Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—¡Pero si fray Anselmo me ha dicho que podría llevar la contabilidad de la casa, caso de ser necesario!
—Pues lo habrá hecho para animaros en vuestros estudios. No es eso lo que ha dicho a mi señor padre... y es él quien ha decidido que permanezcáis en palacio...
—No lo comprendo. Permitidme aclarar este malentendido con fray Anselmo y hablar con el señor marqués.
—¡Os guarde Dios! No sois quién para forzar las circunstancias ni intentar enmendar la plana a personas de mucho más criterio que vos. Y ahora, dejadme que tengo muchas cosas que arreglar y poco tiempo.
La forma de tratarla, sin ser descortés, no era la habitual. Catalina no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Queréis que me quede a ayudaros? —La muchacha casi suplicaba.
—Decid mejor a mi ayuda de cámara que acuda. Él sabe mejor que vos dónde tengo todas las cosas, y tiene más oficio haciendo equipajes.
Catalina no fue capaz de contestar y, sin pedir permiso, se retiró. Ya no podía contener las lágrimas y su orgullo herido no le permitía llorar ante Diego.
Cuando salió del aposento, el joven marqués quedó pensativo. Su deseo, por una parte y sin quererlo reconocer, era permanecer en el solar paterno y seguir con la vida de todos los días; y sin duda el motivo era aquel oscuro sentimiento que albergaba en el último recoveco de su corazón y en el cual ni tan siquiera osaba pensar. Y por la otra parte, la vida en la Corte siempre fue un sueño para él y a esta circunstancia se sumaba un motivo importante: comprobar si la distancia y el trato con damas de su edad y alcurnia apartaban de su corazón aquella absurda sensación que le embargaba. Sin embargo, algo arañaba fuertemente su conciencia. Era la primera vez que faltaba a su palabra y reconocía que había alimentado en infinidad de ocasiones la ilusión que Alonso tenía por acompañarle a la Corte. Y en verdad que de no ser por «aquello», le hubiera venido a las mil maravillas contar con él; era un paje de una lealtad absoluta, trabajador y puntual como no había conocido otro, y sobre todo un espadachín formidable que en cualquier lance que le surgiera en las peligrosas calles de Madrid, contando con aquella su extraña facilidad de cambiar súbitamente el fierro a la zurda, hubiera dado una tremenda sorpresa al más avezado de los valentones.
Al amanecer del día siguiente y a la luz de los hachones, el séquito se puso en marcha; fue despedido desde la escalinata del palacio por casi todo el personal presidido por el marqués de Torres Claras, en cuyo rostro se reflejaba el orgullo entreverado con la pena. Por una parte su querido y único hijo ya era un hombre y marchaba a la Corte, y por la otra, el principal motivo de su existencia y la alegría de su casa se iba para un largo tiempo y, cuando regresara, ya nada volvería a ser igual.
La comitiva que acompañaba a Diego la formaban su ayo, don Suero, Lorenzo, el hijo del deudo del marqués que iba a hacer las labores de paje, dos lacayos, un palafrenero y un escudero; éste se sumaría al cuerpo de casa e iba a permanecer en Madrid cuando don Suero regresara a Benavente. Todos ellos iban magníficamente pertrechados y montaban excelentes animales; cinco acémilas de carga completaban la expedición.
Dos personas veían la partida con diferentes ojos. Desde la ventana de su desván y por una rendija del ajustado postigo, Catalina, hecha un océano de lágrimas, no se perdía detalle de la triste despedida.
Monsieur de Lagarteare, desde el ventanal de la sala de armas observaba cómo se ponía en marcha la caravana y cómo se reunían todos en el exterior para despedirla. Todos menos Alonso, que no se hallaba entre los presentes; señal inequívoca, para sus expertos y taimados ojos, de que el paje tenía sus mismas tendencias y que sufría del mismo mal de amores por su joven amo que él sintió por el imberbe doncel que tuvo que abandonar en Madrid. «El tiempo lo cura todo», pensó. Mejor, así sería más fácil consolarlo.
Nada de lo que había prometido el padre Rivadeneira a Fuencisla se había cumplido. Parió a su hijita una madrugada en la enfermería del monasterio, asistida por una partera y por sor Guillermina, que era la hermana enfermera del convento, y a las setenta y dos horas le retiraron a la niña y ya no la volvió a ver. Creyó volverse loca. Ni sus lágrimas ni sus ruegos consiguieron ablandar a sor Gabriela. Ella únicamente pedía que se la dejaran cuatro o cinco meses para poderla criar a sus pechos, pero su demanda fue denegada. La priora le respondió que, si quería a la criatura, debía abandonar el monasterio y alejarse de San Benito.
No tenía adónde ir ni familia ni a quién recurrir. Había entrado en el convento a los dieciséis años, violada por un carretero y embarazada de cuatro meses. Cuando tuvo a la criatura, se la arrebataron y jamás le dijeron adónde había ido a parar ni a qué familia había sido entregada. Sin embargo, sor Teresa de la Encarnación se apiadó de ella y le permitió quedarse en régimen de fámula. A sus dieciocho años recién cumplidos, su incultura le proporcionaba un temor atávico que le impedía enfrentarse al mundo exterior, y pensar siquiera en alejarse de los muros protectores del cenobio la aterrorizaba. Pero lo que no podía soportar era que de nuevo le robaran a su hija. Esta vez estaba dispuesta a luchar. Apenas reincorporada a sus tareas, fue en busca del fraile.
—¡Pero vuestra paternidad me prometió que ayudaría a mi pequeña y que yo sabría adónde iba a parar y que, de vez en cuando, le podría enviar algún regalo y vos me traeríais noticias!
—Tal vez fuera como decís, pero luego y tras mucha meditación el Señor me indicó el camino y yo, como padre responsable que soy de esta criatura, he decidido que mejor será para todos que os olvidéis de ella; si nada sabéis, menos sufriréis. Ella seguirá su camino, vos el vuestro y... yo el mío. Hora es ya de que vuestra incuria caiga sobre vos, que sois la responsable de guardar vuestra castidad, y no sobre mí de modo que se acrecienten mis ocupaciones, que ya son múltiples y variadas.
Y con esta respuesta soberbia y cínica, el fraile se sacó de encima a la muchacha y el problema de una sola vez. Fuencisla, que era una infeliz, salió del despacho anegada en llanto.
Desde aquel lejano día que avisó a Casilda sobre él peligro que acechaba a Catalina no había vuelto a hablar del tema. Cuando la voz que había dejado escapar una postulanta se expandió por todo el convento, dio por sentado que su aviso había llegado a tiempo y el hecho tranquilizó su conciencia. Pensó que el Señor había hecho posible que escuchara la terrible conversación desde el altillo de la biblioteca con el fin de salvar a aquella criatura, pero con el paso del tiempo notó que en su pecho se incubaba un odio cerril hacia el causante de su pena y, fuere para descargar su conciencia o para buscar consuelo, el caso es que buscó a Casilda de nuevo, iba ya para dos años, y le contó todo lo acaecido, y la estafa que con ella había cometido el fraile.
—¿Eso os dijo?
—Tal como os lo estoy contando. Algo he de hacer y ¡por mi hija os juro que no ha de quedar esto así!
—Pero, Fuencisla, ¿qué podéis hacer vos contra el cura y la priora?
—No lo sé, Casilda. Por eso es que recurro a vos.
—Dejadme pensar unos días. Cuando aclare mis ideas y se me ocurra alguna cosa, así como también la ocasión de llevarla a cabo, ya os diré algo.
Cinco meses habían transcurrido desde que al doctor Gómez de León lo encarcelaran. Al principio tuvo esperanzas de que aquel mal paso fuera una estratagema para que confesara lo que él intuía era el verdadero motivo de su detención; pero el hecho de que nadie se acercara a decirle cosa alguna en tanto tiempo le desmoralizaba y, pese a que su espíritu no flaqueaba fácilmente, comenzaba a perder la esperanza y a sentirse profundamente preocupado. Hacía tiempo que el carcelero había olvidado sus amabilidades, que duraron el tiempo que los dineros de su bolsa, y la situación se fue tornando infinitamente más amarga de lo que al principio había sido. El agua que le suministraban era escasa y corrompida, y la comida pura bazofia. Sin embargo, aunque muy mermado, resistía pensando en las miserias que había conocido en su larga vida de médico, y su bondad y resignación hacían que ofreciera aquella prueba al Cristo en la cruz, del que era muy devoto.
Su barba había crecido hirsuta y desordenada y su ropa estaba asquerosa; las ratas por la noche y los piojos y otros parásitos durante el día lo visitaban con asiduidad.
Una mañana del quinto mes y tras darle una gacha para el desayuno, el carcelero vino a decirle que se preparara pues dentro de una media hora a lo sumo el cuerpo de guardia lo vendría a buscar. Se levantó de la yacija en la que estaba recostado y acercándose a una palangana que le habían dejado la noche anterior hizo unas abluciones; tras secarse con un trapo, en el que el blanco primigenio ya no se distinguía por esquina alguna, se pasó las manos por sus ralos cabellos en un vano intento de acicalarse para estar presentable y poder mantener de esta manera su dignidad en la cita que, sin duda, se aproximaba.
Al cabo de un rato, unos pasos resonaron al fondo del corredor y, tras detenerse, unas voces se oyeron mezcladas con las de su guardián; los pasos arrancaron de nuevo y el ruido iba en aumento hasta que unas sombras proyectadas hacia delante fueron disminuyendo e indicaron al galeno que los hombres que venían a por él habían rebasado el centro del corredor y la luz del hachón que allí se encontraba quedaba ya a su espalda. Sus cansados ojos los avistaron: eran dos soldados de la guardia, acompañados de un clérigo y de su carcelero. Llegaron a la altura de su celda y el celador, introduciendo en la cerradura de la reja una de las llaves que portaba en el arillo de hierro de su cintura, abrió la cancela para que el clérigo y los armados entrasen. Nadie le dirigió la palabra ni él demandó explicación alguna. Los guardias procedieron a colocarle en las muñecas unos grilletes que estaban unidos entre sí por una corta cadena; luego, tirando de él lo sacaron de la mazmorra, siguiendo al clérigo pasillo adelante.
Las paredes del largo corredor rezumaban humedad y los hachones que lo alumbraban crepitaban a su paso; de esta guisa arribaron a una puerta ubicada al final del pasillo, que daba paso a una estancia lóbrega y capaz, por su aspecto, de quebrar el ánimo del más esforzado. La estancia era cuadrada, los techos abovedados y sostenidos por arcos de medio punto; la luz provenía, como la del corredor, de unos hachones ubicados en jaulas de hierro y de una lámpara visigótica que colgaba del techo con ocho candelas encendidas. Contra la pared del fondo y al lado de una puerta se veía una tarima de dos alturas, más elevada en el centro que en los laterales, a la que se ascendía por una escalerilla; sobre ella, tres mesas cubiertas por unos damascos negros y cada una con su respectivo sillón tachonado, y en el muro de detrás un tapiz con el escudo del Santo Oficio. En fondo rojo, una cruz puesta sobre un montículo de tierra que estaba formada por dos troncos de árbol sin desbastar bajo el crucero corto; y a su izquierda una rama de olivo y a su derecha una espada invertida. Orlándolo todo, una leyenda en latín:
EXURGE DOMINE ET JUDICA CAUSAM TUAM
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Al lado mismo del tribunal y a la vista del reo aparecían los instrumentos de convicción, según la nomenclatura que la Inquisición daba a los sistemas que empleaba para sugerir a los prisioneros que la mejor solución para ellos era que hablaran.
Un estremecimiento de horror recorrió la espina dorsal del viejo doctor a la vista de aquellos terribles hierros. En primer término se veía la mesa donde se descoyuntaban las articulaciones de los desgraciados que allí paraban; constaba ésta de unas argollas para sujetar manos y pies y un gran tornillo cuyo perno las iba separando, más y más, a cada vuelta de mancuerda, estirando los miembros del prisionero hasta que las articulaciones se descoyuntaban y los cartílagos, músculos y tendones se desgarraban. En el techo, la polea donde se les colgaba por los pulgares hasta que su propio peso y la sangre, al no poder circular, producían unos dolores de agonía. Colgados de varios clavos en una de las paredes laterales se veían látigos, argollas, hierros con puntas y otras nada tranquilizadoras herramientas; por último, sobre tres patas de hierro, en un hornillo lleno de brasas al rojo se calentaban unas tenazas dentadas.
La puerta del fondo se abrió y compareció, precedido por un encapuchado verdugo y dos clérigos, su ilustrísima el reverendo don Bartolomé Carrasco y Maldonado, secretario provincial del Santo Oficio. El primero se dirigió al lugar donde tenía sus trebejos y los otros tres ocuparon los sillones ubicados tras las mesas, ocupando el del centro el señor secretario y los de los costados los dos dominicos con sus sotanas blancas y sus negras capuchas sobre las espaldas: el primero, orondo y sanguíneo, mostraba una tuberosa nariz veteada de venitas azules, y el segundo era longuilíneo y seco como un sarmiento. En pie y entre los dos armados, el doctor Gómez de León sudaba copiosamente.
Tras una oración en latín y luego de encender un cirio al lado de los Evangelios, uno de los dos clérigos, el que se hallaba a la derecha del prelado, comenzó la sesión.
—¿Sois, sin duda, el doctor don Andrés Gómez de León y de Urbina?
—Ése es mi nombre.
—¿Sabéis por qué estáis ante este tribunal?
—Intuyo el motivo, pero no entiendo la culpa.
En ese instante intervino el prelado con voz firme y rotunda:
—¡No olvidéis que estáis aquí en calidad de reo, no de juez! Limitaos a contestar escuetamente a las preguntas que se os demanden.
El doctor asintió con la cabeza.
El fraile prosiguió:
—¿Sois consciente de que se han hallado entre vuestros libros volúmenes que están incluidos en el
índice!
—Ya expliqué a la persona que acudió a mi casa que esos libros se encontraban allí desde tiempos inmemoriales, cuando no eran libros prohibidos.
—De lo cual se infiere que no habíais cumplido con vuestra obligación de cristiano viejo siguiendo puntualmente los mandatos que emanan de la autoridad de la Santa Madre Iglesia de expurgar lo que en estos tiempos se considera perniciosa basura.
—Os repito que ignoraba tal requisito. Mis tareas, que consisten en atender un gran número de lugareños repartidos en muchas leguas a la redonda, pues la mayoría de mis pacientes residen en el campo, me impiden dedicar mi tiempo a otros menesteres. Salgo de mi casa antes de que el sol asome por el este y regreso, a veces, cuando la luna ya está muy alta. Mis jornadas son de doce o catorce horas, y mis fuerzas ya no son las de la juventud.