—Nuestra viejecita es una viejecita tan magnífica —decía Richard cuando venía a verme en el jardín, a primera hora de la mañana, con su agradable sonrisa y quizá una levísima huella de rubor—, que no podría arreglármelas sin ella. Antes de iniciar mi día superocupado, con todos esos libros e instrumentos, y después echarme a galopar por montes y valles, por toda la zona, como si fuera un atracador de caminos…, ¡me sienta tan bien el venir a darme un paseo con nuestra pacífica amiga, que aquí estoy otra vez!
—Ya sabes, querida señora Durden —me decía Ada por las noches, con la cabeza puesta en mi hombro mientras la luz de la chimenea se reflejaba en sus ojos pensativos—, que cuando subimos aquí arriba no quiero hablar. Sólo quedarme sentada un ratito, con tu carita por toda compañía, y escuchar el viento, y recordar a los pobres marineros embarcados…
¡Vaya! Quizá Richard iba a hacerse marino. Habíamos hablado muchas veces de ello, y se había mencionado la posibilidad de satisfacer sus ambiciones de infancia de embarcarse. El señor Jarndyce había escrito a un pariente de la familia, un importantísimo señor llamado Sir Leicester Dedlock, para que se interesara en pro de Richard, en general, y Sir Leicester había contestado muy amable que «celebraría ayudar en la vida al joven caballero, si es que ello estaba en su mano, lo que no era nada probable, y que milady enviaba sus saludos al joven caballero (con el cual recordaba perfectamente que tenía un parentesco lejano), y confiaba que cumpliría siempre con su deber en cualquier profesión honorable que él decidiera».
—De manera que ya veo con toda claridad —me decía Richard— que tendré que abrirme camino por mi cuenta. ¡No importa! Mucha gente ha tenido que hacer lo mismo antes que yo, y ha salido adelante. Lo único que querría es tener el mando de un clipper corsario, para empezar, y así podría llevarme al Canciller y tenerlo a pan y agua hasta que fallara en nuestra causa. ¡Pronto iba a adelgazar ése si no se daba prisa!
Richard, con una alegría de ánimo y una moral que casi nunca decaían, tenía un carácter despreocupado que a veces me dejaba perpleja, sobre todo porque, aunque parezca raro, confundía aquello con la prudencia. Era algo que entraba de manera muy singular en todos sus cálculos sobre el dinero, y que creo que no puedo explicar de mejor manera que si recuerdo durante un momento nuestro préstamo al señor Skimpole.
El señor Jarndyce había averiguado la cantidad, no sé si por el propio señor Skimpole o por Coavinses, y había puesto el dinero en mis manos, con el encargo de que me quedase con la parte que me correspondía y le entregase el resto a Richard. La serie de pequeños gastos irreflexivos que Richard justificó con la recuperación de sus diez libras, y el número de veces que me mencionó esa suma como si la hubiera ahorrado o ganado, formarían conjuntamente toda una cantidad.
—¿Y por qué no, mi prudente Madre Hubbard? —me preguntó cuando, sin la menor reflexión, pretendió regalar cinco libras al ladrillero—. Con el asunto de Coavinses he ganado diez libras limpias.
—Explícamelo —dije.
—Mira: me deshice de diez libras de las que no me costó nada deshacerme, y que nunca esperaba volver a ver. ¿No me negarás eso?
—No —contesté.
—Muy bien, y después me llegaron diez libras…
—Las mismas diez libras —sugerí yo.
—¡Eso no tiene nada que ver! —replicó Richard—. Tengo diez libras más de lo que esperaba, y en consecuencia puedo gastármelas sin pensarlo demasiado.
Exactamente igual, cuando se le persuadió de que no sacrificara aquellas cinco libras al convencerlo de que no serviría de nada, añadió esa suma a su crédito y empezó a utilizarla.
—¡Vamos a ver! —decía—. Con el asunto del ladrillero me ahorré cinco libras, de manera que si me hago un viajecito a Londres en silla de postas y me gasto cuatro libras, todavía he ahorrado una. Y no está nada mal eso del ahorro. ¡Lo que se ahorra se tiene!
Creo que Richard tenía el carácter más franco y generoso que darse puede. Era ardiente y valeroso, y en medio de su inquietud desenfrenada era tan dulce que en unas semanas llegué a conocerlo como si fuera un hermano. La dulzura de su temperamento le era consustancial, y se hubiera mostrado sobradamente incluso sin la influencia de Ada, pero gracias a ésta se convirtió en uno de los compañeros más agradables del mundo, siempre tan dispuesto a manifestar interés, siempre tan contento, tan bienhumorado y tan animado. Estoy segura de que yo, sentada con ellos, y hablando con ellos y paseando con ellos, y advirtiendo de día en día cómo seguían enamorándose cada vez más, sin decir nada al respecto, y cada uno de ellos pensando tímidamente que aquel amor era el mayor de los secretos, tanto que quizá ni siquiera el otro lo sospechaba… Estoy segura, digo, de que apenas si estaba yo menos encantada que ellos, y apenas menos complacida con aquel bonito sueño.
Así iba pasando el tiempo cuando una mañana, a la hora del desayuno, el señor Jarndyce recibió una carta, y al mirar el remite exclamó: «¡Vaya, vaya! ¿De Boythorn?»
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y la abrió y la leyó con un placer evidente, mientras nos anunciaba, entre paréntesis, al llegar a la mitad, que Boythorn iba a venir de visita. Pero ¿quién era Boythorn?, pensamos todos. Y me atrevo a decir que todos nos preguntamos también —por lo menos, yo me lo pregunté— si Boythorn iba a injerirse en la marcha de nuestras vidas allí.
—Con este chico, Lawrence Boythorn —dijo el señor Jarndyce dando unos golpecitos en la carta al ponerla en la mesa—, estuve yo en la escuela hace más de cuarenta y cinco años. Entonces era el chico más impetuoso del mundo, y ahora es el hombre más impetuoso del mundo. Entonces era el chico más vociferante, y ahora es el hombre más vociferante. Entonces era el chico más animado y más firme, y ahora es el hombre más animado y más firme. Es un tipo enorme.
—¿De estatura, señor? —preguntó Richard.
—Desde luego, Rick, también en ese respecto —respondió el señor Jarndyce—, pues tiene diez años y dos pulgadas más que yo, y lleva siempre la cabeza alta como un viejo soldado, el pecho firme y bombeado, unas manos como las de un herrero, pero limpias, ¡y qué pulmones! No existe un símil para esos pulmones. Tanto si está hablando como riéndose o roncando, hacen temblar las vigas de las casas.
Mientras el señor Jarndyce hablaba complacido de la imagen de su amigo Boythorn, observamos el augurio favorable de que no se mencionaba para nada un cambio en la dirección del viento.
—Pero lo que importa de ese hombre es lo que lleva dentro, lo cálido de su corazón, su apasionamiento, lo ligero de su ánimo, Rick (¡y vosotras también, Ada y nuestra pequeña Telaraña, porque a todos os interesa nuestro visitante!) —siguió diciendo—. Tiene un lenguaje tan resonante como la voz. Siempre habla en extremos, perpetuamente en superlativo. Cuando condena algo, es de una ferocidad sin límites. Por lo que dice, cabría pensar que es un ogro, y creo que tiene fama de serlo con alguna gente. ¡Pero vamos! No os voy a decir nada más por adelantado. No os sorprendáis si veis que me trata con aire protector, porque nunca ha olvidado que en la escuela yo era uno de los pequeños, y nuestra amistad comenzó cuando le hizo saltar dos dientes a mi peor perseguidor (él dice que fueron seis) antes de desayunar. Querida mía, Boythorn y su criado llegarán esta tarde —me dijo.
Me encargué de que se hicieran los preparativos necesarios para la recepción del señor Boythorn, y esperamos su llegada con una cierta curiosidad. Pero la tarde fue pasando y no apareció. Llegó la hora de cenar y seguía sin aparecer. Retrasamos la cena en una hora, y estábamos sentados en torno a la chimenea, sin más luz que la de ésta, cuando de pronto se abrió de golpe la puerta de entrada y el vestíbulo resonó con la siguientes palabras, pronunciadas con la mayor vehemencia y en tono estentóreo:
—Nos ha indicado mal el camino, Jarndyce: un rufián nos dijo que torciéramos a la derecha en lugar de a la izquierda. Es el sinvergüenza más indigno del mundo. Su padre tiene que haber sido un malvado de siete suelas para haber engendrado a tal hijo. ¡Por mí, al individuo podrían fusilarlo!
—¿Lo hizo adrede? —preguntó el señor Jarndyce.
—¡No me cabe la menor duda de que el bribón se pasa la vida engañando a los viajeros! —replicó el otro— Por mis huesos, juro que me pareció el tipo más feo que he visto en mi vida, cuando me dijo que torciera a la derecha. ¡Y sin embargo, ahí me quedé, mirándolo a la cara, sin saltarle la cabeza!
—¿No serían los dientes? —preguntó el señor Jarndyce.
—¡Ja, ja, ja! —rió el señor Lawrence Boythorn, y era verdad que hizo vibrar toda la casa—. ¡Ya veo que no lo has olvidado! ¡Ja, ja, ja! ¡Aquél también era un bribón consumado! Juro por mi alma que la jeta de aquel individuo, cuando era muchacho, era la imagen más negra de la perfidia, la cobardía y la crueldad que jamás se le haya ocurrido a nadie poner de espantapájaros en medio de un campo lleno de sinvergüenzas. ¡Sí mañana me encontrase en la calle a aquel déspota sin igual, lo tumbaría igual que a un árbol podrido!
—No me cabe la menor duda —observó el señor Jarndyce—. Y ahora, ¿quieres venir arriba?
—Te juro por mi alma, Jarndyce —replicó su invitado, que pareció mirar su reloj—, que si hubieras sido casado, me habría vuelto a la puerta del jardín y me hubiera ido a las cimas más remotas del Himalaya, antes que presentarme a una hora tan poco razonable.
—Hombre, espero que no te hubieras ido tan lejos —dijo el señor Jarndyce.
—¡Juro por mi vida y por mi honor que sí! —exclamó el visitante—. Yo no tendría la insolencia de tener esperando a la señora de la casa todo este tiempo por nada del mundo. Preferiría matarme antes. ¡Te juro que lo preferiría!
Con esta conversación iban subiendo, y al cabo de un rato oímos su risa en el dormitorio, que tonaba «¡Ja, ja, ja!», y otra vez: «¡Ja, ja, ja!», hasta que todos los ecos de los alrededores parecieron contagiarse y reírse con tantas ganas como él, o como nosotros al oír su risa.
Todos teníamos un prejuicio en su favor, porque aquella risa denotaba pureza, al igual que su voz sana y vigorosa y la rotundidad y el vigor con que pronunciaba cada una de sus palabras, y la misma furia de sus superlativos, que parecían dispararse como salvas de cañón, que jamás hacen daño a nadie. Pero no estábamos en absoluto preparados para que todo aquello se viera también confirmado por su aspecto cuando nos lo presentó el señor Jarndyce. No sólo era un anciano muy atractivo, tieso y firme como se nos había descrito, con una gran cabeza canosa, una cara llena de compostura cuando no hablaba, una figura que pudiera haberse convertido en corpulenta de no haber sido que, por estar en movimiento continuo, no le daba descanso, y una barbilla que podría haberse convertido en papada de no haber sido por el énfasis vehemente que había de subrayar en todo momento, sino que además era tan señorial en sus modales, de una cortesía caballeresca, con la cara iluminada por una sonrisa tan dulce y tan tierna, que parecía evidente que no tenía nada que disimular, sino que se mostraba exactamente como era, incapaz (como dijo Richard) de hacer nada a escala limitada, y siempre disparando aquellos cañonazos de salvas, porque jamás llevaba armas pequeñas, que de verdad no pude evitar el contemplarlo con igual placer cuando se sentó a cenar, fuera que estuviese conversando agradablemente con Ada y conmigo, o que el señor Jarndyce lo provocara para que soltase una gran andanada de superlativos, o que echara la cabeza atrás, con un gesto como de un galgo, y soltara aquellas enormes carcajadas.
—¿Te habrás traído el pájaro, supongo? —preguntó el señor Jarndyce.
—¡Juro por el cielo que es el pájaro más asombroso de Europa! —replicó el otro—. ¡Es el ser más maravilloso! No aceptaría por ese pájaro ni diez mil guineas que me ofreciesen. Por si vive más tiempo que yo, ya le he dejado una pensión anual en mi testamento. Por su sentido y por su fidelidad, es un fenómeno. ¡Y antes que él, su padre ya era un pájaro de lo más asombroso!
El objeto de tantos elogios era un pequeño canario tan domesticado, que el criado del señor Boythorn lo bajó posado en el índice, y tras un vuelito en torno a la habitación, se posó en la cabeza de su amo. Pensé que el oír después al señor Boythorn expresar los sentimientos más implacables y apasionados, con aquel animalito diminuto posado en la cabeza tan tranquilo, era una buena demostración del carácter de aquel hombre.
—Por mi alma te juro, Jarndyce —dijo, subiendo con gran cuidado un trocito de pan para que lo picoteara el canario—, que si estuviera yo en tu lugar, mañana mismo me iría a buscar a todos los Procuradores de Cancillería, y los sacudiría hasta que se les saliera el dinero por los bolsillos y se les soltaran todos los huesos del cuerpo. Le sacaría una solución a alguien, por las buenas a por las malas. ¡Si me permites que me encargue yo, te haría ese favor con sumo gusto! —mientras todo ese tiempo el diminuto canario le comía mansamente en la mano.
—Gracias, Lawrence, pero el pleito está ya tan avanzado —respondió el señor Jarndyce, riendo—, que no podría adelantar mucho mediante el procedimiento jurídico de sacudir a todos los magistrados y todos los abogados.
—¡En todo este mundo jamás ha habido un antro tan infernal como la Cancillería! —continuó el señor Boythorn—. ¡La única forma de reformarlo sería meterle una mina explosiva por debajo, un día bien ocupado mientras estuviera en sesión, para que todos sus archivos, sus normas y sus precedentes, y todos sus funcionarios, volaran, altos y bajos, arriba y abajo, desde el Hijo del Contador General hasta el Padre del Diablo, todos ellos reventados en átomos con diez mil quintales de pólvora!
Resultaba imposible no reír ante la gravedad enérgica con la que recomendaba aquella drástica medida de reforma. Cuando nos echamos a reír, él echó atrás su enorme tórax y otra vez pareció que todos los alrededores hacían eco a su «¡Ja, ja, ja!». Aquello no perturbó en lo más mínimo al pájaro, que se sentía muy seguro, y que se puso a dar saltitos por la mesa, volviendo la cabecita rápidamente a un lado y a otro, mirando repentinamente con sus ojos brillantes a su amo, como si éste no fuera más que otro pájaro.
—Pero ¿cómo os va a ti y a tu vecino con el pleito por la servidumbre de paso? —preguntó el señor Jarndyce—. ¡Tú tampoco te has librado de las garras de la ley!
—Ese individuo me ha puesto pleito, a mí, por intrusión, y yo le he puesto pleito, a él, por intrusión —replicó el señor Boythorn—. Por el cielo, juro que es el tipo más orgulloso de este mundo. Es moralmente imposible que se llame Sir Leicester. Debe de llamarse Sir Lucifer.