Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—Ciertamente.
—Y recordad, debe recobrar la salud. Sin un buen reo no hay un buen juicio, y éste debe ser ejemplo de monjas y frailes que se desvían de la senda de la obediencia y transitan por vericuetos de brujería y caminos mundanos. Esta mujer tiene cuentas pendientes con la Iglesia y con el rey; los cargos contra ella son abrumadores.
Ha asesinado a un servidor de la Suprema y a dos hombres en duelo, que como sabéis es costumbre prohibida por Su Majestad, amén de que lo hizo con malas artes ya que enceló hasta tal punto a un socio que éste por defenderla atacó a traición a la ronda, la cual no tuvo más remedio que repeler el ataque; esto le costó la vida al infeliz, un muchacho de la nobleza de provincias, Diego de Cárdenas era su nombre. El padre Rivadeneira puede aseverar cuanto os digo; don Álvaro de Rojo fue testigo del lance y asimismo los hombres del alguacil que la fueron a detener. Todavía no sabemos bajo que jurisdicción caerá, pero tened por seguro que una monja huida y con este historial tiene poca o ninguna defensa. Y ahora, partamos.
El galeno abotonó la blusa de Catalina y los tres hombres salieron de la estancia.
Cuando la puerta se cerró y el ruido de la llave le aseguró que estaba de nuevo sola, Catalina abrió los ojos; una lágrima pugnaba por desbordarse, pero intentó contenerla ya que el llanto le impediría pensar y a nada le conduciría. Su mente continuaba teniendo lagunas importantes, pero las últimas palabras oídas la centraban y la ayudaban a hacerse cargo de todas las desgracias que le habían acontecido y de las que, por lo visto, todavía le iba a deparar el destino. Lo que estaba muy claro era que el secretario provincial del Santo Oficio y obispo de Astorga no deseaba que la señal escarlata viera la luz. Nada ya le importaba de cuanto le ocurriera. Diego había muerto; aquello había sido un vil y cobarde asesinato del que ella, al igual que sucediera la jornada de la muerte de la madre Teresa, había sido impotente testigo. ¡Triste y cruel destino aquel que la condenaba a presenciar el fin de los que más amó sin poder hacer nada para evitarlo!
La amargura invadía su espíritu. Estaba dispuesta a morir la noche aquella y se había hecho a la idea de que aquello podía acontecer, pero que algo le sucediera a Diego y por su culpa, eso ni le cabía en la cabeza ni se lo iba a perdonar mientras su corazón tuviera un hálito de vida. A su mente volvieron las imágenes de la noche del jueves y, tal como le anunciara Casilda, solamente por aquellos momentos había valido la pena vivir. ¡Vivir! Esa era la mágica palabra a la que se agarraba con uñas y dientes para cumplir los designios que se había propuesto antes de abandonar este perro mundo. Dos cosas la obsesionaban: reivindicar el buen nombre de su amado y vengar su muerte, por un lado, y por el otro provocar el castigo de aquellos que con sus malas artes, sus acciones o sus influencias, habían hecho que su vida fuera una búsqueda incesante y un cúmulo de desgracias. ¡Esto debía darle ánimos para seguir viviendo! Luego ya nada importaba.
Cada una de las partes movió sus influencias. El de López Dóriga, ya retirado, conservaba grandes amigos en las audiencias de justicia al haber desempeñado hasta su jubilación altos cargos en dicho concejo. La muerte de su hijo le había trastornado y los testimonios del alguacil y de tres de los corchetes de la ronda a él, tan legalista, habían acabado por convencerlo; entonces se aferró a la versión dada por Álvaro de Rojo, aun intuyendo que no era cierta, y en su lacerado corazón se asentó la venganza antes que la justicia.
Por su parte, el marqués de Torres Claras y don Suero de Atares se instalaron en Madrid y empezaron su particular vía crucis de visitas a deudos y amigos a fin de aclarar las circunstancias de la muerte de Diego y así lavar el baldón que sobre su nombre había caído; pese a intentarlo por todos los medios, les fue imposible entrevistarse con Alonso o Catalina, que lo mismo daba y que era la única voz que podía esclarecer los sucesos acaecidos aquella terrible noche.
Finalmente las influencias del secretario provincial del Santo Oficio, el poderoso doctor Carrasco, y los hechos de la vida de Catalina inclinaron la balanza en su contra y el peso de la ley cayó sobre ella. Era una monja huida de un convento y a la que se acusaba de la muerte de una priora; siendo una religiosa había debutado de farsanta en un corral de comedias, y a la acusación de haber dado muerte a un hombre de la Suprema y, ante el desespero de su joven e inexperto abogado al que habían designado de oficio, ni siquiera se había dignado defenderse; se la había encontrado, además, reo de brujería y acusada de fabricar sortilegios y encantamientos, y como colofón había vivido en un mesón de ofensas vestida de hombre y en convivencia con todas las pupilas, por lo que además se la acusó de desviaciones sexuales y de pecado nefando contra natura y finalmente de la muerte de dos hombres en un falso duelo. Las sesiones del juicio duraron varios meses, pero finalmente la carga de la prueba fue excesiva y Catalina Gómez, alias Alonso Díaz, fue condenada a morir en el patíbulo por orden del rey y, por ende, su cómplice Diego de Cárdenas quedó deshonrado.
El proceso, mientras duró, fue la comidilla de la Corte. Luego, en tanto se esperaba la sentencia, la gente se olvidó y otras cuestiones fueron tema principal de foros y plazas, ya que en el Madrid del Rey Poeta sucedían cosas todos los días y la condena de un preso no era noticia que perdurara mucho tiempo.
Cuando se restableció de su herida, fue encerrada en los calabozos de la cárcel de la Corte y exceptuando a su joven abogado, que había presentado al rey la petición de indulto, nadie podía acceder a ella.
Catalina estaba repuesta y animosa pese a los meses transcurridos allí encerrada, pues al parecer alguien tenía sumo interés que llegara al día de la prueba con la salud en perfectas condiciones; así que su comida no era la común de los presos y su celda, que era la del extremo, tenía una ración de media hora de sol todos los días, que si no salía nublo le entraba a través de los barrotes por el ventanuco. Su mente, invariablemente, la transportaba a otro lugar y a otro tiempo, y siempre esperaba que cualquier día apareciera en aquel tragaluz el amado rostro de Diego, e invariablemente también las lágrimas inundaban sus ojos.
Su tiempo pasaba entre la meditación y la lectura, pues el joven letrado que la había asistido le suministró una
Vida de Santa Teresa de Jesús
y, a petición suya, un ejemplar de la
Historia de los leales amantes Teágenes y Clariquea,
de Heliodoro; este último oculto entre sus ropas y con la aquiescencia del carcelero al que una bolsa de maravedís había sobornado, pues era consciente de que en aquellas circunstancias no cabía más que esperar y rezar; estaba en las manos del Altísimo y él proveería.
Y el temido día llegó.
Por la mañana se presentó en su celda un secretario del Concejo de Justicia acompañado de un notario real y dos escribanos.
Cuando la comisión llegó al extremo del pasillo donde se encontraba su ergástula, tuvo la certeza de que venían por ella. Fue al atardecer; la luz de las antorchas fue abortando las tinieblas y el ruido de los pasos se fue aproximando. Cuando llegaron a su altura y antes de que hubieran abierto su puerta, Catalina ocultó el libro bajo su yacija y se sentó en ella. El ruido de los cerrojos al descorrerse le pareció, en aquella ocasión, más siniestro que nunca; la puerta giró sobre sus goznes y precedidos por dos armados y dos portadores de antorchas entraron los representantes del tribunal. Todos ocuparon la reducida estancia en semicírculo, y cuando lo hubieron hecho el notario la conminó a que se pusiera en pie. Catalina obedeció y entonces el secretario de Justicia desplegó un rollo de papiro que portaba.
—Vamos a dar lectura a la sentencia dictada en el caso de la Corona contra la que dice llamarse Catalina Gómez juzgada en Madrid el nueve de mayo del año del Señor 1620.
Yo, Pedro del Corral, oidor del Concejo de Castilla, juez principal del Tribunal de delitos contra la Corona asistido por los magistrados Rafael de la Virgen y Matías Montañés:
Debo leer y leo la sentencia dictada en este proceso contra la que dice llamarse Catalina Gómez, aspirante a postulanta que lo fue del convento de San Benito, adscrito al distrito eclesiástico de Astorga, por los siguientes delitos.
Primero: La interfecta, al ser acusada por su superiora sor Gabriela de la Cruz y por el capellán del convento, fray Julián Rivadeneira, de la muerte de la antigua priora, Sor Teresa de la Encarnación, huyó del mismo vistiendo ropajes de hombre y se dedicó en la corte de su cristiana Majestad al oficio de cómica, llegando a engañar durante largo tiempo a personas de buena fe.
Segundo: Habiendo aprendido el arte de la esgrima en la academia de don Pedro Pacheco, quien jamás tuvo conocimiento de su condición femenina, y aprovechando la circunstancia de ser hábil con la mano del maligno, dio muerte a un servidor de la Suprema propinándole, con su daga, un tajo de más de catorce puntos.
Tercero: Asimismo, junto con don Diego de Cárdenas y Enríquez, hijo del marqués de Torres Claras, al que convenció para que fuera su padrino en un supuesto duelo que ambos convirtieron en emboscada, fue muerto don Cristóbal de López Dóriga, que al defenderse tuvo que matar asimismo a uno de los secuaces que la acompañó en la aventura y de lo que es indirectamente responsable.
Cuarto: La interfecta, y esto es lo más grave, cometió pecado nefando con otras mujeres en la mancebía de una tal María Cordero, ubicada en la calle de los Francos, quien asimismo ha sido condenada por ocultación y encubrimiento a cinco años de prisión que cumplirá en la cárcel de Alcalá de Henares.
Por el tercer delito, la interfecta, Catalina Gómez, es condenada a morir en la horca; por los dos primeros, a quince años de prisión y destierro de la Corte y, por el cuarto, a que su cuerpo sea quemado y sus cenizas esparcidas a los cuatro vientos, a fin de que no pueda reposar en sagrado.
La sentencia se cumplirá en plazo y forma previstos sin que quepa, ante ella, recurso de alzada ni de súplica alguno. Seréis conducida portando un pie de amigo
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hasta el patíbulo que se instalará en la plaza Mayor el día y a la hora que se señale, y tendréis derecho, antes de que se cumpla la sentencia, a una sola petición.
Dado en Madrid el día...
Catalina quedó muda. Los componentes del siniestro cortejo, sin añadir una sola palabra, se retiraron y un silencio terrible y ominoso se apoderó de la mazmorra.
Las gentes se apretujaban a ambos lados de las calles por donde iba a pasar el cortejo.
El ajusticiamiento de reos en Madrid era una fiesta en la que participaba todo el pueblo; los puestos de puntapié, que servían comida y bebida a los viandantes, las mesas de trileros, que tentaban a los incautos, y las de vendedores de baratijas se sucedían una al lado de las otras. La muchedumbre estaba de fiesta y todo lo que sirviera para romper la monotonía de los días y para ganar un sueldo de más era bien recibido. Una ejecución triple como aquélla se equiparaba a una buena procesión de la Semana Santa, a una corrida de toros o a un buen juego de cañas. Los comerciantes voceaban sus mercancías y grupos de niños correteaban entre los puestos derribando alguno de ellos y aprovechando el tumulto para hurtar lo que se les ponía a tiro. Los cortadores de bolsas hacían su agosto y un ambiente de fiesta lo invadía todo. El pueblo de Madrid se divertía.
La comitiva salió por la puerta principal de la cárcel de la Corte a las nueve en punto de la mañana.
Abría la marcha una compañía de cazadores de Montesa armados con las picas reglamentarias y ballestas, que se ocuparía, caso que lo hubiera, de reprimir cualquier altercado promovido por la multitud y que se colocaría, llegada a la plaza Mayor, circunvalando el patíbulo; a continuación, y en literas descubiertas portadas por lacayos que vestían la libreas ajedrezadas en rojo y negro propias del Concejo de Justicia, iban los nueve magistrados, cubiertos con negras hopalandas y tocados con los preceptivos birretes, que habían sido los jueces de los correspondientes procesos. Después, y tirada por un tronco de cuatro mulas, la galera prisión, tras cuyos recios barrotes se podían ver los tres condenados, cubierta su cabeza con la coroza
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infamante de la ignominia, para oprobio y burla del populacho, y con las manos atadas a la espalda; tras ella desfilaba un grupo de frailes con una cruz alzada, precedidos por los tres confesores asignados a los reos para administrarles los sacramentos en la última hora caso de que los demandaran y, cerrando la comitiva, veinte corchetes de la alcaldía de Madrid armados con largos garrotes, al mando de los cuales marchaban dos alguaciles.
Catalina iba de pie, con el pie de amigo colocado en su cuello, apoyada su espalda en los barrotes de la parte posterior del carro y abstraída y ajena a todo aquello como si fuera una mera espectadora del acto y no su principal protagonista. Sus dos compañeros de desgracia iban sentados en el suelo, encogidos e intentando ocultar el rostro entre las rodillas mientras lloraban y renegaban. La turba vociferante lanzaba pullas, huevos y frutas podridas a los ocupantes del carromato y comentaba a su paso las incidencias y características de cada uno de los condenados.
La comitiva, tras el largo recorrido, desembarcó en la plaza Mayor.
Estaba el rectángulo preparado para el magno acontecimiento. En el centro se levantaba el elevado patíbulo al que se accedía por unas escaleras verticales y en él, equidistantes, se alzaban tres horcas con las respectivas y terroríficas cuerdas y sus correspondientes nudos; pendientes de ellas y a su lado, tres cortas escaleras. Todo el perímetro del recinto se hallaba rodeado por una recia maroma que servía de límite para contener a la vociferante masa, y cada cinco varas un corpulento guardia de la compañía Tudesca del rey vigilaba que la turba no se desmandase.
En el centro de la parte larga del rectángulo que daba a la Casa de la Panadería se levantaba el palco de la presidencia bajo un dosel con los colores de la casa de Austria, blanco y amarillo, y en él se distinguían tres alturas: la más elevada correspondía al rey, la segunda a los gentilhombres de cámara asignados a la casa del monarca y a los grandes de España que hubieran sido invitados a presenciar la ejecución y que asistieran al evento, y la tercera a la Iglesia, representada en aquella ocasión por el nuncio de su Santidad; al costado de este tablado y a menor altura se alzaba la tribuna de los tres magistrados cubierta con un baldaquino negro, desde la cual el juez principal daría la señal oportuna para que se llevara a cumplimiento la sentencia. La tribuna real estaba custodiada por la guardia privada del rey, los Monteros de Espinosa, jubón trencillado, greguescos rojos y mangas aterciopeladas, lanza, adarga y pistola.