner a Doug Penfield al frente y contratar a alguien para que lo ayude. ¿Podemos permitirnoslo? Le estaban pagando veintidós dólares mensuales a Alden y diez a Doug Penfield. Chamán hizo algunos cálculos rápidos y finalmente asintió. -Entonces, ¿qué será de Alden?

—Bueno, se quedará en su cabaña y nosotros lo cuidaremos, por su puesto. Pero va a ser difícil convencerlo de que deje de ocuparse de las tareas pesadas.

—Lo mejor sería pedirle que hiciera montones de cosas que no su pongan un esfuerzo -sugirió ella con gran perspicacia, y Chamán es tuvo de acuerdo.

—Creo que tengo una de esas cosas para que empiece ahora mismo -anunció.

Esa noche llevó el “escalpelo de Rob J.” a la cabaña de Alden -Hay que afilarlo, ¿eh? -dijo Alden mientras lo cogía.

Chamán sonrió.

—No, Alden, yo lo mantengo afilado. Es un bisturí que ha pertenecido a mi familia durante siglos. Mi padre me contó que en casa de su madre lo tenían guardado en una vitrina cerrada con cristales, colgada de la pared. Pensé que tú podrías hacerme una igual.

—No veo por qué no. -Alden movió el escalpelo entre sus manos Una buena pieza de acero.

—Así es. Y tiene un filo fantástico.

—Yo podría hacerte un cuchillo como éste, si alguna vez quieres tener otro.

Chamán sintió curiosidad.

—¿Querrías intentarlo? ¿Podrías hacer uno con una hoja más larga que la de éste, y más estrecha?

—No habría ningún problema -le aseguró Alden, y Chamán fingió que no veía el temblor de la mano del anciano mientras le devolvía el escalpelo.

Resultaba muy difícil estar tan cerca de Rachel y sin embargo tan lejos de ella. No había ningún sitio donde pudieran hacer el amor. Caminaban por la nieve hasta el bosque, donde se acurrucaban uno en los brazos del otro, como osos, e intercambiaban besos helados y caricias acolchadas. Chamán empezó a estar de mal humor y notó que Rachel tenía ojeras.

Después de dejarla en su casa, Chamán daba enérgicos paseos. Un día recorrió el Camino Corto que llevaba al río y vio que el trozo de madera que marcaba la tumba de Makwa-ikwa, y que sobresalía por encima de la nieve, estaba roto. El tiempo casi había borrado los signos rúnicos que su padre le había hecho grabar a Alden.

Sintió que la furia de Makwa se levantaría de la tierra, atravesando la nieve. ¿Cuánto correspondía a su imaginación y cuánto a su conciencia?

“He hecho lo que podía. ¿Qué más puedo hacer? Es más importante mi vida que tu descanso”, le dijo en tono brusco, y se alefó picoteando la nieve hacia su casa.

Esa tarde fue a casa de Betty Cummings, que padecía un fuerte reumatismo en ambos hombros. Ató el caballo, y cuando se dirigía a la puerta de atrás vio al otro lado del establo una huella doble y una serie de marcas extrañas. Avanzó cuidadosamente sobre la nieve y se arrodilló para mirarlas.

Las marcas que había sobre la nieve eran de forma triangular. Se hundían en la superficie unos quince centímetros y su tamaño variaba ligeramente, de acuerdo con la profundidad que alcanzaban.

Estas heridas triangulares en la nieve no tenían sangre, y eran mucho más de once. Se quedó arrodillado, observándolas.

—¿Doctor Cole?

La señora Cummings había salido y estaba inclinada, observándolo con expresión preocupada.

Dijo que los agujeros los habían hecho los bastones de los esquíes de su hijo. Se había fabricado los esquíes y los bastones con madera de nogal, tallando los extremos en punta.

Eran demasiado grandes.

—¿Todo está bien, doctor Cole?

La mujer se estremeció y se cerró más el chal, y Chamán se sintió repentinamente avergonzado de tener a una anciana reumática expuesta al frío.

—Todo está perfectamente bien, señora Cummings -le aseguró.

Se levantó y fue tras ella hasta la acogedora cocina.

Alden había hecho un maravilloso trabajo con la vitrina para el escalpelo de Rob J. La había fabricado con roble cortado a escuadra y había conseguido que Sarah le diera un retazo de terciopelo azul claro para montar encima el escalpelo.

—Pero no logré encontrar un trozo de cristal usado. Tuve que comprar uno nuevo en la tienda de Haskins. Espero que sea adecuado.

—Es más que adecuado. -Chamán estaba satisfecho-. Lo colgaré en el vestíbulo principal de la casa -anunció.

Quedó más satisfecho aún al ver el escalpelo que Alden había hecho según sus instrucciones.

—Lo forjé con un hierro viejo de marcar el ganado. Ha sobrado acero suficiente para dos o tres cuchillos más como ése, si te interesan.

Chamán se sentó, y con un lápiz dibujó un bisturí para tomar muestras y una horquilla para amputar.

—¿Crees que podrías hacer esto?

—Claro que podría.

Chamán lo miró con expresión pensativa.

—Alden, pronto vamos a tener aquí un hospital. Eso significa que vamos a necesitar instrumentos, camas, sillas…, cosas así. ¿Qué te parecería si consiguieras a alguien que te ayudara a fabricar todo eso?

—Bueno, sería fantástico, pero… No creo que pueda disponer del tiempo necesario para ocuparme de todo.

—Sí, me doy cuenta. Pero supongamos que contratamos a alguien para que trabaje en la granja con Doug Penfield, y que ellos se reúnan contigo un par de veces por semana para que tú les digas lo que deben hacer.

Alden pensó un momento y luego asintió.

—Estaría muy bien.

Chamán vaciló.

—Alden…, ¿aún tienes buena memoria?

—Tan buena como cualquiera, supongo.

—Hasta donde puedas recordar, dime dónde estaba cada uno el día que Makwa-ikwa fue asesinada.

Alden lanzó un profundo suspiró y puso los ojos en blanco.

—Todavía sigues con eso, por lo que veo. -Pero cuando Chamán insistió, él colaboró-. Bien, empecemos contigo. Tú estabas dormido en el bosque, según me dijeron. Tu padre estaba visitando a sus pacientes.

Yo estaba en casa de Hans Grueber, ayudándolo a matar los animales, que era la forma en que tu padre le pagaba por utilizar sus bueyes para tirar del distribuidor de estiércol… Veamos, ¿quién queda?

—Alex. Mi madre. Luna y Viene Cantando.

—Bueno, Alex estaba en algún sitio, pescando, jugando, no sé. Tu madre y Luna…, recuerdo que estaban haciendo la limpieza de la despensa, preparándola para colgar la carne cuando hiciéramos la matanza. El indio grande estaba con el ganado, y luego fue a trabajar al bosque. -Le dedicó una amplia sonrisa-. ¿Qué te parece mi memoria?

—Fue Jason el que encontró a Makwa. ¿Qué hizo Jason aquel día?

Alden se mostró indignado.

—Bueno, ¿cómo demonios voy a saberlo? Si quieres saber algo sobre Geiger, habla con su esposa.

Chamán asintió.

—Creo que es eso lo que voy a hacer -dijo.

Pero cuando regresó a casa, todas sus ideas lo abandonaron, porque su madre le comunicó que Carroll Wilkenson le había traído un telegrama. Venía de la oficina de telégrafos de Rock Island. Cuando Chamán rompió el sobre, los dedos le temblaban tanto como a Alden.

El telegrama era conciso y formal.

Cabo Alexander Bledsoe, 38 de fusileros montados de Louisiana, actualmente encarcelado como prisionero de guerra, Campo de Prisioneros de Elmira, Elmira, Estado de Nueva York. Por favor, ponerse en contacto conmigo si puedo ayudar en alguna otra cosa. Buena suerte. Nicholas Holden, Deleg. Asuntos Indios, Estados Unidos.

66

El campo de Elmira

En el despacho del presidente del banco, Charlie Andreson miró la cantidad del formulario para retirar dinero y frunció los labios.

Aunque se trataba de su propio dinero, Chamán no vaciló en informarle a Andreson del motivo por el que lo solicitaba, ya que sabía que podía revelarle al banquero cualquier asunto confidencial.

—No tengo idea de qué necesitará Alex. En cualquier caso, necesitare dinero para ayudarlo.

Andreson asintió y salió del despacho. Un instante después volvió con un montón de billetes dentro de una pequeña bolsa. También llevaba un cinturón para guardar el dinero.

—Un pequeño regalo del banco para un apreciado cliente. Junto con nuestros sinceros deseos de éxito, y un consejo, si me permites: guarda el dinero en el cinturón y llévalo sobre la piel, debajo de la ropa. ¿Tienes plstola?

—No.

—Deberías comprar una. Vas a recorrer una larga distancia, y hay hombres peligrosos que te matarían sin vacilar para robarte el dinero.

Chamán le dió las gracias al banquero y guardó el dinero y el cinturón en una pequeña bolsa tapizada que había llevado consigo. Estaba recorriendo la calle Main cuando recordó que tenía un arma, el Colt que su padre le había quitado a un confederado muerto para matar el caballo, y que había traído de la guerra. En circunstancias normales, a Chamán no se le hubiera ocurrido viajar armado, pero no podía permitirse el lujo de que le pasara algo mientras iba a ayudar a Alex, así que hizo girar el caballo y fue hasta la tienda de Haskins, donde compró una caja de munición para el calibre 44. Las balas y el revólver eran pesados, y le ocupaban bastante espacio en la única maleta que llevaba, junto con el maletín de médico, cuando a la mañana siguiente partió de Holden's Crossing.

Fue en vapor río abajo, hasta Cairo; luego se dirigió hacia el este en tren. En tres ocasiones se produjeron largas demoras porque los distintos trenes en que viajaba eran detenidos para permitir el paso a otros que trasladaban tropas. Fueron cuatro días y cuatro noches de viaje difícil. Cuando dejó atrás Illinois desapareció la nieve pero no el invierno, y el frío penetrante que reinaba en los vagones del tren se apoderó de Chamán. Cuando por fin llegó a Elmira estaba agotado por el viaje, pero no hizo ningún intento de bañarse ni de cambiarse de ropa antes de intentar encontrar a Alex, porque tenía un irresistible deseo de asegurarse de que su hermano estaba vivo.

Fuera de la estación, pasó junto a un cabriolé, pero decidió coger una calesa para poder sentarse junto al conductor y ver lo que decía. El cochero comentó con orgullo que la población de la ciudad había alcanzado los quince mil habitantes. Atravesaron una encantadora ciudad de casas pequeñas, hasta un barrio en las afueras de Elmira, y luego bajaron por la calle Water, junto al río Chemung, según dijo el hombre.

Muy pronto apareció una valla de madera que marcaba los limites de la prision.

El cochero estaba orgulloso de la belleza de la ciudad, y era un experto en comunicar datos. Le informó a Chamán que la valla estaba construida con “tablas nativas” de tres metros y medio de altura, que bordeaban una superficie de veintiocho acres en la que vivían más de diez mil confederados capturados.

—A veces ha habido hasta doce mil rebeldes ahí dentro -añadió.

Señaló que un metro por encima de la parte superior de la valla, y del lado de afuera, había una estrecha pasarela por la que patrullaban los centinelas armados.

Siguieron calle West Water abajo, donde los intermediarios habían convertido el campo de prisioneros en un zoo humano. Una torre de madera de tres pisos de altura, con una escalera que conducía a una plataforma vallada, permitía a cualquiera que tuviera quince centavos echar un vistazo a los hombres que trabajaban en la molienda del interior.

—Aquí antes había dos torres. Y un montón de puestos de refrescos.

Vendían tartas, galletas, cacahuetes, limonada y cerveza a los que miraban a los prisioneros. Pero el ejército las cerró.

—Una pena.

—Si. ¿Quieres parar, subir y echar un vistazo?

Chamán sacudió la cabeza.

—Déjeme en la entrada principal del campo, por favor -le indico…

En la entrada había un centinela militar de color. Al parecer, la mayor parte de los centinelas eran negros. Chamán siguió a un soldado raso hasta la oficina de la compañía del cuartel general, donde se identificó ante un sargento y solicitó permiso para ver al prisionero llamado Alexander Bledsoe.

El sargento habló con un teniente que estaba sentado detrás de un escritorio en un despacho minúsculo, y al salir murmuró que desde Washington les había llegado un telegrama en el que se mencionaba al doctor Cole, lo que hizo que Chamán aún tuviera mejor imagen de Nicholas Holden.

—Las visitas no pueden superar los noventa minutos.

Le indicaron que el soldado lo llevaría hasta su hermano, que se encontraba en la tienda 8-C, y siguió al negro al interior del campo, por senderos helados. Mirara donde mirase sólo veía prisioneros, indiferentes, miserables, mal vestidos. Comprendió enseguida que estaban hambrientos. Vio a dos hombres junto a un barril colocado boca abajo, sobre el que despellejaban una rata.

Pasaron junto a una serie de barracas de madera. Al otro lado de las barracas había hileras de tiendas, y más allá de éstas un estanque largo y estrecho que evidentemente se utilizaba como alcantarilla, porque cuanto más se acercaban, más fuerte era el hedor.

El soldado negro se detuvo finalmente delante de una de las tiendas.

—Esta es la 8-C, señor -le indicó, y Chamán le dio las gracias.

En el interior encontró a cuatro hombres ateridos de frío. No los conocía, y lo primero que pensó fue que uno de ellos era alguien que tenía el mismo nombre que Alex, y que él había hecho todo ese viaje por un error de identificación.

—Estoy buscando al cabo Alexander Bledsoe.

Uno de los prisioneros, un chico cuyos oscuros bigotes eran demasiado grandes para su huesudo rostro, señaló lo que parecía un montón de harapos. Chamán se acercó cautelosamente, como si un animal feroz acechara debajo de los trapos sucios: dos sacos de algún producto alimentario, un trozo de alfombra y algo que en otros tiempos podría haber sido una chaqueta.

—Le tapamos la cara para que no tenga frío -dijo el del bigote oscuro, y apartó uno de los sacos.

Era su hermano, pero no era exactamente su hermano. Chamán podría haberse cruzado con él en la calle y no lo habría reconocido, por que Alex estaba absolutamente cambiado; había adelgazado mucho, y su rostro parecía envejecido por experiencias en las que Chamán no quiso pensar. Le cogió la mano. Por fin Alex abrió los ojos y lo miró fijamente, sin reconocerlo.

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