Su amistosa indignación tuvo un efecto ejemplar en su marido, que meneó la cabeza varias veces en dirección al soldado, como recomendándole silenciosamente que cediera. De vez en cuando, la señora Bagnet me miraba a mí, y comprendí por la expresión de su mirada que deseaba que yo hiciera algo, aunque yo no comprendía qué.
—Pero ya he renunciado a decirte nada, muchacho, desde hace años y años —continuó la señora Bagnet, mientras le quitaba una motita de polvo a la carne de cerdo en conserva y me volvía a mirar a mí—, y cuando las damas y los caballeros te conozcan tan bien como te conozco yo, también renunciarán ellos. Si no eres demasiado tozudo para aceptar algo de comer, aquí lo tienes.
—Lo acepto, y lo agradezco mucho —respondió el soldado.
—¡Vaya! ¿Conque sí? —replicó la señora Bagnet, que seguía gruñendo bienhumoradamente—. Pues eso sí que me sorprende. Me extraña que no te dejes también morir de hambre a su aire. A lo mejor eso es lo que se te ocurre la próxima vez —y volvió a mirarme, y entonces comprendí que deseaba que nos retirásemos y esperásemos a que ella nos siguiera a la salida de la prisión. Les comuniqué esa idea por el mismo medio a mi Tutor y al señor Woodcourt, y me levanté.
—Esperamos que reflexione usted, señor George —dije—, y volveremos a visitarlo, con la esperanza de encontrarlo más razonable.
—Más agradecido de lo que ya estoy, señorita Summerson, no me podrá encontrar —contestó.
—Pero sí que podemos encontrarlo más persuasible, espero —dije—. Y permítame rogarle que considere que la aclaración de este misterio, y el descubrimiento de quién perpetró verdaderamente el crimen, puede ser de la máxima importancia para otros, además de usted.
Me escuchó respetuosamente, pero sin hacer gran caso de aquellas palabras, que pronuncié dándole un poco la espalda, camino de la puerta; estaba observando (como me dijeron después) mi altura y mi tipo, que de pronto parecieron llamarle la atención.
—Es curioso —dijo—. ¡Y, sin embargo, es lo que me pareció entonces!
Mi Tutor le preguntó a qué se refería.
—Mire usted —le respondió—, cuando mi mala fortuna me llevó a la escalera del muerto, la noche del asesinato, vi una figura muy parecida a la señorita Summerson que pasaba a mi lado en la oscuridad, tan parecida que casi le dirigí la palabra.
Durante un instante me sentí temblar como jamás me había sentido antes, y espero que no me volveré a sentir jamás.
—Bajaba cuando subía yo —dijo el soldado—, y pasó por delante de la ventana por la que entraba la luz de la luna, con una capa suelta sobre los hombros; vi que tenía unos flecos muy largos. Pero no tiene que ver con este tema, salvo que en aquel momento se parecía tanto a la señorita Summerson que ahora me he acordado.
No soy capaz de definir ni de separar las sensaciones que se me agolparon entonces; baste decir que aumentó en mí el vago sentimiento de deber y de obligación, que había tenido desde un principio, de seguir adelante con la investigación, sin atreverme a hacerme directamente ninguna pregunta, y me sentí indignadamente segura de que no había ningún motivo posible de sentir miedo.
Salimos los tres de la prisión., y nos quedamos paseándonos a poca distancia de la puerta, que se hallaba en un lugar retirado. No llevábamos mucho tiempo esperando cuando también salieron el señor y la señora Bagnet y se reunieron con nosotros rápidamente.
La señora Bagnet tenía lágrimas en los ojos y la cara enrojecida y preocupada. Lo primero que dijo al llegar fue:
—Mire, señorita, no quería que lo supiera George, pero está en muy mala situación. ¡Pobrecillo!
—No estará tan mal con atención, paciencia y una buena ayuda —dijo mi Tutor.
—Un caballero como usted probablemente sabe más que yo —respondió la señora Bagnet, secándose rápidamente las lágrimas con el borde de su mantón gris—, pero estoy preocupada por él. Ha sido tan imprudente, y ha dicho tantas cosas sin quererlas… Es posible que los señores de los jurados no lo entiendan como Lignum y yo. Y luego se le han puesto tantas circunstancias en contra, y va a haber tanta gente que declare contra él, y Bucket es tan astuto.
—Con un violonchelo de segunda mano. Y dijo que había tocado la flauta. De pequeño —añadió el señor Bagnet con gran solemnidad.
—Se lo voy a decir, señorita —continuó la señora Bagnet—, ¡y cuando digo a la señorita digo a todos ustedes! Vengan a esa esquina y se lo voy a decir.
La señora Bagnet nos llevó a toda prisa a un lugar más discreto, y al principio no pudo decir nada, porque se había quedado sin aliento, lo cual llevó al señor Bagnet a decir:
—¡Viejita! ¡Díselo!
—Bueno, señorita —continuó la viejita, desatándose las cintas del sombrero para que le diese más aire—, pues lo que le digo es que más fácil es cambiar de sitio el Castillo de Dover que cambiar a George en este asunto, si no se tiene algo especial para cambiarlo. ¡Y yo lo tengo!
—Es usted una joya, señora —dijo mi Tutor—. ¡Siga, por favor!
—Pues lo que le digo, señorita —siguió ella, aplaudiendo en sus prisas y su agitación una docena de veces a cada frase—, que lo que dice de que no tiene parientes es una bobada. Ellos no tienen noticias de él, pero él sí las tiene de ellos. Me ha ido diciendo cosas a lo largo del tiempo, más que a nadie, y no es por nada si una vez le dijo a mi Woolwich aquello de hacer que las cabezas de las madres se pusieran blancas y arrugadas. Apuesto cincuenta libras a que aquel día había visto a su madre. ¡Está viva, y hay que traerla inmediatamente!
Y en el acto la señora Bagnet se puso unos alfileres en la boca y empezó a recogerse las faldas por todas partes, un poco más alto que el borde del mantón, lo cual hizo a una velocidad y con una destreza admirables.
—Lignum —dijo—, tú te encargas de los niños, viejito, y dame el paraguas. Me voy a Lincolnshire a traer a la anciana.
—¡Pero, mujer bendita! —exclamó mi Tutor con la mano en el bolsillo—. ¿Cómo va a ir? ¿Qué dinero tiene? La señora Bagnet volvió a llevarse la mano a la falda y sacó un bolso de cuero, en el que contó a toda velocidad unos cuantos chelines y que después cerró, muy satisfecha. —No se preocupe por mí, señorita. Soy la mujer de un soldado, y estoy acostumbrada a viajar a mi aire. Lignum, viejito —le dijo, dándole de besos—, uno para ti y tres para los niños. ¡Me voy a Lincolnshire a buscar a la madre de George!
Y, efectivamente, se marchó mientras los tres nos quedábamos mirándonos, asombrados. Efectivamente, se fue corriendo con su mantón gris, dio la vuelta a la esquina y desapareció.
—Señor Bagnet —dijo mi Tutor—, ¿de verdad va a dejar usted que se marche así?
—No puedo evitarlo —respondió él—. Una vez volvió a casa. Del otro extremo del mundo. Con el mismo mantón gris. Y el mismo paraguas. Lo que diga la viejita se hace. ¡Se hace! Lo que diga la viejita, yo lo hago. Ella lo hace.
—Entonces es tan honrada y auténtica como aparenta —replicó mi Tutor, y es imposible decir nada mejor de ella.
—Es la Sargenta Mayor del Batallón de los Incomparables —dijo el señor Bagnet, mirándonos por encima del hombro al marcharse él también—. Y no hay otra igual. Pero yo nunca se lo digo. Hay que mantener la disciplina.
El señor Bucket y su grueso dedo índice están celebrando muchas consultas, dadas las circunstancias. Cuando el señor Bucket tiene un asunto de gran interés en estudio, el grueso dedo índice parece adquirir la categoría de un demonio familiar. Se lo lleva a los oídos, y el índice le susurra información; se lo lleva a los labios, y el índice le aconseja discreción; se lo pasa por la nariz, y el índice le aguza el olfato; lo sacude ante un culpable, y el índice lo seduce para que confiese. Los Augures del Templo de los Detectives predicen invariablemente que cuando el señor Bucket y su índice celebran una conferencia, falta poco para que se tengan noticias de una terrible venganza.
El señor Bucket, que en otros respectos es moderadamente estudioso de la naturaleza humana, que en general es un filósofo benigno, y que no está dispuesto a ser demasiado severo con las locuras de la Humanidad, invade gran número de casas y recorre una infinidad de calles, y a ojos de un observador ignorante, se pasea porque no tiene nada mejor que hacer. Actúa de la manera más amistosa con sus congéneres, y está dispuesto a beber con la mayor parte de ellos. Es liberal con su dinero, afable en sus modales, inocente en su conversación, pero en esta plácida corriente de su vida siempre flota por debajo la otra corriente: la del índice.
Los lugares y las horas no pueden atar al señor Bucket. Al igual que el hombre, en sentido abstracto, aparece hoy y desaparece mañana, pero al revés que ese hombre, reaparece al día siguiente. Esta tarde va a contemplar distraídamente los tubos de hierro de las lámparas de la casa que tiene Sir Leicester Dedlock en la ciudad, y mañana por la mañana se paseará por los tejados de Chesney Wold, donde hace algún tiempo se asomaba el anciano cuyo fantasma se propicia con 100 guineas. El señor Bucket examina los cajones, las mesas, los bolsillos, todo lo que le pertenecía. Unas horas después estará junto con el romano, comparando dedos índices.
Es probable que estas ocupaciones sean irreconciliables con los placeres hogareños, pero es seguro que en estos días el señor Bucket no va a su casa. Aunque en general aprecia mucho la compañía de la señora Bucket —dama de genio detectivesco natural, que de haberse perfeccionado mediante el ejercicio de esa profesión podría haber hecho grandes cosas, pero que se ha detenido al nivel de un amateur bien dotado—, se mantiene alejado de ese amable solaz. La señora Bucket depende de su pensionista (que afortunadamente es una amable dama y que le parece interesante) para gozar de compañía y conversación.
El día del funeral se reúne una gran multitud en Lincoln’s Inn Fields. Sir Leicester Dedlock asiste a la ceremonia en persona; estrictamente hablando, hay sólo otros tres— seguidores humanos, es decir, Lord Doodle, William Buffy y el primo debilitado (añadido como relleno), pero la cantidad de carruajes inconsolables es inmensa
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. La Aristocracia contribuye más sentimiento en cuatro ruedas de lo que jamás se haya visto en el distrito. Tal es la cantidad de escudos nobiliarios en los paneles de los coches, que cabría suponer que el Colegio de Heráldica ha perdido de un solo golpe su padre y su madre. El Duque de Foodle envía un montón espléndido de polvo y cenizas, con guardabarros de plata, ejes patentados y todos los perfeccionamientos más recientes, así como seis gusanos afligidos de seis pies de alto cada uno, aferrados a la trasera y manifestando un gran pesar. Todos los cocheros de gala de Londres parecen haberse puesto de luto, y si el anciano muerto de vestimenta descolorida se interesa por la raza equina (como parece probable), debe de estar muy satisfecho hoy.
Entre los enterradores y los lacayos, y las pantorrillas de tantas piernas sumidas en el dolor, el señor Bucket se sienta en silencio en uno de los carruajes inconsolables y contempla tranquilamente la multitud por la ventanillas encortinadas. Tiene la mirada acostumbrada a las multitudes, y al ir mirando acá y allá, unas veces desde un lado del carruaje y otras desde el otro, unas veces a las ventanas de las casas y otras a las cabezas de la gente, no se le escapa nada.
«Ahí estás, mi cara mitad, ¿eh?», se dice a sí mismo el señor Bucket, pero refiriéndose a la señora Bucket, apostada por recomendación suya en las escaleras de la casa del difunto. «Ahí estás. ¡Claro que sí! ¡Y tienes muy buen aspecto, señora Bucket!»
El cortejo no se ha iniciado todavía, sino que espera a que se saque a quien es la causa de toda la reunión. El señor Bucket, en el primero de los carruajes engalanados, utiliza sus dos gruesos dedos índices para levantar un poco la cortinilla mientras mira.
Y dice mucho de su afecto marital el que siga ocupándose de la señora B. «Ahí estás, ¿eh?», repite con un murmullo. «Y veo que a tu lado está nuestra pensionista. Me estoy fijando en ti, señora Bucket, y espero que te encuentres bien, querida mía».
El señor Bucket no dice nada más, sino que sigue sentado, con la vista bien atenta, hasta que bajan empaquetado al depositario de nobles secretos (¿dónde están esos secretos ahora? ¿Los sigue conservando? ¿Volaron con él en su repentino viaje?), y hasta que se pone en marcha el cortejo y cambia la visión del señor Bucket. Después se prepara para hacer el viaje tranquilamente, y toma nota de los adornos del carruaje, por si alguna vez le resulta útil recordarlos.
Existe bastante contraste entre el señor Tulkinghorn encerrado en su carruaje y el señor Bucket encerrado en el suyo. Entre la pista inconmensurable de espacio que se abre a partir de la pequeña herida que ha lanzado a uno al sueño eterno, que tanto le hace traquetear sobre las piedras de las calles, y la leve pista de sangre que mantiene al otro en estado de vigilancia que expresa cada pelo de su cabeza. Pero a ambos les da igual; a ninguno de ellos le importa.
El señor Bucket deja a su aire tranquilo que pase el cortejo, y se apea del carruaje cuando le llega la oportunidad que esperaba. Se dirige a casa de Sir Leicester Dedlock, que ya es una especie de segundo hogar para él, donde entra y sale cuando quiere y a todas horas, donde siempre se le recibe y se le acoge muy bien, donde conoce a todos los habitantes, y avanza rodeado de una atmósfera de misteriosa grandeza.
El señor Bucket no tiene que golpear el llamador ni tocar el timbre. Se le ha dado una llave, y puede entrar como quiera. Cuando cruza el vestíbulo, Mercurio le informa:
—Otra carta para usted, señor Bucket. Ha llegado en el correo.
—Otra más, ¿eh? —comenta el señor Bucket.
Si Mercurio poseyera alguna leve curiosidad acerca de las cartas del señor Bucket, este prudente personaje no es quién para satisfacerla. El señor Bucket lo contempla como si fuera un panorama de varias millas de largo y lo estuviera contemplando en un rato de ocio.
—¿Tiene usted una petaca? —pregunta el señor Bucket.
Por desgracia, Mercurio no es aficionado al rapé.
—¿Podría usted traerme algo de donde sea? —continúa el señor Bucket—. Gracias. No importa lo que sea; me da igual el género. ¡Gracias!
Tras servirse calmosamente de una lata tomada prestada a alguien del piso de arriba para ese objetivo, y tras hacer grandes muestras de probarlo, primero con una aleta de la nariz y luego con la otra, el señor Bucket, con gran prosopopeya, declara que es de buena clase, y se marcha con la carta en la mano.