Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Don Suero, que había regresado de Madrid, le había relatado, sin ánimo de provocar su envidia sino más bien de hacerla partícipe de la nueva vida de Diego, todos los pormenores de las actividades que desarrollaba el joven ya fuera en la Casa de los Pajes, en la apasionante vida de la Corte o en su nueva residencia. Todo lo escuchaba ella no con la amargura de no poder gozar de aquellas maravillas, sino meramente de no estar junto a él y poder disfrutar de su amada presencia. Ni siquiera la nueva de que el valido del rey en persona había recibido a don Diego le causó el más mínimo resquemor. Lo único que despertó en ella un vago sentimiento de curiosidad fue el deseo de saber cómo eran las clases de esgrima que estaba recibiendo el joven. Le explicó don Suero que don Luis de Narváez era un maestro muy exigente y no admitía, cuando impartía sus lecciones, relajación alguna; manejaba toda clase de armas pero su preferida era la espada, y el viejo ayo se hizo lenguas de su nueva técnica, de la variedad de sus golpes y paradas y de la maestría y certeza de sus estocadas. Todo ello encrespó el ánimo de la joven y cuando practicaban en la sala de armas mostraba tal coraje y fiereza que más de una vez el preceptor tuvo que parar el asalto para reprenderle y hacerle cejar en su violenta actitud.
Otro asunto que la traía por la calle de la amargura era el raro comportamiento de monsieur de Lagarteare. Cuando Diego partió para la capital se empeñó, con la aquiescencia del marqués de Torres Claras y amparado en el argumento de que Alonso no podía desperdiciar aquel don especial que tenía para la danza, en enseñarle bailes nuevos y nuevos pasos, y de esta manera aprendió Catalina la gallarda, la españoleta y el turdón. Pero pronto volvieron sus sensaciones y reparos; su avispado instinto la puso en guardia ante los acosos y las formas de tocarla del francés que, intuyó, no eran las propias del baile... Porque o bien el maestro había descubierto su condición de mujer e intentaba los mismos avances que ya experimentara con Rivadeneira, o no comprendía nada.
Una tarde, hacia la anochecida, una circunstancia vino a aclarar todas sus dudas acerca del extraño comportamiento de aquel viscoso individuo. Faltaba vino de mesa del que acostumbraba a tomar don Benito de Cárdenas y el sumiller la envió a la bodega donde guardaban las barricas de los mejores caldos de la heredad a fin de que llenara una frasca, a tal uso destinada, del mosto preferido del marqués. Catalina, siempre dispuesta a realizar actividades que le ayudaran a apartar de su mente aquello que tanto la obsesionaba, tomó la botella de cristal tallado de Bohemia y se dirigió a los sótanos del palacio, que al ser el lugar más fresco del mismo alojaba las bodegas. La escalera descendía en caracol, y al llegar al sótano encaminó sus pasos hacia el gran portón de haya que cerraba la entrada del subterráneo donde se guardaban los grandes toneles de roble cinchados con aros de metal en los que envejecía el vino joven.
Cuando ya se encontraba junto a él, le pareció oír a través de la gruesa madera unos agitados lamentos. Acercó su cabeza a la cancela y apartándose el pelo aplicó su oreja a la hoja: no había duda, alguien se quejaba allá adentro. Sigilosa como una sombra, su mano abatió el picaporte y con cuidado extremo asomó la cabeza. Los pulsos se le detuvieron y la sangre se le paralizó en las venas: allá al fondo, entre dos barricas y sobre una estera, estaba el francés sin las calzas, cubierto el torso hasta la cintura por una camisola y bajo él, en la postura en que se ponían los canes para copular, uno de los jóvenes mozos de bodega, Tomé era su nombre, al que sujetaba por la larga cabellera. Una leve corriente de aire que se formó al abrir la puerta hizo que el maestro de danza se diera cuenta de la presencia de Catalina; al punto soltó su presa y, volviéndose con su turgente y húmedo miembro en la mano, dijo:
—Alonso... ¿No quegueis pgobagg?
Salió la muchacha como alma que lleva el diablo, trompicando por la angosta escalera con tal premura que, sin querer, la valiosa vasija que llevaba en la mano golpeó contra un saliente de piedra del muro y se fracturó en mil pedazos. Catalina llegó descompuesta a la cocina, en donde se advertía una actividad inusitada hasta el punto que nadie se dio cuenta de su azoramiento. Tomó un escobón y un recogedor y acompañada de un mozo acudió donde se había producido el estropicio; tras limpiar el suelo de cristales rogó al otro que fuera a la bodega a por el vino, que «él» tenía una tarea urgente que realizar. Regresaron a las cocinas y el mozo, después de hacerse con otra botella, partió hacia el subterráneo y Catalina quedó a la espera de lo que pudiera suceder; al cabo de un rato prudencial regreso el lacayo con la damajuana llena del ambarino líquido, sin que en su rostro se reflejara anomalía alguna, de lo cual dedujo ella que el maestro y su penoso cómplice habían salido por la escalera que daba a los patios.
Cuando su ánimo se remansó, se enteró de lo que acontecía en el palacete y el porqué de la rara e inusual agitación de aquella noche: el señor de Cárdenas tenía invitados.
Todo el mundo parecía ir a lo suyo con diligencia. Los cocineros preparaban las viandas y el mayordomo daba las órdenes pertinentes para que la mesa se habilitara para tres comensales. La vajilla que se estaba limpiando era una de las mejores de la mansión y la cristalería fue, en tiempos, un regalo del cardenal primado de Toledo. A Catalina le encargaron, junto con otro paje, que limpiara el servicio de plata de los platos de cortesía y repasara toda la cubertería. El menú iba a ser sopa de albóndigas de lucio, diversas clases de curados, codornices al vino con zanahorias y cebollas tiernas, hojaldre de jabalí y postre de leche: todo ello regado con los mejores vinos de la bodega.
Intuyó Catalina que los huéspedes se habían presentado de improviso, pues cuando a ella la enviaron al sótano con el fin de buscar el vino favorito de don Benito de Cárdenas ninguna actividad extra se desarrollaba en las cocinas. En cambio, cuando regresó presa de la angustia por lo que acababa de presenciar, parecía que un cataclismo se había abatido sobre la mansión.
Cuando se distribuyeron las labores que cada uno debería llevar a cabo durante la cena, a ella le asignaron la asistencia, desde el trinchante, del camarero mayor y del sumiller que debía abastecer de vinos la suntuosa mesa.
En el tiempo que todo estuvo listo y revisado, el jefe de pajes los envió a sus respectivas habitaciones para que se cambiaran de ropa y se acicalaran convenientemente.
Catalina, sin poder apartar de su cabeza el incidente habido en la bodega, se fue arreglando conforme a las órdenes recibidas. Vistió el juboncillo y las calzas gris y azul, que eran los colores de la casa de Cárdenas, y sobre las medias calzó borceguíes de piel negra con hebilla plateada; se compuso el pelo teniendo cuidado de que su corta melena terminara en un airoso bucle hacia adentro, a la usanza de los jóvenes pajes. Al bajar la escalera, en el gran espejo que una lejana noche subió a su altillo revisó el aspecto de su persona y, satisfecha de él, se dirigió al comedor para desempeñar su cometido.
Todo estaba ya colocado en su sitio y se daban los últimos toques. Ella ocupó su lugar junto al trinchante, donde sobre unos calientaplatos lucía parte de las viandas que se iban a servir. Los hachones de las paredes prodigaban una media luz sobre el conjunto en tanto dos forzudos lacayos procedían a encender las candelas de la lámpara central de dieciséis brazos que, mediante una polea, se colocaría luego sobre la gran mesa a fin de que iluminara profusamente a los comensales. A la muchacha siempre le había gustado presenciar aquella maniobra por lo que tenía de arriesgado: uno de los hombres sujetaba el inmenso candelabro en posición forzada, al costado de la gran mesa, en tanto el otro, luego de prender las bujías, iba tensando la maroma lentamente hasta que la lámpara ocupaba la vertical sobre ella y entonces ambos tiraban a la vez de la soga que, mediante la polea, era obligada a subir hasta la altura conveniente; en este instante, y sin soltar el calabrote, se apartaban a un lado y ligaban su extremo a un hierro de dos brazos opuestos que estaba clavado en el muro, haciendo un nudo y dejando que la gran lámpara inundara la mesa de luz.
A Catalina siempre le había admirado, no solamente la operación, sino el efecto que se conseguía con ella; la intensidad de luz se concentraba sobre los comensales y dejaba en penumbra a los lacayos y servidores, que no entraban en su círculo.
Todo estaba ya preparado cuando la muchacha tuvo que agarrarse al borde del trinchante para no caer al suelo desmayada. Por la puerta opuesta al lugar donde ella se hallaba entraban, conversando animadamente, sor Gabriela de la Cruz y el padre Rivadeneira acompañando a don Benito de Cárdenas. Éste último ocupó la presidencia y a ambos lados se sentaron los dos invitados.
La velada se convirtió en una agonía. Ante las miradas furibundas del jefe de protocolo, Catalina se fue equivocando en casi todas las tareas que le encomendaron. Cuando ya se serenó su espíritu, se dio cuenta de que en la penumbra donde se desenvolvía difícilmente podrían distinguirla, y mucho menos reconocerla, teniendo en cuenta que en casi dos años su físico había cambiado de un modo notable y que el aspecto que ofrecía de aspirante a postulanta, entonces, y de paje, ahora, nada tenían que ver. De modo que intentó escuchar el dialogo que sostenían y que versó sobre distintos temas.
En primer lugar se habló sobre los males que aquejaban al país, poniendo énfasis en la interminable guerra de Flandes y en los descontentos del reino de Portugal y de las provincias de Cataluña y Aragón; luego se conversó sobre el nombramiento del nuevo inquisidor general, Diego Serrano de Silva, que sustituiría a don Andrés Valdivia; después el fraile explicó a don Benito de Cárdenas la extraña huida, hacía ya dos años, de una aspirante a la que parecía haberse tragado la tierra y, ni qué decir había que caso de que tuviera conocimiento de algo sobre ella, lo debería comunicar de inmediato a la autoridad eclesiástica, ya que el Santo Oficio andaba tras sus pasos; y finalmente sor Gabriela tocó el tema que a ella preocupaba principalmente: la falta de recursos del convento y los proyectos que tenía para financiarlos.
Con el final de la charla llegó el postre, y el marqués les brindó su hospitalidad para el tiempo que necesitaran y les prometió su ayuda y una respuesta con la cantidad de ducados que destinaría a San Benito y que dependería de las noticias que le suministrare su banquero, a lo más tardar, en tres días.
Luego se levantaron de la mesa y Catalina se tuvo que colocar de espaldas, ya que salieron del comedor por la puerta que estaba situada exactamente al lado de donde ella se encontraba.
Una hora le costó reaccionar a Catalina luego de los traumas sufridos aquella jornada, y tras otra hora de reflexión llegó a la conclusión de que de nuevo una página de su vida se cerraba aquella noche y que su decisión no admitía espera. El riesgo que representaban los dos inoportunos visitantes era excesivo, máxime cuando supo que el Santo Oficio andaba sobre su huella, amén de que si se quedara un nuevo peligro se cerniría sobre ella: la insana pasión que leía en los ojos del maestro de danza y que, ¡estúpida de ella!, hasta ese momento no había sabido ver con claridad. Catalina creyó que el velo que le había impedido ver la exacta dimensión de las pasiones humanas se desvanecía ante sus ojos y desde aquel momento era adulta y como tal debía actuar.
Lo primero fue planificar su huida. En un pequeño cofre tenía las monedas que había ido guardando desde el primer día, de los sueldos que como paje le habían asignado y que, en previsión de posibles incidentes y al no tener gasto alguno, había ahorrado en su totalidad; las extrajo de su arquilla y las desparramó sobre su cama. La suma ascendía a casi cincuenta reales de vellón; los reunió todos y los guardó en una faltriquera de cuero, regalo de Diego. Luego se vistió con la ropa más recia y resistente que halló en su guardarropa; sin embargo, por el momento no se puso las botas, pues sus planes requerían mucho sigilo. Después, tomando un papel y un cálamo se sentó en un escabel junto a su mesilla y se dispuso a redactar una epístola para don Benito de Cárdenas. A continuación tomó las alforjas que usaba cuando salían al campo con don Suero y las llenó con todo aquello que creyó necesario para un largo viaje. Entonces, con un candil en la mano e intentando interpretar los ruidos nocturnos de la mansión y los crujidos de la madera, salió al corredor y desde el piso que ocupaba su alcoba ascendió a las golfas en una excursión que había realizado infinidad de veces en sus afanes y curiosidades por explorar el mundo que habitaba. Abrió la puerta, que gruñó como perro al que le pisan el rabo, y se dirigió a un gran arcón de tapa curva de madera de palo de rosa claveteado con remaches de latón dorado que, lleno de polvo, descansaba en un rincón. Lo abrió y extrajo de su interior ropas femeninas que, supuso, había guardado allí el mayordomo para vestir a las posibles criadas que entraran al servicio de la casa llegadas de los pueblos de alrededor y que su intuición le dijo que en un determinado momento podía necesitar; aunque viejas, una pobre mujer podría usarlas. Cerró la abombada tapa con sumo tiento y, con las ropas bajo un brazo y el candil en su otra mano, regresó a su estancia; examinó allí, con más calma y luz, su hurto y lo fue colocando todo en la alforja. Ahora y únicamente protegidos sus pies y piernas por las gruesas medias, volvió a salir y se colocó a caballo sobre el ancho pasamanos de la barandilla de la escalera principal, dejándose deslizar hasta el vestíbulo a fin de que su peso no hiciera crujir exageradamente algún escalón. Luego se encaminó hacia la galería de armas y de una panoplia descolgó su estoque favorito, que exhibía la marca del perro
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, tomó del anaquel una vizcayna y una pequeña pistola, y a continuación colocó la pólvora, el atascador y los plomos en el saquito correspondiente. Regresó luego por el mismo camino e intentando pasar sobre el sexto escalón sin pisarlo, pues sabía que era el que más crujía.
Cargó sobre su espalda la alforja con todas sus pertenencias y en la otra mano, tras ceñirse la espada y la vizcayna en el tahalí, tomó sus botas de viaje. Con todo ello e iluminada solamente por el reflejo de los rayos de la luna, su eterna compañera de fugas, que entraban por la cristalera, se dirigió al despacho del marqués. Abrió la carpeta de cuero y depositó en ella su misiva. Terminados todos sus trabajos, salió al patio por la puerta de las cocinas y tras sentarse en un escalón y calzarse las botas se encaminó a las cuadras.