No es de extrañar que también el señor Snagsby se sienta incómodo, pues siempre se siente así, en mayor o menor medida, bajo la influencia opresiva del secreto que pesa sobre él. Impulsado por el misterio en el que participa, pero que no comparte, el señor Snagsby vuelve siempre a lo que parece ser el origen de todo: la trapería de la plazoleta. Ejerce una atracción irresistible en él. El señor Snagsby se acerca allí incluso ahora, cuando pasa al lado de Las Armas del Sol con la intención de cruzar la plazoleta, salir por Chancery Lane y terminar así su paseo no premeditado de después de cenar que le lleva diez minutos desde que sale de su casa hasta que vuelve a ella.
—Bueno, señor Weevle —dice el papelero, que se detiene a conversar—. ¡Con que es
usted
!
—¡Pues sí! —responde el señor Weevle—. Yo soy, señor Snagsby.
—¿Está usted tomando el aire, igual que yo, antes de acostarse? —pregunta el papelero.
—Bueno, la verdad es que aquí no hay mucho aire que tomar, y el que hay no resulta muy refrescante —replica Weevle, mirando arriba y abajo de la plazoleta.
—Tiene usted razón, señor mío. ¿No observa usted, caballero —inquiere el señor Snagsby, haciendo una pausa para olisquear y saborear un poco el aire—, no observa usted, señor Weevle, que… para no andarnos con circunloquios… que por aquí huele un tanto a grasa?
—Pues sí; yo también he observado que por aquí hay un olor un tanto raro esta noche —contesta el señor Weevle—. Supongo que serán las chuletas de las Armas del Sol.
—¿Cree usted que son chuletas? ¡Ah! Chuletas, ¿eh? —y el señor Snagsby vuelve a olisquear pensativo— Bueno, señor mío, quizá sea eso. Pues yo diría que habría que vigilar un poco a la cocinera de Las Armas del Sol. ¡Las está quemando, señor mío! Y no creo —el señor Snagsby vuelve a olisquear y a abrir la boca, y después escupe y se limpia los labios—; y no creo… por no hablar con eufemismos… que estuvieran demasiado frescas cuando las puso en la parrilla.
—Es muy probable. Con este tiempo se estropea todo.
—Es verdad que con este tiempo se estropea todo —dice el señor Snagsby— y a mí además me deprime.
—¡Diablo! A mí me horroriza —replica el señor Weevle.
—Claro que usted vive solo, en una sola habitación, sobre la que se cierne una circunstancia siniestra —dice el señor Snagsby, que mira por encima del hombro del otro hacia el pasaje oscuro, y después de un paso atrás para contemplar el edificio—. Yo no podría vivir solo en esa habitación como usted, señor mío. Por las noches me sentiría tan nervioso y tan preocupado que me sentiría impulsado a bajar a la puerta y quedarme aquí, antes que seguir ahí arriba. Pero también es verdad que usted no ha visto en su habitación lo que vi yo. Y eso cuenta.
—Lo sé perfectamente —comenta Tony.
—No es nada agradable, ¿verdad? —continúa diciendo el señor Snagsby, con su tosecilla de blanda persuasión, tapándose la boca con la mano—. El señor Krook debería tenerlo en cuenta al fijar el alquiler. Desde luego, espero que así sea.
—Eso espero yo también —concurre Tony—. Pero lo dudo.
—Encuentra usted el alquiler demasiado alto, ¿verdad, señor mío? —pregunta el papelero—. Es verdad que en esta zona los alquileres son altos. No sé exactamente a qué se debe, pero parece como si la presencia de abogados hiciera subir los precios. Y conste que no es que yo quiera decir nada en contra de la profesión gracias a la cual me gano la vida.
El señor Weevle vuelve a mirar arriba y abajo de la plazoleta, y después mira al papelero. El señor Snagsby recibe inexpresivo su mirada y vuelve la suya hacia arriba, a ver si encuentra alguna estrella, tras lo cual tose de una forma que indica que no sabe exactamente cómo terminar esta conversación.
—Verdaderamente, señor mío —observa, frotándose lentamente las manos— resulta de lo más curioso que el pobre se viniera…
—¿Quién? —interrumpe el señor Weevle.
—El difunto, ya sabe —dice el señor Snagsby, volviendo la cabeza y enarcando la ceja derecha hacia la escalera y dándole al otro un golpecito en un botón.
—¡Ah, claro! —replica su interlocutor, como si no le agradara el tema—. Creí que ya habíamos acabado de hablar de él.
—Lo que iba a decir era que resulta de lo más curioso que el pobre se viniera a vivir aquí, y que fuera uno de mis copistas, y que después haya venido usted a vivir aquí y sea también uno de mis copistas. ¡Conste que ese título no tiene nada de derogatorio, ni mucho menos! —señala el señor Snagsby, para disipar cualquier malentendido de que haya afirmado descortésmente ningún género de autoridad sobre el señor Weevle—, porque sé de copistas que han entrado después en las grandes fábricas de cerveza y les ha ido muy bien. Pero que muy bien —añade el señor Snagsby, que teme no haber mejorado mucho las cosas.
—Efectivamente, es una coincidencia extraña —responde Weevle, que vuelve a mirar arriba y abajo de la plazoleta.
—Parece cosa del Destino, ¿verdad? —sugiere el papelero.
—Pues sí.
—Exactamente —observa el papelero con su tosecilla de asentimiento—. Cosa del Destino. Completamente del Destino. Bueno, señor Weevle, me temo que debo despedirme de usted, porque si no saldrá mi mujercita a buscarme. ¡Buenas noches! —dice el señor Snagsby como si le apenara marcharse, aunque desde que se detuvo a charlar está buscando algún medio de escaparse.
Si el señor Snagsby se va corriendo a casa para ahorrar a su mujercita la molestia de salir a buscarlo, puede estar tranquilo al respecto. Su mujercita ha estado todo el tiempo vigilando por las inmediaciones de Las Armas del Sol, y ahora se desliza tras él con un pañuelo liado a la cabeza, y hace al señor Weevle y a su puerta el honor de echarles una ojeada al pasar a su lado.
«No cabe duda de que me reconocerá usted, señora», —dice el señor Weevle—, «y no puedo decir que sea usted una belleza, con ese trapo que lleva a la cabeza. ¿No llegará nunca este hombre?».
Mientras él habla a solas se acerca este hombre. El señor Weevle levanta un dedo en silencio, le hace entrar en el pasaje y cierra la puerta de la calle. Después suben las escaleras; el señor Weevle pesadamente, y el señor Guppy (pues de él se trata) con gran ligereza. Tras encerrarse en el cuarto de atrás hablan en voz baja:
—Creí que te habías ido por lo menos a Jericó, en lugar de aquí —dice Tony.
—Pero si te dije que hacia la diez.
—Dijiste que hacia la diez —repite Tony—. Sí, claro que sí. Pero por mis cuentas son diez veces las diez: son las cien. ¡En mi vida había pasado una noche así!
—¿Qué ha pasado?
—¡De esa se trata! —dice Tony—. No ha pasado nada. Pero a fuerza de aguantar esperando en este cuchitril siniestro, me ha entrado una depresión espantosa. Fíjate qué vela —continúa Tony, señalando el pabilo que chisporrotea en la mesa, rodeado de un montón de cera derretida.
—Eso se arregla en un momento —observa el señor Guppy, apoderándose del despabilador.
—¿Tú crees? —replica su amigo—. No es tan fácil. Lleva ardiendo así desde que la encendí.
—Pero, ¿qué te pasa Tony? —pregunta el señor Guppy, mirándolo despabilador en mano y sentándose con un codo apoyado en la mesa.
—William Guppy —responde el otro—, estoy muy desanimado. Es esta habitación tan insoportablemente triste, que impulsa al suicidio…, y el espectro de ahí abajo —y el señor Weevle aparta malhumorado el despabilador de un codazo, apoya la cabeza en una mano, pone los pies en el guardafuegos y contempla la chimenea. El señor Guppy lo observa, hace un gesto con la cabeza y se sienta al otro lado de la mesa con actitud despreocupada.
—¿No estabas hablando con Snagsby, Tony?
—Sí, y… Sí, era Snagsby —dice el señor Weevle sin terminar su frase inicial.
—¿De negocios?
—No. Nada de negocios. Pasaba por aquí y se paró a charlar.
—Ya me parecía que era Snagsby —dijo el señor Guppy—, y también me pareció mejor que no me viera, ¡por eso esperé hasta que se marchó!
—¡Ya empezamos otra vez William G.! —exclamó Tony, levantando la vista un instante—. ¡Siempre con tus misterios! ¡Te juro que si fuéramos a cometer un asesinato no podrías estar más misterioso!
El señor Guppy finge una sonrisa, y con ánimo de cambiar de tema contempla con admiración, real o fingida, la Galería de la Galaxia de las Bellezas Británicas, estudio que termina con el retrato de Lady Dedlock, puesto encima de la repisa de la chimenea, en el cual está representada en una terraza, en la que hay un pedestal, en el que hay un jarrón, con el chal de ella sobre el jarrón y una piel prodigiosa sobre el chal, y sobre la prodigiosa piel apoya el brazo, en el cual lleva una pulsera.
—Se parece mucho a Lady Dedlock —observa el señor Guppy—. Sólo le falta hablar.
—Ojalá pudiera —gruñe Tony sin cambiar de postura—. Así podríamos hablar de cosas del gran mundo. Como el señor Guppy ya ha advertido que no hay forma de poner a su amigo de humor más sociable, rectifica el rumbo y le hace un reproche:
—Tony —dice—, comprendo que estés desanimado, porque nadie sabe mejor que yo lo que son estas cosas, y quizá nadie tenga más derecho a saberlo que quien lleva grabado en el corazón la imagen de alguien que no le corresponde. Pero estas cosas tienen un límite con quien no tiene la culpa de nada, y te he de decir, Tony, que tu actitud en estos momentos no es ni hospitalaria ni propia de un caballero.
—Eso que me dices es muy fuerte, William Guppy —responde el señor Weevle.
—Es posible, señor mío —replica el señor William Guppy—, pero es porque así lo siento.
El señor Weevle reconoce que se ha conducido mal y pide al señor William Guppy que lo dé por olvidado. Pero como el señor William Guppy advierte que ha adquirido una ventaja, no puede renunciar del todo a ella sin un pequeño reproche más.
—¡No! De verdad, Tony —dice el caballero—, de verdad que deberías tratar de no herir los sentimientos de quien lleva grabada en su corazón la imagen de alguien que no le corresponde, y que no se siente del todo feliz con los acordes que vibran con las más tiernas emociones. Tú, Tony, posees en ti mismo todo lo que puede cautivar la vista y atraer el gusto. No entra en tu carácter (quizá por suerte para ti, y ojalá pudiera yo decir lo mismo del mío) volar en torno a una sola flor. Todo el jardín se abre ante ti, y tus leves alas te llevan por él; ¡y sin embargo Tony, lejos de mí, te aseguro herir en lo más mínimo tus sentimientos sin causa!
Tony vuelve a suplicar que se abandone el tema, y repite enfáticamente:
—¡Déjalo ya, William Guppy!
A lo que el señor Guppy accede con la siguiente respuesta:
—Por mí no se hubiera mencionado nunca el asunto.
—Y ahora —dice Tony, atizando la chimenea—, cuéntame lo de ese célebre paquete de cartas. ¿No te parece extraordinario que Krook me haya citado a medianoche de hoy para dármelas?
—Mucho. ¿Por qué a esa hora?
—¿Por qué razón hace ése lo que sea? El mismo no lo sabe. Dijo que hoy era su cumpleaños y que me las daría hoy a medianoche. Para entonces estará borracho como una cuba. Lleva bebiendo todo el día.
—¿No habrá olvidado la cita contigo, espero?
—¿Olvidado? No, eso no. Nunca se olvida de nada. Lo he visto esta tarde hacia las ocho, cuando le ayudé a cerrar la tienda, y tenía las cartas metidas en esa gorra peluda suya. Se la quitó para enseñármelas. Después de cerrar la tienda se las sacó de la gorra, la colgó del respaldo de la silla y se puso a darles vueltas delante de la chimenea. Después le oí por las rendijas del piso y estaba canturreando la única canción que conoce: la de Bibo y el viejo Caronte, y que Bibo estaba borracho cuando murió, o algo por el estilo.
—¿Y tienes que bajar a las doce?
—A las doce. Y ya te digo que cuando llegaste tú me parecía que fueran las cien.
—Tony —dice el señor Guppy, tras reflexionar un rato con las piernas cruzadas—, todavía no ha aprendido a leer, ¿verdad?
—¡A leer! No va a aprender nunca. Sabe hacer todas las letras una por una, y las reconoce casi todas por separado si las ve; hasta ahí ha llegado gracias a mí, pero no sabe juntarlas. Y ya es demasiado viejo para aprender… y está demasiado borracho.
—Tony —dice el señor Guppy, que descruza las piernas y vuelve a cruzarlas—, ¿cómo crees que escribió el nombre de Hawdon?
—No lo escribió. Ya sabes que tiene una curiosa facultad de imitación, y que se ha dedicado a copiar cosas sólo con mirarlas. Lo imitó, evidentemente, de las señas de una carta, y me preguntó qué significaba.
—Tony —insiste Guppy, que vuelve a descruzar y cruzar las piernas—, ¿tú dirías que el original era letra de hombre o de mujer?
—De mujer. Apuesto 50 a 1 a que era de una señora: una letra muy inclinada y el final de la letra «n» largo y apresurado.
Durante este diálogo el señor Guppy ha estado mordiéndose la uña del pulgar, y generalmente cambiando de pulgar al cambiar la pierna que tiene cruzada. Al volver a hacer ese gesto se mira por casualidad la manga de la levita. Le llama la atención. La contempla asombrado.
—Pero, Tony, ¿qué diablo pasa en esta casa esta noche? ¿Se ha incendiado alguna chimenea?
—¡Incendiado una chimenea!
—¡Ah! —responde el señor Guppy—. Mira cómo cae el hollín. ¡Mírame el brazo! ¡Mira aquí, en la mesa! ¡Pero qué porquería, no se va! ¡Deja unas manchas, como si fuera sebo negro!
Se miran el uno al otro y Tony va a escuchar a la puerta, y después sube unos escalones y baja otros. Vuelve y dice que no pasa nada, que todo está tranquilo, y cita lo que le dijo hace poco al señor Snagsby acerca de las chuletas que estaban guisando en Las Armas del Sol.
—¿Y fue entonces —continúa el señor Guppy, que sigue mirando con notable aversión la manga de su levita, mientras prosigue su conversación frente a la chimenea cuando te dijo que había cogido las cartas del portamantas de su inquilino?
—Entonces fue, sí señor —contesta Tony, que se atusa las patillas—. Y entonces fue cuando escribí unas líneas a mi querido amigo el Honorable William Guppy, para comunicarle la cita que tenía esta noche y decirle que no viniera antes, porque el viejo es un Zorro.
El tono vivaz y alegre de la vida del gran mundo que suele asumir el señor Weevle le resulta tan poco apropiado esta noche que lo abandona junto con las patillas, y tras mirar por encima del hombro, parece rendirse una vez más al horror.
—Tienes que traerte las cartas a la habitación para leerlas y compararlas y después decírselo todo a él. ¿No es eso lo convenido, Tony? —pregunta el señor Guppy, mordiéndose nervioso la uña del pulgar.