Cerebros Electronicos (12 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Cerebros Electronicos
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—Ojalá tenga usted razón —dijo Harry Tierney—. Si nos ven parecidos a ellos mismos, tal vez nos traten como semejantes.

Después de comer el grupo regresó al hangar. Allí Richard Balmer se limpiaba las manos sucias de grasa con un puñado de algodones. El robot, totalmente desmontado, ofrecía un aspecto muy distinto de como lo vieran Miguel Ángel Aznar y Bill Ley en la planta atómica de energía eléctrica.

Las planchas que daban forma exterior al robot se veían tiradas por el piso, incluso el guardafangos que cubría la única rueda sobre la que se movía la máquina. Esta rueda, a su vez, había sido sacada de su sitio y desmontada.

—Buen trabajo —dijo Miguel Ángel—. Veo que no habéis dejado tornillo en su sitio.

—Es fácil destruir una cosa —contestó Balmer—. Si tuviese que armarlo de nuevo sería distinto.

—¿Cuál es su conclusión? —preguntó Tierney.

—Que se trata de una máquina muy bien construida, hecha para durar mucho tiempo. Casi con toda seguridad no se reparan nunca. Cuando se estropea se tira y es reemplazada por otra.

—¿Tirar una máquina tan costosa?

—No crea, no deben resultar tan costosas construidas en serie. El robot no es lo que parece. No se trata de una máquina capaz de regirse por sí sola. En alguna parte debe haber un cerebro electrónico que lo comanda por radio.

¿Ven este volante por debajo de la cintura del muñeco? Cuando está funcionando gira a gran velocidad y actúa como una peonza manteniendo en equilibrio al robot. El volante estabilizador es accionado por este potente motor eléctrico que ocupa la mayor parte del cuerpo del robot, y es utilizado también para los movimientos de las manos y los brazos de la máquina. La locomoción, por el contrario, se consigue por otro medio. El motor eléctrico está

alojado en la misma llanta, y sirve al tiempo de freno si se invierte el sentido de la corriente. La máquina, como ven, es muy robusta. Su parte más delicada es el sistema de equilibrio. Un pequeño péndulo de platino, introducido en un tubo, golpea en las paredes de este determinando la posición del robot en todo momento respecto a la vertical. El robot actúa independientemente en esta función de mantener el equilibrio, pero en todo lo demás depende de las órdenes que le llegan por radio desde su centro de operaciones.

—Esto resulta un poco decepcionante, ¿no es cierto? —dijo el profesor Stefansson.

—Depende de lo que usted esperase encontrar en el robot —contestó Richard Balmer—. Yo lo encuentro sumamente interesante. El robot se mueve utilizando la energía eléctrica. Sin embargo no lleva consigo acumuladores ni medio alguno capaz de fabricar electricidad. —¿Cómo la recibe entonces? —preguntó rápido Miguel Ángel Aznar.

—Por radio.

—¿Por radio? —exclamó Tierney incrédulo.

—Sí, es muy sencillo. En alguna parte hay una planta eléctrica con un dispositivo especial para emitir ondas energéticas a través de una gran antena. Las ondas que lanza al éter esa emisora recorren tal vez cien kilómetros y son captadas por la pequeña antena del robot, el cual las transforma en energía eléctrica con la que alimenta sus motores y sus propios circuitos electrónicos.

—¿Está seguro de lo que dice?

—¡Claro que lo estoy! El robot se detuvo porque los disparos de la metralleta de Miguel averiaron el sistema transformador de energía, parecido a un aparato de radio, que el muñeco lleva alojado precisamente en la parte posterior de la cabeza.

—¿De manera que es así como funciona el robot? —murmuró el profesor von Eicken—. ¿Sería usted capaz de reparar la avería de ese aparato receptor de ondas energéticas, Balmer?

—¿Quiere hacer funcionar de nuevo al robot?

—No. Sólo estoy pensando que si pudiéramos hacer funcionar ese aparato y conectarlo a nuestra propia red, tendríamos electricidad gratuita y continua para nuestro alumbrado y nuestra calefacción.

—Sería un poco complicado, pero podría intentarlo…

—Olvide eso, Balmer —interrumpió Tierney—. Nuestro problema no está sólo en el suministro de energía eléctrica, sino en nuestra provisión de oxígeno. Lo que debemos hacer cuanto antes es buscar a los habitantes de este mundo y perdirles que nos ayuden. Probablemente ellos respiren oxígeno igual que nosotros. El monorraíl es hoy por hoy nuestro principal objetivo. El debe conducirnos a alguna parte donde habrá seres vivos. Nada hay más urgente en este momento que encontrar a esa gente.

—Ellos ya nos conocen a través de los ojos del robot-objetó Miguel Ángel Aznar. —Y su primera reacción al vernos no fue muy amistosa. Quizás debamos prepararnos para lo peor.

—No estoy de acuerdo contigo a ese respecto, Miguel —dijo Richard Balmer.—Por lo que hemos podido deducir del examen del robot, esto no es ni mucho menos lo perfecto que creíamos en un principio. Como máquina es muy robusta, pero sus elementos principales no están en ella, sino en alguna otra parte. El robot, en realidad, sólo transmite datos. El sólo no sería capaz por sí mismo ni siquiera de marchar en línea recta. El complemento del robot debe ser algo mucho más complejo que un simple hombre mandándole a distancia; es decir, debe tratarse de un cerebro electrónico de gran capacidad. Un sólo cerebro electrónico sería capaz de dirigir toda la planta atómica de energía eléctrica, y dirigir a su vez el trabajo de más de mil robots como este ejecutando mil trabajos distintos. Yo no creo que en parte alguna un ser inteligente os estuviera viendo a través de una pantalla de televisión cuando tú y Bill invadisteis la planta atómica. Pero el cerebro electrónico que dirige la planta sí debió «veros», y en ese punto y momento actuó siguiendo un plan de emergencia para el que estaba programado.

—Si hubo una señal de alarma procedente de la planta atómica, alguien debe habernos visto además del cerebro electrónico. Alguien acudiría junto al cerebro para investigar qué estaba ocurriendo.

—Sí, pero eso debió ocurrir «después». El cerebro grabaría en vídeo todo el incidente hasta que destruísteis al robot, y alguien al cuidado del cerebro acudiría a investigar el incidente. Pero de lo que ese ser inteligente piensa en nosotros, no tenemos evidencia. Y nadie se opuso a que salierais de allí.

—Eso es verdad —admitió Miguel Ángel—. Sólo que no sabemos si se debió a que realmente nadie quiso oponerse, o a que todo ocurrió demasiado aprisa y descubrieron demasiado tarde que habíamos estado allí.

—No discutamos más —dijo Harry Tierney impaciente—. Desde que llegamos a este planeta no hemos hecho otra cosa que formular conjeturas. Ya es hora de que vayamos directamente al encuentro de los habitantes de este mundo. Vamos a aprovechar la luz del día para volar. Constituiremos un primer depósito de combustible junto al monorraíl, lo más lejos que podamos de la planta atómica. Luego, en sucesivos vuelos, seguiremos al monorraíl hasta donde alcancemos. Si la planta atómica de energía eléctrica es a su vez una emisora de ondas energéticas, no debe quedar lejos alguna fábrica o una ciudad habitada. Vamos, no es lógico que se haya levantado una planta de energía eléctrica si no hay cerca alguna industria que se suministre de esa energía.

—Eso parece razonable —aprobó Thomas Dyer—. En mi opinión, las ondas energéticas, como las señales de televisión, no deben tener mucho alcance.

Capítulo 7.
¡Peligro!

E
n dos horas estaban listo para volar el helicóptero, los depósitos llenos a rebosar de combustible, además de cuatro bidones de doscientos cincuenta cada uno en la carlinga, y un depósito plegadizo de plástico que utilizarían para constituir la primera base-depósito de combustible en algún lugar junto al monorraíl.

Habían decidido que Harry Tierney y Edgar Ley volaran con Miguel Ángel Aznar, a fin de que este último les mostrara el camino. En el siguiente vuelo Thomas Dyer acompañaría a George Paiton, que era quien había pilotado el helicóptero la vez anterior.

De nuevo equipados con sus trajes de vuelo espacial, los tres hombres treparon a la cabina del aparato. En aquel momento se encontraban en el campo de hielo, junto al destrozado Lanza, Bill Ley y George Paiton, que había colaborado en la tarea de bombear a mano desde los depósitos del Lanza el combustible que cargaba el helicóptero.

En el primer vuelo, George Paiton había llevado el aparato sobre la línea de la costa, a fin de no perder detalle de esta

La intención de Miguel Ángel era volar directamente dejando a un lado la planta de energía eléctrica. Al despegar, Aznar abrió a tope la llave del gas para ganar altura y encendió el radar. Cuanta mayor fuera la altura más pronto podrían localizar la gran antena parabólica de la planta atómica, y ya con este punto de referencia dirigirse en línea recta en busca del monorraíl ahorrando tiempo y combustible. El helicóptero se encontraba a mil metros de altura y unas diez millas del Lanza, cuando Harry Tierney, sentado junto a Aznar, anunció:

—Atención, contacto radar.

Miguel Ángel miro sorprendido a la pantalla, pues la plañir atómica de energía eléctrica debía estar a más de doscientos kilómetros de distancia, todavía demasiado lejos y fuera del alcance del radar. A efectos de orientación, los pilotos militares solían considerar el círculo dividido en doce partes, como la esfera de un reloj, quedando las doce enfrente, en el sentido de la marcha del avión, y las seis a su espalda. Pero mientras la planta atómica debía aparecer según los cálculos de Miguel Ángel aproximadamente por las dos, el objeto detectado quedaba en el lado contrario, sobre las diez de la esfera imaginaria. Mientras observaban la pantalla, el objeto se estaba desplazando con rapidez en sentido contrario a la marcha del helicóptero.

—Debe ser un avión —señaló Miguel Ángel a la pantalla—. ¡Y se dirige en línea recta al Lanza!

Rápidamente, Miguel Ángel movió los mandos que tenía en sus manos haciendo describir una cerrada curva al aparato.

—¿Qué hace usted? —preguntó Harry Tierney, nervioso.

— Regresamos —contestó Miguel Ángel secamente.

Tierney no hizo ninguna objeción. El helicóptero volaba de regreso a su punto de partida y en la pantalla de radar el objeto detectado había cambiado de posición y quedaba a su derecha, aproximadamente sobre las cuatro.

—¿Tenemos los cañones cargados, verdad? —preguntó Miguel Ángel.

El helicóptero era en realidad un aparato de combate armado de cañones de veinte milímetros y de proyectiles cohete.

—Usted no disparará contra ese avión a menos que yo le autorice a hacerlo —advirtió Harry Tierney con severidad—. Ellos han venido a buscarnos antes de que nosotros .diéramos con ellos. Esta puede ser una buena oportunidad para llegar a un entendimiento amistoso.

—¡Ojalá no se equivoque! —contestó el español.

Ahora, el avión desconocido y el helicóptero convergían sobre el Lanza. El aparato volador no identificado legó un minuto antes y Miguel Ángel pudo verlo inmóvil a unos quinientos metros de altura sobre el Lanza. Era una máquina muy extraña, pues si bien se mantenía inmóvil en el aire, no se advertía la presencia de ningún rotor que los sostuviera. Sencillamente, flotaba como una pluma, mientras en su popa giraban lentamente dos hélices que relampagueaban al sol.

Miguel Ángel redujo la velocidad de su propio aparato y luego continuó perdiendo altura y acercándose por detras al misterioso avión. Este no sólo carecía de rotor, sino también de alas. Visto desde arriba parecía un bote de recreo; algo como una zapatilla.

Al acercarse todavía más, pudieron ver una figura sentada a los mandos del curioso aparato. Parecía un ser humano vestido como los propios terrícolas con traje y escafandra. Si se trataba de un hombre tenía que ir equipado con este traje, pues la cabina de la «zapatilla volante» era completamente abierta, sin más protección que un inclinado cristal parabrisas.

Mirando más abajo, Miguel Ángel vio dos figuras moviéndose sobre el hielo, junto al Lanza. Eran Bill Ley y George Paiton, que retiraban la bomba y la manguera que habían utilizado momentos antes para el transvase del combustible, desde los depósitos del Lanza a los del helicóptero.

Ninguno de los dos parecía haber advertido al aparato que estaba inmóvil en el aire a unos trescientos metros sobre sus cabezas.

—¡Atención, Bill… George! —llamó Miguel Ángel por radio—. ¡Hay un aparato volador sobre vosotros!

—¡Cállese! —rugió Tierney propinándole un codazo—. Puede estropearlo todo si los muchachos echan a correr y… Algo ocurrió. Antes de que Tierney hubiera concluido la frase, cruzó el espacio un brillante rayo de luz que alcanzó a una de las figuras que se movían en el hielo. Un fogonazo envolvió a la desprevenida víctima.

—¡Nos están atacando! —gritó Miguel Ángel con rabia.

Empujó la palanca de mando hacia adelante. La víctima del rayo, Bill o Paiton, rodaba por el hielo. El otro echó a correr, escapando por un metro a la segunda lanzada luminosa que disparaba la «zapatilla volante». El helicóptero descendía ahora sobre el otro aparato. En la mira de los cañones estaba la espalda del piloto enemigo. Miguel Ángel oprimió con el pulgar el botón disparador situado en el extremo de la palanca. El rebufo de los cañones lo acusó el helicóptero estremeciéndose. Los proyectiles de veinte milímetros dibujaron en el aire trazos de humo antes de acribillar la espalda y la cabeza del piloto homicida… El helicóptero iba a estrellarse contra el otro aparato y Aznar tuvo que abrir la llave del gas y elevarse para evitar la colisión. Dio media vuelta rápida y quedó inmóvil de cara al otro. Pero su enemigo no volvió a utilizar el rayo luminoso. El piloto estaba caído de bruces sobre el cuadro de mandos de su aparato. El aparato no se movía, seguía allí, flotando e inmóvil en el aire, como si las balas del helicóptero ni la suerte de su piloto le hubieran afectado.

—¡Ha matado a ese hombre! —exclamó Harry Tierney.

—Sí. Y él ha asesinado a uno de los nuestros —contestó el español.

—¿Cómo lo sabe?

—No lo sé. Ojalá esté equivocado.

—¡Puede ser mi hijo! —exclamó Edgar Ley angustiado—. Bill estaba allí abajo con Paiton. ¡Pronto, aterrice usted… por el amor de Dios!

No sin lanzar antes una mirada de desconfianza al otro aparato. Miguel Ángel Aznar llevó al helicóptero hasta que las ruedas del tren de aterrizaje tocaron en el hielo.

Un hombre estaba inclinado sobre la figura que yacía en el hielo, y del Lanza llegaba corriendo otro miembro de la expedición con traje y escafandra. Apenas habían tocado el hielo las ruedas del helicóptero, cuando Edgar Ley abrió la portezuela y saltó del aparato.

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