Así, gradualmente, las Armas del Sol va desvaneciéndose en la noche oscura, y luego surge de en medio de ella en un resplandor de luz de gas. Al llegar la hora de la Reunión de la Filarmonía llega el caballero de fama profesional, y frente a él (con la frente ya muy colorada) está el Pequeño Swills; sus amigos se reúnen en torno a ellos y dan su apoyo a un talento de primera. En el cenit de la velada el Pequeño Swills dice: «Señores, si me lo permiten, voy a intentar una breve descripción de una escena de la vida real que se ha interpretado aquí hoy». Recibe grandes aplausos y aliento. Sale de la sala como Swills, vuelve vestido de Coroner (sin parecérsele en lo más mínimo), describe la Encuesta con intervalos recreativos de acompañamiento al piano, y con el estribillo de «con todo el permiso del Coroner, tra la la la, tra la la la, le, le».
Por fin queda silencioso el alegre piano, y los Amigos de la Filarmonía van en busca de sus almohadas. Y todo es silencio en torno a la figura silenciosa, que está acostada en su último lecho terrenal, y a quien observan los ojos descarnados de las contraventanas a lo largo de unas cuantas horas tranquilas de la noche. Si la madre a cuyo pecho se abrazó cuando era niño, con los ojos levantados al rostro amante de ella, con una mano blanda que apenas sabía agarrarse al cuello que buscaba, hubiera podido ver proféticamente a ese abandonado allí acostado, ¡qué imposible le hubiera parecido aquel espectáculo! Si en momentos más felices jamás ardió el fuego que ahora lleva apagado dentro de él por una mujer que le apretó contra su corazón, ¿dónde está ella, ahora que esas cenizas están todavía sobre la tierra?
La noche brinda cualquier cosa menos el reposo en casa del señor Snagsby, en Cook’s Court, donde Guster asesina toda posibilidad de sueño al pasar, como reconoce el propio señor Snagsby (por no andar con circunloquios) de un ataque a veinte. El motivo de este ataque es que Guster tiene un corazón muy tierno, y es susceptible a algo que cabría llamar imaginación de no haber sido por Tooting y su santo patrón. En todo caso, se ha sentido tan terriblemente impresionada por la relación que ha hecho el señor Snagsby a la hora del té de la Encuesta a la que ha asistido, que a la hora de la cena se ha lanzado a la cocina, precedida de un queso holandés volante, y caído en una crisis de una duración desusada, de la cual no ha salido más que para caer en otra, y en otra, y así a lo largo de toda una cadena de ataques, con breves intervalos entre uno y otro, que ha aprovechado patéticamente para consagrarse a suplicar a la señora Snagsby que no la despida cuando «acabe de volver en sí», así como a exhortar a todos los presentes que la dejen acostada en las losas y se vayan a dormir. De ahí que el señor Snagsby, al oír por fin que el gallo de la lechería de Cursitor Street cae en ese éxtasis desinteresado característico de él acerca del tema del amanecer, diga con un largo suspiro, aunque es la persona más paciente del mundo: «¡Menos mal, estaba seguro de que te habías muerto!».
Lo que esta entusiástica ave se cree que resuelve cuando se entrega a esos enormes esfuerzos, o por qué cacarea así (claro que también hay hombres que cacarean en diversas ocasiones de triunfo en público) acerca de algo que para ella no puede tener el menor interés, es asunto suyo. Basta con saber que llega la luz del día, llega la mañana, llega el mediodía.
Entonces, el individuo activo e inteligente, que efectivamente se ha visto mencionado como tal en la prensa de la mañana, llega con su compañía de mendigos a casa del señor Krook y se lleva el cadáver de nuestro querido hermano difunto a un cementerio de iglesia rodeado de edificios, apestoso y siniestro, a partir del cual se difunden enfermedades malignas a los cuerpos de nuestros queridos hermanos y hermanas que no han fallecido, mientras que nuestros queridos hermanos y hermanas que zanganean en las antecámaras oficiales (¡ojalá hubieran desaparecido ellos!) se muestran muy complacientes y agradables. A nuestro querido hermano fallecido lo llevan a recibir cristiano enterramiento en un agujero asqueroso, en una tierra que rechazaría un turco como abominación salvaje y que causaría tiritones a un cafre.
Un lugar rodeado de casas por todas partes, salvo donde un túnel pequeño y maloliente da acceso a una cancela de hierro, donde todos los horrores de la vida están presentes al lado de la muerte, donde todos los elementos, ponzoñosos de la muerte están activos al lado de la vida, ahí es donde bajan a nuestro querido hermano a una profundidad de uno o dos pies; donde lo siembran en la corrupción, para que resucite en la corrupción: fantasma vengador ante los lechos de muchos enfermos; testimonio de vergüenza para los siglos del futuro de cómo en esta isla arrogante la civilización y la barbarie iban de la mano.
¡Que llegue la noche, que llegue la oscuridad, pues no pueden llegar demasiado pronto, ni quedarse demasiado tiempo en un sitio así! ¡Que vengan las luces aisladas a las ventanas de las horribles casas, y que quienes cometan sus iniquidades en ellas lo hagan por lo menos sin ver esa horrenda escena! ¡Que venga la llama del gas a brillar triste sobre la cancela de hierro, en la cual el aire envenenado deposita su ungüento embrujado, untuoso al tacto! ¡Está bien que esa llama sirva para decir a todos los que pasan: «¡Mirad aquí dentro!»!
Con la noche llega a la calleja una figura encorvada que pasa por el túnel de entrada a la parte de fuera de la cancela de hierro. Sostiene la cancela con las manos y mira entre los barrotes; se queda mirando un rato.
Después, con la vieja escoba que lleva, barre suavemente el escalón y deja limpia la entrada. Lo hace con mucho cuidado y precisión; vuelve a mirar un ratito y se marcha.
¿Eres tú, Jo? ¡Vaya, vaya! Aunque te hayan rechazado como testigo por no «saber exactamente» lo que van a hacer contigo manos más poderosas que las de los hombres, no estás del todo sumido en la oscuridad. Y la razón que murmuras para hacer lo que estás haciendo contiene algo así como un rayo distante de luz:
«¡Conmigo fue
mú güeno
, de
verdá
!»
Por fin ha dejado de llover en Lincolnshire, y Chesney Wold se ha animado. La señora Rouncewell está llena de preocupaciones hospitalarias, pues Sir Leicester y Milady vuelven de París. Los rumores del gran mundo lo han averiguado y comunican las buenas noticias a una Inglaterra feliz. También ha averiguado que van a invitar a un círculo brillante y distinguido de la
élite
del
beau monde
(el rumor de la moda habla muy mal inglés, pero es un prodigio en francés) en la mansión antigua y hospitalaria de la familia, en Lincolnshire.
Para mayor honor del brillante y distinguido círculo, y además de Chesney Wold, se ha reparado el arco roto del puente del parque, y el agua, que ha vuelto a los límites que le corresponden y vuelve a correr graciosa bajo él, crea un bello espectáculo en la perspectiva que se ve desde la casa. El sol claro y frío entra por entre los árboles desnudos y contempla con aprobación cómo el viento cortante esparce las hojas y va secando el musgo. Resbala sobre el parque en pos de las sombras móviles de las nubes y las persigue, sin atraparlas, a todo lo largo del día. Mira por las ventanas y retoca los retratos ancestrales con estrías y manchas de luz, que los pintores nunca habían imaginado. De un lado a otro del retrato de Milady, encima de la gran repisa de la chimenea, arroja una ancha franja de luz en diagonal, de bastardía
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que baja retorcida hasta el hogar y parece partirlo en dos.
En medio de ese sol frío y de ese mismo viento cortante, Milady y Sir Leicester, en su coche de viaje (con la doncella de Milady y el ayuda de cámara de Sir Leicester prodigándose muestras de afecto en la trasera), inician el camino a casa. Con una cantidad considerable de cascabeleos y de latigazos, y con muchos corcoveos de dos caballos sin ensillar y de dos centauros con sombreros lustrosos, botas de media caña y crines y colas al viento, salen ruidosos del Hotel Bristol de la Place Vendôme y trotan entre las columnatas estriadas de luces y sombras de la Rue de Rivoli y el jardín del palacio malhadado de un rey y una reina decapitados, para salir por la Plaza de la Concordia y los Campos Elíseos y la Puerta de la Estrella, fuera de París.
Es lamentable decirlo, pero no pueden ir demasiado rápido, porque incluso allí Lady Dedlock se ha muerto de aburrimiento. El concierto, la asamblea, la ópera, el teatro, el paseo, no tienen nada nuevo que ofrecer a Milady bajo estos cielos gastados. Nada más que el domingo pasado, cuando el populacho se divertía, intramuros de la ciudad, jugando con sus hijos entre los árboles recortados y las estatuas del Jardín del Palacio; mientras se paseaba de a veinte en fondo por los Campos Elíseos, más Elíseos que nunca gracias a los perros amaestrados y a los caballitos de madera, mientras (unos pocos) se filtraban por la tenebrosa catedral de Nuestra Señora para decir una o dos palabras en la base de una pilastra, adonde llegaba el aroma de una parrilla oxidada llena de velitas ardientes; o fuera de los muros de París cercaban a la ciudad con sus bailes, o hacían el amor, bebían vino, fumaban tabaco o visitaban los cementerios, jugaban al billar y al dominó, practicaban la curandería y hacían todo género de maldades, tanto inmóviles como en movimiento… nada más, decimos, que el domingo pasado Milady, sumida en la desolación del Aburrimiento y en las garras del Gigante llamado Desesperación
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casi odió a su propia doncella por estar de buen humor.
Por eso no puede irse de París todo lo rápido que quisiera. Ante ella y tras ella se extiende el cansancio del alma: su Ariel
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ha cinchado con él toda la Tierra, y esa cincha no se puede quitar, pero el remedio, aunque sea imperfecto, es huir siempre del último sitio donde se ha sufrido. Hay que dejar París atrás, pues, y cambiarlo por avenidas interminables y más avenidas de árboles invernales. Y la próxima vez que lo vea, que sea a unas leguas de distancia, con la Puerta de la Estrella como una mota blanca brillante al sol, y la ciudad como un mero cerro en la llanura, de la que surgen dos torres cuadradas y sombrías y sobre la cual caen de sesgo la luz y la sombra, como los ángeles en el sueño de Jacob.
Sir Leicester suele estar de buen humor, y raras veces se aburre. Cuando no tiene otra cosa que hacer, siempre puede contemplar su propia grandeza. Es una gran ventaja disponer de un tema tan inagotable. Tras leer sus cartas, se recuesta en un rincón del coche y considera, en general, su propia importancia para la sociedad.
—Tienes una cantidad desusada de correspondencia esta mañana, ¿no? —comenta Milady al cabo de un largo rato. Está cansada de leer. Casi ha leído una página en veinte millas.
—Pero no me dice nada. Nada en absoluto.
—¿Me equivoco al pensar que he visto una de las largas efusiones del señor Tulkinghorn?
—Lo ves todo —dice, admirado, Sir Leicester.
—¡Ja! —suspira Milady—. ¡Qué hombre tan aburrido!
—Te envía, te lo digo con mil perdones, pero te envía —dice Sir Leicester seleccionando una carta y desdoblándola— un mensaje. Cuando nos detuvimos a cambiar de caballos, justo cuando llegaba yo a su postdata, se me fue de la memoria. Te ruego me excuses. Dice —Sir Leicester tarda tanto en sacar el monóculo y ajustárselo que Milady parece irritarse un poco—. Dice: «por lo que respecta a la servidumbre de paso…» Perdón, perdón, no es aquí. Dice… ¡Sí! ¡Aquí lo tengo! Dice: «Le ruego salude respetuosamente de mi parte a Milady, a quien espero haya sentado bien el cambio de aires. ¿Tendría usted la bondad de mencionarle (pues puede resultarle interesante) que, a su regreso, tengo algo que decirle con referencia a la persona que copió la declaración jurada en el pleito ante Cancillería, que tanto estimuló su curiosidad? La he visto».
Milady se inclina hacia adelante y mira por la ventanilla.
—Ése es el mensaje —dice Sir Leicester.
—Me gustaría pasearme un rato —dice Milady, que sigue mirando por la ventanilla.
—¿Pasearte? —exclama Sir Leicester en tono sorprendido.
—Me gustaría pasearme un rato —repite Milady con una claridad inconfundible—. Te ruego que hagas detener el coche.
Se detiene el coche, el criado, afectuoso, baja de la trasera, abre la portezuela y saca la escalerilla, obediente a un gesto de impaciencia que hace Milady con la mano. Ella baja con tanta rapidez, y se aleja con tanta rapidez, que Sir Leicester, pese a su escrupulosa cortesía, no puede ayudarla y se queda atrás. Transcurre un lapso de uno o dos minutos antes de que pueda alcanzarla. Ella le sonríe, con gesto muy atractivo, lo toma del brazo y se pasea con él un cuarto de milla, se aburre muchísimo y vuelve a su asiento en el coche.
El traqueteo y el ruido continúan durante casi tres días, con más o menos cascabeleos y latigazos, y más o menos saltos de los centauros y los caballos sin ensillar. La cortesía exquisita de que se dan muestras el uno al otro en los hoteles en que se detienen es tema de general admiración. Si bien es cierto que el Lord es un poco mayor para Milady, dice Madame la dueña del Mono Dorado, y aunque podría ser un padre afectuoso, se ve inmediatamente que se quieren. Se ve a Milord con su pelo blanco mientras se queda, sombrero en mano, junto al coche para ayudar a Milady. No hay más que ver a Milady cómo reconoce la cortesía de Milord con una inclinación de esa cabeza tan distinguida, y cómo le concede los dedos de forma tan aristocrática. ¡Es fascinante!
El mar no reconoce a los grandes hombres, y les hace dar tumbos igual que a los pequeños. Siempre se porta mal con Sir Leicester, cuyo rostro se llena de manchas verdosas como el queso fermentado, y en cuyo aristocrático sistema digestivo efectúa una revolución horrible. Para él, el mar es el Radical de la Naturaleza. Sin embargo, su dignidad lo supera todo cuando se detiene a repostar, y sigue viaje con Milady hacia Chesney Wold, sin descansar más que una noche en Londres, camino de Lincolnshire.
Entran en el parque bajo el mismo sol frío —más frío a medida que cae el día— y en medio del mismo viento cortante —más cortante a medida que las sombras separadas de los árboles desnudos se van agrupando en el bosquecillo y que el Paseo del Fantasma, rozado en su esquina occidental por un haz de fuego que llega del cielo, se resigna a la llegada de la noche—. Los grajos, que se balancean en sus altas residencias de la alameda, parecen debatir la cuestión de quiénes ocupan el coche cuando éste pasa por debajo de ellos; algunos están de acuerdo en que han llegado Sir Leicester y Milady; otros discuten con los descontentos que no quieren reconocerlo; ora todos consienten en considerar que el debate ha terminado; ora vuelven a estallar en un debate violento, incitados por un ave obstinada y soñolienta que persiste en decir el último graznido de contradicción. El coche de viaje deja que sigan balanceándose y graznando, y sigue rodando hacia la casa, donde hay fuegos que brillan cálidos por las ventanas, aunque no en tantas como para dar la impresión en la masa oscura de la fachada de que la mansión está habitada. Pero de eso se encargará pronto el brillante y distinguido círculo.