Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—Y ¿cómo saldréis del convento? Los portones están cerrados a cal y canto y vigilados.
—Veréis. El carro del heno sale de madrugada todos los días. Vos bajaréis al río y cortaréis dos o tres juncos huecos de los que crecen en la ribera; con ellos me enseñó Blasillo a respirar bajo el agua. Luego de las completas bajaré a las cuadras, me meteré entre el heno del carro que esté cargado y me cubriré con él, atravesaré la yerba con los juncos y, poniéndomelos en la boca, respiraré a través del forraje; cuando el carro se detenga en cualquier parte, me escabulliré. Luego todo quedará en manos de la divina providencia.
Casilda se quedó pensativa.
—El Señor guíe vuestros pasos. Peor que en el convento no os irá en parte alguna. —Hizo una pausa—. Tengo un hermano mulero en Valladolid; no sé adónde os conducirán vuestros zapatos, pero si caéis por allí, os daré un billete por si puede ayudaros...
—Nunca os agradeceré bastante todo lo que habéis hecho por mí. En toda mi vida solamente he amado a tres personas y ya he perdido a dos de ellas: La priora ha muerto y Blasillo se fue, va ya para cinco años, y nunca jamás supe de él; solamente me quedáis vos... y también os voy a perder.
—Nunca se puede decir. Los caminos del Señor son muy extraños... y él escribe recto, con renglones torcidos. Si alguna vez tenéis ocasión, escribidme a casa de los Rojo; hacedlo sin firma ni nombre en el remite. Allí crié al hijo de don Martín y de doña Beatriz, y aunque mi amiga Leonor, la doncella de la señora a quien yo visitaba siempre, se ha casado con un correo de posta y ya no reside en la casa, todo el mundo me quiere y me guardarán vuestra carta. Ellos viven en Quintanar del Castillo y todo el mundo conoce su casa solariega.
—No dudéis que intentaré enviaros noticias mías, pero intuyo que ya nunca más os volveré a ver.
Ambas mujeres se habían puesto en pie y ambas aguantaban las lágrimas como podían.
—No os derrumbéis, Casilda, que no lo soportaré.
—Catalina, os quiero tanto como al hijo que me quitaron y más que al que crié.
—Y yo más que a los padres que no tuve. Vos sois actualmente toda mi familia.
—Avisadme cuando estéis a punto para la partida.
—¡Os amaré siempre, Casilda!
La noche amaneció adornada por la luna grande y redonda, que al desparramar por todo el convento su luz blanca y lechosa desdibujaba el perfil de las cosas. Catalina, forzada por los acontecimientos, tenía tomada su decisión; las noticias corrían como reguero de pólvora y todos los moradores del vetusto monasterio sabían que el
placet
del obispo había llegado por la mañana.
Casilda se lo había comunicado en las cocinas con harto disimulo a la vez que, con mucho tiento, le pasaba una pequeña faltriquera de ajado terciopelo verde que contenía todos sus ahorros.
La mala nueva dejó a la muchacha desconcertada; una cosa era planificar su huida y otra muy distinta llevarla a cabo. Todo lo tenía ya preparado y, sin embargo, llegado el momento, pensaba que su intento era delirante e imposible. De cualquier modo la suerte estaba echada y la moneda lanzada al aire caía indefectiblemente. Las postulantas, junto con las monjas y las novicias que ya habían tomado el velo, asistían al rezo de las completas; luego las primeras se retiraban en tanto que las demás continuaban hasta las tercias. Esa hora escasa era el tiempo de que disponía para llevar a cabo su intento. Sor Leocadia del Santo Espíritu, que ya ejercía provisionalmente el cargo de prefecta de novicias, cerró con llave la celda de Catalina y se alejó, con paso lento y mesurado, camino de la capilla. La muchacha esperó a que el rumor de los pasos y el roce del rosario de la monja se perdiera en el fondo del pasillo y se dispuso a actuar. En primer lugar levantó la colchoneta del catre y extrajo de debajo de ella todos los tesoros que tanto tiempo y esfuerzo le había costado reunir: un jubón, unos borceguíes, una ropilla blanca interior, unos calzones de pana, dos pares de medias, una escarcela de cuero envejecido por el uso, donde había guardado la faltriquera de terciopelo con el dinero y su caja de labor; todo se lo había ido proporcionando Casilda poco a poco y su habilidad con la aguja había hecho el resto. Lo fue ordenando todo sobre el lecho y después se quitó la toca de la cabeza y se despojó del hábito y la enagua; a continuación tomó las tijeras del costurero con su mano zurda y sujetando las guedejas de su negra melena con la diestra las fue cortando hasta que el suelo, a sus pies, quedó totalmente cubierto de mechones de pelo; después, sin quitarse la banda de tela que aplastaba sus jóvenes pechos, se fue vistiendo.
Cuando todo hubo concluido, recogió el cabello cortado y lo escondió bajo la colchoneta junto con su hábito, y de detrás de una cómoda en la que hasta aquel instante había guardado todas sus pertenencias sacó una pequeña alforja, que se colocó en bandolera; en ella ya guardaba alguno de sus tesoros indispensables para llevar a cabo sus planes y allí colocó el resto de sus pertenencias. Luego, tras dar una larga mirada a aquel aposento que hasta el instante había constituido todo su universo, se dirigió a la puerta dejando tras de sí, colgadas de unos ganchos de la pared, las disciplinas y el cilicio que tanto habían atormentado su adolescencia y que jamás, por otra parte, había comprendido. Buscó la llave y la introdujo en la cerradura, y mientras con el hombro derecho presionaba la puerta la fue girando lentamente hasta que el pasador, obligado por el muelle, se descorrió; el eco del ruido resonó en el pasillo del planchador y a Catalina le pareció un trueno en medio de la tormenta. Esperó atenta. Nada ocurrió y ya más animosa cerró tras de sí, y dio vuelta a la llave. Con paso breve y rápido atravesó el planchador y enfiló el corredor de las monjas. Al abrir la cancela, llegaron hasta ella nítidas y diáfanas las voces femeninas que, dirigidas por la madre Esperanza, chantre de la comunidad, y mezcladas en canon con la del padre Rivadeneira, le aseveraban que ya habían pasado veinte minutos y que su tiempo se iba a acabar en un suspiro. El candil de aceite que alumbraba el Sagrado Corazón de la pared iluminó su camino. Llegado que hubo al portón que daba al patio, lo abrió, y la luz del astro de la noche le permitió divisar claramente el jardín. Rauda como un ratoncillo del campo, atravesó la zona iluminada y se introdujo en el túnel de boj que descendía hasta el huerto; instintivamente miró hacia atrás y su corazón casi se detuvo. Una sombra la seguía, pero lo hacía ligera y sin excesivo disimulo. Era Casilda; en dos zancadas la mujer llegó a su altura.
—¿Que hacéis aquí? ¿Estáis loca?
—¿Pensabais, acaso, que no iba a veros antes de vuestra partida?
—No he querido deciros nada para no comprometeros.
—¿Imaginabais, tal vez, que tras las vicisitudes que hemos pasado juntas iba a permitir que os fuerais sin despediros?
—¿Cómo habéis sabido que lo iba a intentar esta noche?
—Porque os conozco bien y la despedida del lavadero me ha indicado que para vos era la definitiva.
—¡Temo por vos, Casilda! A mí me podrá ocurrir algo allá afuera, pero vos quedáis aquí adentro.
—Da igual, querida amiga, será lo que Dios quiera. ¡Tomad!
—¿Qué me dais?
Catalina tomó el billete que le tendía su amiga y lo guardó en el bolsillo.
—Ahí tenéis la dirección de mi primo de Valladolid. Debo deciros que vuestro aspecto es tan asombrosamente diferente que al principio me ha costado reconoceros. Parecéis, talmente, un muchacho. Pero no perdamos tiempo, que ya queda poco. No os molestéis en negaros, os voy a acompañar hasta que estéis metida en vuestro escondrijo.
Partieron las dos amigas en silencio y con tiento. En llegando al final del túnel de follaje, se detuvieron mirando atentamente a izquierda y derecha para cerciorarse de que nadie seguía sus pasos. Todo parecía en calma; lo único que interrumpía la placidez de la noche era el cric cric de los grillos y el croar de los sapos en la charca del establo. Las furtivas llegaron a las cuadras. Al fondo, en la oscuridad, estaba el carro grande del convento cargado hasta los topes, aquella noche, de alfalfa. Ambas mujeres se aproximaron.
—Ahora sí que ha llegado la hora del adiós, Casilda.
A Catalina le relucían los ojos a causa de las lágrimas.
—Si lloráis, o me voy con vos u os quedáis.
Catalina dejó la alforja en el suelo y ambas mujeres se dieron un abrazo violento y desesperado.
—Vamos, ya os he demorado bastante.
Casilda tomó de un hierro del muro una horca de madera que se utilizaba para remover la paja y, clavándola en la alfalfa amontonada en el carro, la fue descargando a fin de hacer un hueco lo suficientemente grande para que cupiera una persona. Catalina había extraído de la alforja los dos juncos huecos que Casilda había cortado del margen del río.
A continuación se acostó en el lecho de yerba y colocando las cañas, la una horizontal y la otra vertical, indicó a su amiga con un gesto que procediera. La mujer, tras enviarle un beso con la punta de los dedos comenzó a echar brazadas de yerba sobre la muchacha. Obraba con sumo cuidado a fin de dejar libres los dos pequeños orificios del extremo de los juncos. Cuando todo fue hecho, colocó el dorso de ambas manos sobre ambos y, acercándose al lateral del carro, dijo a la muchacha:
—¡Soplad! Soplad primeramente por el de arriba y luego por el del costado.
Un aire suave y tibio salió por los dos agujeros, demostración fehaciente de que el invento funcionaba y de que la muchacha podía respirar sin impedimento alguno.
—Si estáis bien, ya nada queda por hacer. ¡Adiós, querida mía! Rezaré mucho por vos. ¡No me olvidéis!
Catalina, tumbada como estaba entre la alfalfa, sintió sobre su boca el salado sabor de las lágrimas.
Los cantos de las completas habíanse terminado; la comunidad y las novicias se habían retirado a sus celdas. El padre Rivadeneira, despojado de sus vestimentas de ceremonial, permanecía en la sacristía gozando el momento que se avecinaba, tan largamente acariciado. Ya todo era silencio y oscuridad. Extrajo de un cajón del bargueño una llave y se la metió en el bolsillo de su sotana; después, tomando un candelabro de tres brazos, se dirigió a la pared del fondo. Allí buscó con la diestra un pequeño resorte oculto en una moldura; al presionarlo, un panel estrecho, del ancho de una persona, empezó a girar sobre sí mismo. Entonces el fraile se introdujo en la negra oquedad. Luego, con el candelabro sobre su cabeza, fue avanzando con precaución. La luz vencía a la oscuridad; las paredes del secreto pasadizo rezumaban una humedad antigua y pegajosa, y la calva del clérigo brillaba a causa del sudor y la lujuria. Finalmente llegó al otro extremo. A tientas, su nerviosa mano palpó el tabique; el resorte de éste se resistía a causa del desuso, pero súbitamente se oyó un clic y la pared cedió. Avanzó hasta desembocar en el corredor de las postulantas y encaminó sus pasos hacia el cuarto de la ropa blanca; allá al fondo estaba la puerta de la celda de Catalina.
Llegóse hasta ella, respiró hondo y aplicó su oreja a la madera: nada se oía. Su metafísico sueño de tantas noches de insomnio y vigilia se iba a cumplir. De su hondo bolsillo extrajo la llave y la introdujo en la cerradura para, suavemente, hacerla girar; empujó la puerta y ésta cedió. El candil de la celda, que permanecía encendido, iluminó la escena: ¡Nada ni nadie! El catre estaba vacío y allí no había rincón alguno donde pudiera ocultarse una persona, aunque fuera tan ágil y esbelta como Catalina. Primero el desconcierto, y luego una ira al rojo vivo se fue apoderando de él. Se acercó al modesto jergón y levantó el cobertor de un violento tirón. ¡Nada! Su mente se puso a trabajar como galeote en boga de combate, luego no se contuvo y ya no le importó el ruido que pudiera hacer. Fuese hacia la puerta y tras cerrarla dio vuelta a la llave; después, a grandes zancadas desanduvo el camino andado a través del pasadizo, llegó a la sacristía y tras cerrar el panel tuvo que contener su agitada respiración y tomar aliento. Con mil pensamientos, a cuál más lúgubre, se dirigió a su celda. La reverenda priora de San Benito iba a saber quién era Julián Rivadeneira y Antúnez.
A las cinco y media de la madrugada uno de los carros del convento, cargado de alfalfa, se detenía en la salida del monasterio. La hermana tornera se dirigió al portón con paso cansino y, con gran esfuerzo, retiró el gran travesaño de roble que aseguraba el cierre del mismo; luego procedió a empujar las gruesas hojas para dejar el paso franco. Antón Cifuentes, con un largo silbo y el chasquido del látigo, arreó al tiro y fue saliendo.
—No hagas demasiado daño ahí afuera —comentó la monja jocosamente al paso del carro.
—Descuide su maternidad, que no voy a contagiar a los de afuera de los males que acaecen aquí adentro.
Y a paso lento, el cargado carromato se alejó en la noche.
Hervía la ciudad. Una masa bullanguera y festiva inundaba sus calles y plazas, impregnándolo todo de ese aroma festivo y juvenil que respiran todas las urbes que, al tener universidad, acogen en su seno una variopinta, abigarrada y caleidoscópica multitud de jóvenes; si bien no todos se iban a esforzar en empaparse de las disciplinas que allí se impartían, sí en cambio iban a invadir los figones, mancebías y garitos donde se daba al naipe hasta bien entradas las madrugadas. Salamanca, faro y norte, junto con Alcalá de Henares, de todo el saber de la época del Rey Poeta, reventaba por los costurones; tal era la cantidad de gentes que pretendían sentar plaza en ella, ya fuere para estudiar, holgar o conocer a hijos de familias de prosapia y alcurnia, cuya amistad les fuera de provecho en el futuro y en la Corte.
Álvaro de Rojo y de Fontes era un veterano. El permiso que arrancara a su padre, con la inestimable complicidad de su adorada madre, el año anterior para graduarse en la Universidad de Salamanca, lo había colmado de felicidad. Arribó a ella acompañado únicamente de Matías, viejo criado de su casa que en mejores tiempos había ejercido de escudero, y lo hicieron a lomos de dos acémilas de escaso porte y menor prestancia; podían considerarse indigentes al lado de estudiantes que llegaban de Madrid con séquitos de cuarenta y más personas entre preceptores, ayos, escuderos, criados y lacayos, circunstancia que no le importó en modo alguno ya que jamás la envidia turbó su ánimo. Y precisamente por ello y sin buscarlo, hizo amistad desde el primer momento con Cristóbal López Dóriga, hijo del marqués del mismo título y con el que congenió desde el primer día.