Toda la gente de la plazoleta, tanto adultos como muchachos, pasa esa noche en vela, y no pueden hacer más que abrigarse la cabeza y hablar de la malhadada casa, y contemplarla. La señorita Flite se ha visto valerosamente rescatada de sus aposentos, como si hubiera habido un incendio, y depositada en una cama en Las Armas del Sol, donde esa noche no se apaga el gas ni se cierra la puerta, pues cualquier tipo de acontecimiento público es rentable para el Sol, y hace que la plazoleta necesite reconfortarse. La casa no hacía tanto negocio en su digestivo con clavo, ni en aguardiente con agua caliente, desde que se celebró la Encuesta. En cuanto el mozo se enteró de lo que había pasado, se arremangó hasta el hombro y dijo: «¡Se nos van a echar encima!» Al primer clamor, el chico de los Piper se lanzó hacia el cuartel de bomberos, y volvió triunfante subido en la bomba «El Fénix», agarrado con todas sus fuerzas a aquella fabulosa criatura, en medio de cascos y linternas. Uno de los cascos se ha quedado atrás, después de investigar cuidadosamente todas las grietas y todos los intersticios, y se pasea en silencio ante la casa, acompañado de uno de los dos policías que se encargan también de la custodia. Todos los residentes de la plazoleta que poseen seis peniques muestran un deseo insaciable de mostrar hospitalidad líquida a este trío.
El señor Weevle y su amigo el señor Guppy están en el bar del Sol y valen su peso en oro líquido a la taberna mientras sigan allí.
—No es el momento de preocuparse por el dinero —dice el señor Bogsby, aunque él está muy atento, tras el mostrador, a lo que paga cada uno— ¡pidan ustedes lo que quieran, caballeros, y con mucho gusto les serviremos lo que deseen!
Ante este ruego, los dos caballeros (y especialmente el señor Weevle) desean tantas cosas que al cabo de un rato les resulta difícil manifestar con claridad lo que desean, aunque siguen relatando a los que van llegando una cierta versión de la noche que han pasado, y de lo que dijeron y de lo que vieron. Entre tanto, cada cierto tiempo aparece uno u otro de los dos policías, que abre la puerta de un empujón y mira desde las tinieblas exteriores. No es que sospeche nada, sino que más vale saber lo que está haciendo la gente ahí adentro.
Así va recorriendo la noche su lento camino, con la plazoleta todavía levantada a las horas más desusadas, mientras unos convidan y otros son convidados, como si la plazoleta se hubiera encontrado con una pequeña herencia inesperada. Y así, por fin, se va la noche en despaciosa retirada, y el farolero, que hace su ronda como el verdugo de un rey tiránico, va cortando las cabecitas de fuego que aspiraban a combatir la oscuridad. Y así, irremisiblemente, llega el día.
Y el día percibe, incluso con su nublado ojo londinense, que la plazoleta lleva toda la noche en pie. No sólo las cabezas que han caído soñolientas encima de las mesas, y de las piernas extendidas en el duro suelo y no en la cama, sino hasta la fisonomía de ladrillo y mortero de la propia plazoleta parece gastada y fatigada. Y ahora el resto del vecindario se despierta y empieza a enterarse de lo que ha pasado, y llega corriendo, a medio vestir, a preguntar de qué se trata, y a los dos policías y el casco (que aparentemente son mucho menos impresionables que la plazoleta) les resulta difícil guardar la puerta.
—¡Por Dios señores! —dice el señor Snagsby al llegar—. ¡Qué me han dicho!
—Pues es verdad —responde uno de los policías—. Precisamente. ¡Ahora, vamos; circulen!
—Pero Dios mío, señores —dice el señor Snagsby, que se siente bruscamente rechazado—, si anoche estuve yo en esta misma puerta, entre las 10 y las 11, charlando con el joven que vive arriba.
—¿Ah, sí? —replica el policía—. Pues entonces, vaya a encontrar al joven aquí al lado. Ahora, vamos, circulen algunos de ustedes.
—¿No le habrá pasado nada a él, espero? —pregunta el señor Snagsby.
—¿A él? No. ¿Por qué le iba a pasar?
El señor Snagsby, tan confuso que no puede responder a ésta ni a ninguna otra pregunta, se dirige a Las Armas del Sol y encuentra al señor Weevle que trata de reponerse con té y tostadas, y ostenta una considerable expresión de agotamiento nervioso y de haber fumado mucho.
—¡Y también el señor Guppy! —exclama el señor Snagsby—. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Todo esto parece cosa del destino! Y mi muj…
Las facultades de discurso del señor Snagsby lo abandonan cuando va a formular las palabras «mi mujercita». Pues se queda mudo de asombro al ver que esa dama ofendida entra en Las Armas del Sol a esas horas de la mañana y se queda ante el grifo de la cerveza con la mirada fija en él, como el espíritu de la acusación.
—Cariño mío —dice el señor Snagsby cuando recupera el habla—, ¿quieres tomar algo? ¿Un poco, para no andar con circunloquios, un poco de ponche?
—No —dice la señora Snagsby.
—Amor mío, ¿conoces a estos dos caballeros?
—¡Sí! —contesta la señora Snagsby, y reconoce rígidamente su presencia, mientras sigue contemplando fijamente al señor Snagsby.
El cariñoso señor Snagsby no puede soportar este trato. Toma de la mano a la señora Snagsby y la lleva a un lado, junto a un barril.
—Mujercita mía, ¿por qué me miras así? Te ruego que no lo hagas.
—No puedo cambiar mi forma de mirar —dice la señora Snagsby—, y aunque pudiera, no querría.
El señor Snagsby, con su tosecilla de sumisión, responde:
—¿De verdad que no querrías, cariño mío? —y medita— Luego tose con su tosecilla de preocupación y añade: —¡Es un misterio terrible, amor mío! —todavía terriblemente desconcertado por la mirada de la señora Snagsby.
—Así es —contesta la señora Snagsby meneando la cabeza—: un misterio terrible.
—Mujercita mía —exhorta el señor Snagsby con tono tristísimo—; te ruego, por el amor de Dios, que no me hables con tanta amargura ni me mires con esa expresión! Te ruego y te suplico que no lo hagas. Dios mío, ¿no irás a pensar que yo iba a causarle la
Combustión espontánea
, a nadie, cariño mío?
—No podría decirlo —responde la señora Snagsby.
Tras un examen apresurado de su triste posición, el señor Snagsby tampoco «podría decirlo». No puede negar positivamente que quizá haya tenido algo que ver con lo ocurrido. Ha tenido algo (no sabe cuánto) que ver con tantas circunstancias misteriosas a este respecto que quizá incluso esté implicado, sin saberlo, en este último suceso. Se pasa cansadamente un pañuelo por la frente y jadea.
—Vida mía —dice el infeliz papelero—, ¿tendrías alguna objeción a mencionar cómo es que tú, que sueles observar una conducta tan circunspecta, hayas venido a una taberna antes del desayuno?
—Y, ¿por qué has venido tú? —pregunta la señora Snagsby.
—Cariño mío, únicamente para recabar detalles del fatal accidente sufrido por la venerable persona que ha… combustionado —y el señor Snagsby sofoca un gemido—. Después iba a contártelo, querida mía, mientras te comías tu panecillo
—¡Seguro que sí! Tú siempre me lo cuentas todo, Snagsby.
—¿Todo, muj…?
—Me agradaría mucho —dice la señora Snagsby, tras contemplar con una sonrisa severa y siniestra cómo aumenta la confusión de su marido— que te vinieras a casa conmigo. Creo que allí estarás más a salvo que en ninguna otra parte, Snagsby.
—Amor mío, probablemente tienes razón, claro. Estoy listo.
El señor Snagsby echa una ojeada melancólica al bar, desea buenos días a los señores Weevle y Guppy, les asegura que se alegra mucho de ver que se encuentran ilesos y acompaña a la señora Snagsby cuando ésta sale de Las Armas del Sol. Antes de que llegue la noche, sus temores de que quizá sea él el responsable de alguna parte inconcebible de la catástrofe que es objeto de la conversación de todo el distrito quedan casi confirmados por la persistencia con que la señora Snagsby mantiene la vista fija en él. Sus sufrimientos mentales son tan grandes que juega vagamente con la idea de entregarse a la justicia y exigir que ésta lo exonere si es inocente, o lo castigue con todo el rigor de la ley, si es culpable.
El señor Weevle y el señor Guppy, tras consumir su desayuno, se dirigen a Lincoln’s Inn para darse un paseo por la plaza y quitarse de la cabeza todas las telarañas sombrías que se pueden disipar con un paseito.
—No puede haber momento más favorable que éste, Tony —dice el señor Guppy cuando ya han recorrido en silencio los cuatro lados de la plaza—, para que charlemos un rato sobre un asunto en torno al cual tenemos que llegar a un entendimiento cuanto antes.
—¡Te voy a decir una cosa, William G.! —replica el otro, contemplando a su compañero con ojos enrojecidos—. Si se trata de una conspiración, no te molestes en hablarme de ella. Ya estoy harto de eso, y no quiero volver a oír hablar del asunto. La próxima vez serás tú el que te incendies, o el que revientes de un estallido.
Ese fenómeno hipotético le parece tan desagradable al señor Guppy que le tiembla la voz cuando dice en tono moralizante:
—Tony, yo hubiera creído que lo que nos pasó anoche te había enseñado a no hacer observaciones personales en el resto de tus días.
A lo que le replica el señor Weevle:
—William, yo hubiera creído que a ti te habría enseñado a no volver a conspirar en el resto de tus días.
Ante lo cual el señor Guppy dice:
—¿Quién está conspirando?
Y el señor Weevle contrarreplica:
—¡Tú eres el que está conspirando!
Y el señor Guppy contesta:
—No es verdad.
Y el señor Weevle sostiene:
—¡Sí que lo es!
Y el señor Guppy niega:
—¿Quién lo dice?
Y el señor Weevle acusa:
—¡Lo digo yo!
Y el señor Guppy manifiesta:
—¡Eso es, acabáramos!
Con lo cual se hallan ambos en tal estado de agitación que siguen paseando un rato en silencio, con objeto de volver a serenarse.
—Tony —dice después el señor Guppy—, si escucharas a tu amigo, en lugar de ponerte a dar gritos, no cometerías estos errores. Pero eres de carácter arrebatado, y no tienes consideración. Cuando uno posee, como te ocurre a ti, Tony, todo lo necesario para cautivar la vista…
—¡Vamos, déjate de cautiverios! —interrumpe el señor Weevle—. ¡Di lo que tengas que decir!
Al ver que su amigo se halla de humor tan arisco y materialista, el señor Guppy se limita a expresar los sentimientos más delicados de su alma con el tono de dolor en el que vuelve a empezar:
—Tony, cuando te digo que hay un asunto en torno al cual tenemos que llegar a un entendimiento cuanto antes, lo digo independientemente de cualquier conspiración, por inocente que sea. Ya sabes que en todos los casos que van a juicio se decide profesionalmente de antemano qué datos van a aportar los testigos. ¿Conviene o no que sepamos qué datos vamos a aportar a la investigación sobre la muerte del pobre ti…, del pobre anciano? (El señor Guppy iba a decir «tirano», pero creo que «anciano» es mejor, dadas las circunstancias).
—¿Qué datos?
Los
datos.
—Los datos pertinentes para la encuesta. Son los siguientes —y el señor Guppy los va contando con los dedos—: lo que sabemos de sus costumbres; cuándo lo viste por última vez; en qué estado se hallaba entonces; el descubrimiento que hicimos.
—Sí —asiente el señor Weevle—, esos son los datos, más o menos.
—Hicimos el descubrimiento debido a que, en una de sus excentricidades, te había dado cita a medianoche para que le explicaras unos escritos, como ya habías hecho en otras ocasiones, porque él no sabía leer. Como yo estaba pasando la velada contigo, me llamaste abajo… y todo lo demás. Como la encuesta se refiere sólo a las circunstancias relativas a la muerte del difunto, no hace falta dar más que esos datos. ¿Estás de acuerdo?
—¡No! —replica el señor Weevle—. Vamos, creo que no.
—Entonces, ¿eso no es una conspiración? —dice, dolido, el señor Guppy.
—No —contesta su amigo—; si no es más que eso, retiro mi comentario.
—Bueno, Tony —observa el señor Guppy, que vuelve a tomar a su amigo del brazo y se pasea lentamente con él—, me gustaría saber, como amigos que somos, si has pensado en cuántas ventajas te puede reportar el seguir viviendo en esa casa.
—¿Que quieres decir? —pregunta Tony, deteniéndose de repente.
—¿Has pensado en cuántas ventajas te puede reportar el seguir viviendo en esa casa? —repite el señor Guppy, que le hace volver a ponerse en marcha.
—¿En qué casa? ¿En esa casa? —y señala la tienda del ropavejero.
El señor Guppy asiente.
—Pues no estoy dispuesto a pasar ni una noche más ahí, aunque me ofrezcas todo el oro del mundo —dice el señor Weevle, al que se le salen los ojos de las órbitas.
—Pero, Tony, ¿lo dices de verdad?
—¡Que si lo digo de verdad! ¿Te parece que no lo digo de verdad? Creo que sí; tanto que sí —dice el señor Weevle con un escalofrío perfectamente auténtico.
—Entonces, Tony, ¿si te entiendo bien, la posibilidad o la probabilidad (pues debe considerarse que habíamos llegado hasta ese punto) de que nadie te discutiera jamás la posesión de aquellos efectos, que habían pertenecido en último lugar a un anciano solitario y aparentemente sin ninguna familia, y la seguridad de que pueden averiguar lo que efectivamente tenía guardado allí, todo eso no pesa nada en comparación con lo que pasó anoche? —pregunta el señor Guppy, mordiéndose el pulgar con el apetito que da la frustración.
—Desde luego que no. ¿Te parece tan fácil vivir ahí? —exclama indignado el señor Weevle—. Vete tú a vivir ahí.
—¡Vamos, Tony! —dice el señor Guppy en tono conciliador—. Yo nunca he vivido ahí, y ahora no me alquilarían una habitación, mientras que tú ya tienes una.
—Pues te la cedo —responde su amigo—, y, ¡puaf!, te puedes quedar a vivir en ella.
—Entonces, Tony, si bien te entiendo —señala el señor Guppy—, ¿efectiva y definitivamente renuncias a todo?
—¡En tu vida has dicho palabras más verdaderas! ¡Efectivamente! —contesta Tony con una firmeza de lo más convincente.
Mientras sostienen esa conversación entra en la plaza un coche de alquiler desde cuyo pescante se manifiesta al público un enorme sombrero de copa. Dentro del coche, y en consecuencia no tan manifiesto para la multitud, aunque sí para los dos amigos, pues el coche se detiene casi a los pies de éstos, se encuentran el venerable señor Smallweed y la señora Smallweed, acompañados por su nieta Judy.
El grupo llega con aires de prisa y de nerviosismo, y cuando el sombrero de copa (encasquetado en la cabeza del joven Smallweed) se apea, el mayor de los señores Smallweed saca la cabeza por la ventanilla y grita al señor Guppy: