El amor es una de las fuerzas más peligrosas del universo. El amor debilita, haciéndonos creer que es algo bueno.
M
ADRE
SUPERIORA
A
LMA
M
AVIS
T
ARAZA
Murbella. Se suponía que tenía que estar vigilando la no-nave. Lo sabía. Pero su nombre, su presencia, su olor, el control adictivo que ejercía sobre él había ido a más desde que había empezado a contemplar la posibilidad de recuperarla en la forma de un ghola.
Podía hacerse, y él lo sabía.
El anhelo de su corazón no había cesado del todo en los diecinueve años que llevaban separados. Era como si lo hubiera atrapado en su red particular, tan mortífera como la red del anciano y la anciana. Todo estaba demasiado tranquilo durante su turno solitario y tedioso en el puente de navegación, y tenía demasiado tiempo para pensar en ella y obsesionarse.
Por eso había decidido hacer algo y acabar con el problema. Apartó de su mente la idea racional de que era una solución pobre y peligrosa, y siguió adelante.
Dejando una vez más el puente de navegación sin vigilancia, recogió las ropas conservadas en el campo de nulentropía y fue a los alojamientos del maestro Scytale. El tleilaxu grisáceo abrió con gesto desconfiado y miró a Duncan y el montón de ropa que llevaba. A su espalda, la habitación poco iluminada rezumaba el exótico aroma de incienso o drogas, y por un momento vio a la joven copia de Scytale. El niño miraba con los ojos muy abiertos, asustado y fascinado por la visita. El maestro tleilaxu rara vez dejaba que su ghola interactuara con nadie de la nave.
—Duncan Idaho. —Scytale lo miró de arriba abajo, y él tuvo la sensación de que lo estaba evaluando—. ¿En qué puedo ayudarte?
¿Seguía viéndolo aquel hombre como una de sus creaciones? En Casa Capitular, él y Scytale habían estado presos en la no-nave, juntos, pero Duncan nunca lo había visto como un compañero. Sin embargo, ahora necesitaba algo de él.
—Necesito de tu saber. —Le tendió las ropas arrugadas y Scytale pestañeó algo confuso, como si fuesen armas—. Preservé esto en un campo de nulentropía unos días después de huir de Casa Capitular. He encontrado cabellos sueltos, y es posible que haya células cutáneas u otras muestras de ADN.
Scytale lo miró frunciendo el ceño. No tocó la ropa.
—¿Con qué propósito?
—Para crear un ghola.
La respuesta no pareció sorprenderle.
—¿De quién?
—Murbella. —Duncan se sentía atraído hacia la idea como si fuera un agujero negro ineludible. Tenía unas hebras de cabellos ámbar oscuro en una toalla verde claro—. Puedes volver a crearla. Los tanques axlotl no están ocupados.
El Scytale-niño se acercó a su mayor, que volvió a empujarlo hacia atrás. El anciano maestro parecía intimidado.
—El programa ha quedado interrumpido. Sheeana no permitirá que se creen nuevos gholas.
—Este sí. Yo… yo lo exigiré. —Bajó la voz, musitando para sus adentros—. Me lo deben.
El sueño posiblemente presciente de Sheeana les había obligado a reorganizarse, a reconsiderar sus planes y obrar con cautela. Pero habían pasado varios años, y ya habían empezado a debatir la posibilidad de probar con uno o dos gholas nuevos. Las fascinantes células de la cápsula de nulentropía de Scytale eran demasiado tentadoras…
—Duncan Idaho, no creo que sea prudente. Murbella es una Honorada Matre…
—Una
antigua
Honorada Matre. Y un ghola creado a partir de estas células sería… diferente. —No sabía si Murbella volvería con todos sus recuerdos y sus conocimientos de Reverenda Madre, con todos los cambios que había provocado en ella la Agonía de Especia. Pero estaría allí—. Tú no lo entenderías, Scytale. Hace mucho tiempo, Murbella trató de someterme con sus poderes sexuales… y yo hice otro tanto con ella. Estábamos atrapados en una cadena mutua, y no puedo romperla. Mi concentración y mi comportamiento llevan años resintiéndose, aunque trato de resistirme.
—Entonces, ¿por qué traerla de vuelta?
Duncan empujó las ropas hacia él.
—Porque al menos así no sufriría por este interminable y destructivo síndrome de abstinencia. No desaparece, así que he de encontrar otra solución. Llevo demasiado tiempo posponiéndolo.
El solo hecho de que estuviera allí ya indicaba hasta qué punto seguía bajo el influjo de Murbella. Pensar en ella lo anulaba. En aquellos momentos tendría que haber estado en guardia, vigilando desde el puente de navegación, esperando un nuevo mensaje de Sheeana o Teg… pero la idea de resucitar a Murbella había reabierto aquella herida emponzoñada y le dolía tanto como cuando acababa de perderla.
El maestro tleilaxu parecía entender más de lo que Duncan habría querido.
—Tú mismo ves el riesgo que hay en lo que propones. Si estuvieras tan seguro como quieres dar a entender, no habrías esperado a que los otros bajaran al planeta. No habrías venido a mí como un ladrón, hablando entre susurros para que nadie te oiga. —Scytale cruzó las manos sobre el pecho.
Duncan lo miró en silencio, prometiéndose a sí mismo que no suplicaría.
—¿Lo harás? ¿Es posible traerla de vuelta?
—Es posible. En cuanto a lo otro… —Vio que Scytale hacía cálculos, tratando de decidir qué pago o acción recíproca pedirle a Duncan.
Las alarmas los sobresaltaron a los dos. Las luces de emergencia, los avisos de ataque inminente, las naves que se acercaban… los sistemas de alarma habían guardado silencio tantos años, que su sonido resultaba aterrador y chocante.
Duncan dejó caer las ropas al suelo y corrió hacia el elevador más próximo. Tendría que haber estado en el puente de navegación. Tendría que haber estado vigilando, no hablando en secreto con el maestro tleilaxu.
Más tarde ya habría tiempo para sentirse culpable.
Por los sistemas de comunicación de la estación de pilotaje la voz de Sheeana sonaba insistentemente.
—¡Duncan! Duncan, ¿por qué no respondes?
Duncan llegó corriendo y se sentó, mirando a la pantalla panorámica. Una docena de pequeñas naves acababan de salir del planeta, dejando un trazo ardiente en la atmósfera, y avanzaban directamente hacia la no-nave.
—Estoy aquí —dijo—. ¿Qué ha pasado? ¿Cuál es vuestra situación? —La gabarra regresaba a su máxima velocidad, saltándose las restricciones de seguridad.
La voz de Garimi le llegó por el canal de comunicación interna.
—Voy hacia el muelle de aterrizaje. Prepara la nave para recibirlos. Algo ha ido terriblemente mal ahí abajo.
En aquel momento, Duncan oyó un débil mensaje de emergencia por la línea de comunicación. Era Miles Teg, aunque su voz sonaba muy débil.
—Nuestra capacidad de maniobra está gravemente afectada.
Las naves les seguían muy de cerca, atacando con fuego trazador. Teg realizaba maniobras de evasión con maestría, haciendo picados a un lado y a otro, acercándose cada vez más a la nave en órbita. El campo negativo del
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estaba activado, y eso significaba que nadie podía ver al gigante.
Maldiciéndose por su distracción y el control que Murbella seguía teniendo sobre él, Duncan desactivó el campo negativo del
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lo justo para que Teg viera adonde debía ir. Empezó a calentar los sistemas de navegación y los motores Holtzman.
Garimi había abierto las compuertas del muelle de aterrizaje de una de las cubiertas inferiores; una simple mota en el casco de la inmensa nave. Pero el Bashar ya sabría adónde ir. Se dirigió directamente hacia allí, con las naves de los adiestradores pisándole los talones. La gabarra, que no tenía el diseño veloz de una nave militar, no dejaba de perder terreno frente a sus perseguidores. Del planeta seguían partiendo más y más naves sin identificar. Y ellos que pensaban que aquella civilización era tan bucólica…
Sheeana volvió a hablar por el canal de comunicación.
—Son Danzarines Rostro, Duncan. ¡Los adiestradores son Danzarines Rostro!
—¡Y están compinchados con el Enemigo! —añadió Teg—. No podemos dejar que lleguen a la nave. Es lo que querían desde el principio.
Sheeana habló otra vez, con la voz ronca por el agotamiento.
—Los adiestradores no son tan primitivos como parecen. Tienen armamento pesado con el que podrían inutilizar el
Ítaca
. Era una trampa.
Por la pantalla, Duncan vio que el fuego enemigo no acertaba por muy poco a la gabarra y arañaba la amplia superficie del casco del
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. Teg no redujo la velocidad ni alteró el rumbo. Por el sistema de comunicación su voz sonaba como la del viejo Bashar.
—Duncan, ya sabes lo que tienes que hacer. ¡Si se acercan demasiado, pliega el espacio y huye!
Teg se lanzó como una bala hacia la entrada del muelle de aterrizaje, apenas unos segundos por delante de los adiestradores.
Las naves enemigas tampoco redujeron la velocidad, como si estuvieran decididas a lanzarse de cabeza contra la nave. ¿Con qué propósito? ¿Causar los suficientes desperfectos para que no pudieran marcharse?
Desde el muelle de aterrizaje, Garimi gritó:
—¡Ahora, Duncan! ¡Sácanos de aquí!
Duncan reactivó el campo negativo y el
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desapareció de la vista, dejando un agujero en el espacio. Las naves de los adiestradores no podrían aterrizar, pero tampoco se desviaron. Por lo visto estaban dispuestas a hacer lo que fuera para evitar que escaparan. Seis de ellas siguieron acelerando en la dirección donde la nave estaba hacía unos momentos… y se estrellaron contra el casco invisible como balas contra una extensa pared.
Los impactos hicieron que la inmensa nave se sacudiera. Bajo sus pies, Duncan sintió que el suelo se ladeaba. Aunque las luces que indicaban daños parpadeaban en los paneles de control, vio que los motores que plegaban el espacio estaban intactos, seguían siendo funcionales y estaban listos.
Los motores Holtzman vibraron y la nave empezó a desplazarse por el tejido del universo. Solo en el puente de navegación, Duncan contempló la aurora de colores y formas cambiantes que los envolvía.
Pero algo estaba interfiriendo en el proceso… una rejilla brillante y multicolor formada por hilos de energía. ¡La red había vuelto a encontrarles! Gracias a los adiestradores, el Enemigo había descubierto dónde buscar exactamente.
Los colores y las formas empezaron a volver atrás, a desplegarse. Ahora la segunda oleada de naves de los adiestradores podría disparar a aquella aberración en el espacio, podrían disparar al vacío y dañar la nave sin necesidad de verla.
Duncan puso su mente en modo mentat, buscando una solución, y finalmente un nuevo rumbo cristalizó en su cabeza, un camino aleatorio que le permitiría escabullirse entre los hilos que lo retenían. Aporreó los controles de los motores, forzó las ecuaciones para plegar el espacio.
Esta vez, el tejido espacial envolvió la nave, la acarició, y la llevó al vacío… lejos del planeta, de los adiestradores, lejos del Enemigo.
No importa lo compleja que llegue a ser la civilización, siempre hay momentos en los que el rumbo de la humanidad depende de los actos de un individuo aislado.
De
El libro tleilaxu de Dios
En el complejo de los laboratorios, durante los combates cuerpo a cuerpo entre valquirias y Honoradas Matres, entre explosiones e incendios y naves de ataque, nadie reparó en la pequeña figura de un adolescente que huía por un boquete en una de las paredes y se escabullía en medio del humo.
El único ghola de Waff que seguía con vida se acuclilló y pensó qué podía hacer. Las mujeres de la Nueva Hermandad, con uniforme negro, marchaban por la ciudad, haciendo un barrido. Bandalong había caído. La Madre Superiora había muerto.
A pesar de las importantes lagunas que tenía en sus recuerdos y conocimientos, Waff recordaba las dificultades que las Bene Gesserit habían causado a sus predecesores. Y, después de ver cómo las Honoradas Matres asesinaban a sus siete compañeros, no deseaba caer prisionero de ninguno de los dos bandos. Los conocimientos que llevaba en su cabeza, por bien que fragmentarios, eran demasiado valiosos. Las brujas y las rameras eran powindah, extranjeras, mentirosas.
Corrió furtivamente por las calles. Dado que tenía recuerdos de su vida como maestro, sintió un gran pesar al ver que su ciudad sagrada ardía fuera de control. En otro tiempo, Bandalong estuvo llena de lugares sagrados, era un lugar puro, limpio de intrusos. Ya no. Dudaba que Tleilax pudiera recuperarse nunca.
Pero, por el momento, aquella no era su misión. La Cofradía le querría. Eso seguro. El navegador que había presenciado su terrorífico despertar comprendía la importancia de contar con un auténtico maestro tleilaxu, no aquel necio de Uxtal. No entendía por qué los navegadores no habían ido a rescatarle durante el ataque inicial.
Quizá lo habían intentado. Hubo tanta confusión…
Mientras seguía escondiéndose, Waff empezó a considerar las primeras hipnóticas chispas de una idea. Seguro que el carguero de la Cofradía aún estaba allí arriba.
Cuando se hizo de noche, el ghola encontró una pequeña lanzadera para órbitas bajas en un pequeño astillero en los límites de la ciudad. El compartimiento de los motores estaba abierto, y había herramientas por el suelo. Se acercó con cautela, pero no vio a nadie.
En ese momento la puerta de un cobertizo ruinoso se abrió, y vio que salía un tleilaxu de casta inferior vestido con un mono grasiento.
—Eh, niño ¿qué haces? ¿Buscas comida? —Se limpió las manos en un trapo y luego se lo metió en un bolsillo.
—No soy un niño. Soy el maestro Waff.
—Todos los maestros están muertos. —Aquel hombre bajito tenía el pelo inusualmente rubio, y las cejas—. ¿Te has dado un golpe en la cabeza durante el ataque?
—Soy un ghola, pero tengo los recuerdos de un maestro. El maestro Twylyth Waff.
El hombre le dedicó una mirada más atenta, menos escéptica.
—Muy bien, aceptaré esa posibilidad por el bien del diálogo. ¿Qué quieres?
—Necesito una nave. ¿Funciona esta lanzadera? —Waff señaló la vieja nave.
—Solo necesita un cartucho de combustible. Y un piloto.
—Yo puedo pilotarla. —Tenía suficientes recuerdos sobre eso.
El mecánico sonrió.
—No sé por qué, niño, pero te creo. —Caminó con dificultad hacia un montón de piezas—. He confiscado una paleta de cartuchos de combustible durante la batalla. Nadie se dará cuenta, y no parece que las Honoradas Matres vayan a estar por aquí para castigarnos. —Se puso las manos en las caderas, miró la lanzadera, y luego se encogió de hombros—. De todos modos este trasto no es mío, así que ¿qué más me da?