Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—De cualquier manera, no es bueno que os adelantéis anunciando que tenéis monedas. Eso a ninguna persona de bien interesa, y es malo que deis tan gratuita información a oídos poco convenientes. Muy magro me parecéis; para la edad que decís, no sois gran cosa y bien haréis alimentándoos. Si os conviene, puedo daros sobras de lo que guisé esta mañana: algo de olla podrida y cecina de cabrón con pan de centeno.
—Cualquier cosa que me deis me cuadra.
—Pues sentaos donde mejor os plazca, que voy a por las viandas.
Diciendo esto, y en tanto Catalina se acomodaba en una mesa de al lado de la pared, la mujer se había llegado al fogón e introduciendo un cucharón en la humeante olla que allá había, escanciaba en un plato hondo dos colmadas raciones de una mezcla de carne, nabos y patatas; luego, con un cuchillo, cortó una buena ración de la anunciada cecina y una hogaza de pan de centeno. Entonces, colocando toda la provisión frente a la muchacha, sentóse en una banqueta frente a ella.
—¿Que os trae por estos andurriales?
—Quiero llegar a la Corte y buscar una buena casa donde colocarme de paje.
—Peliagudo asunto es ése.
Catalina hablaba con la boca llena.
—De donde yo vengo, no hay camino para la gente joven.
—Pues adónde os dirigís si no tenéis padrinos mal porvenir os espera. Los tiempos son malos, y mucha es la necesidad. Por lo que aquí se ve, se está quedando vacía Castilla y en cambio Madrid revienta por las costuras. Y... ¿cómo pensáis ir hasta la Corte?
—Caminando, como he llegado hasta aquí.
—Estáis mal de la cabeza. ¿Sabéis lo que decís?
—La verdad es que hacía el camino en una galera con diez personas más, pero me dormí en una venta y se fueron sin mí; entonces no tuve otro remedio que seguir a pie. Si os digo la verdad, no sé dónde estoy en este momento.
Catalina había terminado la olla y tras untar el pan en la salsa estaba dando buena cuenta de la cecina.
—Entre Santa María del Páramo y La Bañeza andáis.
—Y ¿cuál es la primera población importante que hallaré en mi camino?
—Tenéis que bajar a Benavente y de allí partir hacia Valladolid. Pero os quedan por delante muchas leguas de camino.
—En Valladolid tengo gente amiga. ¿Sabéis si por aquí pasa algún carruaje que coja viajeros? —Catalina tenía muy presentes todas las historias que le había contado Casilda sobre el mundo exterior, particularmente las jornadas de la feria de Carrizo de la Ribera.
—Hoy es vuestro día de suerte. Aquéllos —dijo la mujer señalando un rincón donde roncaban dos hombres— son unos arrieros que siempre se detienen aquí; estarán en Benavente en un par de días. Son gentes de fiar. Si queréis, cuando despierten les puedo preguntar si os quieren llevar.
—Nunca os podré pagar la merced que me hacéis.
—Decía mi difunta madre, que el Señor tenga en su santa gloria, que cuando hacemos una buena acción ésta nos regresa por otro camino como una pelota que rebotara en una pared.
—¿Creéis que tardarán mucho en partir?
—Creo que antes de una hora estarán en el camino, harán noche en Villaquejida y al otro día tienen que estar en Benavente. Ése es vuestro momentáneo destino; podéis seguir su suerte.
—Decidme, pues, qué os debo.
—Dejadlo para cuando la fortuna os sonría en la Corte. Permitidme completar mi buena obra.
—Al menos, decidme entonces cuál es vuestro nombre.
—Dejadlo, está bien así.
Al cabo de una hora Catalina, tumbada esta vez sobre una montaña de sacos, se dirigía a Benavente, con parada a medio camino, aupada sobre un gran carro que arrastraba un tiro de cuatro mulas. Los arrieros, a instancias de la anciana a la que por lo visto algún favor debían, no tuvieron inconveniente en llevarla. Catalina pensó que, por el momento, le gustaban más las gentes de fuera que las que había dejado dentro del monasterio; a excepción de Casilda, claro estaba.
Don Martín de Rojo e Hinojosa se había desplazado de nuevo a la Corte. El viaje fue lento y engorroso, y había durado varias jornadas: Astorga, Benavente, Tordesillas, Segovia y Madrid.
Hízolo el hidalgo a caballo; en coche hubiera demorado demasiado tiempo, a riesgo de perder la cita tan trabajosamente lograda con don Jerónimo Villanueva. Se puso en camino con los planes muy ajustados a fin y efecto de cubrir las leguas prefijadas para cada jornada y encontrar posada conocida en cada estación y, lo que era más importante, cabalgaduras de repuesto en caso de que la suya propia, a pesar de los cuidados y descansos que tuviere, coincidentes con los propios, por causas imprevisibles no pudiera seguir camino. Su experiencia le decía que un tendón inflamado, un enfriamiento o una mera torcedura eran motivos suficientes para no proseguir y verse obligado a hacer un alto en el camino. Su intención era hacer no más de ocho leguas diarias, distancia apropiada para su caballo y para él mismo. Una vez cumplido el negocio que a Madrid le traía, de regreso era su intención desviarse hasta San Benito, ya que al no haber podido atender la convocatoria de sor Gabriela para asistir junto con los demás protectores del convento a la proclamación de ésta como priora, por coincidir la fecha con la tan deseada y esperada cita del pronotario de Aragón, no había podido asimismo aprovechar la ocasión para rezar ante la tumba de su querida hermana y de esta forma despedirse de ella, obligación que creía ineludible puesto que él era la única familia que a la difunta priora le quedaba en vida.
Un hecho singular volvía una y otra vez a su mente. Fue en Villaquejida. Tras su parada en Astorga iba atento al camino y vigilante porque le había parecido que
Rumoroso
había cambiado el tranco; era éste un noble animal de nueve años que le había rendido grandes servicios, poderoso y noble, de carácter tranquilo y no muy rápido, pero sin embargo incansable. Lo hacía pasar de un sostenido y suave galope a un trote lento y de vez en cuando a un paso contenido a fin de que recobrara fuelle. Súbitamente, sin que él se lo ordenara, el caballo se retuvo; era algo que jamás hacía sin motivo. Detuvo al noble bruto y, tras dejarlo descansar unos minutos, lo espoleó suavemente a fin de observar su comportamiento; el bridón apoyaba con tiento la diestra mano. Faltaba menos de media legua para arribar a Villaquejida y se dispuso a proseguir, muy despacio para no forzar al animal; allí observaría cuidadosamente el remo que parecía dañado y, de no saberlo ver, haría llamar a un chamán. Si éste le decía que con alguna cura y algún cuidado al día siguiente y con el nocturno descanso podía continuar, así lo haría; en caso contrario dejaría el animal en la cuadra de la posta y cambiaría de cabalgadura, bien a su pesar, recogiéndolo a su regreso, y en caso de no hacerlo por el mismo camino lo enviaría a recoger por algún criado de su casa.
En estas cavilaciones andaba su cabeza cuando sin darse casi cuenta se topó de bruces con el aviso de la posada. En grandes letras negras sobre fondo rojo se podía leer:
MESÓN DE LA MEDIA LUNA.
Recordaba... Puso pie en tierra y tomando al caballo de la brida lo condujo hasta las cuadras a fin y efecto de examinarlo con atención y requerir del mozo que allí hubiere, caso de ser necesario, la correspondiente ayuda. En la puerta, sobre un poyo de piedra estaba sentado un zagal de unos quince años que daba buena cuenta de una humilde manduca; vestía pobremente, juboncillo y calzones muy raídos, medias de estameña y borceguíes de áspero cuero vuelto, y su cabello parecía cortado por un esquilador de ovejas. Cuando él se fue aproximando, el mocito alzó la vista; en aquel instante tuvo la certeza de que había visto aquella mirada anteriormente. No acabó ahí su asombro, porque a su vez supo, por la expresión del mozalbete, que asimismo él era reconocido. Cuando llego a su altura a fin de indagar si había sitio en la cuadra para su caballo y, en caso necesario, si era posible encontrar por los alrededores persona avezada en las dolencias de los equinos, el chico, con la boca llena de comida, se trabucó y balbuceando torpemente le respondió que él no era de aquellos pagos, y tomando su raído saco se alejó apresuradamente. Todo aquello iba dándole vueltas por el molondro, ya aposentado en Madrid.
Llegado el día anterior para asegurar su cita, se alojó en la Posada del Alabardero, establecimiento que ya conocía de otras ocasiones y que le convenía por su precio y su buen trato. Se hallaba éste situado en la calle de los Tintoreros, entre el Juego de Pelota y la calle de las Fuentes.
Rumoroso
arribó sin novedad a la Corte, ya que en Villaquejida descubrió su mal, que no fue otro que una minúscula piedrecilla alojada entre el casco y la herradura de la mano diestra. Le buscó acomodo, pues deseaba que el noble animal fuera cuidadosamente tratado tras el largo viaje y a la espera de las leguas que aún le restaban para hallarse de nuevo en su cuadra; hecho todo lo cual, decidió premiarse a fin de distenderse para afrontar con temple y serenidad la comprometida entrevista del día siguiente. Fuese a la pastelería de Botín, que estaba en la esquina de Herradores con San Ginés, y premióse con una cumplida cena en la que no faltaron las especialidades de la casa: ternera en salsa, hojaldres de crema y balas de azúcar. Acercóse después, a fin de matar el tiempo pues sabía que aquella noche le iba a ser dificultoso conciliar el sueño, a una casa de conversación que se hallaba en la calle de los Convalecientes de San Bernardo; allí, escuchando la filosófica disputa sobre la rivalidad existente entre los corrales de la Cruz y del Príncipe mató su tiempo, para retirarse finalmente a una prudente hora, ya que a partir de la puesta de sol las calles se llenaban de malandrines valentones y soldados de Flandes que, para remediar su ruina, alquilaban su fierro al mejor postor, y uno podía encontrarse en medio de una reyerta por menos de un válgame Dios y eso era lo que menos convenía a don Martín aquella noche. Llegó finalmente a su alojamiento y tras desvestirse y rezar sus devociones se quitó la peluca y se colocó la bigotera con el fin de estar impecable al día siguiente, hecho lo cual se introdujo en el mullido lecho y cerrando los ojos intentó conciliar el sueño; éste se resistía, y dio vueltas y más vueltas sin conseguirlo. Su mente evocaba, una y otra vez, el rostro del zagal de Villaquejida.
Coches, caballos, mulos, cocheros y lacayos se agolpaban a las puertas del convento de San Benito. La animación era inusual, ya que salvo don Martín de Rojo todos los protectores sin excepción habían acudido a la convocatoria de sor Gabriela de la Cruz, nueva priora del monasterio.
Los criados comían, unos de pie y otros sentados en los estribos de los carruajes, en piedras o en algún que otro tocón de árbol derribado que por allí hubiere, las provisiones que las monjas habían servido para ellos; charlaban en pequeños grupos, contándose unos a otros las aventuras y peripecias del camino. Los amos habían pasado al interior para cumplir el cometido que allí les había traído, que no era otro que sancionar la decisión tomada por las monjas en capítulo secreto y ratificada, posteriormente, por
el placet
del obispo.
Por la mañana se había leído en la sala capitular el orden de las votaciones, que a la tercera vuelta otorgaron el cargo a sor Gabriela al rebasar, las a ella favorables, los dos tercios del total; posteriormente, el doctor Carrasco ofició una misa solemne ayudado por los dos camareros mayores y por el sacerdote del convento, el reverendo Julián Rivadeneira. Luego de un generoso refrigerio en el que, como siempre, salieron a relucir las habilidades culinarias de sor Hildefonsa, la mayoría de los asistentes fuéronse retirando en tanto que el excelentísimo señor secretario del Santo Oficio, acompañado de la nueva priora de San Benito, se dirigía al despacho de ésta. No bien hubieron entrado en él, sor Gabriela cerró la puerta tras de sí y se aproximó a su sillón, aguardando de pie a que el doctor Carrasco dejara de inspeccionar la estancia y ocupara uno de los otros dos sillones que había frente a su mesa. El secretario general parecía no tener prisa; finalmente dejó su capa morada sobre el brazo del que no iba a ocupar y se aposentó en el otro. La priora, al punto, hizo lo mismo.
—No parece que hayáis hecho muchos cambios —comenzó diciendo el prelado.
—No por el momento. He tenido otros asuntos más urgentes y delicados a los que dedicar mi tiempo. El adecuar el despacho puede esperar.
—Y bien, me gustaría que vuestra maternidad me ampliara algo más las nuevas que me trasmitisteis en la misma carta en la que me convocabais para la reunión de hoy.
—¿Os referís a la huida de la postulanta?
—A ella me refiero; no únicamente por el suceso en sí, sino por cuanto pudiera tener que ver con temas que están bajo mi jurisdicción referentes a la ortodoxia de la fe, ya que si no entendí mal intuís e incluso sugerís que el maligno puede andar tras todo ello.
—Ésta es mi modesta opinión. Son demasiadas coincidencias las que se han dado a lo largo de los años.
—Proceded con orden y seguid el discurso de mis preguntas.
—Soy toda oídos, paternidad, e intentaré, con toda humildad y respeto, seros útil.
—Está bien, comencemos. ¿Quién era esa postulanta?
—Veréis, excelencia, la muchacha era un caso peculiar. En el monasterio conviven siempre treinta y tres monjas, los años de Cristo. Luego están las recogidas, que vienen a dar a luz y después entregan el fruto de su pecado a familias que lo solicitan; posteriormente, si su comportamiento es digno y tienen leche, claro está, las recomendamos para que ejerzan de amas de cría, oficio como sabéis muy bien remunerado; cuando ya han terminado su misión y si así lo desean, pueden reintegrarse al convento en calidad de fámulas. Bien, y finalmente están las postulantas, que tras dos años de formación ingresan al cumplir los catorce para tomar el velo de novicias.
—Me estáis informando de lo que conozco perfectamente. Os ruego que vayáis al asunto que nos interesa.
—Perdonad la digresión, pero viene al hilo de lo que os voy a contar.
—Id al grano.
—Hace catorce años, una noche trajeron al convento a una criatura que tendría unas pocas horas de vida. Sor Teresa desde el primer día la protegió de modo especial. La niña fue el juguete de las hermanas y se crió entre la comunidad; siempre supimos que, pasando el tiempo, tomaría los hábitos. Yo llegué al monasterio cuando la criatura tendría unos cinco o seis años, y pronto me di cuenta de que su carácter era cualquier cosa menos manso... más bien diría imposible. Sin embargo me fue muy difícil enderezarla ya que la protección de la priora era total, y vuestra excelencia sabe que mi persona era únicamente la prefecta de novicias.