Cazadores de Dune (48 page)

Read Cazadores de Dune Online

Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cazadores de Dune
10.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Teg oprimió el hombro del joven, con una sonrisa en los labios. El muchacho estaba desconcertado.

—¿He dicho algo divertido, señor?

—Cuando te miro, ¿cómo podría no recordar que yo mismo aprendí mucho del estudio de la figura del famoso guerrero-mentat de la casa Atreides? Tú y yo podríamos aprender mucho el uno del otro. —El muchacho se ruborizó.

El debate empezó, y Teg y Thufir volvieron su atención al centro de la sala de convocatorias. Sheeana permanecía sentada en el imponente banquillo del defensor, un reducto de los orígenes de aquella nave, diseñada para otras gentes.

Como de costumbre, Garimi estaba ansiosa por cambiar la situación. Fue hasta el podio y habló sin preámbulos, bien alto, para que todos la oyeran.

—No partimos en una carrera o un viaje. Nuestro objetivo era huir de Casa Capitular antes de que las Honoradas Matres lo destruyeran todo. Queríamos preservar la esencia de la Hermandad, y lo hemos hecho. Pero ¿adónde vamos? Es una pregunta que lleva diecinueve años acosándonos.

Duncan se puso en pie.

—Escapamos del verdadero Enemigo, que se estaba acercando. Y todavía nos busca… eso no ha cambiado.

—¿Nos busca a nosotros? —preguntó Garimi desafiante—. ¿O solo a ti?

Él se encogió de hombros.

—¿Quién puede decirlo? Pero no estoy dispuesto a dejar que me capturen o me maten solo para
aclarar
tus dudas. En esta nave, muchos tenemos talentos especiales, sobre todo los niños-ghola, y necesitamos todos los recursos que tenemos.

El rabino habló en ese momento. Aunque aún estaba sano y en forma, su barba y su pelo estaban más largos y canosos; detrás de las lentes, sus vivos ojos de pajarillo estaban rodeados de arrugas.

—Yo y mi gente no elegimos esto. Pedimos que nos rescatarais de Gammu, y desde entonces hemos estado atrapados en esta locura. ¿Cuándo terminará todo esto? ¿Tendremos que pasar cuarenta años vagando por el desierto? ¿Cuándo nos dejaréis marchar?

—Pero ¿adónde quiere ir, rabino? —La voz de Sheeana era tranquila, pero a Teg le pareció algo condescendiente.

—Me gustaría que tomáramos en consideración, y seriamente, el planeta que acabamos de encontrar. No diré que es una nueva Sión, pero podría ser nuestro hogar. —El hombre se volvió a mirar al puñado de seguidores que le acompañaban, todos ataviados con ropas oscuras, apegados a sus costumbres. Aunque en el
Ítaca
ya no tenían necesidad de ocultar sus creencias, los judíos se mantenían al margen, porque no deseaban integrarse con el resto del pasaje.

Habían tenido sus propios hijos, diez hasta la fecha, y los educaban como consideraban más apropiado.

Finalmente, Teg habló.

—De acuerdo con los escáneres, este planeta parece ideal para instalarnos. Su población es mínima. Y nuestros refugiados no serán apenas molestia para los habitantes locales. Incluso podríamos buscar algún lugar remoto y establecernos lejos de ellos.

—¿Tienen una civilización muy desarrollada? ¿Poseen algún tipo de tecnología? —preguntó Sheeana.

—Como mínimo a un nivel pre Dispersión —dijo Teg—. Los indicadores muestran industrias locales menores, algunas transmisiones electromagnéticas. Sin capacidades visibles para los desplazamientos espaciales ni puertos espaciales. Si se instalaron aquí después de la Dispersión, no han hecho nuevos viajes a ningún sistema estelar. —Para escanear el planeta, Teg había pedido la ayuda del joven y entusiasta Liet-Kynes y su amigo Stilgar, que habían estudiado más sobre ecología y dinámicas planetarias que la mayoría de hermanas adultas. Todas las lecturas habían sido contrastadas.

—Podría ser una nueva Casa Capitular —comentó Garimi, como si el debate ya hubiera acabado.

El rostro de Duncan se ensombreció.

—Si nos instalamos aquí seremos vulnerables. Nuestros perseguidores ya nos han encontrado otras veces. Si permanecemos mucho tiempo en el mismo lugar nos atraparán en su red.

—¿Y qué interés pueden tener tus misteriosos perseguidores en mi gente? —preguntó el rabino—. Nosotros somos libres de asentarnos aquí.

—Está claro que debemos investigar más —dijo Sheeana—. Bajaremos en una gabarra para dilucidar los hechos. Conozcamos a esa gente y averigüemos cómo son. Y entonces decidiremos.

Teg se volvió hacia el joven ghola que estaba sentado a su lado, e impulsivamente dijo:

—Pienso ir en esa expedición, Thufir, y me gustaría que me acompañaras.

70

Asumiendo arrogantemente nuestra superioridad, creemos que nuestros sentidos y nuestras capacidades son el resultado directo de la evolución. Estamos convencidos de que nuestra especie ha mejorado gracias a los avances tecnológicos. Y es por ello que nos sentimos avergonzados y abochornados cuando algo que consideramos «primitivo» demuestra tener unos sentidos muy superiores a los nuestros.

R
EVERENDA
MADRE
S
HEEANA
, cuadernos de navegación del
Ítaca

Mientras se preparaba la misión al planeta, el
Ítaca
siguió sin ser visto en órbita. El campo negativo limitaba la capacidad de los sensores de la nave, sí, pero era imprescindible hasta que supieran más de aquella gente.

Como capitán de facto, Duncan permanecería a bordo, por si se producía una emergencia, ya que solo él podía ver la misteriosa red. Sheeana quería a Miles Teg a su lado, y el Bashar insistió en llevar al ghola de Thufir Hawat.

—Físicamente es un niño de doce años, pero sabemos que tiene potencial para convertirse en un gran guerrero-mentat. Debemos alentar esas capacidades si queremos que nos sea útil. —Nadie le discutió su elección.

Paralelamente a la misión para reunir información, Duncan hizo los arreglos necesarios para que un pequeño contingente de operarios descendiera a una zona deshabitada del planeta a recoger agua, aire y cualquier alimento disponible para reponer los suministros de la nave. Solo por si decidían seguir su camino.

Cuando Sheeana estaba ultimando los detalles de la partida, el rabino entró en el puente de navegación y se quedó allí plantado como si esperara un desafío. Sus ojos relampagueaban, y estaba rígido, aunque nadie le había afrentado, ni siquiera habían tenido tiempo de hablarle. Sus palabras les sorprendieron.

—Quiero bajar al planeta con esta expedición. Mi gente insiste. Si este lugar puede o no ser un hogar para nosotros es algo que debo decidirlo yo. No me impediréis que os acompañe. Estoy en mi derecho.

—Somos un grupo pequeño —le advirtió Sheeana—. No sabemos lo que vamos a encontrar ahí abajo.

El rabino señaló con el dedo a Teg.

—Él quiere llevarse a uno de los gholas. Si es seguro para un niño de doce años, es seguro para mí.

Duncan había conocido al Thufir Hawat original. Incluso si aún no había recuperado sus recuerdos, jamás lo habría visto como un simple niño. Aun así dijo:

—No tengo inconveniente en que se una a la expedición, si a Sheeana le parece bien.

—¡Sheeana no es quién para decidir mi suerte!

A ella pareció divertirle el comentario.

—¿Ah, no? Pues a mí me parece que todas las decisiones que tomo a bordo de esta no-nave tienen un impacto directo en su situación.

Teg interrumpió sus pullas con impaciencia.

—Hemos tenido diecinueve años para discutir entre nosotros a bordo de esta nave. Hay un planeta esperándonos. ¿No tendríamos que mirar primero por qué discutimos?

— o O o —

Antes de partir hacia el planeta, un operario nervioso solicitó la presencia de Sheeana en las cubiertas de las celdas. Los futar no dejaban de aullar, y estaban mucho más inquietos que de costumbre en su arboreto rodeado de paredes de metal. Andaban arriba y abajo, buscando la forma de salir. Cuando dos de ellos se encontraban, gruñían e intentaban morderse, y se daban algún zarpazo sin mucho entusiasmo. Luego, antes de que pudieran saltar más que unas pocas gotas de sangre, los hombres-bestia perdían interés y seguían merodeando. Uno de ellos emitió un chillido que helaba la sangre, un sonido diseñado para despertar un miedo primario en el humano. En todos los años que llevaban a bordo de la no-nave, los futar jamás habían exhibido un comportamiento tan frenético.

Sheeana se plantó a la entrada del arboreto, como una diosa.

Contra lo que dictaba el sentido común, desactivó el campo de energía que cerraba el acceso y entró. Solo ella podía tranquilizar a las cuatro criaturas y comunicarse con ellas de una forma primitiva.

Hrrm, que era el más grande de los cuatro, había adoptado un papel dominante, en parte por su fuerza y en parte por su relación con Sheeana. Fue dando saltos hacia ella, y ella no se movió, ni se inmutó. Tenía el pelaje erizado, y enseñó los colmillos, levantando las garras.

—Tú no adiestradora —dijo.

—Soy Sheeana. Ya me conoces.

—Lleva nosotros con adiestradores.

—Ya te prometí que lo haría. En cuanto encontremos a los adiestradores, os entregaremos.

—¡Adiestradores aquí! —Las palabras que pronunció a continuación eran gruñidos y maullidos ininteligibles; luego dijo—: ­Casa. Casa aquí. —Y se tiró contra la pared. Los otros futar aullaron.

—¿Casa? ¿Adiestradores? —Sheeana aspiró con asombro—. ¿Esta es la casa de los adiestradores?

—¡Nuestra casa! —Hrrm volvió a acercarse—. Lleva nosotros a casa.

Sheeana estiró el brazo para rascarle el punto sensible que tenía en la espalda. La decisión era evidente.

—Muy bien, Hrrm. Os llevaré a casa.

El predador se restregó contra ella.

—No adiestrador. Tú Sheeana.

—Soy Sheeana. Soy tu amiga. Os llevaré con los adiestradores. —­Vio que las otras criaturas se habían quedado muy quietas, con los músculos en tensión, listas para saltar si daba la respuesta equivocada. En sus ojos veía un brillo amarillento, de hambre interior y desesperación.

¡El planeta de los adiestradores!

Si las Bene Gesserit querían causar una buena impresión a la gente que vivía allí abajo, devolverles cuatro futar perdidos podía allanarles el terreno. Y sería bueno poder devolverlos al lugar al que pertenecían.

—Sheeana promete —dijo Hrrm—. Sheeana amiga. Sheeana no mujer Honorada Matre mala.

Sonriendo, Sheeana volvió a acariciarle.

—Los cuatro me acompañaréis.

71

Incluso una gran torre tiene algún punto débil. El guerrero más logrado sabe encontrar y explotar los defectos más pequeños para provocar la ruina total.

M
ADRE
SUPERIORA
H
ELLICA
, directiva interna, 67B-1138

Ahora que la madre superiora Hellica le había suministrado los servicios de su investigador mascota, Edrik confiaba en que Uxtal reviviría a uno de los antiguos maestros que sabían crear especia. ¿Acaso no le había dicho el mismísimo Oráculo que había una solución?

Pero ahora la Madre Superiora exigía algo a cambio. Si quería su especia, Edrik no podía negarse.

A desgana, el navegador aceptó la tarea, plenamente consciente de las posibles consecuencias. La bruja Murbella se pondría furiosa, que en parte era la razón por la que le complacía tanto lo que estaba a punto de hacer.

Cinco años atrás, las Honoradas Matres de Gammu cometieron la temeridad de intentar lanzar sus últimos destructores contra Casa Capitular, pero el plan estaba mal desde el principio. Ni siquiera el navegador que dirigía el carguero estaba al corriente del alcance real de la acción. Al atacar Casa Capitular, las Honoradas Matres pretendían eliminar el único lugar donde seguía produciéndose especia. ¡Idiotas! Aquellas necias rameras habían fallado, y la madre comandante Murbella se hizo con los destructores. Poco después, aplastó a las Honoradas Matres en Gammu y lo destruyó completamente.

Sin embargo, esta vez el objetivo era diferente, y Edrik no tenía reparos en ayudar a Hellica a castigar a Murbella y sus brujas avariciosas. Las Bene Gesserit iban a notar el golpe y, en cuestión de momentos, mil millones de personas morirían en Richese. Pero Edrik no se sentía culpable. La Cofradía Espacial no había provocado aquella crisis. Era Murbella quien tendría las manos manchadas de sangre.

La política draconiana de la Nueva Hermandad con la especia no había contribuido precisamente a asegurar la lealtad ni la cooperación de los navegadores. La Cofradía pagaba precios exorbitantes por la melange del mercado negro extraída de antiguos almacenes, mientras que la facción del administrador buscaba alegremente sistemas de guía alternativos que convertirían la figura de los navegadores en algo obsoleto.

Edrik se había visto obligado a buscar su propia fuente de especia, confiando en los recuerdos encerrados en el interior de los gholas del maestro tleilaxu Waff. Una vez esos recuerdos fueran recuperados, los navegadores tendrían una fuente segura y barata de melange.

Su carguero apareció por encima del planeta industrializado. Durante milenios, Richese había sido un centro de sofisticadas tecnologías. La Nueva Hermandad había invertido una fortuna allí, y en los pasados años los astilleros habían crecido más que ninguna de las renombradas instalaciones de la Cofradía en Conexión ni en ningún otro sitio… eran los más extensos que la raza humana había creado jamás. La Hermandad proclamaba que todas aquellas armas eran para defenderse del Enemigo Exterior. Sin embargo, era evidente que primero Murbella las utilizaría contra las Honoradas Matres de Tleilax.

—Destrúyelo —dijo la madre superiora Hellica desde su sala de observación, bajo la cubierta del navegador—. Destrúyelo todo.

En los monitores no dejaban de sonar pitidos, preguntas y voces que solicitaban establecer comunicación desde los complejos de los puertos espaciales de la superficie y las estaciones de los satélites. Aunque Richese era un importante fabricante de armas enfrascado en los preparativos para las batallas inminentes, nunca habían tenido motivo para ver a la Cofradía Espacial como una amenaza.

—Carguero de la Cofradía, no estábamos al corriente de vuestra llegada.

—Por favor, transmitid vuestro manifiesto. ¿Qué zona de amarre pensáis utilizar?

—Carguero, prepararemos los cargamentos que deben enviarse. ¿Hay algún representante de la CHOAM a bordo?

Edrik no contestó. La Madre Superiora no dio ningún ultimátum, no lanzó ninguna advertencia. Ni siquiera abrió el canal de comunicación para regodearse.

Other books

Damsel in Distress? by Kristina O'Grady
The Ghost of Christmas Past by Sally Quilford
Gravelight by Marion Zimmer Bradley
Poison Me by Cami Checketts
Rilla of Ingleside by Lucy Maud Montgomery
Versailles by Kathryn Davis
Margaret of Anjou by Conn Iggulden