—¿Mis siervos leales? Oh, pero si ya lo sois. —Se acercó al que había suplicado, le acarició sus cabellos dorados. El joven se puso a temblar y apartó la mirada.
El barón se excitó. Era tan adorable, con las mejillas lisas, con apenas una ligera pelusilla y facciones casi femeninas. Cerró los ojos y sonrió, mientras acariciaba la piel suave del rostro.
Cuando los volvió a abrir, vio con sorpresa que las facciones de la víctima habían cambiado. Ahora el bello joven era una jovencita de pelo oscuro y rostro ovalado, con los ojos del profundo azul de la adicción a la especia. Se estaba riendo de él. El barón retrocedió.
—¡No estoy viendo esto!
—¡Oh, por supuesto que sí, abuelo! ¿A que me he puesto muy guapa? —La mujer encadenada movía los labios, pero la voz salía del interior de su cabeza.
Dejé que creyeras que te habías deshecho de mí, pero solo fue un juego. A ti te gustan los juegos, ¿verdad?
Farfullando con nerviosismo, el barón salió de la cámara de torturas y se escabulló por el vestíbulo húmedo y frío, pero Alia fue con él.
¡Soy tu compañera permanente, una compañera de juegos de por vida!
Rió y rió y rió.
Cuando el barón llegó a la planta principal del castillo, examinó con nerviosismo las armas que colgaban de las paredes y las vitrinas de exposición. Sacaría a Alia de dentro de su cabeza, incluso si para lograrlo tenía que matarse a sí mismo. Khrone siempre podía volver a recuperarlo en forma de ghola. Alia era como una mala hierba dañina que esparcía las toxinas por su cuerpo.
—¿Por qué estás aquí? —gritó en medio del silencio resonante de la sala de banquetes con paredes de piedra—. ¿Cómo?
Era imposible. La sangre de los Harkonnen y los Atreides se había unido hacía siglos, y a los Atreides se los conocía por sus abominaciones, su extraña presciencia, su peculiar forma de pensar. Pero ¿cómo había infestado su mente aquella tara infernal de Alia? ¡Malditos fueran los Atreides!
Se dirigió a toda prisa a la entrada principal, pasando ante varios Danzarines Rostro anodinos que lo miraron con expresión inquisitiva.
No debo demostrar debilidad delante de ellos.
Le sonrió a uno, luego a otro.
¿No te divierte revivir viejas glorias y venganzas?,
preguntó su Alia-interior.
—¡Cállate, cállate! —farfulló él por lo bajo.
Antes de que pudiera llegar a las altas puertas de madera, estas se abrieron sobre sus inmensos goznes y Khrone entró acompañado por un séquito de Danzarines Rostro y un jovencito de pelo oscuro con rasgos extrañamente familiares. Tendría seis o siete años.
La voz de su Alia-interior sonaba complacida.
¡Ve a dar la bienvenida a mi hermano, abuelo!
Khrone empujó al niño y los labios generosos del barón se curvaron en una sonrisa hambrienta.
—Ah, Paolo, por fin. ¿Creéis que no conozco a Paul Atreides?
—Será tu pupilo, tu alumno. —La voz de Khrone era severa—. Él es la razón de que te hayamos criado, barón. Tú eres una herramienta, él es nuestro tesoro.
Los ojos negro araña del barón se iluminaron. Fue directo hacia el niño y lo examinó de cerca. Paolo lo miraba furioso, y eso hizo que el barón riera de gusto.
—Ah, ¿y qué se me permitirá hacer con él exactamente? ¿Qué es lo que queréis?
—Prepararlo. Educarlo. Encargarte de que esté listo para su destino. Debe satisfacer cierta necesidad.
—¿Y qué necesidad es esa?
—Cuando llegue el momento lo sabrás.
Ah, Paul Atreides en mis manos. Esta vez me aseguraré de que recibe una educación adecuada. Como mi sobrino Feyd-Rautha, un joven tan adorable. Esto me ayudará a compensar muchos agravios históricos.
—Ahora tienes tus memorias, barón, por tanto, comprendes los entresijos y las consecuencias. Si sufre algún daño, buscaremos una forma muy especial de hacer que lo lamentes. —El líder de los Danzarines Rostro sonaba muy convincente.
El barón agitó su mano regordeta con gesto desdeñoso.
—Claro, claro. Siempre me he arrepentido de haber desconectado su tanque axlotl cuando estábamos en Tleilax. Fue un gesto estúpido e impulsivo por mi parte. No sabía. Pero he aprendido a contenerme.
Una punzada de dolor le atravesó la cabeza y le hizo pestañear.
Yo te puedo ayudar a contenerte, abuelo,
dijo Alia dentro de su cabeza. El barón habría querido gritarle.
Con un colosal empujón mental, la apartó, luego se inclinó sobre el joven ghola y rió entre dientes.
—Llevo mucho tiempo esperando esto, jovencito adorable. Tengo muchos planes para los dos.
Quien está al mando siempre debe aparentar seguridad. Respeta toda esa fe que llevas sobre tus hombros mientras ocupes esa posición crítica, pero no demuestres jamás que sientes la carga.
D
UQUE
L
ETO
A
TREIDES
, notas para su hijo, tomadas en Arrakeen
Tleilax había sido conquistado, y las Honoradas Matres rebeldes ya no eran una amenaza. Las valquirias habían cumplido impecablemente con su misión más importante, y la madre comandante no podía disimular el orgullo por su hija Janess y por la Nueva Hermandad.
Por fin podemos avanzar.
En aquellos momentos, Murbella estaba bajo la rotonda abovedada de la biblioteca de Casa Capitular, pero no tenía tiempo para regocijarse ni meditar en la reciente victoria. Por una pequeña ventana miró un instante hacia los huertos esqueléticos y el desierto voraz. El sol se estaba poniendo, y señalaba contra el horizonte las escarpaduras rocosas como habría hecho un artista. Cada vez que miraba, el desierto parecía más grande, más cercano. Y no dejaba de avanzar.
Como el Enemigo… solo que las Bene Gesserit habían puesto las arenas en movimiento deliberadamente, sacrificando todo lo demás para producir una sustancia —melange— en vistas a la victoria última que esperaban conseguir. En las últimas décadas, la guerra contra las Honoradas Matres había costado muy cara a la humanidad, había causado un gran daño y había destruido muchos planetas. Y las rameras eran con diferencia la amenaza menos importante.
Accadia, la vieja Madre de Archivos, estaba en pie en el centro del campo de proyección, en un silencio reverente, con cien de las seguidoras más inteligentes de la Nueva Hermandad.
—Esto os mostrará lo que debéis saber, y el alcance de la amenaza a la que nos enfrentamos. He seguido el cándido testimonio de nuestras antiguas Honoradas Matres, he seguido su expansión inicial por territorios no explorados… y su regreso repentino al Imperio Antiguo.
Ahora que Murbella había penetrado la pared negra de sus Otras Memorias, sabía exactamente qué era el Enemigo y qué habían hecho las Honoradas Matres para provocarle. Sabía más sobre la naturaleza del Enemigo Exterior de lo que imaginó nunca Odrade, Taraza o ninguna de las otras líderes Bene Gesserit.
Ella había vivido esas vidas.
En particular, se veía a sí misma como una comandante dura, ambiciosa y triunfadora guiando a su escuadrón de naves hacia delante, siempre hacia delante.
Lenise. Ese era mi nombre.
En aquellos tiempos, tenía pelo negro y tieso, ojos negro obsidiana y una serie de adornos metálicos que sobresalían de sus mejillas y su frente, trofeos de batalla, uno por cada rival asesinada en su ascenso al poder. Pero, tras fracasar en el intento de matar a una rival de rango superior, se llevó a sus escuadrones leales a territorios desconocidos. No en un acto de cobardía, se dijo a sí misma Lenise. No en una huida. Sino para conquistar sus propios territorios.
En su búsqueda rapaz de territorios, Lenise y sus Honoradas Matres llegaron a los límites de un vasto imperio en expansión, un imperio no humano de cuya existencia nadie sospechaba. Un Enemigo peligroso y desconocido, cuya génesis se remontaba a más de quince mil años, a los últimos días de la Yihad Butleriana.
Las Honoradas Matres encontraron una extraña avanzadilla dedicada a la producción, una bulliciosa metrópoli interconectada, habitada enteramente por máquinas. Máquinas pensantes. A Lenise y las suyas se les escapaba por completo la importancia de lo que acababan de encontrar. Y no hicieron preguntas sobre su origen.
La supermente, siempre en desarrollo, perpetuándose a sí misma, había vuelto a arraigar, construyendo, propagando un extenso paisaje interconectado de inteligencias artificiales. Lenise no entendió nada de todo esto, ni le importaba. Ella dio la orden —perdida en su visión de la historia, Murbella pronunció las palabras— y las Honoradas Matres hicieron lo que mejor sabían hacer: atacar sin haber sido provocadas, con la idea de conquistar y dominar.
Sin imaginar siquiera la importancia o la fuerza de lo que habían encontrado, Lenise y sus Honoradas Matres cogieron a las máquinas por sorpresa, robaron cargamentos de armas poderosas y exóticas, destruyeron la avanzadilla… y se fueron. Lenise añadió varios adornos metálicos a su rostro para celebrar la victoria. Y volvieron para reconquistar a las Honoradas Matres que las habían obligado a marcharse al derrotarlas.
La respuesta de las máquinas fue rápida y terrible. Lanzaron un ataque masivo de venganza que se extendió por los mundos de la Dispersión y aniquilaron planetas enteros de Honoradas Matres mediante nuevos y mortíferos virus. Y el Enemigo siguió acosándolas, persiguiéndolas y destruyéndolas en sus escondites.
Murbella veía a diferentes generaciones a través de diferentes recuerdos. Las Honoradas Matres, que nunca habían sido precisamente sutiles, iniciaron una huida precipitada, pasando como una estampida por diferentes sistemas estelares que saqueaban antes de seguir su camino. Encendiendo hogueras y quemando sus puentes a su espalda. ¡Qué bochorno… de qué forma tan apabullante habían sido derrotadas por el enemigo!
Y entretanto, arrastraban al Enemigo hacia el Imperio Antiguo.
Murbella lo sabía todo. Lo veía vívidamente en su pasado, en su historia, en sus recuerdos. Y necesitaba compartir esas experiencias con las otras hermanas, que aún no habían podido abrir la llave a sus secretos generacionales.
El Enemigo es Omnius. El enemigo se acerca.
En aquellos momentos, bajo la rotonda abovedada, ante un público silencioso, Accadia activó la representación visual con dedos retorcidos. Una proyección holográfica del Universo Conocido se materializó sobre sus cabezas, con los sistemas estelares clave del Imperio Antiguo y los planetas descritos por los que habían regresado de la Dispersión, resaltados. Allí fuera se habían formado diferentes federaciones independientes, agrupaciones gubernamentales, alianzas comerciales y colonias religiosas aisladas, todos unidos por el tenue hilo común de su humanidad.
El Tirano habló de esto en su Senda de Oro,
pensó Murbella.
¿O nuestra comprensión es imperfecta, como siempre?
La voz de la vieja bibliotecaria crepitó.
—Aquí están los planetas que las rameras calcinaron utilizando las terribles armas destructoras que robaron al Enemigo.
Una salpicadura roja se extendió como sangre por el mapa estelar. ¡Demasiado rojo! Tantos y tantos planetas Bene Gesserit, incluso Rakis, los mundos tleilaxu y cualquier otro planeta que se encontrara en su camino. Lampadas, Qalloway, Andosia, las ciudades de ensueño de baja gravedad de Oalar… Y ahora todas eran una tumba.
¿Cómo es posible que no hubiera reparado en aquella barbaridad cuando se hacía llamar Honorada Matre?
Nunca mirábamos atrás, salvo para saber a qué distancia estaba el Enemigo. Sabíamos que habíamos provocado a algo feroz, y aun así entramos en el Imperio Antiguo como un perro de caza en un gallinero, causando estragos en nuestro afán por huir.
Cuando el Enemigo llegara, todos aquellos planetas removidos lucharían instintivamente, y serían aniquilados. Las Honoradas Matres utilizaron aquello como una técnica evasiva: poner tantos obstáculos como podían en el camino de su perseguidor.
—¿Las rameras hicieron todo eso? —preguntó con un jadeo la reverenda madre Laera, una de las consejeras administrativas de Murbella.
Accadia parecía fascinada por lo que les estaba mostrando.
—Mirad… esto da mucho más miedo.
Otra franja de los sistemas periféricos se volvió de un azul apagado y enfermizo. En los mapas algunos aparecían como puntos borrosos, lo que significa que las coordenadas no se habían verificado. El número de planetas afectados era mucho mayor que la herida roja de la destrucción provocada por las Honoradas Matres.
—Esto son los planetas que sabemos que el Enemigo ha destruido en la Dispersión. Planetas de Honoradas Matres aniquilados principalmente mediante epidemias devastadoras.
Murbella estudió la inmensa y compleja proyección. No necesitaba a ningún mentat para sacar conclusiones de los patrones que veía. Sus asesoras Bene Gesserit y Honoradas Matres musitaban inquietas. Nunca habían visto la amenaza exterior expuesta tan claramente.
Ciertamente, Murbella intuía la proximidad de «Arafel», la oscura nube del fin del universo. Con tantas leyendas que apuntaban en la misma dirección, podía oler su propia mortalidad.
Incluso Casa Capitular, que aparecía en la proyección holográfica tridimensional como una prístina bola blanca, lejos de las principales rutas de la Cofradía, se convertiría en objetivo de aquellos implacables cazadores.
Ahora la Hermandad unificada contaba con la ayuda de la Cofradía Espacial, aunque Murbella no confiaba en los navegadores, ni en los administradores, menos mutados. Si la guerra iba mal, no se hacía ilusiones respecto a una alianza duradera con la Cofradía o con la CHOAM. El navegador Edrik hacía tratos con ella solo porque lo había sobornado con especia, y dejaría de hacerlo si encontraba una fuente alternativa. Si la facción administrativa de la Cofradía decidía confiar en los compiladores matemáticos de Ix, no tendría con qué controlarlos.
—No parece que el Enemigo tenga prisa —dijo Janess.
—¿Por qué iba a tenerla? —dijo Kiria—. Se acercan, y no parece que haya nada capaz de detenerlos.
Murbella buscó y se fijó en la marca que señalaba el primer encuentro con el Enemigo, un punto en el espacio, pobremente definido por unas coordenadas anecdóticas, el lugar donde una Honorada Matre llamada Lenise, muerta tiempo ha, topó con la avanzadilla de las zonas fronterizas.
Y ahora nosotras tenemos que arreglar el embrollo.