—Acuda al salón, Miguel —dijo la chica compungidamente—. Bab y yo prepararemos la cena. Miguel Ángel tomó una botella de Jerez de la alacena, la descorchó y se dirigió con ella al salón. Todos los demás estaban sentados alrededor de la mesa.
—¿Vino ahora? —preguntó Thomas Dyer con extrañeza—. ¿Qué vamos a celebrar?
—Digamos más bien que se trata de entonar los ánimos. Veo muchas caras largas. ¿De qué se quejan?
Aceptamos los riesgos de esta expedición y las cosas no han salido bien. —Bueno, ¿qué se le va a hacer? —dijo Miguel Ángel sacando una caja, de vasos del elegante mueble-bar del salón.
—Yo no quiero vino —gruñó Dyer apartando su copa.
—Pues yo sí —dijo George Pailón animosamente—. ¡Qué caray, después de todo todavía estamos vivos! Pudimos habernos matado en ese aterrizaje.
—¡Más nos hubiera valido!
—Bueno, señor Dyer, nunca es tarde —dijo Richard Balmer—. Si tan penosa le es la vida, deje aquí sus botellas de oxígeno y salga a dar un paseo a la luz de la luna. No durará mucho, se lo aseguro.
—¡Claro, eso quisiera usted! De este modo, saldrían a mayor ración de oxígeno —gruñó Dyer destempladamente.
—Cuidado, Dyer —dijo Miguel Ángel con energía—. No empecemos. Nadie desea prolongar su vida a costa de la de usted. Cuando se termine el oxígeno se terminará para todos. Nadie pedirá ni se impondrá sacrificios de este tipo. La vida es buena, qué duda cabe, y es por eso que debemos vivir lo mejor que podamos los días que nos quedan. Piensen que todos hemos de morir, los que estamos aquí, y los que están tan ricamente en la Tierra. ¿Qué más da morir antes o después? Somos personas civilizadas ¿o no? Demostremos nuestra civilidad comportándonos como seres sensatos, no como animales disputándose un poco de comida… o de oxígeno.
—Por cierto —apuntó Bill Ley, quien acababa de aceptar la copa, si bien se le veía muy pálido—. ¿Para cuánto durará nuestra reserva de oxígeno?
—¿Y para qué quieres saberlo, muchacho? —dijo George Pailón—. ¿Quieres vivir los días que te queden torturándole con la idea de que tal fecha y a determinada hora tienes que morir? ¡Quita, Bill! ¿Por qué no preguntas mejor las botellas de buen vino que todavía nos quedan?
—Todas las bebidas alcohólicas serán rigurosamente racionadas a partir de hoy —dijo Harry Tierney—. No tolerare ebrios a bordo.
—Bueno, señor Tierney, pero al menos procure que la ración alcance para mantenernos una chispa alegres —dijo Richard Balmer—. Los días van a ser muy aburridos sin nada que hacer.
—¿Pero es que realmente no hay nada que hacer? —preguntó Aznar.
—¿Sugiere usted que salgamos de pesca, señor Aznar? —contestó Thomas Dyer irónico.
—En principio no me parece mala idea. Podríamos hacer un agujero en el hielo y ver qué hay debajo. Si es agua, también es posible que encontremos peces. ¿Usted qué opina, profesor Stefansson? —preguntó Miguel Ángel.
—Dudo que exista ninguna clase de vida en este planeta, ni siquiera en sus formas más rudimentarias. La luz y el calor son los dos elementos indispensables para el desarrollo de la vida, y ambos se dan precariamente en este planeta, dependiendo de las estrellas que, el azar, lo alumbren en su errante caminar por el Cosmos.
—Hay algo a lo que deberíamos dedicar todos nuestros esfuerzos, y es intentar establecer contacto con la Tierra por radio —dijo Harry Tierney—. De alguna forma tenemos que informar de la existencia de los Hombres Grises en Venus. ¿Cree posible hacerlo, Balmer?.
Richard Balmer hizo una mueca dubitativa.
—Si las baterías están en buen uso podemos intentarlo. Jodrell Bank o cualquiera de los otros radiotelescopios que permanecen a la escucha de las estrellas, pueden recibir nuestra emisión. Por el contrario, dudo que nuestro receptor sea capaz de recibir la respuesta de la Tierra.
—No importa. Bastará con que ellos puedan escucharnos, aunque quedemos en la duda de si nuestros mensajes han sido recibidos. ¿Cuándo se ocupará de ello?
—Buenos pues… cuando usted quiera. No he pegado ojo en las últimas veinticuatro horas. Pero si alguien se ocupa de reparar la avería y tender una nueva línea desde las baterías, yo descansaré un rato y estaré listo para cuando nuestra radio empiece a funcionar.
—¿Aznar?
—Bueno, yo puedo ocuparme de tender esa línea mientras los demás descansan —se ofreció Miguel Ángel.
—Yo le ayudaré —dijo Edgar Ley.
En este momento llegaban Else y Bab con la comida. En general todos estaban demasiado cansados y excitados para tener apetito. Sobró prácticamente toda la comida y, uno tras otro, los expedicionarios fueron retirándose para descansar.
De nuevo enfundados en sus trajes especiales, con escafandras y botellas de oxígeno, armados de soldadores eléctricos, linternas, comprobador de corriente y rollos de cable. Edgar Ley y Miguel Ángel Aznar pasaron por el compartimiento de duchas al hangar superior.
Desde el hangar, levantando la escotilla, descendieron al destrozado hangar inferior. Al igual que dos horas antes, llegaba del exterior cierta luz a través de los desgarrones de las planchas laterales que formaron en su día el casco de la aeronave.
—Este planeta debe de tener un giro muy lento sobre su eje —observó Miguel Ángel—. El sol estaba muy bajo la última vez, y todavía no se ha puesto. Voy a echar un vistazo.
Arrastrándose sobre el hielo el español pasó por el agujero y salió al exterior. El sol, contra lo que creyera en un principio, se había puesto. Las difusas luces del anochecer iluminaban todavía el horizonte. Pero la luz que iluminaba el dilatado campo de hielo procedía de arriba.
Miguel Ángel Aznar echó atrás la cabeza y miró al cielo. Entonces descubrió que la luz amarilla, distinta y más potente que la de la Luna, procedía del satélite del planeta, de un diámetro aparente diez veces menor que la Luna de la Tierra.
Miguel Ángel regreso al hangar donde Edgar Ley acababa de abrir las puertas del compartimiento de baterías. Llevaban una hora trabajando en el tendido de una línea auxiliar, cuando apareció el profesor Stefansson bajando por la escalerilla. El sabio, equipado con su traje y escafandra, traía una maleta consigo.
—¡Hola! —saludó Miguel Ángel a través de su radio—. Mucho ha madrugado, usted, profesor. ¿Dónde va con esos bártulos?
—No podía dormir, de modo que decidí distraerme haciendo algo.
—¿Qué lleva ahí?
—Un sismógrafo. Voy a hacer estallar unas cargas de dinamita para medir el espesor del hielo que supongo cubre el océano que tenemos debajo.
—¿Y eso qué utilidad práctica puede proporcionarnos?
—Ninguna tal vez. Es pura curiosidad científica.
—Usted al menos encontró algo en que ocuparse. La luna de este planeta tiene una luz magnífica. No necesitará siquiera linterna.
—¿De veras? Es curioso, me pareció que el satélite de este planeta era muy pequeño. El profesor Stefansson salió arrastrándose por el agujero. Miguel Ángel y Edgar Ley prosiguieron su tarea. No pasó mucho rato sin que escucharan de nuevo la voz del profesor Stefansson en sus audífonos.
—Oiga, Ley, ¿se puede utilizar el observatorio astronómico?
La respuesta de Edgar Ley fue rotundamente negativa. El sistema de abertura de la compuerta del techo de la aeronave, así como el sistema de elevación de la cabina del observatorio, no podían funcionar sin el compresor hidráulico, y éste dependía de un motor eléctrico.
—Es cuestión de una hora, más o menos —termino diciendo Ley—. En cuanto empalmemos el otro extremo de la línea.
Poco después escuchaban una explosión que hizo temblar el suelo. Dos explosiones más tronaron a intervalos de diez minutos. La última soldadura quedó lista. Ley envolvía el cable en cinta aislante cuando entró el profesor Stefansson arrastrándose por el agujero.
—Esto quedó listo, profesor —anuncio Ley—. Vamos a comprobar si funcionan los servicios en el puente superior. Treparon por la escalerilla hasta el hangar superior, cerrando tras sí la escotilla. El observatorio astronómico se encontraba en el otro extremo de la aeronave, contiguo al compartimiento estanco de la cámara de derrota. Dejando sus molestas escafandras y las botellas de oxígeno en el salón, el-profesor Stefansson y Miguel Ángel se dirigieron hacia allá.
El observatorio era como un gran montacargas de dos metros y medio de lado, cuyo techo estaba formado por una gran cúpula hemisférica de cristal. Detrás de la puerta estanca había una puerta corrediza. Al apretar un botón se cerró la puerta y, simultáneamente, una parte del techo, por arriba de la cúpula, se deslizó silenciosamente sobre unas guías mostrando el cielo estrellado.
Toda la habitación empezó a ascender lentamente, hasta que la cúpula asomó por encima del casco de la aeronave, en cuyo punto se detuvo. Sobre una mesa redonda, directamente debajo de la cúpula, el profesor dispuso un telescopio, a cuyo extremo aplicó un filtro especial.
—¿Qué aparato es ese? —preguntó Miguel Ángel.
—Un espectrógrafo.
—¿Cómo funciona?
—Es muy sencillo. Como usted ya sabe, la luz solar, al atravesar un prisma de cristal bien tallado y pulimentado, se descompone en los colores del arco iris. Pero además de estos colores aparecen unas líneas oscuras, cuya naturaleza intrigó profundamente a dos alemanes geniales; Bunsen y Kirchhoff. Estos, tras millares de experimentos, pudieron al fin desentrañar el misterio. Una sencilla experiencia hace el lenguaje de estas líneas inteligible para todos. Si en una llama de gas se hace arder sal común, que está esencialmente compuesta de sodio, la llama toma un color amarillo, y si esta luz se hace pasar a través de un prisma, se dibuja sobre la pantalla una línea amarilla netamente trazada. Si en la llama se quema potasio, en la pantalla aparecen una línea roja y otra violeta. El litio produce una línea transversal roja y otra anaranjada. En fin, cada elemento tiene su línea de color característica, y gracias a estos podemos determinar la clase de gases que arden en el sol y en otras estrellas mucho más lejanas.
Moviendo el telescopio sobre su trípode, el profesor lo apuntó hacia la pequeña luna que brillaba en el firmamento nocturno. Aplicando una serie de filtros en la boca del telescopio, el profesor iba a mirar por el otro extremo.
En realidad no tuvo que hacer más de dos pruebas. Stefansson parecía estar sobre una pista determinada, algo que se le había ocurrido de la simple observación directa del satélite.
—¡Vapor de sodio! Es como lo imaginé —exclamó con acento triunfal.
—¿Significa eso que en la pequeña luna de esta planeta arde el sodio?
—¡Sin ningún género de dudas!
—¿Y eso que significa? —preguntó Miguel Ángel Aznar perplejo.
—Ese satélite es demasiado pequeño para que en él se produzcan reacciones equiparables a las de una estrella. Es decir, si se producen, no se trata de un fenómeno natural. En mi opinión ese satélite está siendo utilizado como una gigantesca lámpara para iluminar las largas noches de este mundo.
—¿Quiere decir que alguien ha montado allí una gigantesca batería de focos para iluminar el planeta?
—Puede que no se trate exactamente de focos, al menos en la forma convencional que nos es familiar. Cómo hayan resuelto el problema para hacer de ese satélite una lámpara, eso no !o sé. El hecho cierto, lo extraordinario del caso, es que hayan tenido que ser seres inteligentes quienes realizaran la proeza.
—¡Seres inteligentes! ¿Seres inteligentes en este planeta? —exclamó Miguel Ángel sintiendo acelerarse los latidos de su corazón,
—¡Seguro! Fíjese, este mundo viaja en el espacio a cuatrocientos mil kilómetros a la hora. En un año se habrá alejado tres mil setecientos setenta y cinco millones de kilómetros del Sol que ahora nos alumbra será una lejana estrella incapaz de proporcionar a este mundo luz ni calor. En el errante caminar de este planeta por el espacio, el paso por las proximidades de una estrella como nuestro Sol debe considerarse un caso fortuito y siempre de escasa duración. Los habitantes de este planeta tuvieron que ingeniárselas para crear una fuente de luz perpetua, y utilizaron su satélite natural para convertirlo en un sustituto del Sol de que carecen.
—¿Pero cómo es posible que en este mundo, sin oxígeno, cubierto de hielo, puedan vivir hombres también?
—Yo no dije que fueran hombres, Miguel. Dije «seres inteligentes» y estos pueden adoptar cualquier forma, incluso las más inimaginables para nosotros.
—¡No estamos solos! —exclamó Miguel Ángel con alegría—. En alguna parte de este planeta hay seres que podrían ayudarnos. Profesor ¿querrán «ellos» ayudarnos?
—Yo no lo sé, aunque espero que así lo hagan. De cualquier forma son una esperanza… ¡nuestra única esperanza!.
Miguel Ángel Aznar guardó silencio, mirando a través de la cúpula al satélite que lucía en el espacio.
C
alados los auriculares, rodeado de sus silenciosos compañeros, Richard Balmer era el centro de la máxima atención mientras movía botones y tanteaba en diferentes longitudes de onda.
Parecido a un aparato de televisión, el oscilómetro dibujaba en su pantalla ondulantes líneas de luz. Del altavoz salían silbidos y chasquidos, pero ningún sonido siquiera remotamente parecido a la voz humana. Bill Ley entró en la cabina con una bandeja llena de tazas de café.
—¿Que, cómo vamos? —preguntó con ojos brillantes. Richard Balmer volvió la cabeza, no para contestar directamente al joven Ley, sino haciendo un comentario general:
—Es extraño. El éter está lleno de señales electromagnéticas, pero no consigo captar nada parecido a una voz.
—Tal vez no transmitan con sonidos —apuntó el profesor Von Eicken.
—¿Quiere decir por impulsos semejantes a nuestra telegrafía? —preguntó Harry Tierney.
—Es una posibilidad —admitió Richard Balmer—. Tendremos que utilizar la antena direccional para tratar de aislar alguna de esas señales y determinar su dirección.
—¿Por qué no probamos en la banda de microondas? —propuso Miguel Ángel—. ¿Sabemos si no están emitiendo en televisión?
—No parece muy probable, pero podemos probar —dijo Balmer.
Movió algunos botones y pulsó una tecla. La gran pantalla de televisión se encendió en su mitad, aunque mostrando solamente multitud de rayas. Balmer empezó el tanteo, moviendo el selector con suma lentitud. Al principio no ocurrió nada. De pronto un chasquido, y una imagen borrosa apareció en blanco y negro.