—¡Hombrecito estúpido y repugnante! ¿Sabes lo que te estás negando a ti mismo? ¿Sabes lo que me estás negando a mí?
Uxtal se escabulló, buscando a rastras lo que quedaba de su ropa antes de que le matara de pura indignación. Pero Ingva se movió como una pantera y le cerró el paso.
—Nunca me has complacido, hombrecito, y ahora me lo has puesto mucho más difícil. Sin embargo, la castración no te hace completamente inútil como esclavo sexual. Para una adepta con el nivel de capacidad que yo tengo, ni siquiera un eunuco es totalmente inalcanzable. Requerirá un mayor esfuerzo, pero te imprimaré de todos modos. —Volvió a empujarlo contra el suelo—. Cuando esto acabe me darás las gracias. Eso te lo aseguro.
Uxtal protestó, gimoteó, y luego gritó, pero nadie le oía, a nadie le importaba.
La caza ha sido una parte fundamental del orden natural desde que la vida existe. La presa lo sabe tan bien como el predador.
Máxima Bene Gesserit
Solo en la ventosa plataforma de observación, por encima de los álamos gigantes, el ghola de Thufir Hawat trataba de ver y asimilarlo todo, de ir sumando los diferentes detalles para un correcto análisis. Aún no era un mentat, pero según los registros históricos, tenía el potencial para convertirse en un gran guerrero, estratega y ordenador humano.
En su vida original, había servido a tres generaciones de Atreides. Tras la caída de Arrakeen, los Harkonnen lo capturaron y utilizaron un veneno residual para obligarlo a servir al malvado barón.
¡Cuánto debí de detestarlo!
En aquel entonces Thufir era un veterano, con la mente saturada tras una vida de servicio y batallas… como el viejo Bashar. El joven Thufir quería con todas sus fuerzas estar a la altura de las expectativas.
Incluso desde allí arriba, a salvo, notaba el olor de la sangre en el aire. Dos adiestradores larguiruchos montaban guardia en la base de la torre de madera para protegerlos a él y al rabino de los peligrosos futar y las Honoradas Matres que estaban sueltas por el bosque. ¿O sería para asegurarse de que no iban a ningún sitio y no veían nada que no tuvieran que ver?
El inquieto rabino andaba arriba y abajo por la plataforma descubierta, y echó una ojeada abajo, al bosque de árboles de corteza plateada. Thufir ya lo había analizado lo bastante para saber cómo reaccionaría. Endurecido tras una vida entera sintiéndose injustamente oprimido, el rabino luchaba por su gente e intentaba evitar que lo vieran como una víctima. Ante todo, tenía miedo de parecer indeciso, de no comportarse como un líder.
En aquellos momentos, el anciano parecía enfermo y decepcionado, como si su sueño de tener un mundo perfecto para los suyos se estuviera evaporando. ¿Pedirían los refugiados judíos que les permitieran quedarse en aquel planeta a pesar de la posibilidad de posteriores ataques de las Honoradas Matres? ¿A pesar del extraño comportamiento de los adiestradores y sus agresivos futar, que al rabino le repelían por motivos religiosos? ¿Qué decidiría el rabino cuando sopesara los pros y los contras?
Por su parte, Thufir estaba seguro de que él y sus jóvenes compañeros gholas jamás vivirían allí. Su sitio estaba en el
Ítaca
, junto al Bashar y Duncan Idaho, preparándose para defenderse frente al Enemigo Exterior. Para eso justamente los habían recuperado.
Incluso si parte de los refugiados dejaban la no-nave para instalarse en el planeta, Duncan nunca permitiría que el
Ítaca
se quedara allí.
La inmovilidad te hace vulnerable. La complacencia es peligrosa.
Por muy acogedores que pudieran parecer los adiestradores, para la mayoría aquel planeta solo podía ser una parada temporal. Y, aunque los recuerdos de su vida pasada aún no estaban con él, Thufir sería fiel a la nave.
Abajo, en el bosque, oía el gruñido de los futar, el sonido de ramas que se partían. La cacería se acercaba y, poniéndose la mano por encima de los ojos, trató de distinguir algo entre los árboles.
—No me gusta esto. —El rabino levantó los brazos en un gesto de rechazo.
—Hará falta más que un símbolo supersticioso para repeler a estos atacantes.
—Quizá tú te sientes más seguro porque algún día serás un guerrero, ghola, pero yo lucho en un campo mucho más importante. La fe es mi arma… la única arma que necesito.
Abajo, vieron los movimientos cautos y predatorios de dos futar que se escurrían entre los árboles para preparar una trampa. Thufir comprendió enseguida: por los rugidos que se oían a lo lejos, supo que los otros hombres-bestia estaban empujando a una Honorada Matre en aquella dirección, y que el resto de la manada la rodearía.
Mediante aparatos de comunicación implantados, los guardias que había en la base de la torre recibieron noticias. Volvieron sus ojos con su máscara de bandidos hacia arriba, a la plataforma de observación.
—Tres de las Honoradas Matres ya han caído —gritó uno—. La habilidad de nuestros futar en la caza está demostrada.
Pero aún quedaban dos de aquellas mortíferas mujeres con vida, y en aquel mismo momento una se dirigía hacia allí.
La mujer apareció entre los árboles, con el rostro arañado por las ramas y el brazo izquierdo inutilizado, con los pies descalzos y ensangrentados a causa de la huida por aquel terreno accidentado. Pero no daba muestras de debilidad.
El rabino gimoteó y se cubrió los ojos con la mano, como si se sintiera ofendido.
—No quiero ver esto.
Cuando la mujer entró en el claro, mirando atrás por encima del hombro, dos futar saltaron desde su escondite entre los árboles y la cogieron por sorpresa. Otros dos llegaron corriendo por detrás. Thufir se inclinó sobre la baranda para ver mejor; en cambio el rabino se apartó.
Sin aminorar el paso, la Honorada Matre se inclinó y cogió una rama caída con su mano buena. Haciendo gala de una fuerza sorprendente, se giró y la blandió como una jabalina inestable. Con el extremo astillado ensartó a un rutar que había saltado. El futar cayó, mortalmente herido, aullando y debatiéndose, mientras ella saltaba a un lado.
Otro de los futar saltó sobre la mujer y la golpeó en el lado malo, tratando de agarrarla por el hombro para arrancarle el brazo herido de cuajo. Thufir se dio cuenta enseguida de que la Honorada Matre había exagerado la gravedad de la herida, porque levantó el brazo destrozado y agarró al futar por el pescuezo. Las fauces de la bestia se cerraron a solo unos centímetros de su rostro. Con un gruñido, la ramera arrojó a la criatura, que cayó hacia atrás y chocó contra uno de los troncos plateados, y trató de ponerse en pie, perplejo.
Mientras los otros dos futar la rodeaban, ella miró de soslayo hacia la base de la torre, donde estaban los dos adiestradores. En un despliegue desesperado y vengativo de energía, corrió directamente hacia ellos, dejando atrás a los futar.
Los dos hombres larguiruchos levantaron sus varas aturdidoras, pero ella fue más rápida. Su mano callosa derribó los palos y atacó, disfrutando del miedo que vio brevemente en los ojos de su primera víctima. Con un único golpe, le partió el cuello. El adiestrador se desplomó.
La Honorada Matre quiso saltar sobre el otro adiestrador, pero el futar que había más cerca interceptó sus movimientos para proteger a su amo. Los otros dos se acercaron también, uno de ellos cojeaba. Viendo que no podría con todos, la Honorada Matre cogió la vara aturdidora del suelo y huyó al bosque. Los futar corrieron tras ella, gruñendo.
Thufir cogió al rabino del brazo.
—¡Deprisa! —Y corrió hacia la empinada escalera de madera que llevaba hasta abajo—. Quizá podamos ayudar.
El rabino vaciló.
—Pero si ya está muerto, y estaremos más seguros aquí arriba. Deberíamos quedarnos…
—¡Estoy cansado de mirar! —Thufir bajó los escalones de dos en dos. El rabino fue tras él, farfullando.
Cuando Thufir llegó abajo, el adiestrador que quedaba estaba inclinado sobre su compañero. Thufir esperaba oír a aquel hombre larguirucho gimotear de dolor, o gritar de ira; en cambio, parecía concentrado.
Qué inusual. Curioso.
A lo lejos, en el bosque, se oyó un chillido espeluznante, porque los tres futar habían vuelto a acorralar a la Honorada Matre. Ella les gritaba obscenidades. Thufir oyó sonido de lucha, un crujido como de huesos al partirse, terribles gruñidos, seguidos brevemente por un grito… y luego silencio. Al cabo de un momento, con su fino sentido del oído, Thufir captó el inconfundible sonido de criaturas que comen.
Respirando aparatosamente, el rabino llegó a la base de la torre y se agarró a la baranda de madera para estabilizarse. Thufir corrió hacia el adiestrador y su compañero muerto.
—¿Podemos hacer algo para ayudar?
El que seguía con vida estaba inclinado y de pronto su espalda se puso rígida, como si hubiera olvidado que aquellos dos estaban allí.
Su cabeza giró sobre el largo cuello y los miró. La franja oscura era como una sombra negra sobre sus ojos.
Y entonces Thufir miró al adiestrador que estaba muerto en el suelo.
Los rasgos del cuerpo habían cambiado… habían revertido a su estado original. Ya no era alto y larguirucho; su rostro ya no era estilizado, ni tenía la venda negra sobre los ojos. Aquel adiestrador tenía piel grisácea, ojos oscuros y muy juntos, nariz chata.
Thufir lo reconoció por las imágenes de archivo… ¡un Danzarín Rostro!
El otro adiestrador los miró furioso y dejó que su rostro recuperara su aspecto neutro habitual. Un aspecto no humano, sino cadavérico… e inexpresivo.
La mente de Thufir pensaba y pensaba, y deseó con todas sus fuerzas tener las habilidades de un mentat. ¿Los adiestradores eran Danzarines Rostro? ¿Todos o solo algunos? Los adiestradores luchaban contra las Honoradas Matres, un enemigo común. El Enemigo. Adiestradores, Danzarines Rostro, el Enemigo…
Aquel planeta no era lo que parecía.
Lanzó una mirada fugaz al rabino. El anciano había visto lo mismo que él y, aunque el horror y la sorpresa habían hecho que por un momento se quedara helado, parecía haber llegado a la misma conclusión que él.
El poderoso adiestrador se puso en pie y avanzó hacia ellos con su vara aturdidora.
—Será mejor que corramos —dijo Thufir.
Incluso los planes más cuidadosos pueden caer en el caos por una acción impetuosa de nuestros supuestos amos. ¿No es una ironía cuando dicen que los Danzarines Rostro somos inmovilistas y cambiadizos?
K
HRONE
, comunicado a la miríada de los Danzarines Rostro
Desde el interior del castillo reconstruido de Caladan, Khrone tiraba de las cuerdas, hacía su papel, movía sus piezas. La miríada de Danzarines Rostro había manipulado a los ixianos, a la Cofradía, a la CHOAM y a las Honoradas Matres rebeldes que aún gobernaban Tleilax. Ya habían alcanzado muchos hitos con sus éxitos. Khrone había viajado allá donde se le necesitaba, donde su presencia era requerida, pero siempre volvía con sus dos preciosos gholas. El barón y Paolo. El trabajo continuaba.
En Caladan, año tras año, el grupo de observadores mejorados mecánicamente enviaba informes regulares a los lejanos anciano y anciana. A pesar de su degeneración física, daban muestras de una irritante paciencia, y aun así seguían sin encontrar nada que criticarle. Los observadores a parches siempre le vigilaban, pero no le habían descubierto. Ni siquiera aquellos horripilantes espías lo sabían todo.
Khrone fue convocado desde la torre del castillo, y la llamada interrumpió su trabajo y su concentración. El Danzarín Rostro subió con dificultad la escalera de piedra para ver qué querían los espías. Cuando invocaban el nombre de sus amos no podía negarse… todavía no. Tenía que seguir manteniendo las apariencias un poco más, hasta que terminara aquella parte de su proyecto.
Khrone sabía que el anciano y la anciana eran conscientes de lo acertado de su plan alternativo. Dado que sus esfuerzos por encontrar la no-nave perdida no dejaban de fracasar, era lógico buscar otra forma de conseguir a su kwisatz haderach: el ghola de Paolo.
Pero ¿le concederían el tiempo que necesitaba para despertar al niño? Paolo solo tenía seis años, y aún faltaba un tiempo para que pudieran iniciar el proceso de despertar sus recuerdos, de saturarlo de especia y prepararlo para su destino. Los amos lejanos habían planteado sus exigencias y puesto sus plazos. De acuerdo con los parcos informes de los observadores a parches, el anciano y la anciana estaban listos para lanzar una inmensa flota a una conquista largamente esperada de «todo», tanto si el kwisatz haderach estaba listo como si no…
Los horripilantes emisarios le esperaban en lo alto de la torre, mudos y pétreos. Cuando Khrone llegó por fin a lo alto de la tortuosa escalera, los hombres se volvieron a mirarle con movimientos torpes.
Él se puso las manos en las caderas.
—Estáis retrasando mi trabajo.
La cabeza de uno de los emisarios se movía compulsivamente a un lado y a otro, como si sus neuronas estuvieran enviando impulsos contradictorios que hacían que los músculos del cuello y el hombro sufrieran espasmos.
—Este mensaje… no podemos entregar… entregar este mensaje… personalmente. —Cerró su mano huesuda en un puño. Las burbujas borboteaban por los tubos—. Entregar un mensaje.
—¿Qué es? —Khrone cruzó los brazos—. Tengo que completar mi trabajo para nuestros amos.
El líder de los emisarios abrió las manos y le indicó que avanzara. Los otros permanecieron inmóviles, grabando presumiblemente cada uno de sus movimientos. Khrone entró en la galería mientras aquellos engendros de rostro pálido reculaban hasta la pared. Frunció el ceño.
—¿Qué es esto…?
De pronto su visión se empañó por los bordes y las paredes de la torre se desdibujaron. A su alrededor la realidad cambió. Al principio Khrone vio el etéreo enrejado de la red, los hilos de taquiones conectados en una cadena infinita. Luego se encontró en otro lugar, en la simulación de una simulación.
Oía sonido de cascos, olía a estiércol, y oyó las ruedas de una carreta. Se volvió a la derecha y vio al anciano y la anciana sentados en un carro de madera tirado por una mula gris. La bestia avanzaba con una paciencia y un hastío infinitos. Nadie parecía tener prisa.
Khrone tuvo que dar un paso para seguir al carro, cargado de melones de paradan con la piel verde oliva moteada. Miró a su alrededor, tratando de comprender la metáfora de aquel mundo imaginario. A lo lejos, vio que el camino llevaba a unos abarrotados edificios geométricos que parecían moverse y fluir como un todo, una ciudad enorme que parecía viva. Las estructuras con ángulos perfectos eran como el diseño de un panel de circuitos.