Como ninguno de los presentes se interesa en especial por los sueños del señor Guppy, no se sigue hablando de esa posibilidad. Pero él sigue tan absorto con el retrato, que se queda inmóvil ante él hasta que el joven jardinero cierra las contraventanas; cuando sale del aposento en estado de estupefacción, eso mismo es como un sucedáneo extraño de su interés, y sigue recorriendo las salas sucesivas sumido en su estado de asombro, como si en todas partes estuviera buscando otra vez a Lady Dedlock.
No la vuelve a ver. Ve sus aposentos, que son los últimos en enseñarse y muy elegantes, y mira por las ventanas por las que ha mirado ella, no hace mucho tiempo, a ver esa lluvia que la mataba de aburrimiento. Todo tiene su fin, incluso las mansiones que tanto se esfuerza la gente por ver y de las que se cansan antes de que hayan empezado a verlas. Él ha llegado al final de la visita, y la joven belleza rural ha llegado al final de su descripción, que siempre termina así:
—La terraza de abajo goza de gran admiración. La llaman el Paseo del Fantasma, por una antigua historia de la familia.
—¡Ah!, ¿sí? —pregunta el señor Guppy con ávida curiosidad—. ¿Y qué historia es ésa, señorita? ¿Tiene algo que ver con un cuadro?
—Sí, por favor, cuéntenosla —dice Watt en un medio susurro.
—Yo no la conozco, señor —dice Rosa, más tímida que nunca.
—No tiene nada que ver con los visitantes; casi está olvidada —dice el ama de llaves, que da un paso adelante—. Nunca ha sido más que una anécdota de la familia.
—Perdone usted, señora, que vuelva a preguntar si tiene algo que ver con un cuadro —interrumpe el señor Guppy—, porque le aseguro que cuanto más pienso en ese cuadro, mejor lo conozco, ¡y sin saber por qué lo conozco!
La historia no tiene nada que ver con ningún cuadro; el ama de llaves se lo puede asegurar. El señor Guppy le agradece la información, y además da las gracias por todo. Se retira con su amigo, guiados ambos por otra escalera por el joven jardinero, y poco después se oye que se marchan. Ya llega el atardecer. La señora Rouncewell puede confiar en la discreción de los dos jóvenes que la escuchan, y puede contarles a
ellos
cómo fue que la terraza adquirió ese nombre fantasmal. Se sienta en un sillón junto a la ventana, sobre la que va cayendo la oscuridad, y se lo cuenta:
—En los días terribles, hijos míos, del Rey Carlos I (me refiero, claro está, a los días terribles de los rebeldes que se aliaron contra aquel excelente rey), el dueño de Chesney Wold era Sir Morbury Dedlock. No sé si en aquella época se hablaba de algún fantasma en la familia. Supongo que es muy probable.
La señora Rouncewell sustenta esta opinión por considerar que toda familia de alguna antigüedad o importancia tiene derecho a un fantasma. Considera a los fantasmas como uno de los privilegios de las clases altas, como un detalle de distinción que no puede reivindicar la gente del común.
—Sir Morbury Dedlock —sigue diciendo la señora Rouncewell— era, huelga decirlo, partidario de aquel santo mártir. Pero
se dice
que su dama, que no llevaba sangre de la familia en sus venas, era partidaria de la mala causa. Se dice que tenía parientes entre los enemigos del Rey Carlos, que tenía correspondencia con ellos y que les daba información. Cuando venía aquí cualquiera de los caballeros de la zona que seguían la causa de Su Majestad, se dice que milady siempre estaba más cerca de la puerta de su sala de consejos de lo que se creían ellos. ¿Oyes unos pasos que suenan en la terraza, Watt?
Rosa se acerca al ama de llaves.
—Oigo la lluvia que cae en las piedras —replica el joven—, y oigo un eco extraño (supongo que es un eco) que se parece mucho a unos pasos titubeantes.
El ama de llaves asiente y continúa:
—Debido en parte a esta división entre ellos, y en parte por otros motivos, Sir Morbury y su dama llevaban una vida agitada. Ella tenía un temperamento muy altivo. No eran adecuados el uno para el otro, ni en edad ni en carácter, y no tenían hijos que mediasen entre ellos. Cuando el hermano favorito de ella, un caballero joven, murió en las guerras civiles (a manos de un pariente cercano de Sir Morbury), reaccionó de forma tan violenta que llegó a odiar a la raza en la que había entrado por matrimonio. Cuando los Dedlock iban a salir de Chesney Wold en defensa de la causa del rey, se dice que más de una vez ella bajaba a los establos en medio de la noche y les inutilizaba los caballos, y la historia es que una vez, a esa hora, su marido vio que ella bajaba las escaleras y la siguió hasta el cajón en el que estaba su caballo favorito. Allí la cogió por la muñeca, y en la lucha, o en una caída, o porque el caballo estaba asustado y se puso a dar coces, quedó coja de una cadera, y a partir de entonces empezó a languidecer.
El ama de llaves ha bajado la voz a poco más de un susurro:
—Ella era una dama de bella figura y noble porte. Nunca se quejó del cambio sufrido; nunca habló con nadie de su invalidez ni se quejó de sus dolores, pero un día tras otro trataba de pasearse por la terraza, y apoyándose en la balaustrada de piedra, subía y bajaba, subía y bajaba, subía y bajaba, con sol o con nubes, y cada día le costaba más trabajo. Por fin, una tarde, su marido (a quien nunca, por ningún motivo, le había vuelto a dirigir la palabra desde aquella noche), que estaba ante el ventanal del sur, vio que se caía en el paseo. Bajó inmediatamente a levantarla, pero ella lo rechazó cuando se inclinaba sobre ella, y mirándolo fija y fríamente dijo: «Moriré aquí, en mi paseo. Y seguiré paseando por aquí aunque esté en la tumba. Me pasearé por aquí hasta que se haya humillado el orgullo de esta casa. ¡Y que los Dedlock estén atentos a mis pasos cuando esté a punto de caer sobre ellos la calamidad o el deshonor!».
Watt mira a Rosa. Rosa, en la oscuridad cada vez mayor, mira al suelo, mitad por miedo y mitad por timidez.
—Y allí mismo murió. Y desde aquellos días —continúa la señora Rouncewell— se ha mantenido el nombre del Paseo del Fantasma. Si el paso es un eco, es un eco que sólo se oye después de oscurecer, y que muchas veces permanece mucho tiempo sin oírse. Pero vuelve de vez en cuando y, desde luego, cuando hay una enfermedad o una muerte en la familia, entonces se oye.
—¿Y el deshonor, abuela? —pregunta Watt.
—Nunca ha habido deshonor en Chesney Wold —replica el ama de llaves.
Su nieto se retracta:
—Es verdad. Es verdad.
—Y ésa es la historia. Sea lo que sea ese ruido, es preocupante —dice la señora Rouncewell, levantándose de su asiento—, y lo que es más notable es que es imposible no oírlo. Milady, que no tiene miedo a nada, reconoce que cuando suena es imposible no oírlo. No es posible hacerle oídos sordos. Watt, detrás de ti hay un reloj francés (que está puesto ahí adrede) que suena muy alto cuando está en movimiento y que toca una música. ¿Entiendes cómo se hacen esas cosas?
—Creo que bastante bien, abuela.
—Dale cuerda.
Watt le da cuerda y se pone a sonar, con su música y todo.
—Ahora ven aquí —dice el ama de llaves—. Aquí, hijo mío, hacia la almohada de Milady. No estoy segura de si ya es bastante de noche, ¡pero escucha! ¿Oyes lo que suena en la terraza, por encima de la música y del tic-tac, y de todo lo demás?
—¡Sí que lo oigo!
—Eso es lo que dice Milady.
Resultó interesante, cuando me vestí antes del amanecer, mirar por la ventana, donde mis velas se reflejaban como dos faros en los cristales negros, y vi que todo lo que había más allá estaba todavía envuelto en la misma densidad que anoche, ver después cómo iba cambiando con la llegada del día. A medida que se iba aclarando gradualmente la perspectiva, y se revelaba la escena que había recorrido el viento en la oscuridad, igual que mi memoria había recorrido mi vida, sentí placer al ir descubriendo los objetos desconocidos que me habían rodeado durante el sueño. Al principio, apenas si eran discernibles en la neblina, y sobre ellos seguían brillando las últimas estrellas. Pasado aquel pálido intervalo, la imagen empezó a ampliarse y a llenarse a tal velocidad que a cada nueva mirada podía encontrar suficiente para seguir contemplando durante una hora. Imperceptiblemente, mis velas se fueron convirtiendo en la única parte incongruente de la mañana, los puntos oscuros de mi habitación fueron fundiéndose y el día brilló sobre un paisaje animado, en el cual se destacaba la vieja iglesia de la Abadía, con su enorme torre, que lanzaba sobre la vista una cola de sombra más suave de lo que parecía compatible con su rudo aspecto. Pero (según espero haber aprendido) de exteriores ásperos, muchas veces proceden influencias serenas y dulces.
Estaba tan nerviosa con mis dos racimos de llaves, que desde una hora antes de levantarme había estado soñando que cuanto más trataba de abrir con ellas una serie de cerraduras, más determinadas estaban aquéllas a no entrar en ninguna. Ningún sueño hubiera podido ser menos profético.
Todas las partes de la casa estaban en tal orden, y todo el mundo fue tan atento conmigo, que no tuve ningún problema con mis dos montones de llaves, aunque entre tratar de recordar el contenido de cada cajoncito de la despensa y el respostero, y tomar notas en una pizarra sobre las mermeladas y los encurtidos, y las conservas y las botellas y la cristalería y la vajilla y tantísimas otras cosas, y con mi costumbre de comportarme como una especie de vieja solterona un poco boba, estuve tan ocupada, que cuando oí sonar la campanilla no podía creer que era la hora del desayuno. Sin embargo, me eché a correr e hice el té, pues ya se me había asignado la responsabilidad por la tetera, y después, como estaban un tanto atrasados, y todavía no había bajado nadie, creí que podía echar un vistazo al jardín para empezar a conocerlo también. Me pareció un lugar delicioso: en la parte de delante, la avenida y el paseo tan bonitos por los que habíamos llegado (y donde, dicho sea de paso, habíamos dejado tales huellas en la gravilla con nuestras ruedas, que le pedí al jardinero que pasara el rodillo); en la trasera estaban las flores, y allí arriba, asomada a su ventana, estaba mi niña, que la abría para sonreírme, como si me diera un beso a aquella distancia. Más allá del jardín de las flores había un huerto, y después un picadero y un sitio para los carros, y después un patio de granja precioso. En cuanto a la casa en sí, con sus tres picos en el tejado, sus ventanas multiformes, unas muy grandes y otras muy pequeñas, y todas ellas muy bonitas, su reja frente a la fachada sur, para las rosas y la madreselva, y su aire hogareño, confortable y acogedor, la Casa era, como dijo Ada cuando vino a encontrarme del brazo del dueño y señor, digna de su primo John, lo cual era un atrevimiento, aunque él le dio un pellizquito en la mejilla en premio.
El señor Skimpole estuvo tan agradable en el desayuno como lo había estado la noche anterior. Había miel en la mesa, lo cual lo llevó a un discurso sobre las Abejas. No tenía nada que objetar a la miel, dijo (desde luego que no, diría yo, pues parecía gustarle), pero protestaba contra las pretensiones de ejemplaridad de las Abejas. No veía en absoluto por qué iban a proponerle a él como modelo la industriosa Abeja; suponía que a la Abeja le gustaba hacer miel, porque si no, no la haría: nadie le había pedido que se pusiera a hacerla. La Abeja no tenía por qué convertir en un mérito enorme el hacer lo que para ella era un placer. Si todos los pasteleros se pasaran la vida zumbando por ahí, metiéndose contra todo lo que se les interponía en el camino y exigiendo egoístamente a todo el mundo que se dieran cuenta de que estaban trabajando y de que nadie les debía interrumpir, el mundo sería un lugar totalmente insoportable. Además, después de todo, era algo ridículo que lo privaran a uno de la posesión de su fortuna justo cuando uno acababa de hacerla, nada más que con echarle azufre. Si alguien de Manchester se dedicara a tejer algodón nada más que por tejer, la gente tendría una opinión muy mala de él. A su entender, los Zánganos eran la encarnación de una idea más agradable y más sabia. El Zángano decía sin ninguna afectación: «Ustedes perdonen; ¡no puedo ponerme a trabajar! Me encuentro en un mundo en el que hay tantas cosas que ver, y tengo tan poco tiempo para verlas, que debo tomarme la libertad de echar un vistazo y rogar que subvenga a mis necesidades alguien que no tenga curiosidad por ver las cosas». Ésta le parecía al señor Skimpole la filosofía del Zángano, y la consideraba muy acertada, siempre de suponer que el Zángano estuviera dispuesto a llevarse bien con la Abeja, y, que él supiera, siempre lo estaba, con tal de que el otro animalito, tan ocupado siempre, lo dejara en paz y no presumiera tanto de su miel.
Continuó con estas fantasías en el tono más animado y por terrenos muy emotivos, y nos divirtió mucho a todos, aunque, una vez más, parecía darle un cierto sentido serio, en la medida en que era posible en él. Los dejé a todos mientras seguían escuchándolo, y me retiré a desempeñar mis nuevas funciones. Llevaba algún tiempo en ellas, y estaba haciendo mi recorrido de vuelta por los pasillos, con mi cesto de llaves al brazo, cuando el señor Jarndyce me llamó a un cuartito junto a su dormitorio, que resultó ser en parte una pequeña biblioteca y archivo, y por otra todo un pequeño museo de sus zapatos y botas, y sombrereras.
—Siéntate, hija mía —dijo el señor Jarndyce—. Debes saber que éste es mi Gruñidero. Cuando estoy de mal humor, vengo aquí a gruñir.
—Debe usted de venir aquí muy pocas veces, señor —contesté.
—¡Ay, no me conoces! —replicó él—. Cuando me siento engañado, o desilusionado por… el viento, y éste es de Levante, me refugio aquí. El Gruñidero es la habitación más utilizada de toda la casa. Todavía no sabes los malos humores que me dan. ¡Pero, hija mía, estás temblando!
No podía evitarlo; lo intenté con todas mis fuerzas, pero al estar allí a solas ante aquella presencia benévola, mirando a sus ojos tan amables y sentirme tan feliz y tan honrada allí, con el corazón tan henchido…
Le besé la mano. No sé lo que dije, ni siquiera si dije algo. Él se sintió tan desconcertado, que se acercó a la ventana, casi creí que con la intención de saltar por ella, y después se dio la vuelta y me tranquilicé al ver en sus ojos lo que se había ido a disimular. Me dio una palmadita suave en la cabeza y me senté.
—¡Vamos, vamos! —dijo—. Ya está. ¡Bah! No seas tonta.
—No volverá a ocurrir, señor —repliqué—, pero al principio resulta difícil…