Authors: Noah Gordon
Ella se mostró decidida cuando él se lo dijo.
—Bueno, hemos cuidado gente con fiebre tifoidea en otras ocasiones y los hemos salvado. Dime qué dieta debes hacer.
Le producía náuseas pensar en la comida, pero se lo dijo.
—Caldo de carne cocida con verduras, si es que consigues alguna. Zumos de fruta. Aunque en esta época del año…
Aún quedaban algunas manzanas en un cajón del sótano, y Sarah dijo que Alden las trituraría. Sarah se mantuvo ocupada todo el tiempo para no preocuparse, pero al cabo de veinticuatro horas se dio cuenta de que necesitaba ayuda porque entre el orinal, los cambios constantes de ropa, los baños para combatir la fiebre y el hervir la ropa sucia apenas había podido dormir un rato. Envió a Alden al convento católico para pedir ayuda a las monjas enfermeras. Se presentaron dos -Sarah ya había oído decir que siempre trabajaban en parejas-, una monja joven con cara de niña, llamada hermana Mary Benedicta, y una mujer mayor, alta y de nariz larga, que dijo ser la madre Miriam Ferocia. Rob J. abrió los ojos y sonrió al verlas, y Sarah se fue al dormitorio de los chicos y durmió durante seis horas.
La habitación del enfermo estaba ordenada y olía bien. Las monjas eran enfermeras eficaces. A los tres días de estar en casa de Rob J. le bajó la fiebre. Al principio las tres mujeres se alegraron, pero la mayor le enseñó a Sarah que las deposiciones empezaban a ser sanguinolentas, y ella envió a Alden a Rock Island a buscar al doctor Barr.
Cuando llegó el doctor Barr, las deposiciones estaban compuestas casi totalmente de sangre, y Rob J. se veía muy pálido. habían pasado ocho días desde el primer retortijón.
—Ha avanzado muy rápidamente -le comentó el doctor Barr, como si estuvieran en una reunión de la Asociación de Médicos.
—A veces ocurre -coincidió Rob J.
—¿Quinina, tal vez, o calomelanos? -sugirió el doctor Barr-. Algunos creen que es como la malaria.
Rob J. opinó que la quinina y el calomelanos eran inútiles.
—La fiebre tifoidea no es como la malaria -dijo haciendo un esfuerzo Tobías Barr no tenía tanta experiencia como Rob J. en anatomía, pero ambos sabían que una hemorragia grave significaba que los intestinos estaban llenos de perforaciones causadas por la fiebre tifoidea, y que las úlceras se harían más pronunciadas en lugar de mejorar. No eran necesarias demasiadas hemorragias.
—Podría dejarle un poco de polvos de Dover -arriesgó el doctor Barr.
Los polvos de Dover eran una mezcla de ipecacuana y opio. Rob J. sacudió la cabeza y el doctor Barr comprendió que quisiera mantenerse consciente todo el tiempo que le fuera posible, en su habitación, en su propia casa.
Para el doctor Barr era más fácil que el paciente no supiera nada, así podía dejarle la esperanza dentro de un frasco, con instrucciones acerca de cuándo tomarla. Palmeó el hombro de Rob J. y dejó la mano allí durante breves instantes.
—Volveré mañana -dijo serenamente.
había pasado por esto infinidad de veces; pero su mirada estaba transida de pesar.
—¿No podemos ayudarla en nada más? -le preguntó Miriam Ferocia a Sarah.
Sarah dijo que ella era baptista, pero las tres se arrodillaron en el pasillo, junto al dormitorio, y rezaron juntas. Esa noche Sarah le dio las gracias a las monjas y les dijo que podían marcharse.
Rob J. descansó tranquilamente hasta la medianoche, cuando tuvo una pequeña hemorragia. Le había prohibido a Sarah que dejara entrar al pastor, pero ahora ella volvió a preguntarle si quería hablar con el reverendo Blackmer.
—No, puedo hacerlo tan bien como Ordway -dijo con voz clara.
—¿Quién es Ordway? -preguntó Sarah, pero él parecía demasiado cansado para responder.
Ella se sentó junto a la cama. Rob J. enseguida estiró la mano y ella se la cogió, y ambos cayeron en un sueño ligero. Exactamente antes de las dos de la madrugada, ella se despertó y enseguida notó que la mano de él estaba fría.
Se quedó sentada a su lado durante un rato, y luego se obligó a levantarse. Encendió las lámparas y lavó a Rob J. por última vez, enjuagando la última hemorragia que le había arrebatado la vida. Lo afeitó e hizo todo lo que él le había enseñado a hacer por los demás durante todos esos años, y lo vistió con el mejor traje. Ahora le quedaba demasiado grande, pero sabía que no importaba.
Como buena esposa de un médico, recogió la ropa interior que estaba demasiado manchada de sangre para hervirla, y la envolvió en una sábana para quemarla. Luego calentó agua y se preparó un baño en el que se frotó con jabón tosco, mientras lloraba.
Al despuntar el día, estaba vestida con ropa limpia y sentada junto a la puerta de la cocina. En cuanto oyó que Alden abría la puerta del establo, salió a buscarlo y le dijo que su esposo había muerto, y le dio un mensaje para llevar a la oficina de telégrafos, pidiéndole a su hijo que regresara a casa.
EL MÉDICO RURAL
2 DE MAYO DE 1864
Consejeros
Curiosamente, al despertar, Chamán quedó abrumado por dos emociones contradictorias: la viva y amarga realidad de que su padre ya no estaba, y la conocida seguridad del hogar, como si cada parte de su cuerpo y de su mente hubiera quedado fundida con la imagen que tenía de ese lugar y se hubiera deslizado en su vacío, llenándolo con absoluta naturalidad. Conocía aquellas sensaciones: el estremecimiento de la casa antes de que soplara el viento de la llanura, el tacto de la almohada y las sábanas ásperas contra su piel, los aromas del desayuno que se deslizaban escalera arriba y lo obligaban a bajar, incluso aquel resplandor del sol amarillo y caliente sobre el rocío de la hierba del patio.
Cuando salió del retrete, sintió la tentación de recorrer el sendero hasta el río, pero aún tendrían que pasar varias semanas para que el agua estuviera bastante caliente para nadar.
Mientras regresaba a la casa, Alden salió del granero y le hizo señas de que se detuviera.
—¿Cuánto tiempo te quedarás, Chamán?
—No estoy seguro, Alden.
—Bueno, el caso es que… hay un montón de barreras para plantar alrededor de los pastos. Doug Penfield ya ha abierto las franjas de tierra, pero con todo lo que ha ocurrido nos hemos retrasado en el cuidado de los corderos añales, y en unas cuantas cosas más. Tú podrías ayudarme a plantar los naranjas de Osage. Te llevaría más o menos cuatro días.
Chamán sacudió la cabeza.
—No, Alden, no puedo.
Al ver la expresión de enfado del anciano sintió la culposa necesidad de darle una explicación, pero se resistió. Alden aún lo veía como el hijo menor del jefe al que había que decirle lo que debía hacer, el sordo que no era tan buen granjero como Alex. La negativa constituía un cambio en la situación de ambos, e intentó suavizar la cosa.
—Tal vez pueda trabajar en la granja dentro de un par de días.
Pero si no es así, tú y Doug tendréis que arreglaros solos -añadió, y Alden se marchó con el ceño fruncido.
Chamán y su madre intercambiaron sonrisas cautelosas mientras él se acomodaba en su silla. Habían aprendido a hablar de cosas sin importancia, para no correr riesgos. El elogió la salchicha y los huevos de la granja, dijo que estaban muy bien cocinados y que no había tomado un desayuno como aquél desde que se había marchado de casa.
Ella comentó que el día anterior había visto tres garzas azules mientras iba a la ciudad.
—Creo que este año hay más que nunca. Tal vez hayan salido espantadas de otros sitios debido a la guerra -agregó.
Chamán había estado levantado hasta tarde leyendo el diario de su padre. Le hubiera gustado preguntarle unas cuantas cosas a su madre, y pensó que era una pena no poder hacerlo.
Después del desayuno pasó un buen rato leyendo los historiales de los pacientes de su padre. Nadie llevaba archivos médicos más detallados que Robert Judson Cole. Agotado o no, siempre había completado los historiales antes de irse a dormir, y gracias a eso Chamán pudo hacer una detallada lista de todas las personas a las que había atendido en los días posteriores a su regreso. Le preguntó a su madre si podía disponer de Boss y del cabriolé durante ese día.
—Quiero visitar a los pacientes de papá. La fiebre tifoidea es una enfermedad que se propaga fácilmente.
Ella asintió.
—Me parece una buena idea que te lleves el caballo y el coche.
¿Y tu comida? -le preguntó.
—Me llevaré en el bolsillo un par de esos bollos tuyos.
—El solía hacer lo mismo -dijo ella débilmente.
—Lo sé.
—Yo te prepararé una buena comida.
—Como quieras, mamá.
Se acercó a ella y la besó en la frente. Sarah se quedó quieta pero cogió la mano de su hijo y la apretó con fuerza. Cuando la soltó, Chamán volvió a quedar impresionado por su belleza.
La primera casa en la que se detuvo fue la de un granjero llamado William Bemis que se había lesionado la espalda ayudando a parir un ternero. Bemis cojeaba y tenía el cuello torcido, aunque dijo que su espalda había mejorado.
—Pero se me está terminando ese linimento apestoso que tu padre me dejaba.
—¿Ha tenido fiebre, señor Bemis?
—En absoluto. Sólo me duele la espalda, ¿por qué iba a tener fiebre?
—Miró a Chamán con el ceño fruncido-. ¿Vas a cobrarme la visita? Yo no he llamado a ningún médico.
—No, señor, no le cobraré nada. Me alegro de que se encuentre mejor -le aseguró Chamán, y le dejó un poco más de linimento para que se quedara satisfecho.
Intentó hacer algunas paradas que imaginaba que habría hecho su padre para saludar a los viejos amigos. Llegó a casa de los Schroeder poco después del mediodía.
—A tiempo para la comida -le dijo Alma entusiasmada, y frunció los labios con desdén cuando él le dijo que se había llevado la comida de su casa.
—Bueno, tráela y siéntate a la mesa con nosotros-propuso Alma, y él aceptó, contento de tener compañía.
Sarah le había preparado rodajas de cordero frío, un boniato cocido y tres bollos abiertos y untados con miel.
Alma llevó a la mesa una fuente con codornices fritas y empanadas de melocotón.
—No vas a rechazar las empanadas que hice con mi última confitura -le advirtió ella, y Chamán cogió dos y una ración de codornices-. Tu padre sabía que no debía traer nada cuando venia a mi casa a la hora de la comida -le dijo Alma algo molesta. Lo miró a los ojos-. ¿Ahora te quedarás en Holden's Crossing y serás nuestro médico?
La pregunta lo desconcertó. Era una pregunta normal, una pregunta que él mismo tendría que haberse hecho, la misma que había estado eludiendo.
—Bueno, Alma…, no lo he pensado muy bien -repuso en tono poco convincente.
Gus Schroeder se inclinó hacia delante y, como si estuviera confiándole un secreto, le susurró:
—¿Por qué no lo piensas?
A media tarde, Chamán estaba en casa de los Snow. Edwin Snow cultivaba trigo en una granja del extremo norte de la población, el lugar de Holden's Crossing más alejado de la granja de los Cole. Snow era uno de los que había enviado a buscar al doctor Cole cuando se enteró de su regreso, porque se le había infectado un dedo del pie. Chamán lo encontró caminando de un lado a otro, sin cojear.
—Oh, tengo el pie estupendamente -dijo contento-. Tu padre le dijo a Tilda que lo sujetara mientras él lo abría con su cuchillo, usando la mano sana, que la tenía firme como una roca. Me hice baños de sal para quitar toda la porquería como él me dijo. Pero es curioso que hayas venido hoy. Tilda no se encuentra bien.
Encontraron a la señora Snow dando de comer a las gallinas; parecía que no tuviera fuerzas ni para tirarles el maíz. Era una mujer alta y corpulenta, de cara coloradota, y reconoció que tenía “un poco de fiebre”.
Chamán se dio cuenta enseguida de que tenía bastante fiebre, y sintió el alivio de la mujer cuando él le ordenó que se metiera en la cama, aunque mientras caminaban hacia la casa ella no dejó de protestar y de decir que no era necesario.
La señora Snow le dijo que había pasado todo un día con un fuerte dolor de espalda, y que había perdido el apetito.
Chamán se sintió inquieto pero se esforzó en hablar con naturalidad, y le dijo que descansara un poco, que el señor Snow se ocuparía de las gallinas y de los demás animales. Les dejó un frasco de tónico y dijo que volvería a visitarlos al día siguiente. Snow intentó protestar cuando Chamán se negó a cobrarle, pero éste se mostró firme.
—No voy a cobrarle. La cosa sería distinta si yo fuera su médico. Simplemente pasaba por aquí -le aseguró, incapaz de aceptar dinero por tratar una enfermedad que tal vez le había contagiado su padre.
La última parada que hizo aquel día fue en el convento de San Francisco de Asís.
La madre Miriam pareció realmente contenta de verlo. Cuando le pidió que se sentara, él eligió la silla de madera de respaldo recto en la que se había sentado las pocas veces que había ido al convento con su padre.
—Bueno -dijo ella-, ¿echando un vistazo a tu antiguo hogar?
—Hoy estoy haciendo algo más que eso. Estoy intentando ver si mi padre pudo contagiar la fiebre tifoidea a alguien de Holden's Crossing.
¿Usted o la madre Mary Benedicta han sentido algún síntoma?
La madre Miriam sacudió la cabeza.
—No. Y no creo que se presente ninguno. Estamos acostumbradas a cuidar personas con toda clase de enfermedades, como lo estaba tu padre. Probablemente ahora a ti te ocurre lo mismo, ¿no?
—Si, me parece que si.
—Creo que el Señor cuida a las personas como nosotros.
Chamán sonrió.
—Espero que no se equivoque.
—¿Habéis visto muchos casos de fiebre tifoidea en tu hospital?
—Hemos visto algunos. Tenemos a los pacientes que sufren enfermedades contagiosas en un edificio separado, lejos de los demás.
—Me parece muy sensato -opinó-. Háblame de tu hospital.
Y él le habló del Hospital del Sudoeste de Ohio, empezando por el equipo de enfermeros, que era lo que a ella posiblemente le interesaría más, y siguiendo por el equipo médico y quirúrgico, y los patólogos.
Ella le hizo preguntas interesantes que lo estimularon a seguir hablando, y le habló también de su trabajo como cirujano con el doctor Berwyn, y como patólogo con Barney McGowan.
—Entonces has tenido una buena formación, y una buena experiencia. ¿Y ahora? ¿Te quedarás en Cincinnati?
Chamán le comentó lo que le había preguntado Alma Schroeder, y que no se había sentido preparado para responder.