Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Todos los balcones de las casas que daban a la plaza aparecían engalanados con tapices, banderas y gallardetes para festejar la justicia del rey, y hasta en los tejados se veían gentes encaramadas a fin de no perderse el acontecimiento.
Tras las tres horcas se distinguían tres encapuchados con los brazos cruzados sobre el pecho; uno de ellos, el correspondiente a la horca central, de impresionante apariencia física. El ritual siempre era el mismo: el verdugo obligaba al condenado, luego de destocarlo y retirarle si lo hubiere el pie de amigo, a subir los primeros escalones de la escala y él se ubicaba detrás del mismo; después de colocarle el nudo corredizo al cuello y tras la señal del juez principal, que consistía en sacar un pañuelo negro y dejarlo colgado en la barandilla de su palco, empujaba con el pie la escalerilla, dejando al reo pendiendo de la cuerda, y en el acto se montaba a caballo sobre la espalda del infeliz de modo y manera que el peso fuera mucho mayor y de esta forma la muerte, por el descoyuntamiento de las vértebras, era mucho más rápida. Esta manera de cumplir con el ritual se llamaba «hacer el jinete»
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, y el pueblo correspondía con aplausos y gritos al que mejor desempeñara su cometido.
Catalina, hasta que llegó frente al patíbulo y la galera se detuvo no fue consciente de que iba a morir. La multitud bramaba y la guardia se colocó alrededor del tablado para impedir que algún exaltado saltara el obstáculo que representaba la gruesa cuerda y se precipitara sobre los condenados, arrastrando a los demás. Los infelices debían morir según mandaban las leyes, no atropellados por la turba. La puerta posterior del carricoche se abrió y los reos descendieron ayudados por los guardias; al lado de cada uno de ellos se colocó un fraile que hasta el último momento estaría presto a asistirles. Catalina empujada hacia la escalerilla que ascendía al tablado ni oía los bramidos de la multitud; se había recogido dentro de sí y aislado de aquel acontecimiento como si nada de todo aquello fuera con ella. Sus compañeros de desgracia lloraban, se orinaban, renegaban, maldecían y se dejaban arrastrar entre dos guardias que sujetándolos por los sobacos los conducían en volandas, pues eran incapaces de ascender por sí solos los cinco escalones que los conducirían al otro mundo. Un redoble de tambores y atabales y el son de añafiles y trompetas anunciaron que en aquel momento el palco real se iba llenando a la vez que lo hacía el patíbulo; en el primero, los grandes del Reino, y en el segundo la escoria del mismo.
La multitud dejó de mirar a los condenados durante unos segundos y, centrando su atención en el monarca, cambió los denuestos y abucheos en aplausos y ovaciones dedicados a Felipe IV, que de negro vestido y con la hierática majestad que le caracterizaba saludó, impertérrito, a su pueblo con un ligero movimiento de su diestra; todos los nobles esperaron a que ocupara su trono y tras hacerlo él, se fueron acomodando los demás.
La escena del cadalso, que se había detenido, tomó vida de nuevo y cada uno se dedicó a llevar a cabo su cometido. Los reos que lo eran del rey, no del Santo Oficio, antes de acudir al encuentro de la muerte habían tenido la oportunidad de arreglar sus cuentas con Dios, pero los dos compañeros de infortunio de la muchacha habían despreciado la ocasión y se revolvían furiosos contra su triste destino. A Catalina todo le era indiferente, sabía que iba a morir y esperaba que el Creador le hiciera, en donde fuere, un hueco junto a Diego; éste era su único pensamiento en aquellos terribles momentos. El populacho seguía rugiendo y las cosas se desenvolvían como si todo aquello fuera un ensayo general para la muerte.
Cada verdugo se ocupaba de un reo y ella sintió que el suyo trajinaba tras de sí; el fraile a ella asignado rezaba a su costado en voz baja.
A Catalina ya nada le importaba; había conseguido aislarse de todo.
Súbitamente la sangre comenzó a fluir por sus venas como impulsada por un molino. Junto a su oído, el inmenso verdugo había emitido, nítido y sutil, el canto del búho: dos silbos largos y uno corto. ¡Por la Santísima Virgen María! Aquel gigante era Blasillo, su querido compañero de juegos en San Benito. ¿Por qué caminos habría transcurrido su vida para que, en aquel trágico momento, apareciera allí cual si fuera su ángel de la guarda? Hubiera dado cualquier cosa por darse la vuelta y poder ver su rostro, pero era imposible, ya que aunque lo hiciera estaba oculto tras la negra caperuza propia de su oficio.
¡Blasillo, su amigo de la infancia, era el verdugo que en aquel instante vertía unas cortas y diáfanas frases junto a su oreja, mientras con un afilado estilete cortaba, con disimulo, las tiras de cuero que le sujetaban las muñecas! Sus palabras llegaban hasta ella rápidas y precisas, perforando sus tímpanos y abriéndose paso, lentamente, a través de las brumas de su cerebro; tras escucharlas, se dispuso a jugar su última carta.
Hasta ella se llegó un magistrado que con voz tonante recitó su monótona y obligada letanía:
—Catalina Gómez, por los delitos que os han sido probados, vais a morir. Es clemencia del rey que, antes de que el verdugo cumpla la sentencia, tengáis derecho a emitir vuestra última voluntad y, si es posible complacerla, que así se haga.
Catalina oyó su propia voz, fuerte y extrañamente templada:
—Deseo morir dentro de la Iglesia a la que pertenezco por bautismo y de la que jamás quise salir. Pido que me sea impartida la sagrada comunión y poder recibir el cuerpo de Cristo, como me enseñaron de niña a hacerlo; mi confesor es testigo de que esta madrugada he puesto mi alma en paz con su Creador...
El magistrado miró hacia el fraile que a su lado estaba y éste asintió con un breve movimiento de cabeza; luego volvió su mirada al palco donde se ubicaban los tres jueces y a la vez, el juez principal dirigió la suya hacia el palco del rey. Éste, con un signo casi imperceptible, inclinó ligeramente su augusta testa.
En esos momentos era costumbre que la muchedumbre atendiera muda al último diálogo del reo con sus jueces; el silencio era imponente.
—Sea —dijo el magistrado dirigiéndose al verdugo—. Proceded. Y vos, fraile, impartidle la comunión.
Catalina sintió cómo Blasillo se acercaba y le retiraba, junto con la argolla que rodeaba su cuello, la coroza, ya que aquel signo denigrante no era apropiado para recibir el Cuerpo místico. Luego se arrodilló, expectante. Un murmullo fue ganando presencia entre la multitud:
—¡Es la Arnedillo! ¡Es Clara Arnedillo! —La voz iba pasando de las primeras filas a las posteriores y el murmullo iba
in crescendo,
derramándose entre la multitud, incontenible como el agua de un torrente.
El fraile, con el copón en las manos, subía ya la escalerilla acompañado de dos acólitos que portaban, el uno una campanilla y el otro una patena de dorado metal; el silencio estaba roto y el dominico, algo desorientado, procedió a dar la sagrada comunión a la condenada, retirándose a continuación. Luego todo fue como una explosión. Catalina se puso en pie, y en tanto las ligaduras caían de sus muñecas, en un instante extrajo de su boca la sagrada forma; tomándola entre sus manos y elevándola, la mostró a la muchedumbre y volviéndose hacia el palco del rey gritó:
—¡Nadie ose tocarme ni hacerme mal alguno! ¡Soy Iglesia!
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El barullo fue inmenso. Las gentes chillaban, arremolinándose y pidiendo que soltaran a una de sus cómicas predilectas a la que, al retirar la caperuza y pese a que habían cortado al rape sus cabellos, habían reconocido. La guardia Tudesca rodeaba el palco real; los cazadores de Montesa se las veían y deseaban para contener a la turbamulta desbocada.
Felipe IV se iba a retirar en aquel instante del trono que ocupaba cuando la voz de la inculpada dominó la barahúnda y clamó:
—¡No pido clemencia, señor, pido justicia!
Un palio de seis varales portado por sendos monjes se acercaba a la escalera del patíbulo mientras un grupo de corchetes hacía lo propio a fin de rodear a la portadora del Cuerpo místico; la multitud se desbordaba.
La voz de Catalina se hizo oír entre aquel pandemónium hasta donde estaba el magistrado que le había leído las disposiciones autorizándola a expresar sus últimas voluntades.
—¡Conducidme inmediatamente a sagrado!
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—¡Habéis enloquecido! ¿Qué pretendéis?
—¡A vos no os incumbe! ¡El cuello que iban a cortar era el mío! ¡Haced que me conduzcan a la iglesia de los jesuitas o lanzo al suelo el Cuerpo místico y caiga sobre vuestra conciencia!
—¡No hagáis tal! —Entonces, dirigiéndose a un capitán de los cazadores de Montesa, le conminó—: Vos me responderéis con vuestra vida si esta criatura no llega, sana y salva, al colegio de los jesuitas. ¡Que nadie ose tocarla!
Catalina, descendiendo la escalerilla se colocó bajo el palio. La gente se fue apartando a su paso; unos se arrodillaban y los otros se persignaban, al igual que ocurriera la primera vez que llegó a la Corte y vio el paso de un viático. Catalina hubiera deseado volverse hacia Blasillo y besarlo. No podía ser; de todas formas, no pudo impedir dirigirle una contenida y corta mirada. Él permanecía impasible al fondo del cadalso, con los poderosos brazos cruzados sobre el pecho; pero a través de los agujeros de su caperuza a Catalina le pareció ver el brillo de una lágrima.
Un teniente de la guardia Tudesca se dio cuenta de que el verdugo era el que había urdido aquel plan, ya que era el único que había podido acercarse a la condenada en aquel trance y desatarla; subió presto la escalerilla y se dirigió hacia Blasillo. Éste obró con rapidez. Levantó la vista hacia Catalina, que se alejaba del patíbulo bajo el improvisado palio, y pensó que su misión había concluido; su única esperanza era saltar del cadalso e intentar ganar la cuerda que separaba al populacho de los guardias y perderse entre la turba vociferante. El problema era el espacio abierto que mediaba entre la plataforma del entarimado y la rugiente plebe. No tenía tiempo para pensar, así que tomó carrerilla y saltó al vacío. La altura era de dos varas y media; la fortuna le abandonó y en su caída el tobillo izquierdo se le fracturó lastimosamente. Se levantó del suelo como pudo y, cojeando, comenzó a caminar aquella tierra de nadie saltando como una grulla sobre su pierna buena; ya alcanzaba la cuerda que le separaba de la salvación...
Los guardias, atendiendo unos a lo que ocurría en la parte anterior del patíbulo, donde ya el palio alcanzaba el perímetro exterior de la plaza, y no fijándose en otra cosa que no fuera la figura de Catalina portando en sus manos alzadas la sagrada forma, y los otros vueltos hacia la multitud para controlarla y dando por tanto la espalda al patíbulo, no repararon en el hombre que atravesaba cojeando el espacio abierto. El teniente que había subido al cadalso a detenerle no perdía detalle de su huida; entonces se inclinó sobre el borde de la plataforma y arrebató violentamente el arma a un ballestero de los cazadores de Montesa que, a pie firme, estaba junto a los negros faldones que ocultaban los caballetes sobre los que se apoyaba el maderamen del patíbulo. Procedió con profesional frialdad: tomó la ballesta y la tensó accionando el mecanismo previsto para tal fin. Blasillo había alcanzado la maroma y había conseguido pasar la pierna lesionada al otro lado. La ballesta firmemente asentada en el hombro del teniente soltó su mortífero mensaje; la saeta vino a alojarse entre los omoplatos de Blasillo y le partió el esternón, asomando la punta de la flecha por su pecho.
Cuando el corpachón del leal amigo de Catalina llegó al suelo, un inmenso borbotón de sangre salió de su boca, manchando el empedrado de la plaza.
En el siglo del Rey Poeta, la autoridad real y la del Papa estaban completamente separadas. Ambos poderes, celosos de sus prerrogativas, no cedían un ápice de terreno y la sentencia evangélica de «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» estaba más vigente que nunca.
La costumbre de refugiarse en sagrado era un recurso bastante común y lo empleaban valentones, duelistas y otros huidos de la justicia, que si conseguían refugiarse en el claustro de cualquier cenobio o iglesia, podían considerarse a salvo. Nadie, absolutamente nadie, osaría entrar a detenerlos, bajo pena de excomunión, y los correos entre Roma y el rey cristiano en cuanto acontecía algo notorio comenzaban a ir y venir regularmente. En tanto se dilucidaba la culpa del refugiado y se discutía a qué fuero correspondía el juzgarlo, podían transcurrir meses y hasta años suficientes para que el asunto dejara de ser tema de corrillos y mentideros y perdiera actualidad.
La situación había llegado a un entente curioso. Durante el día, los allí refugiados permanecían recibiendo visitas, dándole al naipe y pasando el tiempo como mejor les pluguiera, pero al caer la noche y mediante oscuros contubernios con la ronda, salían a la calle y paseaban el Madrid nocturno sin ser molestados, recogiéndose de nuevo en su refugio al asomar el alba.
La llegada de Catalina al colegio de los jesuitas que quedaba a pocas manzanas del Alcázar transcurrió accidentada, pero sin novedad. El palio, rodeado por los guardias, fue transitando por calles y plazas entre una compacta muchedumbre que la vitoreaba y aclamaba, y que a medida que la muchacha llegaba portando la sagrada forma caía, arrodillada y silenciosa, a sus pies. Un emisario había partido de la plaza Mayor a fin de notificar al provincial de la Compañía de Jesús lo que estaba a punto de ocurrir, a fin de que los clérigos estuvieran preparados. El padre Cosme Landero aguardaba a la puerta de la iglesia del Sagrado Corazón, vestido con los ornamentos propios de la ocasión y acompañado por un grupo de jesuitas, la llegada de la comitiva.
A Catalina le fallaban las fuerzas y creía que no iba a ser capaz de llegar a la iglesia. Toda la parafernalia de aquella aciaga jornada pasaba ante sus ojos con el colofón final de la saeta entrando por la espalda de Blasillo.
El palio dobló la esquina y rodeado por la guardia Tudesca llegó a la puerta del templo, deteniéndose frente a la escalinata. Catalina, apenas se hubieron parado, comenzó a ascender los gastados escalones de piedra al tiempo que el jesuita salía a su encuentro con las manos tendidas hacia ella.
—Lo siento, padre, no entregaré la hostia consagrada hasta que nos hallemos en el interior de la iglesia.
—Como queráis, hija mía. Adelante, pasad, la casa de Dios está abierta siempre para los que sufren persecución por la justicia. Nuestro Señor honró a todos los presos del mundo con su pasión y muerte. Sólo Dios puede juzgar el corazón que guía los actos de los hombres.