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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Cerebros Electronicos (11 page)

BOOK: Cerebros Electronicos
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—Ha terminado la descarga, el tren va a retirarse —murmuró Miguel Ángel.

—Bien, vámonos. ¡Y ojalá podamos salir de aquí antes que llegue alguien!

Bill saltó a la plataforma del vagón mientras, todavía en el andén, Aznar contemplaba pensativamente al hombre mecánico.

—Bill, vamos a llevarnos con nosotros al muñeco —dijo de pronto.

—Es una buena idea —aprobó el muchacho saltando de nuevo al andén para ayudar a Aznar—. De este modo al menos no lo encontrarán. Nos desharemos de él cuando el tren esté lejos de aquí ¿eh?

—Lo llevaremos con nosotros. Quiero ver qué hay dentro de este muñeco.

La máquina era muy pesada y requirió los esfuerzos aunados de Aznar y el joven Ley para echarlo sobre la plataforma. Muy a tiempo, ya que apenas lo había hecho cuando el tren se puso en marcha retrocediendo.

—¡Ey, mire eso! —llamó Bill la atención de Miguel Ángel Aznar.

Una máquina venía arrastrándose por el borde del andén. Era un artefacto sin formas determinadas, pero cuya utilidad resultaba fácil de adivinar cuando la máquina se dirigió a la mancha de aceite y se paró allí.

—Es una máquina barredora. Viene a limpiar la mancha de aceite —dijo Miguel Ángel Aznar. El tren se movía con suavidad, acelerando continua y progresivamente. Cruzaron la ancha puerta de entrada, se deslizaron por la zanja y se vieron de nuevo al aire libre, bajo el cielo estrellado de la noche. Lejos en el horizonte se encendían las pálidas luces del alba. La voz ansiosa de George Paiton llego hasta los auriculares de Bill Ley y Miguel Ángel Aznar.

—¡Miguel! ¡Bill! ¿Estáis ahí?

—Hola, George —contestó Aznar—. Estamos sobre el tren.

—¡Diablo, ya era hora! Perdimos el contacto después que las puertas de ese edificio se cerraron tras el tren.

¿Qué ha ocurrido?

—Luego os contaremos. .Acércate y sitúate sobre nosotros. Envíanos un arnés cuando lances el cable. Tenemos un invitado.

—¡Un invitado! —exclamó Paiton.

—Muy pesado, se trata de una máquina de acero.

—¡Corcholis! ¿Para qué demonios queremos una máquina?

—Pensamos que hay alguien dentro de ella. Alguien vivo… o que vivía hasta que lo matamos. Paiton dejó oír un largo silbido de asombro, pero no preguntó más.

Poco después, desde el tren en marcha, se veían las luces de situación del helicóptero que venía a situarse sobre el convoy. Paiton encendió un foco eléctrico dirigido hacia abajo y Miguel Ángel le dio por radio las instrucciones necesarias hasta que el helicóptero vino a quedar exactamente sobre el vagón de cola, que en esta ocasión, sin embargo, marchaba por delante.

Un cable de acero, con un arnés colgando del gancho, descendió sobre las cabezas de Bill Ley y Miguel Ángel Aznar. El pesado muñeco metálico recibió el arnés, pero Bill subió antes para ayudar al profesor Stefansson a introducirlo en la cabina.

El gancho bajó de nuevo y esta vez subieron al hombre mecánico. El tren corría ahora a gran velocidad y Miguel Ángel tuvo que aguardar un largo rato hasta que le lanzaron el cable. Mientras tanto iba en aumento la claridad del alba, pero muy lentamente.

Poco después Miguel Ángel Aznar subía pendiendo del cable y, agarrado por Bill, sus pies descansaban en el piso de la cabina del aparato.

Inmediatamente George Paiton hizo virar al aparato, guiándose por el girocompás para regresar al Lanza. Mientras tanto habían estado haciendo un gran consumo de combustible, lo que les obligó a bombear el que traían en los bidones para rellenar el exhausto depósito del helicóptero.

También estaba a punto de agotarse el oxígeno de sus botellas. La tripulación se despojó de las escafandras, pasando a respirar el oxígeno de la cabina del propio aparato. Miguel Ángel utilizó la radio pra comunicar con el Lanza.

—Ya era hora —dijo Harry Tierney por la radio—. Temíamos que les hubiera ocurrido algo.

—Han ocurrido cosas importantes, pero ya les contaremos luego. Tengan preparada la plataforma, nos posaremos sobre ella al aterrizar.

—¿No puede anticiparnos algo de lo ocurrido?

—No por radio. No conviene que la utilicemos demasiado tiempo. Nos podrían localizar.

—¿No era eso lo que queríamos?

—Después de lo ocurrido, ya no —contestó Miguel Ángel. Y cerró la radio.

El sol apuntaba en el horizonte cuando el helicóptero, después de inmovilizarse sobre el destrozado Lanza, descendió verticalmente para posarse sobre la plataforma del montacargas.

Plegada la cola y las palas del rotor, el aparato fue introducido en el hangar del puente superior de la aeronave cerrada la escotilla, se abrió la puerta del fondo, y Harry Tierney entró en el hangar seguido de Thomas Dyer, el profesor von Eicken, Bab y Else. En este momento Miguel Ángel Aznar saltaba del helicóptero, doliéndose de la rodilla al tocar el piso.

—¡Miguel! ¿Estás herido? —preguntó Bab acudiendo solícita junto a su esposo.

—Nada de eso, sólo recibí un golpe.

Los que habían permanecido en el Lanza estaban, naturalmente, ansiosos por conocer lo sucedido a la expedición, Miguel Ángel Aznar hizo un detallado relato de todo lo ocurrido, para terminar mostrándoles el hombre mecánico, que todavía estaba sobre el helicóptero.

Fue necesario el concurso de todos los hombres para echar al suelo aquella extraña máquina. Harry Tierney contempló larga y pensativamente el artefacto.

—Profesor Stefansson, ¿cree usted posible que haya alguien dentro de esta armadura? —preguntó.

—Si quiere saber mi opinión, creo muy posible que los habitantes de este mundo estén configurados de muy distinta forma que nosotros. Podrían ser tan pequeños como hormigas, y poseer no obstante una inteligencia tan portentosa que les ha permitido conquistar su mundo sirviéndose de máquinas que multiplican su débil fuerza por mil. Y no debemos de extrañarnos, ya que al fin y al cabo, eso mismo hemos hecho nosotros en nuestro mundo, ayudándonos de máquinas poderosas que ejecutan el mismo trabajo que cien hombres.

—¿Es decir, que podemos encontrar ahí cualquier clase de bicho, desde una hormiga a un pulpo, moviendo con sus tentáculos los mandos del hombre mecánico, igual que nosotros guiamos una apisonadora, un automóvil o un barco? —exclamó George Paiton.

—¿Para qué tantas preguntas? —gruñó Thomas Dyer—. Le abrimos las tripas a esta cafetera y vernos lo que tiene dentro.

Dyer se dirigió al teléfono y marcó el número de la cámara de derrota, donde Edgar Ley y Richard Balmer seguían trabajando en la conversión del receptor de televisión.

—Ley, Balmer, acudan al hangar superior. Tenemos un trabajo aquí.

Poco después Edgar Ley y Richard Balmer entraban en el hangar, donde examinaron con curiosidad el gigantesco muñeco dedos metros de largo tumbado en el piso. Balmer dio una vuelta completa a la máquina, mientras escuchaba las explicaciones del profesor Stefansson respecto al muñeco.

—¿Y ustedes esperan encontrar «alguien» dentro? —preguntó Balmer finalmente—. Yo no veo ninguna puerta ni agujero practicable por donde un tripulante pudiera entrar y salir, aunque fuera muy pequeño. Si observan verán que todas las piezas han sido soldadas.

—Sí. Tendremos que utilizar el soplete para abrirlo —dijo Edgar Ley.

—Empleen los medios que sean necesarios —dijo Tierney—. Sólo procuren no estropear lo que lleva dentro. Los hombres empezaron a moverse. Un equipo oxhídrico, montado sobre una carretilla, fue sacado del pañol de herramientas. Thomas Dyer abrió las llaves, encendió el soplete y se protegió los ojos con unas gafas negras, inlinándose sobre el hombre de hierro.

Empezó Dyer a trabajar sobre la cabeza del muñeco, aplicando la llama del soplete sobre la costura que unía las dos partes, anterior y posterior. Manipulaba el ingeniero el soplete con mucho cuidado, a fin de no fundir con el calor el contenido de la cabeza del muñeco.

Manejando una sierra, Edgar Ley eliminó los puntos de metal que todavía mantenían unidas ambas piezas. Todos rodeaban a Dyer cuando este separó cuidadosamente la parte posterior.

Lo que apareció detrás del casquete dejó perplejos a todos. Allí no había más que un bloque compacto de hilos de cobre, bobinas y transistores.

—Aquí fue donde las balas rompieron los hilos que hizo detenerse al muñeco —señaló Thomas Dyer—. Balmer,

¿qué opina usted?

—Vamos a desmontar la parte delantera —dijo Balmer.

Les llevó un buen rato sacar la parte que formaba la mascarilla del hombre mecánico. Los «ojos» de este, como ya había advertido Miguel Ángel Aznar, eran dos tubos telescópicos que alojaban una serie de lentes. Los

«sesos» del hombre mecánico eran en suma un complejo montón de bien ordenados hilos, bobinas y otros componentes electrónicos en miniatura.

—¿Qué opinas de esos tubos, Richard? —preguntó Miguel Ángel.

—Teleobjetivos —dijo Balmer—. Óptica de primera calidad,

¿quién dijo que esta máquina iba dirigida por un bichito alojado en ella? Yo solo veo una cámara de televisión.

—¡Una cámara de televisión! —exclamó Harry Tierney.

—Evidentemente se trata de un robot dirigido por control remoto. Las imágenes que el robot «ve» son enviadas por televisión a un receptor. Alguien situado ante el receptor de televisión dirige al robot a través de impulsos eléctricos transmitidos por radio.

—O sea, más o menos de la misma forma que nosotros dirigimos las bombas volantes y los aviones de observación sin piloto —dijo Pailón.

El grupo guardó silencio, tal como si el descubrimiento de que el muñeco mecánico era un simple robot les hubiese decepcionado. Fue Harry Tierney quien expresó el sentir de los demás diciendo:

—No hemos progresado mucho. Los individuos que controlan estas máquinas a distancia siguien escondidos en la sombra del misterio. Ellos sin embargo nos han visto a través de los ojos del robot. Ahora saben que estamos aquí.

—Bueno. ¿No era eso lo que buscábamos después de todo?

—dijo Edgar Ley.

—Sí, pero ellos nos recibieron lanzando contra nosotros su robot, lo cual no es indicio de que estén dispuestos a ayudarnos

—dijo Aznar.

—No nos desanimemos —dijo el profesor von Eicken—. Tratemos de situarnos en lugar de esa gente. ¿Cómo habríamos reaccionado nosotros si, encontrándonos en nuestra factoría de Cleveland, hubiésemos descubierto de pronto la presencia de un par de seres no humanos fisgoneando en nuestros talleres? El miedo instintivo a lo desconocido nos habría impulsado seguramente a arrojarles un martillo o a perseguirles a tiros sin darles tiempo a justificarse. En resumen, lo que quiero decir, es que tal vez haya que esperar un segundo encuentro con esa gente para ver cómo reaccionan.

Tierney se volvió hacia Miguel Ángel.

—Señor Aznar, si no está usted demasiado cansado me gustaría escuchar su informe completo sobre los resultados de su vuelo —dijo.

—Estoy cansado y me duele mucho esta pierna, pero con gusto le informaré si quiere escucharme mientras como. Estoy hambriento —contestó Miguel Ángel Aznar.

—Tampoco nosotros hemos comido —dijo Tierney—. Vaya a cambiarse de ropa y nos veremos más tarde en el comedor.

Miguel Ángel abandonó el hangar seguido de su esposa, dirigiéndose ambos a su camarote. Aquí, al quitarse la ropa de vuelo, Miguel Ángel descubrió que tenía una rodilla muy inflamada. Bab le aplicó un linimento y le dejó

vistiéndose para ir a prepararle algo de comer.

Cuando Miguel Ángel entró en el salón comedor, los demás estaban ya allí reunidos en torno a la mesa, a excepción de Richard Balmer y Edgar Ley, quienes al parecer continuaban en el hangar desmontando al hombre mecánico.

—Aunque no es buen indicio que el robot atacara a Aznar y a Bill, prefiero saber que el robot es sólo un robot estaba diciendo Tierney a sus compañeros. —Si en vez de destrozar un robot hubiésemos matado a un ser vivo, la cosa podría haber sido peor. Eso quiere decir que tendremos que ir con más cuidado en nuestras acciones futuras. Tierney vio en este momento a Miguel Ángel y se excusó:

—No es una censura por el modo que actuó, Aznar. Seguramente yo habría hecho lo mismo en su lugar. Pero tendremos que fijarnos bien la próxima vez. Nuestra salvación depende de la ayuda que quieran prestarnos los habitantes de este planeta. Si ellos nos toman por enemigos estaremos irremisiblemente perdidos.

—¿Quiere decir que tal vez tengamos que entregarnos, dejando a la discreción de esa gente lo que decida hacer de nosotros? —preguntó Aznar.

—Si nos vemos en la alternativa de matar o entregarnos, creo que lo mejor, sin ningún género de dudas, es entregarnos. No podemos luchar solos contra un mundo hostil.

—Eso posiblemente signifique que tengamos que sacrificarnos algunos de nosotros, a cambio de la esperanza de que traten bien a los demás. Espero que no esté equivocado —dijo Miguel Ángel.

A continuación, mientras las mujeres disponían la mesa para la comida, Miguel Ángel informó de las experiencias obtenidas en su vuelo.

—Seguiremos ese monorraíl hasta donde nuestros medios nos permitan. El debe llevarnos forzosamente hasta algún lugar habitado, una fábrica… tal vez una ciudad —dijo Harry Tierney muy animado. La comida, en general, transcurrió en un ambiente de franco optimismo. Bien era cierto que todavía no se había despejado la incógnita más inquietante; esto es, cuál sería la acogida que finalmente les dispensarían los habitantes de aquel planeta. El profesor Stefansson expuso a este respecto una teoría interesante:

—Tal vez los habitantes de este mundo se parezcan a nosotros mucho más de lo que pensamos en un principio. Sabemos que no hay nadie dentro de ese robot, ni un ser en forma de pulpo, o de insecto, o un pequeño mono. El robot ha sido construido sobre un patrón humanoide. Sencillamente, de cintura para arriba, podría pasar perfectamente por la armadura de uno de nuestros caballeros medievales, excepto que se han empleado técnicas mucho más modernas y perfeccionadas. ¿Se han fijado en sus manos? Ninguna criatura de la naturaleza, a excepción del hombre y sus parientes los monos, posee manos en las que el pulgar pueda oponerse a todos los demás dedos. Si observan bien las manos de ese robot se darán cuenta de que cada dedo puede oponerse a los otros, lo cual debe permitirle efectuar una gran diversidad de trabajos manuales.

—¿Y eso, qué demuestra? —preguntó George Paiton.

—Si observamos las manifestaciones del arte del hombre en nuestro propio planeta, vemos que, exceptuando ciertos dibujos geométricos, siempre ha copiado a la naturaleza. La representación de nuestros dioses no ha sido excepción. Esto demuestra una sola cosa: la imaginación del hombre difícilmente puede concebir otras formas que aquellas que le son conocidas. Si yo les doy a cada uno de ustedes papel y lápiz y les invito a expresar gráficamente cuál es su idea libre del aspecto que puedan tener los habitantes de este mundo, es seguro que la mayoría coincidirán al menos en una cosa. Estos seres tendrán cabeza. Tendrá ojos y algún miembro que les permita moverse. También boca. Sin embargo, no deberían ser necesariamente de este modo. Pero ni a mí ni a ustedes se nos ocurre qué forma podrían tener, fuera de aquellas que nos son conocidas. En fin, yo pienso que si este robot tiene formas manifiestamente humanas, es ni más ni menos porque ha sido creado por alguien muy parecido a nosotros.

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