Casa desolada (122 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Por mucho que insista la buena ama de llaves, la señora Bagnet no quiere seguir en coche hasta su casa. Salta de él animosa al llegar a la puerta de los Dedlock y tras ayudar a la señora Rouncewell a subir las escaleras, la señora Bagnet le da la mano, se va a pie, y poco después llega a la mansión de los Bagnet y se pone a lavar las verduras como si no hubiera pasado nada.

Milady está en el mismo aposento en el que tuvo su última conferencia con el asesinado, y está sentada en el mismo sitio que aquella noche, mirando al mismo sitio en que estuvo él ante la chimenea, mientras la estudiaba tan atentamente, cuando suena una llamada a la puerta. ¿Quién es? La señora Rouncewell. ¿Cómo es que la señora Rouncewell ha venido a la capital de forma tan imprevista?

—Problemas, Milady. Problemas muy graves. Ay, Milady, ¿podría hablar con usted a solas?

¿Qué novedad es ésta que hace temblar así a esta anciana siempre tan calmada? Si es mucho más feliz que Milady, como tantas veces ha pensado Milady, ¿por qué tartamudea así y la mira con una desconfianza tan extraña?

—¿Qué pasa? Siéntese y recupere el aliento.

—Ay, Milady, Milady. He encontrado a mi hijo, al más joven, al que se fue de soldado hace tantos años. Y está en la cárcel.

—¿Por deudas?

—Ay, no; no, Milady. Yo hubiera pagado cualquier deuda, y con mucho gusto.

—Entonces, ¿por qué está en la cárcel?

—Está acusado de asesinato, Milady, y él es tan inocente como… como yo. Acusado del asesinato del señor Tulkinghorn.

¿Qué quiere decir esta mujer con esa mirada y ese gesto de imploración? ¿Por qué se acerca tanto? ¿Qué es esa carta que lleva en la mano?

—¡Lady Dedlock, mi querida señora, mi buena señora, mi amable señora! Tiene usted que tener un corazón para compadecerse de mí, tiene usted que tener un corazón que me perdone. Yo estoy en esta familia desde antes de que naciera usted. Me he consagrado a ella. Pero piense en que a mi hijo se le acusa injustamente.

—Yo no lo acuso.

—No, Milady, no. Pero otros sí, y está en la cárcel y en peligro. ¡Ay, Milady, si puede usted decir una sola palabra para ayudar a liberarlo, dígala!

¿De qué ilusión puede tratarse? ¿De qué facultades supone que está dotada esta persona a la que se dirige para desviar esa sospecha injusta, si es que es injusta? Los bellos ojos de Milady la contemplan asombrados, casi asustados.

—Milady, llegué anoche de Chesney Wold para ver con mis ojos de anciana a mi hijo, y los pasos en el Paseo del Fantasma eran tan constantes y tan solemnes que jamás he oído nada parecido en todos estos años. Noche tras noche, al caer la oscuridad, el ruido ha recorrido sus aposentos, pero lo peor de todo fue anoche. Y al caer la noche de ayer, Milady, recibí esta carta.

—¿Qué carta?

—¡Chist, chist! —el ama de llaves mira en su derredor y responde con un susurro asustado—: Milady, no le he dicho una palabra a nadie. No me creo lo que dice. Sé que no puede ser verdad, estoy segura y convencida de que no puede ser verdad. Pero mi hijo está en peligro, y tiene usted que apiadarse de mí en su corazón. Si sabe usted algo que no sepan los demás, si tiene usted alguna sospecha, si tiene usted alguna clave del género que sea, y algún motivo para guardársela, ¡ay, Milady, piense en mí y supere ese motivo, y haga que se sepa! Eso es lo más que considero posible. Ya sé que no es usted una señora de corazón duro, pero usted siempre hace lo preciso sin necesidad de ninguna ayuda, y usted no da confianzas a sus amigos, y todos los que la admiran a usted (o sea, todo el mundo) por lo guapa y lo elegante que es, saben que es usted una persona muy distante, que no es posible acercarse a usted. Milady, es posible que tenga usted motivos de orgullo o de cólera para desdeñar cualquier expresión de algo que usted sabe; en tal caso, ¡ay, le ruego que piense usted en una sirviente fiel que se ha pasado toda la vida con la familia, y apiádese, y ayúdeme a liberar a mi hijo! —Y la anciana ama de llaves ruega con una sencillez totalmente auténtica—. ¡Milady, mi buena señora, yo ocupo un lugar tan humilde, y usted un lugar tan elevado y remoto, que quizá considere usted que mis sentimientos por mi hijo no valen nada, pero para mí valen tanto que he venido aquí osando rogarle e implorarle que no nos desprecie, si es que puede usted hacernos favor o justicia en estos momentos terribles!

Lady Dedlock la hace levantarse sin decir una palabra, hasta que toma la carta de su mano.

—¿He de leer esto?

—Cuando me vaya yo, Milady, se lo ruego, y recordar entonces qué es lo que considero yo lo máximo posible.

—No sé qué puedo hacer yo. No recuerdo haberme reservado nada que pueda afectar a su hijo. Yo nunca lo he acusado.

—Milady, quizá se apiade tanto más de él, acusado en falso, cuando haya usted leído la carta.

La anciana ama de llaves se marcha, dejándola con la carta en la mano. La verdad es que no es una mujer dura por naturaleza, y hubo tiempos en los que la visión de la venerable figura que le ha hecho sus súplicas con tal ansiedad podría haberla movido a una gran compasión. Pero lleva tanto tiempo acostumbrada a reprimir sus emociones y a distanciarse de la realidad, tanto tiempo educándose, para sus propios fines, en esa escuela destructora que encierra los sentimientos naturales del corazón, como si fueran moscas atrapadas en ámbar, y que difunde una capa uniforme y monótona sobre lo que es bueno y lo que es malo, los sentimientos y la falta de sentimientos, lo que es sensato y lo que es insensato, que ha reprimido hasta ahora mismo incluso su capacidad de sorpresa.

Abre la carta. En el papel está escrito con letras de imprenta un relato del descubrimiento del cadáver tal como yacía boca abajo, con un disparo en el corazón, y debajo está escrito su propio nombre, al que se ha añadido la palabra. «Asesina».

Se le cae de la mano. No sabe cuánto tiempo llevará caído en el suelo, pero ahí sigue cuando llega un criado a anunciarle al joven llamado Guppy. Probablemente haya tenido que repetirle las palabras varias veces, pues aún le resuenan en los oídos antes de que llegue a comprenderlas.

—¡Que pase!

Y pasa. Ella tiene en la mano la carta que ha levantado del suelo y trata de componer sus ideas. A ojos del señor Guppy es la misma Lady Dedlock, que tiene la misma actitud estudiada, orgullosa, fría.

—Es posible que Milady no esté dispuesta en un principio a excusar la visita de alguien que nunca ha gozado de la bienvenida de Milady, de lo cual uno no se queja, pues está obligado a confesar que nunca ha habido ningún motivo aparente a primera vista para que la gozara; pero espero que cuando mencione mis motivos a Milady no le parezcan mal —dice el señor Guppy.

—Hágalo.

—Gracias, Milady. Debo primero explicar a Milady —el señor Guppy se ha sentado al borde de una silla y pone el sombrero sobre la alfombra que hay a sus pies que la señorita Summerson, cuya imagen como mencioné hace un tiempo a Milady, estuvo grabada en mi corazón durante un período de mi vida hasta que la borraron circunstancias ajenas a mi voluntad, me comunicó, después de la última vez en que tuve el honor de ver a Milady, que deseaba especialmente que yo no hiciera en ningún momento nada que tuviera que ver con ella. Y como los deseos de la señorita Summerson son ley para mí (salvo en relación con circunstancias ajenas a mi voluntad), en consecuencia no esperaba tener nunca el honor de volver a ver a Milady.

Y, sin embargo, ahí está, le recuerda desmayadamente Lady Dedlock.

—Y, sin embargo, aquí estoy —reconoce el señor Guppy—. Y mi objeto es comunicar a Milady, bajo el sello de la confidencialidad, por qué estoy aquí.

Imposible decírselo demasiado pronto o demasiado brevemente, le comunica ella.

—Ni puedo yo —responde el señor Guppy, que se siente ofendido— insistir demasiado ante Milady en que observe muy en particular que si vengo aquí no es por ningún asunto personal mío. No tengo intereses propios al venir aquí. Si no fuera por mi promesa a la señorita Summerson y porque la considero sagrada… De hecho no hubiera vuelto a traspasar estas puertas, de las que hubiera preferido mantenerme alejado.

El señor Guppy considera que éste es un buen momento para alisarse el pelo con ambas manos.

—Milady recordará cuando se lo mencione, que la última vez que estuve aquí me tropecé con una persona muy eminente en nuestra profesión y cuya pérdida todos deploramos. Esa persona se dedicó desde aquel momento a perjudicarme de un modo que yo calificaría de muy astuto, e hizo que en todo momento y en toda circunstancia me resultara dificilísimo estar seguro de que no había hecho algo en contra de los deseos de la señorita Summerson. No es bueno elogiarse uno mismo, pero puedo decir de mí mismo que tampoco yo soy mal hombre de negocios.

Lady Dedlock lo contempla con un gesto de interrogación grave. El señor Guppy aparta inmediatamente la vista de la de ella y mira a cualquier parte que no sean esos ojos.

—De hecho, me ha resultado tan difícil —continúa— tener una idea de lo que estaba tramando esa persona junto con otras que hasta la pérdida que todos deploramos, me sentía a punto del K. O. (expresión que, como Su Señoría se mueve en círculos más elevados que los míos, debe comprender que equivale a fuera de combate). También Small (nombre por el que me refiero a otra persona, a un amigo mío que Milady no conoce) se puso tan reservado y tan doble que a veces me costaba trabajo no echarle las manos al cuello. Sin embargo, gracias al ejercicio de mi humilde capacidad y con la ayuda de un amigo mutuo llamado señor Tony Weevle (que tiene gustos muy aristocráticos y que siempre cuelga en su habitación el retrato de Milady), he percibido ya motivos de aprensión que son por lo que vengo a poner en guardia a Milady. Primero, ¿me permite Milady preguntarle si ha tenido algún visitante extraño esta mañana? No me refiero a visitantes del gran mundo, sino, por ejemplo, a visitantes como la antigua criada de la señorita Barbary o a una persona incapacitada de sus miembros inferiores a quien tienen que llevar en brazos para subir las escaleras, como un muñeco.

—¡No!

—Entonces, aseguro a Milady que esos visitantes han venido aquí y han sido recibidos aquí. Porque los he visto a la puerta y he esperado en la esquina de la plaza hasta que salieron, y después me he dado una vuelta de media hora para no tropezarme con ellos.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo, o qué tiene que ver usted? No le comprendo. ¿A qué se refiere?

—Milady, he venido a ponerla en guardia. Quizá no sea necesario. Muy bien. Entonces me habré limitado a hacerlo todo por cumplir mi promesa a la señorita Summerson. Sospecho mucho (por lo que ha dejado traslucir Small y por lo que le hemos sacado) que las cartas que iba yo a traer a Milady no quedaron destruidas cuando lo supuse yo. Que si había algo que descubrir, ya está descubierto. Que los visitantes a los que he aludido han estado aquí esta mañana para sacar dinero con eso. Y que el dinero lo han sacado o lo van a sacar.

El señor Guppy recoge el sombrero y se levanta.

—Milady sabrá si tiene sentido lo que le digo o si no lo tiene. Lo tenga o no lo tenga, he actuado conforme a los deseos de la señorita Summerson en cuanto a dejar las cosas en paz y deshacer lo que había empezado yo a hacer, en la medida de lo posible, y a mí me basta con eso. Si me he tomado demasiadas libertades al alertar a Milady cuando no era necesario, espero que trate usted de perdonar mi osadía y yo trataré de superar su desaprobación. Con éstas me despido de Milady y le aseguro que no hay peligro de que jamás vuelva aquí a verla.

Ella apenas si reconoce esas palabras de despedida con una mirada, pero unos momentos después llama a la campanilla.

—¿Dónde está Sir Leicester?

Mercurio le comunica que en estos momentos está encerrado en la biblioteca, y a solas.

—¿Ha tenido visitantes Sir Leicester esta mañana?

Varios, por motivos de negocios. Mercurio procede a describirlos, y repite lo que ya le ha adelantado el señor Guppy. Basta; puede irse.

¡Ya! Todo se ha derrumbado. Su nombre corre por todas esas bocas, su marido conoce sus culpas, su vergüenza será pública (quizá lo sea ya mientras ella lo piensa), y además del desastre previsto por ella desde hace tanto tiempo, está denunciada por un acusador invisible como asesina de su enemigo.

Era su enemigo, y ella le ha deseado la muerte muchas, muchísimas veces. Sigue siendo su enemigo incluso en la tumba. Este terrible acusación cae sobre ella como un nuevo tormento que le inflige su mano sin vida. Y cuando recuerda cómo llegó ella en secreto a su puerta aquella noche, y cómo es posible que se interprete el que haya despedido a su doncella favorita, muy poco antes, meramente para que no la pudiera observar, se pone a temblar como si ya tuviera al cuello las manos del verdugo.

Se ha tirado al suelo y yace con el pelo desordenado en torno a la cabeza, con la cara hundida en los cojines del sofá. Se levanta, anda de un lado para otro, vuelve a dejarse caer, tiembla y gime. El horror que experimenta es inexpresable. Si realmente fuera la asesina, no podría ser más intenso en estos momentos.

Pues, al igual que la perspectiva del asesinato, antes de que éste se cometiera, por sutiles que hubieran sido las precauciones para cometerlo, se habría visto negada por una ampliación gigantesca de la figura odiada, que no le permitiría ver las consecuencias después; y al igual que esas consecuencias le habrían llovido encima como un diluvio de dimensiones inconcebibles, en el momento del entierro de la figura, como ocurre siempre que se comete un asesinato, igual ve ahora que cuando él la vigilaba y ella pensaba: «¡Ojalá cayera un golpe mortal sobre este viejo y lo quitara de mi camino!», no hacía sino desear que todo lo que él tenía contra ella se lo llevara el viento y cayera hecho pedazos en muchos sitios distintos. Lo mismo ocurre con el alivio culpable que experimentó ante la muerte de él. ¿Qué fue su muerte, sino la eliminación de la piedra clave de un arco sombrío? ¡Y ahora el arco empieza a caerse en mil fragmentos, cada uno de los cuales la aplasta y la lacera!

Así una impresión terrible se le va imponiendo, la va invadiendo, y es la de que contra este perseguidor, vivo o muerto (obstinado e imperturbable ante ella con su figura que tan bien recuerda, y no menos obstinado e imperturbable en su ataúd), no existe más escapatoria que la muerte. Si la persiguen, huye. La combinación de su vergüenza, su temor, su remordimiento y su horror la abruma totalmente, e incluso la fuerza de su confianza en sí misma se ve trastocada y aventada, como una hoja ante un fuerte viento. Dirige apresuradamente unas líneas a su marido, las cierra y las deja encima de la mesa:

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