Castigo (26 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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—Me he equivocado con este hombre —murmuró entre dientes poniéndose los guantes de plástico.

Lo peor, sin embargo, eran las paredes. Todo lo que se había publicado sobre los secuestros estaba meticulosamente recortado y colgado. Desde la primera y discreta portada sobre la desaparición de Emilie hasta un ensayo de dos páginas de Jan Kjasrstad que había aparecido en el último número del
Aftenposten.

—Todo —dijo Hermansen—. Ha guardado cada puto artículo.

—Y eso no es todo —dijo el policía más joven indicando con la cabeza las fotos de los niños.

Eran las mismas que estaban colgadas en el despacho de Yngvar. Éste se acercó a la pared para estudiarlas de cerca. Estaban metidas en fundas de plástico, pero saltaba a la vista que no las había recortado de ningún periódico.

—Se las bajó de la red —observó el policía más joven sin que nadie le hubiera pedido su opinión.

—Así que no puede ser idiota del todo —dijo Hermansen, evitando mirar a Yngvar.

—Ya lo he admitido —refunfuñó Yngvar.

El salón era, de hecho, una especie de despacho. Un centro de operaciones para un ejército de un solo hombre. Yngvar deambulaba lentamente por la habitación. Se apreciaba cierto método en aquella locura; incluso las revistas pornográficas estaban ordenadas según una cronología perversa. El inspector cayó en la cuenta de que las revistas apiladas junto a la ventana contenían escenas con niños de trece o catorce años. Cuanto más se adentraban en la habitación, más jóvenes eran las víctimas de las revistas. Agarró al azar una que estaba sobre una mesita junto a la puerta de la cocina. Le echó una ojeada a la fotografía y notó que se le cerraba la garganta antes de obligarse a dejar la revista en su sitio en vez de romperla en pedazos. Uno de los policías de Asker y Bærum hablaba en voz baja por el móvil. Al finalizar la conversación negaba con la cabeza.

—Ni siquiera han encontrado el coche, mucho menos al tipo. Con la pinta que tiene esto... —Señaló lo que lo rodeaba con un movimiento de los brazos—, la verdad es que no me quedan muchas ganas de entrar en el dormitorio.

Seis policías estaban inmóviles, mirando en torno a sí, sin decir una palabra. Fuera del edificio estaba a punto de suceder algo. Oyeron frenar un coche, gritos, el golpeteo de unos tacones contra el asfalto. Ellos seguían callados. El policía que no quería entrar en el dormitorio se puso el pulgar y el índice sobre los párpados y apretó con fuerza. Su gesto movió al colega que tenía más cerca a acariciarle torpemente el hombro. Flotaba en el aire un olor a sexo viejo y sin lavar, a pajas y a ropa sucia. Aquel lugar hedía a pecado y vergüenza y secretos inconfesables. Yngvar miró la foto de Emilie en la pared; la chiquilla seguía tan seria como siempre, con aquella flor en medio de la frente y su aspecto de sabelotodo.

—No es él —dijo Yngvar.

—¿Cóoomo?

Los demás se volvieron hacia él. El más joven se quedó patéticamente boquiabierto, con los ojos llorosos.

—Me equivoqué con respecto a la capacidad intelectual de este tipo —admitió Yngvar intentando aclararse la garganta—. Es evidente que es capaz de usar un ordenador, de ponerse en contacto con los distribuidores de esta mierda...

Se interrumpió e intentó encontrar una palabra más expresiva, más malsonante, más apropiada para el material impreso que estaba amontonado por todas partes.

—De esta mierda —repitió abatido—. Se entera, y además sabemos casi con total seguridad que ha sido él quien ha probado suerte hoy en la calle Kjelsås. Su coche, un brazo escayolado... La descripción concuerda en todos los puntos, pero no es... Éste no es el hombre que ha secuestrado y matado al resto de los niños.

—¿Y eso se te ha ocurrido a ti solito?

La expresión de Sigmund Berli parecía proclamar que ya no consideraba a Yngvar Stubø su socio. Se dirigía a los demás, a la policía de Bærum, que estaba convencida de que resolvería el caso en cuanto encontrase al hombre que vivía en aquel piso entre los recortes de periódico, la pornografía y la ropa sucia. Sabían quién era y lo iban a pillar.

—Este hombre ya ha sido detenido en una ocasión, ¡por dos aficionados! Hoy ha estado a punto de dejarse atrapar de nuevo. Nuestro hombre, el hombre al que estamos buscando, el hombre que mató a Kim y a Glenn Hugo y a Sarah... —Yngvar no despegaba los ojos del retrato de Emilie— y que quizá tenga a Emilie encerrada en algún sitio..., no se dejaría atrapar así como así. Él no intentaría secuestrar a un niño que va de excursión con un montón de adultos, en pleno día, con su propio coche y el brazo escayolado. Ni hablar. Vosotros sabéis que tengo razón, pero estamos tan empeñados en pillar a ese cabrón que...

—¿Podrías entonces explicarme qué es esto? —lo interrumpió Hermansen.

El tono del policía no era triunfal, sino grave, casi sombrío. De un cajón había sacado una carpeta que contenía un pequeño taco de hojas DIN-A4. Yngvar Stubø no quería mirar; tenía el presentimiento de que el contenido de la carpeta iba a dar un vuelco a toda la investigación. Más de cien detectives, que hasta ahora no daban nada por seguro y que mantenían abiertas todas las líneas de investigación —policías competentes que no habían descartado ninguna hipótesis y que sabían que todo buen trabajo policial es resultado de una paciente sistematicidad—, ahora iban a empezar a investigar en una sola dirección.

«Emilie —pensó Yngvar—. Aquí de lo que se trata es de salvar a Emilie. Está en algún sitio y está viva.»

—Ay, mierda —exclamó el más joven de ellos.

Sigmund Berli emitió un largo silbido.

Fuera se oían más coches, gritos, conversación. Yngvar se acercó a la ventana y apartó un poco las cortinas. Habían llegado los periodistas, claro, y se habían aglomerado allí abajo, en torno a la puerta de entrada. Cuando dos de ellos miraron hacia arriba, Yngvar soltó la cortina. Se volvió hacia la habitación donde los demás estaban reunidos alrededor de Hermansen, que sostenía una carpeta de plástico roja en una mano, y un montoncito de papeles en la otra. Cuando levantó el papel para que lo viera Yngvar, a éste no le resultó difícil leer las palabras escritas en él, incluso desde la distancia a la que se encontraba.

AHÍ TIENES LO QUE TE MERECÍAS.

—Está escrita a máquina —objetó Yngvar.

—Déjalo —dijo Sigmund—. Tienes que dejarlo ya, Yngvar. ¿Cómo iba a saber este tipo que...?

—Las notas de los niños están escritas a mano. ¡Escritas a mano, compañeros!

—¿Vas a hablar tú con los de ahí fuera? ¿O lo hago yo? —preguntó Hermansen mientras metía las hojas en la carpeta con mucho cuidado—. No es que tengamos gran cosa que decir, pero en realidad lo más natural sería que lo hiciera yo... Ya que estamos en Bærum y esas cosas.

Yngvar Stubø se encogió de hombros. Guardó silencio mientras se abría paso entre la multitud que se había agolpado frente a aquel edificio bajo de Rykkin. Por fin consiguió llegar hasta el coche y subir a él. Cuando ya casi había perdido la esperanza de que apareciera Sigmund Berli, su colega llegó, jadeando, y se sentó en el asiento del copiloto. Apenas se dirigieron la palabra durante el trayecto de regreso a Oslo.

42

—No comprendo cómo consigues hacerlo todo —comentó Bente, entusiasmada—. ¡Esto estaba sencillamente delicioso!

Kristiane dormía. Solía inquietarse cuando Inger Johanne esperaba invitados. Ya a media tarde solía entrar en una larga fase de incomunicación: deambulaba por la casa, no quería comer, no quería dormir. Hoy, en cambio, se había metido en la cama con la tripa llena, con
Sulamit
bajo un brazo y
Jack,
que babeaba contento, bajo el otro.
El Rey de América
había obrado cierto efecto en Kristiane, a Inger Johanne no le quedaba más remedio que admitirlo. Por la mañana su hija había dormido hasta las siete y media.

—La receta —dijo Kristin—. Tienes que darme la receta.

—No hay receta —repuso Inger Johanne—. Me lo he inventado.

El vino le estaba sentando bien. Eran las nueve y media del miércoles por la tarde. Se sentía alegre y no le dolían los hombros. Las chicas charlaban sin parar. La única que no había venido era Tone, quien no se había atrevido a dejar a los niños tal y como estaban las cosas. Sobre todo después de lo ocurrido esa mañana.

—Siempre ha sido muy aprensiva —dijo Bente derramando vino sobre el mantel—. Al fin y al cabo los niños tienen padre. ¡Huy! ¡La sal! ¡Gaseosa! Tone tiene un... un miedo exagerado a todo tipo de cosas. Quiero decir que... ¡no podemos encerrarnos en casa sólo porque ese tipo ande suelto!

—Ahora lo van a pillar —aseveró Line—. Ya saben quién es. No puede esconderse eternamente y no podrá llegar muy lejos. ¿Habéis visto que la policía ha enviado un comunicado con la foto del tipo y todo? ¡Pero no tires toda la gaseosa, mujer!

Yngvar no había vuelto a telefonear después de que Inger Johanne no hubiera contestado a su llamada la noche anterior. No sabía si se arrepentía. No tenía idea de por qué no había querido hablar con él. Ahora no le habría importado. Él podía llamar, venir unas horas después, cuando las chicas hubieran acabado de reírse y se fueran a casa tambaleándose. Entonces podía venir Yngvar. Podían sentarse a la mesa de la cocina y comer sobras mientras bebían leche. Si se daba una ducha podía dejarle una camiseta de fútbol vieja de Estados Unidos. Inger Johanne podría mirarle los brazos cuando se inclinara hacia delante, apoyándose sobre ellos; llevaba una camisa de manga corta y tenía rubio el vello de los brazos, como si ya fuera verano.

—¿No?

Inger Johanne sonrió de pronto.

—¿Qué?

—Que ahora lo van a pillar, ¿no?

—¡Y yo qué sé!

—Pero el tipo ese —insistió Line—, el tipo que me encontré aquí el sábado, ¿no trabaja para la policía? Eso dijiste, ¿no? Que sí, mujer... ¡En Kripos!

—¿No nos habíamos reunido para hablar de un libro? —preguntó Inger Johanne y se fue a la cocina a buscar una botella de vino. Como siempre, las chicas habían traído demasiado.

—Un libro que evidentemente tú no te has leído —señaló Line.

—Yo tampoco —reconoció Bente—. Sencillamente no he tenido tiempo, lo siento.

—Yo tampoco —admitió Kristin—. Si quieres que la sal sirva de algo tienes que frotarla contra la tela. ¡Así! —Se inclinó sobre la mesa y metió el dedo índice en la mezcla pastosa de sal y agua mineral.

—¿Por qué llamamos a esto una tertulia literaria? —Line levantó el libro con ademán acusatorio—. Si yo soy la única que lee... Decidme, ¿qué os pasa a las que tenéis hijos? ¿Dejáis de tener ganas de leer?

—Lo que dejamos de tener es tiempo —respondió Bente entre dientes—. El tiempo, Line. Es el tiempo lo que desaparece.

—¿Sabes lo que te digo? Que me hace gracia eso que dices —empezó Line—. Siempre estáis hablando de que es lo único que realmente vale la pena... Como si en cuanto se tienen hijos se tuviera derecho a...

—¿No sería mejor que nos contaras algo sobre el libro? —intervino Inger Johanne rápidamente—. A mí me interesa, de verdad. Cuando era más joven leí todos los libros de Asbjørn Revheim. De hecho, había pensado comprarme un ejemplar de... ¿cómo se llama? —Extendió la mano para agarrar el libro, pero Line se lo quitó.


Revheim. Crónica de un suicidio anunciado
—dijo Halldis—. Además a mí no me has preguntado, de hecho, yo sí que lo he leído.

—Grotesco —farfulló Bente—. Tú no tienes hijos, Halldis.

—Un título bastante vago —dijo Line, todavía algo enfurruñada—. Todo lo que escribió e hizo destila una cierta... nostalgia por la muerte. Sí. Una atracción hacia la muerte.

—Suena a novela policiaca —comentó Kristin—. ¿No sería mejor que quitáramos el mantel?

Bente había vuelto a derramar el vino. En vez de echar aún más sal, puso torpemente su servilleta sobre la mancha roja, que se ensanchaba rápidamente porque la copa seguía volcada.

—No pasa nada —aseguró Inger Johanne levantando el brazo—. No pasa nada. ¿Cuándo murió?

—En 1983. La verdad es que me acuerdo de cuando ocurrió.

—Mmm. Yo también. Claro que también se le ocurrió una manera muy llamativa de quitarse la vida.

—Por decirlo con suavidad.

—Contádmelo —dijo Bente dócilmente.

—Quizá vendría bien un poco más de agua mineral.

Kristin fue a la cocina por más agua. Bente toqueteaba la mancha que había dejado. Line servía vino. Halldis hojeaba la biografía de Asbjørn Revheim.

Inger Johanne se sentía a gusto.

No había tenido fuerzas más que para pasar la aspiradora, meter las cosas de Kristiane en la caja que tenía en su cuarto y limpiar el baño. Preparar la comida le había llevado media hora. No le apetecía celebrar la reunión, pero había decidido no anularla. Las chicas se lo estaban pasando bien. Incluso Bente sonreía feliz con los párpados entrecerrados. Inger Johanne pensó en llegar tarde al trabajo mañana, en pasar un par de horas en casa, con Kristiane, en zapatillas, y tomárselo con calma. Se alegraba de ver a las chicas y no protestó cuando Kristin volvió a llenarle la copa.

—He oído que todos los que se suicidan tienen en realidad un problema de psicosis grave —dijo Line.

—Qué tontería —resopló Halldis.

—No, ¡es verdad!

—Que lo has oído sí, pero no que sea correcto.

—¿Y tú qué sabes de eso?

—Podría perfectamente ser cierto en el caso de Asbjørn Revheim —terció Inger Johanne—. Por otro lado, el tipo ya lo había intentado en varias ocasiones. ¿Creéis que se encontraba en un estado psicótico todas las veces?

—Estaba loco —murmuró Bente—. Como una puta cabra.

—Eso no es lo mismo que psicótico —objetó Kristin—. Conozco a más de uno que está como una cabra, pero nunca he conocido a ningún psicótico.

—Mi jefe es un psicópata —dijo Bente alzando la voz—. ¡Es jodidamente malvado! ¡Perverso!

—Aquí tienes un poco más de agua —dijo Line, pasándole una botella de litro y medio.

—Psicópata y psicótico no significan exactamente lo mismo, Bente. ¿Alguien ha leído
Ciudad hundida, sube el mar
?

Todas asintieron, a excepción de Bente.

—Salió sólo un par de años después de que lo condenaran, ¿no? —dijo Inger Johanne—. Y además...

—¿No es en ése donde describe el suicidio? —la interrumpió Kristin—. Aunque lo escribió muchos años antes de matarse... Bastante desagradable, la verdad. —Se estremeció con un escalofrío algo caricaturesco.

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