Castigo (31 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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Ahí.

Asbjørn Revheim se había empeñado en cambiarse el nombre ya con trece años. El biógrafo dedicaba página y media a reflexionar sobre el hecho de que una pareja de padres hubiera permitido, en 1953, que un chico tan pequeño renegase del apellido familiar. Pero claro, sus padres tampoco eran como los de la mayoría de los chicos.

Asbjørn Revheim se apellidaba Kongsbakken originalmente. La madre y el padre eran Unni y Astor Kongsbakken: ella era una artesana reconocida que hacía telares, y él un fiscal eminente, por no decir famoso.

El agua se había quedado templada, y a Inger Johanne casi se le había olvidado que tenía que aclararse la mascarilla del pelo. Cuando su madre llegó a las dos, a ella casi no le dio tiempo a decirle que dentro de una hora había que darle a Kristiane media aspirina disuelta en Coca-Cola tibia y que hoy la niña podía beber lo que quisiera.

—Estaré de vuelta sobre la cinco —dijo—. Puedes atar a
Jack
en el jardín. ¡Y muchas gracias por venir, mamá!

Se le olvidó explicarle por qué había puesto a secar un libro entre dos sillas en el salón.

El estado de Alvhild había empeorado. La mujer, de nuevo en la cama, volvía a despedir el olor a cebolla. La enfermera le advirtió a Inger Johanne que no podía quedarse mucho tiempo.

—Volveré dentro de un cuarto de hora —avisó.

—Hola —dijo Inger Johanne—. Soy yo. Inger Johanne.

Alvhild hacía esfuerzos por abrir los ojos. Inger Johanne acercó la silla y posó con cuidado su mano sobre la de la anciana. Estaba fría y seca.

—Inger Johanne —repitió Alvhild—. Te he estado esperando. Cuéntame.

Tosió secamente intentando darse la vuelta; tenía la cabeza hundida en aquella almohada grande y mullida. Al no conseguirlo, se quedó mirando el techo. Inger Johanne agarró una servilleta de papel de una caja sobre la mesilla y le secó el contorno de la boca.

—¿Quieres un poco de agua?

—No. Quiero que me cuentes lo que has descubierto en Lillestrøm.

—¿Estás segura de que...? Puedo volver mañana, si quieres... Ahora estás demasiado cansada, Alvhild.

—¡Eso creo que me corresponde a mí decidirlo! —Volvió a toser, con una tos bronca y convulsiva—. Cuéntame —ordenó.

Inger Johanne le contó. Hubo un rato en que no estaba segura de si Alvhild estaba despierta, pero luego la mujer sonrió trabajosamente, como para animarla a proseguir.

—Y hoy —dijo finalmente—, hoy he descubierto que Astor Kongsbakken era el padre de Asbjørn Revheim.

—Eso ya lo sabía.

—¿Ya lo sabías?

—Sí. Kongsbakken era una figura destacada en el mundo jurídico de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Se murmuraba mucho sobre lo embarazoso que tenía que ser para él que su hijo escribiera libros como ésos. Era... Pero lo que no me imaginaba es que Revheim tuviera algo que ver con el caso de Seier.

—Tampoco es seguro que tenga algo que ver.

Alvhild tenía problemas con la almohada. Quería incorporarse, y su mano buscó a tientas el mando con el que se regulaba la altura de la cama.

—¿Estás segura de que esto te conviene? —preguntó Inger Johanne pulsando con cuidado un botón verde.

Alvhild asintió débilmente y repitió el gesto cuando alcanzó la altura deseada. El sudor le perlaba las arrugas de la frente.

—Cuando se publicó
Frío febril
en...

—En 1961 —dijo Inger Johanne, que había conseguido leerse la mayor parte de la biografía.

—Puede ser. Se armó un buen lío. No tanto por los detalles pornográficos, como quizá por los violentos ataques a la Iglesia. Debe de haber sido el mismo año en que Astor Kongsbakken dejó la Fiscalía General y pasó al ministerio. Era... —Alvhild se esforzó por tomar aliento—. Agua en los pulmones —explicó, sonriendo débilmente—. Espera un momento.

La enfermera había vuelto.

—Se lo digo en serio. —Los grandes pechos saltaban ligeramente al ritmo de las palabras—: Esto no le viene bien a Alvhild.

—Astor Kongsbakken —jadeó Alvhild con dificultad— era amigo de mi jefe. El que me pidió que...

—Márchese —ordenó la enfermera señalando la puerta y preparando una jeringuilla con dedos hábiles.

—Me voy —dijo Inger Johanne—. Ya me voy.

—Estudiaron juntos —susurró Alvhild—. Vuelve a verme, Inger Johanne.

—Sí —prometió Inger Johanne—. Volveré cuando estés mejor.

La mirada de la enfermera le dio a entender que tendría que esperar sentada.

Cuando Inger Johanne volvió a casa, olía a limpio. Kristiane seguía durmiendo. El salón estaba recién ventilado, y las cortinas descorridas. Incluso la estantería estaba ordenada; los libros que ella había colocado a toda prisa en horizontal sobre los otros estaban ahora en su sitio. El considerable montón de periódicos viejos que había junto a la puerta de la entrada había desaparecido. Al igual que
Jack.

—A tu padre le apetecía dar un paseo —dijo su madre—. No hace mucho que se han ido. Las cortinas necesitaban un lavado, la verdad. Y aquí...

Le dio la biografía de Asbjørn Revheim. Tenía las hojas algo arrugadas como si fuese un libro usado, pero estaba entero y completamente seco.

—He usado el secador —le informó su madre, sonriendo—. La verdad es que ha tenido su gracia ver si conseguía salvarlo. Y además... —Hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza y enarcó una ceja—. Ha venido un hombre. Un tal Yngvar Stubø. Ha dejado una camiseta que claramente era tuya porque ponía Vik en la espalda. ¿Se la habías prestado tú? ¿Quién era? Por lo menos podría haberla lavado, me parece a mí.

49

El forense estaba solo en la sala. Era ya domingo 4 de junio e iba terriblemente retrasado en el trabajo. Frisaba los sesenta y cinco años y tenía la sensación de estar retrasado en muchas cosas. Aunque toda la vida se había conformado con malas condiciones de trabajo, demasiado quehacer y un sueldo que a su juicio no era proporcional a lo agotadora que resultaba su labor, ahora empezaba a perder la paciencia. Su profesión nunca lo había llenado mucho, y ahora que se aproximaba a la edad de la jubilación hubiera deseado que al menos hubiese estado mejor remunerada. Ganaba algo menos de seiscientas mil coronas al año, incluidas las clases y todas las horas extra. Ya había dejado de contarlas. Su mujer pensaba que tenían que ser unas mil horas al año. Que a la mayoría de la gente le pareciera que tenía un sueldo impresionante a él lo dejaba indiferente. Su hermano gemelo, que también era médico, se había dedicado a la cirugía. Tenía una clínica privada, una casa en la Provenza y un capital de más de siete millones de coronas según su última declaración de la renta.

El domingo era su día de lectura. En realidad se suponía que su trabajo debía dejarle tiempo para ponerse al día profesionalmente dentro del horario laboral, pero apenas había leído un artículo entre las nueve y las cuatro en los últimos diez años. Había acabado madrugando los domingos por la mañana para echarse a la espalda una mochila con comida y un termo e irse andando al trabajo. Tardaba algo más de media hora.

Cuando terminó de clasificar las revistas y las tesis doctorales en dos montones en el suelo, se deprimió. Un montón era el de «lectura urgente», el otro el de «puede esperar». Este último montón era mínimo, el primero le llegaba casi a las rodillas. Agarró el tomo que casualmente estaba encima del montón y se sirvió una taza de café muy cargado.

Excitation-contraction coupling in normal and failing cardiomyocytes.

La tesis doctoral era de 1999 y llevaba ahí un montón de tiempo. No conocía al doctorando y, en realidad, no era fácil saber si el estudio podía tener alguna importancia para él sin echarle un vistazo. Estuvo tentado de buscar otra cosa en el montón, pero dominó ese impulso y empezó a leer.

Al forense le temblaban las manos. Dejó la tesis a un lado. Era todo tan amenazador y a la vez tan evidente que le entró miedo, literalmente. La respuesta no estaba en la tesis, ésta simplemente le había hecho pensar. Notaba la descarga de adrenalina: se le había acelerado el pulso y respiraba con agitación. Tenía que ponerse en contacto con un farmacéutico. La guía telefónica se le cayó al suelo cuando intentaba encontrar el número de teléfono de la mejor amiga de su mujer, la dueña de la farmacia de Tasen. Estaba en casa. La conversación duró diez minutos. Al forense se le olvidó darle las gracias por su ayuda.

Yngvar Stubø le había dejado su tarjeta de visita. El médico se puso a buscar entre hojas sueltas y notas amarillas, entre bolígrafos e informes, pero la tarjeta había desaparecido. Al final se acordó de que la había fijado en el tablón de las tarjetas. Movía los dedos con tanta torpeza que tuvo que marcar el número del móvil dos veces.

—Stubø —dijo una voz al otro lado de la línea.

El forense tardó un minuto en exponer el motivo de su llamada. Se hizo el silencio.

—¿Hola?

—Sigo aquí —dijo Stubø —. ¿Qué tipo de sustancia es ésa?

—Potasio.

—¿Qué es el potasio?

—Es uno de los elementos que tenemos en las células.

—Lo cierto es que no entiendo nada. ¿Cómo...?

El médico se dio cuenta de que estaba temblando y sujetaba el auricular con todas sus fuerzas. Lo cambió de mano para intentar relajarse.

—Se lo explicaré en términos tan elementales que casi son incorrectos —carraspeó—: En las células humanas hay una cierta cantidad de potasio. Nuestra vida depende de eso. Al morir, se puede decir que nuestras células empiezan a... gotear. Al cabo de una hora o dos, el nivel de potasio en el líquido que rodea a las células asciende considerablemente. En realidad es un síntoma bastante claro de que estás... muerto, simple y llanamente. —El médico estaba sudando; la camisa se le pegaba al cuerpo y debía respirar más despacio—. Por eso no llama en absoluto la atención que el nivel de potasio alrededor de cada célula haya aumentado después de la muerte. Es lo normal.

—¿Entonces?

—El problema es que el nivel de potasio también ascendería si alguien se lo administra al cuerpo, mientras el sujeto sigue vivo, quiero decir. Y entonces... el sujeto se muere. El aumento del nivel de potasio produce la muerte.

—¡Pero no puede ser difícil rastrear una sustancia como ésa!

El forense alzó la voz:

—¿Es que no oyes lo que digo? Si el sujeto muere como consecuencia de una inyección de potasio, ¡la causa de la muerte no se podrá detectar a no ser que se le practique la autopsia inmediatamente! ¡Un retraso de una hora o dos basta para que el nivel elevado de potasio pueda atribuirse a la muerte en sí! En ese caso la autopsia no revela nada, salvo el hecho de que la persona ya no está viva y de que la causa de la muerte no se puede determinar.

—Por Dios... —Stubø tragó saliva con tanta fuerza que incluso el médico lo oyó—. Pero ¿de dónde se saca este veneno?

—¡No es ningún veneno, joder! —gritó el forense. Cuando volvió a abrir la boca, habló con voz baja y temblorosa—. Para empezar, tanto tú como yo ingerimos potasio todos los días, a través de nuestra dieta cotidiana. No en grandes cantidades, ciertamente, pero... ¡El potasio se puede comprar en las farmacias en botes de un kilo! Bueno, lo que en realidad venden es cloruro potásico. Si se inyecta en el sistema circulatorio, se descompone en potasio y cloro, si me permites seguir simplificando. El cloruro potásico tiene que disolverse para que no sea demasiado fuerte, porque si no puede destrozar los tejidos o la vena.

—Se compra en las farmacias... Pero ¿quién...?

—Sin receta.

—¿Sin receta?

—Sí. Pero por lo que sé, son pocas las farmacias que lo tienen en existencias. Hay que encargarlo. Hay además un preparado para infusiones de cloruro potásico que se compra con receta. Se administra a pacientes con deficiencia de potasio. Yo diría que en la mayor parte de las unidades de cuidados intensivos tienen algo parecido.

—A ver si te estoy entendiendo bien —dijo Stubø lentamente—. Si alguien me pone una inyección con la suficiente cantidad de potasio diluido, me muero. Si me ponen en tu mesa de autopsias más de una hora después, sólo podrás constatar que estoy muerto, pero no por qué me morí. ¿Es esto lo que me estás diciendo?

—Sí, aunque descubriría el agujero del pinchazo de la aguja.

—El pinchazo de... Pero Kim y Sarah no tenían ningún pinchazo, ¿no?

—No por lo que yo pude apreciar.

—¿Por lo que pudiste apreciar? ¿No comprobaste que los niños no presentaban pinchazos de aguja?

—Por supuesto. —El forense estaba rendido. Aún tenía el pulso acelerado y le costaba respirar—. Pero he de admitir que no los afeité.

—¿Que no los...? ¡Pero si estamos hablando de dos niños pequeños!

—No les afeité la cabeza. Procuramos dañar lo menos posible los cuerpos a los que les practicamos la autopsia. Intentamos que a los familiares no les horrorice demasiado lo que tenemos que hacer. No es imposible poner una inyección en la sien. No es fácil, pero es factible. Tengo que admitir que... —Oía la respiración de Stubø al otro lado de la línea—. No busqué marcas de pinchazos en las sienes. La verdad es que ni siquiera se me ocurrió.

Los dos estaban pensando lo mismo. Ninguno de los dos tenía fuerzas para decir nada. El cuerpo de Sarah todavía estaba a disposición del forense. Kim estaba ya enterrado.

—Menos mal que nos negamos a que lo incineraran —dijo finalmente Yngvar.

—Lo siento —se disculpó el médico—. De verdad que lo siento. De todo corazón.

—Yo también —dijo Yngvar—. Si te he entendido bien, acabas de describir el asesinato perfecto.

50

—Mi yerno está en Copenhague —dijo Yngvar depositando a un niño en el suelo.

El niño debía de tener entre dos y tres años. Tenía los ojos castaños y el cabello negro y sonreía tímidamente a Inger Johanne mientras se agarraba firmemente a la pantorrilla de su abuelo.

—Vuelve mañana por la mañana. Normalmente cuido de Amund todos los martes y cada dos fines de semana, pero tal y como han estado las cosas últimamente... no me ha sido posible estar siempre ahí y, como ahora ha surgido una situación crítica, no he podido decir que no.

Se acuclilló. El niño no quería quitarse la chaqueta, de modo que Yngvar le bajó la cremallera y le permitió seguir con ella puesta. Luego le dio un cachete al niño en el trasero y dijo:

—Seguro que Inger Johanne tiene unos juguetes estupendos, no me cabe la menor duda.

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