Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—Soy todo oídos, madre.
—Mirad, Álvaro. Ahora que nadie nos puede oír... Sois lo que más quiero en el mundo. ¡Os deseé tanto que cuando nacisteis me costó creer que había dado a luz un varón! Mi mayor anhelo en este mundo es que seáis feliz. ¿Que desearía que os quedarais? Toda madre quiere tener a un hijo como vos a su vera, pero no dejaría de ser un egoísmo. Ya tengo a vuestras dos hermanas, ¡y bien sabe Dios que por su bien quisiera que partieran! Además, no me hacen compañía. Ya veis que nunca cosen conmigo; Sancha me ayuda en los pucheros y Violante está amargada, y bien que lo veo. Más compañía me hacía mi camarera Leonor; como sabéis, casó con un buen hombre, viudo y con un niño, y por lo que me contó vuestra ama Casilda, que me viene a ver con frecuencia, es muy feliz y no precisamente por tener mucha compañía, ya que él es posta del rey y correo del Santo Tribunal y casi siempre está en los caminos.
—Perdonad, madre, que os interrumpa. ¿Cómo está Casilda?
—Deseando veros, y este verano no ha de pasar sin que nos desplacemos vos y yo a San Benito para darle un abrazo y ponerla al corriente de tantas buenas nuevas como os atañen.
—Proseguid lo que me estabais diciendo.
—Es sobre vuestro gran deseo de partir hacia la Corte. Nada me extraña pues ése es el anhelo de todos los jóvenes del reino, pero no os confundáis y tened en cuenta la prelación de valores. Vuestro deseo es partir.... partir a donde fuere, y si es a la Corte mejor que mejor. Y no por eso seréis un mal hijo; vuestra vida os urge y deseáis, como todo mozo, vivirla intensamente... y volar. Yo, que os amo tanto, no os cortaré las alas y no voy a ser un obstáculo ni un peso en vuestra conciencia. Pero lo dicho por vuestro padre me parece una sana medida: invitad a vuestro amigo, que me gustará mucho conocerlo.
—¡Mil mercedes, madre mía! No es posible conocer a Cristóbal sin sentirse subyugado por su galanura, sus ganas de vivir y su sonrisa. Al principio os parecerá algo alocado y caprichoso, pero tiene un corazón que no le cabe en el pecho.
—Si vos lo admiráis y queréis tanto, sin duda que yo lo voy a apreciar mucho.
Madre e hijo se fundieron en un tierno abrazo.
Sor Gabriela y el padre Rivadeneira andaban en los caminos. Su misión consistía en visitar a los diversos protectores del convento en sucesivos viajes, a fin de recabar limosnas y ayudas para San Benito. La ruta no podía ser continuada, pues las mansiones de éstos no estaban en una misma dirección; así, de vez en cuando regresaban al monasterio para volver a partir al cabo de uno o varios días, tomando otro itinerario.
Su relación estaba muy deteriorada. El fraile no perdonaba a la priora el incumplimiento de su promesa y lo único que le mantenía en una actitud inoperante era la esperanza de que, finalmente, las gestiones que ella había llevado a cabo dando parte de la huida a quien correspondía, que era al obispo Carrasco, y subrepticiamente y sin que éste lo supiera a la Santa Hermandad, dieran el fruto apetecido.
Hacía ya varios meses que realizaban estas salidas. Pernoctaban en diversos conventos donde, por las noches, los alojaban en justa reciprocidad a la hospitalidad que brindaba San Benito a los religiosos y religiosas de otras órdenes cuando, encontrándose en situación similar, solicitaban acogida.
Viajaban en esta ocasión, jinetes ambos, en dos muy distintas cabalgaduras: en el mejor caballo del monasterio el fraile, y la monja en una hacanea blanca muy mansa y enjaezada que le permitía cabalgar montada al uso y costumbre de las mujeres.
El día había amanecido encapotado y en la lejanía se iban formando nubes de tormenta. Habían seguido el cauce del Órbigo y pasando por Villaquejida estaban llegando a la laguna de Negrillos; el camino serpenteaba, y el fraile guiaba su cabalgadura siguiendo los pasos de la mula de la monja. En un momento dado y aprovechando que en aquel tramo la senda se ensanchaba, con un ligero roce de sus talones en los ijares del animal lo obligó a colocarse al trote y lo puso a la altura de la montura de la priora.
—¿Cree su maternidad que, al paso que vamos, llegaremos hoy a nuestro destino?
La monja, retirándose la capucha que le cubría la cabeza, oteó el horizonte y emitió su veredicto:
—Si la lluvia nos respeta y no tenemos que perder tiempo refugiándonos a cubierto en algún lugar, creo que cubriremos la etapa según el plan previsto.
—Lo malo es que los planes mejor trazados a veces fallan.
La monja captó al punto la indirecta.
—No volváis sobre lo mismo. Sabéis que se ha hecho, y se está haciendo, lo imposible para que este enojoso suceso se resuelva de la mejor manera posible para todos.
—Lo penoso es que si hubierais sido diligente en el cumplimiento de nuestro pacto y hubierais confiado en mí desde el principio, la situación que estamos padeciendo no se habría dado.
—Las cosas son como son y a veces los acontecimientos nos sobrepasan. ¿Quién hubiera imaginado que una criatura de apenas catorce años tuviera la capacidad de urdir un plan que, al día de hoy, nos tiene confusos y desorientados hasta el punto de no entender lo ocurrido si no creyéramos que el maligno anda en todo ello?
Rivadeneira murmuró por lo bajo alguna cosa que hizo que la monja añadiera:
—No rezonguéis ni os lamentéis tanto. No creo que en ningún convento a cuenta de vuestras increíbles teorías, que a mí en absoluto convencen, y a la lectura sesgada que hacéis de la sagrada Biblia, os permitieran lo que yo os tolero para compensar de momento la deuda que con vos tengo contraída.
—¿A qué os referís?
—Sabéis muy bien a lo que me refiero. ¿O creéis que vuestras maniobras acerca de algunas de las novicias del monasterio y que a veces tienen consecuencias, como en el caso de esa pobre Fuencisla, me pasan inadvertidas?
—Todo son sustitutivos de mi frustrado embeleso. Si hubiera conseguido a Catalina, habría limitado mis afanes a ella como el buen esposo se limita a la esposa. Si ella hubiera sido mía, el resto del monasterio nada me habría importado.
—Bien, dejemos esto por el momento y vayamos a otras cuestiones que quiero relataros y que me bullen en la cabeza.
—¿Qué es ello?
—Su paternidad conoce tan bien como yo las necesidades y apreturas por las que está pasando el monasterio. Las caridades de las gentes, aunque sean tan generosas como las de alguno de nuestros protectores, nos resuelven el cotidiano vivir, pero con todo y con ello no conseguiremos hacer de San Benito lo que merece por su historia y lo que yo deseo que llegue a ser, emulando pasados esplendores.
—Me parece muy bien lo que decís, pero no se me ocurre otra manera, aparte de los donativos, las caridades y las mandas piadosas, de mejorar nuestra economía.
—Atended la idea que he ido madurando y para la que necesito vuestra ayuda.
El fraile retuvo con la rienda el paso de su caballo, al hacer ella lo propio con la mula, y se dispuso a atender con sumo interés las elucubraciones de la priora.
—Vos sois consciente del tremendo atractivo que despiertan hoy en día entre las gentes de cualquier clase y condición los milagros y las reliquias de los santos... ¿Es así?
—Ciertamente.
—Creo que si se juntaran todas los
Lignum crucis
de abadías, monasterios, conventos y particulares que, dicen sus poseedores, formaron parte de la cruz de Cristo, con la madera recogida se podría hacer un galeón.
El monje sonrió, asintiendo.
—Pues bien, pienso yo... ¿Por qué no puede San Benito tener sus reliquias y sus milagros?
—¡A fe mía que el Señor os ha dotado de una mente sinuosa!
—Prestad atención. Acaba de fallecer en olor de santidad una priora que fue ejemplo y auxilio en vida de una multitud de gentes, mayormente sencillas y fácilmente influenciables.
—¿Y?
—Recordad que el día de su fallecimiento corrió la voz de que las campanas de San Benito comenzaron a tocar sin que nadie tirara de su guindaleza. Recuerdo que era una noche muy ventosa y es muy posible que el badajo de la principal, a causa del cierzo, golpeara el bronce... Pero la imaginación popular y las ganas de presenciar un milagro hicieron el resto.
—¡Pasmoso! Ya intuyo por dónde queréis ir.
—Aquí es donde vos tenéis un papel destacado. Cada domingo o festivo, comenzaréis a inflamar con vuestro cálido verbo la fantasía de los lugareños a fin de que empiecen a presumir por las pedanías y los pueblos de los alrededores de que en «su» monasterio ocurren hechos milagrosos. Yo, en los rezos nocturnos de la comunidad, comenzaré a tener arrobos y éxtasis que aumentarán visiblemente cuando, en pleno arrebato místico, me deis a besar un trozo del hábito o de la cruz que llevaba sujeta al cíngulo la madre Teresa...
—¡No he escuchado en toda mi vida idea más fascinante!
—Ahora viene lo más importante. Como quien no quiere la cosa, haremos correr la voz de que para incoar en Roma la causa de beatificación de la priora debemos presentar una serie de milagros... que serán más fácilmente alcanzables si las personas que le pidieren algo consiguieran tener en su poder alguna cosa que perteneció en vida a la reverenda madre.
—¡No tengo palabras suficientes!
—Ahora que ya hemos sacado el pastel del horno, vamos a ponerle la guinda. Vos, en el confesionario, haréis creer a la gente que es muy difícil conseguir alguna de estas reliquias, pero que a cambio de una limosna, tal vez... siempre, claro es, con el requisito indispensable de que guarden el más absoluto de los secretos. Os daréis cuenta rápidamente, conociendo como conocéis la condición de la naturaleza humana, que al cabo de poco tiempo nos veremos obligados a comprar sarga azul para suministrar trozos del hábito de la reverenda madre, y papiros, tinta y cálamos para anotar los milagros que las gentes habrán creído presenciar. Ya sabéis con cuan poco se estimula la imaginación de los lugareños.
—Realmente, no tengo palabras. Vuestra mente es un pozo de malicia.
En estos coloquios pasaron la jornada y de esta manera fueron haciendo el camino. Cuando ya caía la tarde detuvieron sus agotadas cabalgaduras ante la puerta principal del palacio del marqués de Torres Claras, en Benavente.
En la cabeza de Casilda bullían muchas ideas y en su corazón muchos sentimientos. Al conocimiento de que habían querido responsabilizar de la muerte de la madre Teresa a su querida Catalina, se unía la certeza de que los verdaderos culpables del desafuero eran sor Gabriela de la Cruz y el padre Rivadeneira. Para más iniquidad, estaba la injusticia cometida con el pobre Blas, al que habían cargado el muerto de la violación de Fuencisla y lo habían entregado a la justicia.
Su conciencia le remordía todas las noches y llegó a creer que si no hacía algo al respecto su alma ardería en el fuego del infierno, ya que estaba pecando gravemente por omisión.
Casilda Peribáñez era una mujer simple pero nada tonta, y su caletre ideó un plan. Con su letra primitiva, que debía a la madre Teresa, que el Señor tuviera en su gloria, redactó una misiva para su señora, doña Beatriz de Fontes, y se la dio a Antón Cifuentes para que en uno de los viajes que hiciera a Quintanar del Castillo se la hiciera llegar. La misiva decía así:
Para entregar a Dña. Beatriz de Fontes
Respetada señora:
Estoy pasando una prueba demasiado pesada para mis pobres fuerzas y necesito descargar mis penas en alguien como vos, que me conoce bien y sabe que soy persona de fiar y nada dada a las fantasías. Han pasado cosas terribles en San Benito y necesito vuestra ayuda. Hacedme llamar con cualquier motivo ya que de otra manera no me dejaran salir. ¡Por favor, no me dejéis en este trance!
Vuestra fiel Casilda
Antón Cifuentes, que apreciaba a la fámula, no tuvo inconveniente en hacerle el favor, y así fue que al cabo de pocos días y afortunadamente en ausencia de la madre Gabriela llegó la tan ansiada respuesta.
En tal circunstancia, sor Leocadia estaba al frente de la comunidad, y sabiendo que doña Beatriz de Fontes era la esposa de don Martín de Rojo, protector de San Benito y hermano de la difunta priora y que Casilda había sido el ama de cría de su hijo, pensó que algún problema doméstico urgiría a doña Beatriz y ello hacía que reclamara en su casa de Quintanar la presencia de la criada que amamantó a su hijo. De tal manera que no halló inconveniente alguno para otorgar el permiso a la mucama a fin de que acudiera a la solicitud de su señora.
Y así, una madrugada tibia del mes de mayo salió Casilda en un carricoche del convento conducido por Antón Cifuentes, rumbo a Quintanar del Castillo.
El sol lucía mortecino iluminando la temprana mañana. Antón Cifuentes iba en el pescante del auriga arreando al tiro de mulas, que trotaban alegres estimuladas por el chasquido del látigo y los gritos y silbos del postillón. Casilda bajo la lona del carromato rumiaba los tristes sucesos que motivaban su viaje y meditaba las cosas que relataría a doña Beatriz y aquellas otras que pensaba sería mejor callar. Entre las primeras estaban la charla con Fuencisla; el nombre del auténtico responsable del embarazo de la chica, los culpables de la muerte de la priora y la burda pretensión de querer implicar a Catalina en el luctuoso suceso. En cambio, nada que supusiera una relación de ella con la huida de la muchacha, o que pudiera entenderse como que sabía algo de su paradero, le convenía.
La ruta que seguían les obligó a buscar un vado para atravesar el río, ya que desde la última crecida no se había restaurado el puente de madera que era necesario cruzar para subir hasta Benavides, por donde pasaron para dirigirse después a Quintanar del Castillo tras hacer una parada en Sueros. A pesar de que la mente de Casilda estaba ocupada por muchas cosas, no pudo dejar de admirar la belleza del paisaje y la hermosura de la jornada, que para ella era festiva ya que el mero hecho de salir del monasterio se convertía en un acontecimiento. La naturaleza se mostraba esplendorosa y los brotes de la primavera sembraban el aire de fragancias excitantes y hacían que mil insectos pulularan atareados en afanes que solamente ellos conocían en un ir y venir constante desde sus quehaceres a sus amores; sobre una balsa dos irisadas y casi transparentes libélulas realizaban su solemne e inmóvil cópula y Casilda pensó que cómo el Señor, que cuidaba hasta el límite a las pequeñas criaturas, parecía haberse olvidado de los aconteceres y avatares que rodeaban las vidas de aquellas sus hijas del convento de San Benito. El camino era largo, pero Antón conocía atajos y pasos entre las montañas que, además de hacerlo más corto, le evitaban alguna que otra pronunciada pendiente. La mujer pasó el tiempo saturando su recuerdo de nuevos paisajes y dormitando a largos trechos bajo la lona de la carreta.