Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Tras esta perorata, el padre se hizo a un lado para que Catalina entrara en la iglesia.
Dos guardias al mando de un alférez subían en aquel momento la escalinata, pero el jesuita, con un gesto autoritario, los detuvo.
—¡Ténganse, caballeros! Han cumplido con creces su obligación. ¡Que nadie ose pasar el quicio de esta puerta! ¡Aquí termina la autoridad del rey y, según el Concordato, comienza la del pontífice!
Detuviéronse los militares y el sacerdote se dirigió hacia el interior, siguiendo a la muchacha.
Una vez dentro del templo, Catalina entregó el pan consagrado al padre Landero y cayó de rodillas, desfallecida, ante el altar mayor al tiempo que el jesuita abría la portezuela del sagrario, extraía de él un vaso sagrado y depositaba en su interior el Cuerpo místico; luego se arrodilló al costado de la muchacha y oró en alta voz.
El templo se fue llenando de gentes curiosas que, atraídas por el suceso, querían ver de cerca a la protagonista del mismo. Los jesuitas que habían respondido a las invocaciones de su superior hicieron un corro a su alrededor y se la llevaron hacia el interior del convento para evitar posibles incidentes.
La Compañía de Jesús concitaba un enorme poder y una gran envidia: el primero provenía del Vaticano, ya que la compañía añadía a los votos de otras órdenes el de obediencia absoluta al santo Padre, por lo que a través del nuncio se enfrentaba en infinidad de ocasiones a los dominicos, que constituían la espina dorsal del Santo Oficio. Y la segunda, porque la orden fundada por Iñigo López de Loyola tenía una estructura militar, semejante a la de los Tercios, y por ello gozaba de gran predicamento entre la nobleza y cada vez más a menudo hijos segundones de grandes familias ingresaban en ella, con la consiguiente influencia de sus parientes y amigos en la Corte y cerca del monarca. Su colegio ocupaba toda una manzana y en él se aglutinaban, además de su iglesia, los dormitorios de la comunidad, el refectorio, las salas de estudio, la librería, las cocinas, el seminario de jóvenes, la enfermería y los claustros.
Catalina seguía por los pasillos al padre Landero, que la había invitado a pasar a su despacho para hablar largo y tendido de aquel acontecimiento que había soliviantado al todo Madrid. La estancia era magnífica y en ella se podía advertir la riqueza y pujanza de la orden. Por detrás del despacho del padre Landero y a través de un inmenso vitral emplomado, en el que se podía ver la silueta de un jesuita bautizando en un riachuelo a un indígena, entraba a raudales la luz; los muebles eran de excelente factura y de maderas de extraordinaria calidad, y jamás había visto Catalina tal cantidad de libros alineados en unos anaqueles.
En las paredes laterales se distinguían cuatro grandes lienzos de Pacheco el Viejo: a la derecha, san Ignacio de Loyola, el fundador, y Diego Laínez, segundo general de la Compañía, y a la izquierda Francisco Javier, el apóstol de Japón, y Francisco de Borja; éste, de ser la mano derecha del emperador Carlos V, había pasado a ingresar en la orden tras acompañar por mandato de su señor a la emperatriz Isabel, ya muerta, en su último viaje hasta Sevilla para cumplir con la obligación preceptiva de abrir el féretro y cerciorarse de que el cadáver que se iba a inhumar era el que correspondía a la reina, y al ver aquella belleza comida por los gusanos entró en religión diciendo la inmortal frase que pasó a la hagiografía del santo: «Jamás serviré a señor alguno que pueda morir.»
Los techos eran artesonados y de impresionante magnificencia, y todo el conjunto constituía un alarde de sobriedad y buen gusto. El padre Cosme Landero se ubicó en su sitio e indicó a Catalina que tomara asiento frente a él.
—Querida mía, habéis pasado un trance amarguísimo y si no estáis en condiciones de hablar ahora, ya lo haremos en otro momento. Sois en verdad una esforzada criatura, y pocos hombres en vuestro lugar hubieran mostrado tal entereza y hubieran sido capaces de hacer lo que vos habéis hecho.
—No, padre, ya pasó todo. Ahora me encuentro en paz. Os debo decir que me era indiferente perder la vida, pero antes de partir tengo una tarea que cumplir y ¡por Dios juro que la cumpliré!
—¡Sosegaos! Y si antes de proseguir aplaca vuestra angustia la confesión, estoy dispuesto a escucharos en este mismo instante.
—Me he confesado la pasada madrugada pensando que iba a morir. Pero no me ha servido de nada; por más que me esfuerzo, el odio anida en mi corazón.
—Dios nos envía pruebas que no entendemos y que nos parecen injustas. Pero él sabe por qué lo hace; sus caminos nos parecen, a veces, incomprensibles.
—Un Dios que permite que prevalezcan los indignos y que los buenos sean destruidos no entra en mi cabeza.
—Estáis alterada, hija mía, y lo comprendo. Pero ¿por qué no os remansáis y me contáis la historia desde su origen?
Catalina, lentamente al principio y con voz queda, fue descargando poco a poco la hiel de su angustia en la paciencia de aquel santo varón: su niñez, la exagerada protección de la madre Teresa, sus inquietudes por descubrir sus orígenes, el encono de la prefecta de novicias,
la libidinosa persecución del padre Rivadeneira, la historia de Blas el sordomudo, Blasillo, Casilda, Fuencisla, la muerte de su protectora provocada por los dos conspiradores y cargada sobre sus jóvenes hombros, su huida vestida de muchacho, su vida de paje en Benavente, su gran pasión por Diego, y el aprendizaje del arte de la esgrima, su nueva escapada ante el temor a ser descubierta por la priora y el fraile, los titiriteros, su llegada a Madrid en busca de su enamorado y su alojamiento en casa de la Cordero, su aparición en el Corral del Príncipe auspiciada por don Pedro de la Rosa, sus horas en la sala de armas de don Pedro Pacheco, la muerte del esbirro que quiso apresarla y sobre todo su gran amor perdido recién descubierto, el día del duelo y la muerte de los que a traición la quisieron matar, y finalmente su prendimiento y la sarta de mentiras urdidas sobre ella y que habían dado con su persona en el patíbulo; y, presidiendo todas estas imágenes, la tétrica figura de aquel familiar de la Suprema que se había constituido en su mortal enemigo y cuyo rostro cruzado de arriba abajo por un inmenso costurón se le aparecía, en sus pesadillas, todas las noches.
Tuvo, de todas formas, buen cuidado en obviar la historia de la señal escarlata, motivo por el cual con tanta saña e interés había ordenado don Bartolomé Carrasco, obispo de Astorga, perseguirla con el fin de acabar con ella. Durante tres largas horas desgranó su vida desde donde su memoria alcanzaba; todo salió con la fuerza incontenible de un río desbordado de aquella su alma atribulada, que volcó sus amarguras y sus soledades en el cálido recipiente de la humanidad de aquel hombre. Al finalizar se sintió más liviana, un peso enorme pareció desaparecer de sus hombros y una torrentera de lágrimas se desbordaba desde sus ojos.
—Lo que me habéis relatado es terrible. Ahora arrodillaos, os voy a dar la absolución. Todo lo que me habéis contado lo asumo bajo el secreto de confesión; de otra manera me vería obligado a actuar y os podría perjudicar. Es mi obligación dar cuenta de aquellas cosa que atenten contra las leyes; solamente el secreto, inviolable, de la penitencia me evita el hacerlo.
—Pero, padre, no tengo propósito de enmienda. No he de parar hasta que dé cumplimiento a lo que me he propuesto. Se lo debo a cuantas personas sufrieron por mí: Diego de Cárdenas y Blasillo han muerto por mi causa, he matado a tres hombres, de lo cual no puedo arrepentirme ya que era su vida o la mía, y tres personas sufren prisión por mi culpa.
—Está bien, hija mía. Si no tenéis propósito de enmienda y no os arrepentís de vuestros pecados, de momento no puedo absolveros. Pero quede claro que yo os he oído en confesión.
La sutileza del jesuita había quedado patente y, desde aquel instante, comenzó a mover sus hilos para intentar deshacer aquel entuerto, para lo cual pidió audiencia al confesor del rey, fray Antonio de Sotomayor.
Tan clamoroso fue el suceso que la autoridad reforzó la vigilancia en los aledaños de la iglesia de los jesuitas, creando incomodidades a los que en ella estaban refugiados; ante el temor de que alguno de aquellos desalmados atentara contra la vida de la muchacha, el padre Cosme Landero la autorizó a alojarse en un pequeño cubículo que se hallaba junto a la leñera.
Por otra parte la vida seguía y al cabo de unos meses la atención del pueblo llano se había desplazado hacia otros horizontes, ya fueran éstos el próximo estreno del gran Lope, la presentación del nuevo paso de la Semana Santa de la cofradía del Santo Sepulcro y, sobre todo, la muerte de Juan de Tasis y Peralta, conde de Villamediana, asesinado el veintiuno de agosto a las ocho de la tarde cuando se dirigía a San Ginés con don Luis de Haro y desde el estribo de su propio coche. Dicha felonía fue llevada a cabo por un esbirro en la esquina de la calle de Boteros con la calle Mayor por orden del rey, celoso de sus amores con la joven reina según decían libelos pegados en las paredes y sobre todo unos versos atribuidos a Francisco de Quevedo y Villegas:
Mentidero de Madrid,
Decidme, ¿quién mató al conde?
Ni se sabe ni se esconde
sin discurso discurrid.
Dicen que lo mató el Cid
por ser el conde lozano,
disparate sobrehumano.
La verdad del caso ha sido
que el matador fue Bellido
y el impulso, soberano
Catalina pasaba los días meditando sus cuitas y remansando su espíritu en aquel ambiente sereno y tranquilo en donde por vez primera en mucho tiempo se notaba a salvo de cualquier contratiempo o intriga. La vida seguía y la congoja por su perdido amor era sustituida poco a poco por un deseo irrefrenable de justicia. Ya nada importaba lo que le aconteciera, y el recuerdo de Diego era tan fuerte que a veces, en sus noches, se le hacía presente de tal manera que un dolor agudo parecía atravesarle el costado al creer que de nuevo yacía con él. Su mente ataba cabos y lentamente la luz se abría paso entre las tinieblas de las dudas que hasta aquel momento habían atenazado su espíritu. El gran problema era que, para poder llevar a cabo su empresa, era necesario que consiguiera salir de aquel encierro, y ello por el momento era imposible.
Otra angustia añadida que la acosaba era la muerte de Blasillo, y una inmensa gratitud hacia aquel ser simple y primitivo cuyo hermoso corazón le había impelido a sacrificar su vida por la lealtad debida a su amiga de la infancia invadía su alma. ¿Cómo habría llegado hasta allí? ¿Por qué raros vericuetos habría caminado su existencia para cruzarse, en el último momento, en su camino e intercambiar su vida por la de ella?
Su mente iba de un pensamiento a otro sin relación de continuidad ni nexo alguno. El estigma escarlata, por lo visto, lo tenían tres personas: don Martín de Rojo, ella misma y el obispo de Astorga y secretario provincial del Santo Oficio, don Bartolomé Carrasco. Y a éste último parecía obsesionarle el hecho de descender de un judío quemado en la hoguera hasta el punto que la persecución desencadenada contra ella y contra don Martín de Rojo era evidente. Por otra parte la idea de que éste último era su progenitor se iba abriendo paso en su cabeza, ya que el hecho de que su difunta hermana la priora la hubiera, a su manera, protegido tanto, era incuestionable. ¿Quién fue su madre?, eso se le escapaba, ya que la esposa, doña Beatriz de Fontes, había dado a luz por aquellos días un varón, que era don Álvaro de Rojo, el cual mintió y testificó en falso contra ella el día de su juicio. ¡Era imprescindible salir de su cómoda prisión! ¡Tenía demasiadas cosas que aclarar!
Uno de los lugares predilectos de Catalina para recogerse a meditar era el banco que había junto al surtidor del claustro. Una tarde, cuando ya hacía cuatro meses que se había refugiado en el convento, vio venir por el ambulacro de los tilos la inconfundible figura del padre Landero, acompañado de un caballero de negro porte cuya imagen le era vagamente familiar. Al principio dudó, pero cuando ya estuvieron más cerca su corazón dio un brinco al reconocer la austera figura de don Suero de Atares, ayo, que lo había sido, de Diego. La muchacha se puso en pie para recibirlo, pero cuando ambos hombres llegaron hasta ella se hizo un embarazoso silencio. Don Suero la había tratado siempre como Alonso Díaz y su nueva imagen lo cohibía y no sabía qué tratamiento darle.
—Catalina, tenéis un distinguido visitante —dijo el padre.
—¿Cómo estáis, Alonso?
—¡Qué inmensa alegría tengo, don Suero! La única que he tenido desde que su paternidad tuvo a bien acogerme.
—Yo les voy a dejar. Mis obligaciones me reclaman y creo que vuesas mercedes tiene una cantidad inmensa de cuestiones que aclarar.
Tras esta introducción el jesuita se retiró, dejando al viejo ayo y a Catalina frente a frente.
—Perdonadme, pero no sé cómo debo llamaros. —Don Suero había roto el hielo.
—Llamadme como gustéis. Estoy tan feliz de veros de nuevo que lo de menos son las formas. Pero sentémonos, don Suero, ¡tenemos tanto de qué hablar!
Sin dejar de mirarse, ambos tomaron asiento en el banco de madera.
—A pesar del alto precio que todos hemos pagado, me alegro infinito de veros con vida... Catalina.
—¿Cómo se encuentra el señor marqués de Torres Claras?
—Podéis imaginarlo, transido de dolor; su cabeza va desde la razón al desvarío y cada día empeora. Diego era lo que más amaba en este mundo y su muerte le ha envejecido diez años, pero estoy aquí cumpliendo un mandato suyo y, pese a lo ocurrido, jamás dudó de vos y nunca aceptó que fuerais lo que se ha querido hacer creer a la gente. Contádmelo todo, Catalina, ahora ya todo da igual y lo único que nos queda es intentar que la justicia repare tanto desafuero.
Y de nuevo la muchacha comenzó a desgranar su historia, interrumpida a veces por don Suero, que deseaba aclarar ciertos puntos.
—... Fue por eso que huí de San Benito. Querían que cargara con la culpa de la muerte de la priora, cuando lo cierto fue que yo la amé siempre.
—Pero cuando Diego y yo os salvamos de la paliza que os dieron aquellos malandrines, ya andabais vestida de muchacho.
—¿Cómo queréis que anduviera los caminos? ¿Tal vez vestida de monja?
—Ya os comprendo, pero cuando os recogimos ¿por qué no declarasteis vuestra auténtica condición?