Read Cartas sobre la mesa Online
Authors: Agatha Christie
La señora Oliver le interrumpió:
—Pues se da el caso de que no me importa un comino la exactitud. ¿Quién es exacto en nuestros días? Nadie. Si un periodista escribe que una preciosa muchacha de veintidós años ha muerto porque abrió la llave del gas,
después de contemplar el mar por la ventana y de dar un beso de despedida a su
setter
favorito, llamado «Bob», ¿cree usted que alguien organizará un alboroto porque la muchacha tuviera en realidad veintidós años; la habitación no diera vista al mar y el perro fuese un
terrier
que atendiera por «Bonnie»? Si un periodista puede hacer eso, no veo ninguna dificultad en que yo confunda la graduación de los policías y diga revólver cuando se trata de una automática; y dictógrafo cuando quería decir fonógrafo y utilice un veneno que permite a la víctima decir tan sólo una frase antes de morir y nada más. ¡Lo que realmente importa es que haya muchos cadáveres! Si acaso decae la acción, un poco de sangre vuelve a reanimar. Sucede en todos mis libros, si bien bajo diferentes aspectos, como es natural. Y a la gente le gusta los venenos que no dejan huella; los inspectores de policía tontos y las chicas atadas y amordazadas en un sótano que va llenándose lentamente de gas o de agua, aunque esto último es un forma bastante complicada de matar a la gente. Y finalmente, un héroe que, sin ayuda de nadie, vence a todos los malvados, bien sean tres o siete. Llevo escritos treinta y dos libros... y, desde luego, todos son iguales, como parece haber comprendido monsieur Poirot... Pero nadie más se ha dado cuenta de ello. Sólo me pesa una cosa... haber hecho que mi detective sea finlandés. Porque, en realidad, no conozco nada de Finlandia y estoy recibiendo constantemente cartas desde allí, señalándome algunas cosas que mi héroe no pudo decir o hacer por ser imposibles. Parece que en Finlandia se leen muchas novelas policíacas y supongo que será debido a que los inviernos son muy largos y la luz del día dura poco. En Bulgaria y Rumania, por el contrario, no leen nada, por lo que se ve. Debiera haber hecho que mi detective fuera búlgaro.
La mujer calló.
—Lo siento mucho —agregó tras una pausa—. Estoy hablando de mis asuntos y aquí se ha cometido un asesinato real —su cara se animó»—, ¡Qué cosa tan estupenda sería si ninguno de ellos lo hubiera hecho! Si los hubiera invitado a todos y luego, calladamente, se hubiera suicidado, sólo por la diversión de organizar un buen jaleo...
Poirot movió la cabeza con gesto de aprobación.
—Una solución admirable. Tan clara... tan irónica... Por desgracia, el señor Shaitana no era un hombre de esa clase. Tenía muchos deseos de vivir.
—No creo que fuera muy escrupuloso —comentó la señora Oliver con lentitud.
—No; no lo era —respondió Poirot—. Pero estaba vivo... y ahora ha muerto. Y como le dije en cierta ocasión, tengo un concepto burgués del asesinato. Lo condeno, por completo.
Y luego añadió suavemente:
—Por lo tanto... estoy dispuesto a entrar en la jaula del tigre.
Buenos días, superintendente Battle. El doctor Roberts se levantó del sillón y alargó una mano grande y sonrosada que olía a una mezcla de jabón y ácido fénico,
—¿Cómo van las cosas? —preguntó.
Battle dio una ojeada a la confortable sala de consulta antes de contestar.
—Pues verá, doctor Roberts; hablando con propiedad, no van. Están paradas.
—Los periódicos no se han ocupado mucho del caso. Me alegro de que haya sido así.
—Sí; sólo aquello de: «Fallece repentinamente el conocido señor Shaitana, en una reunión que se celebraba en su propio domicilio.» Lo hemos dejado así, de momento. Se ha hecho la autopsia y he traído el informe... por si pudiera interesarle...
—Ha sido usted muy amable... me interesa... hum... hum... Sí, muy interesante.
Devolvió el papel.
—Nos hemos entrevistado con el abogado del señor Shaitana para enterarnos de las disposiciones de su testamento. No hay nada de particular en él. Por lo visto, tiene unos parientes en Siria. Después, como es lógico, hemos investigado todos sus documentos particulares.
Fue una ilusión o una realidad, aquella cara ancha y bien afeitada pareció estirarse un poco, endureciéndose sus rasgos.
—¿Y qué han encontrado? —preguntó el médico.
—Nada —replicó Battle sin apartar la vista de él.
No hubo ningún suspiro de alivio. Nada tan llamativo. Pero toda la persona de Roberts pareció descansar un poco más confortablemente en el sillón.
—Y por lo tanto, acude usted a mí.
—Ni más ni menos.
Las cejas del médico se levantaron ligeramente y sus astutos ojos se fijaron en los de Battle.
—Quiere dar un vistazo a mi documentación privada, ¿no es eso?
—Tal es mi idea.
—¿Trae una orden de registro?
—No.
—Bueno; de todas formas puede usted procurarse una fácilmente. No quiero crear dificultades. No es muy agradable ser sospechoso de asesinato, pero supongo que no puedo echarle las culpas a usted por llevar a cabo lo que indiscutiblemente es su deber.
—Muchas gracias, señor —replicó el policía verdaderamente agradecido—. Aprecio muchísimo su actitud y espero que los demás serán tan razonables como usted.
—Lo que no puede curarse debe sufrirse —dijo el médico con jovialidad.
—Ya terminé mi consulta aquí y estaba a punto de salir para empezar las visitas. Le dejaré las llaves y avisaré a mi secretario. Después puede usted revolver cuanto le plazca.
—Es usted muy amable —dijo Battle—. Pero antes de que se vaya, quisiera hacer algunas preguntas.
—¿Sobre lo de la otra noche? Creo que ya se lo dije todo.
—No. Referente a usted mismo.
—Muy bien; pregunte. ¿Qué desea saber?
—Sólo un ligero bosquejo de su vida. Dónde nació; cuándo se casó y cosas por el estilo.
—Eso servirá para que se refieran a mí en el «Quién es quién» —dijo el médico con sequedad—. Mi carrera ha sido perfectamente recta. Nací en Ludlow, en el Shropshire. Mi padre practicaba la medicina allí. Murió cuando yo tenía quince años. Me eduqué en Shrewsbury y estudié medicina, como hizo mi padre antes. Pertenezco a la Facultad de San Cristóbal... pero supongo que todos estos detalles relativos a mi profesión los habrá recogido usted ya.
—Sí; ya me informé, señor. ¿Es usted hijo único, o tiene otros hermanos?
—Fui hijo único. Mis padres murieron y yo no me he casado. ¿Tiene esto algo que ver con lo que tratamos? Vine aquí y me asocié con el doctor Embery. Se retiró hace unos quince años y ahora vive en Irlanda. Le daré su dirección si lo desea. Vivo en esta casa con una cocinera, una doncella y una criada. Mi secretario viene a diario. Tengo buenos ingresos y solamente mato a un número razonable de mis pacientes. ¿Qué le parece?
El superintendente hizo un leve gesto.
—Un bosquejo bastante amplio, doctor Roberts. Me alegro de que no haya perdido el sentido del humor. Y ahora, voy a preguntarle sobre otra cosa.
—Soy un hombre de ética profesional muy rigurosa, superintendente.
—No quería referirme a eso, no; solamente quería preguntarle si puede usted darme los nombres de cuatro amigos que le conozcan íntimamente desde hace tiempo. Una especie de referencia, como comprenderá.
—Sí, ya sé. Déjeme recordar. ¿Prefiere usted gente que viva ahora en Londres?
—Eso facilitará las cosas; pero no importa que vivan en otros sitios.
El médico recapacitó durante unos momentos y luego escribió cuatro nombres y dirección en una hoja de papel que entregó a Battle.
—¿Valdrán éstos? Son los mejores en que he podido pensar de momento.
El superintendente leyó con atención la lista, hizo un gesto aprobatorio de satisfacción y se guardó el papel en un bolsillo interior de la americana.
—Como se habrá dado cuenta —dijo—, esto es solamente cuestión de ir eliminando sospechosos. Cuanto más pronto consiga eliminar a uno de ellos como tal, y empezar a investigar el siguiente, mucho mejor para todos los interesados. Ahora tengo que asegurarme definitivamente de que usted no estaba indispuesto con el señor Shaitana; que no tenía relaciones ni negocios privados con él y que, con anterioridad, no le ocasionó ningún perjuicio por el cual pudiera usted guardarle rencor. Yo puedo creerle cuando me dice que sólo lo conocía ligeramente... pero no es cosa de que yo crea o no. Tengo que estar completamente seguro de ello.
—Le comprendo perfectamente. Tiene usted que pensar que todos son unos mentirosos, hasta que cada cual pruebe que está diciendo la verdad. Aquí tiene las llaves, superintendente. Éstas son de los cajones de la mesa; éstas del buró y... esta pequeña, es del armario donde guardo los venenos. Cuide de cerrarlo bien. Tal vez será preferible que avise a mi secretaria.
Apretó un botón que había sobre la mesa.
Casi inmediatamente se abrió una puerta y apareció una joven de aspecto eficiente.
—¿Llamó usted, doctor?
—Ésta es la señorita Burguess... El superintendente Battle, de Scotland Yard.
La señorita Burguess dirigió una fría mirada al policía. Pareció decir: «¡Dios mío! ¿Qué clase de bicho es éste?»
—Le agradeceré, señorita Burguess, que conteste a cualquier pregunta que le haga el superintendente Battle y le ayude en lo que necesite.
—Como usted ordene, doctor.
—Bueno —dijo Roberts levantándose—. Me marcho.
¿Ha puesto la morfina en el maletín? La necesitaré en el caso Lockaert.
Continuó hablando mientras salía de la habitación y la señorita Burguess lo siguió.
Al cabo de un rato volvió a entrar la joven y dijo:
—Cuando me necesite, apriete ese botón.
Battle le dio las gracias y le aseguró que así lo haría. Luego se puso a trabajar.
Su búsqueda fue cuidadosa y metódica, aunque no tenía grandes esperanzas de encontrar nada importante. La rápida aquiescencia de Roberts daba motivo para creerlo así. El médico no era tonto y podía haber previsto aquel registro y tomar las medidas oportunas. Existía, sin embargo, la ligera esperanza de que Battle pudiera dar con un indicio de la información que realmente buscaba, puesto que Roberts no conocía el objetivo verdadero del detenido registro.
El superintendente Battle abrió y cerró cajones; escudriñó casilleros; repasó un libro de cheques; contó por encima el importe de las facturas pendientes de pago y anotó sus conceptos. Revisó el pasaporte de Roberts, revolvió sus historiales clínicos y, por fin, no dejó documento escrito sin revisar. El resultado fue pobre en extremo. Después echó una ojeada al armario de los venenos; tomó nota de las firmas que los vendían al médico y del sistema que seguía éste para controlarlos. Cerró el armario y dedicó su atención al buró. El contenido de este último era de una naturaleza más personal, pero Battle no encontró nada relacionado con su búsqueda.
Sacudió la cabeza, tomó asiento en el sillón de Roberts y apretó el botón de la mesa.
La señorita Burguess apareció con encomiable rapidez.
Battle le rogó cortésmente que se sentara y una vez que la muchacha lo hizo, la contempló durante un momento, antes de decidir la forma en que la abordaría. Se había dado cuenta inmeditamente de su hostilidad y no sabía si provocarla, para que hablara irreflexivamente, incrementando dicha hostilidad o utilizar un método más suave de aproximación.
—Supongo que estará enterada de la causa de todo esto, señorita Burgess —dijo al fin.
—Me lo ha dicho el doctor Roberts —contestó la joven con presteza.
—Es un asunto muy delicado —contestó Battle.
—¿De veras?
—Sí; algo desagradable. Cuatro personas son sospechosas y una de ellas debió cometer el crimen. Necesito saber si vio usted en alguna ocasión a ese señor Shaitana.
—Nunca.
—¿Y no oyó hablar de él al doctor Roberts?
—Tampoco... No, espere. Estoy equivocada. Hará cosa de una semana, el doctor Roberts me dijo que anotara una cita para comer en su libro de visitas. El señor Shaitana, a las ocho y cuarto del día dieciocho.
—¿Y ésa fue la primera vez que oyó hablar del señor Shaitana?
—Sí.
—¿Nunca vio su nombre en los periódicos? A menudo aparecía en las «Notas de Sociedad».
—Tengo otras cosas mejores que hacer, en lugar de perder el tiempo leyendo «Notas de Sociedad».
—No lo dudo, no lo dudo —dijo el superintendente dócilmente—. Bueno —prosiguió—. Eso es lo que hay. Cada una de esas cuatro personas admite que sólo conocía al señor Shaitana muy superficialmente. Pero una de ellas lo conocía lo bastante para matarlo. Y mi trabajo consiste en desenmascararlo.
Se produjo una pausa. La señorita Burguess parecía no tener ningún interés respecto a la forma en que el superintendente debía llevar a cabo su trabajo. El suyo se reducía a obedecer las órdenes de su jefe, oyendo lo que el policía tuviera que decirle y contestando cuantas preguntas le hiciera directamente.
—Compréndame usted, señorita Burguess —el superintendente se dio cuenta de que era una empresa ardua, pero perseveró—. Dudo que llegue a hacerse cargo ni de la mitad de las dificultades que encontramos en nuestro trabajo. Por ejemplo, la gente dice cosas. Pues bien; no podemos creer ni una palabra, pero debemos tomar nota de ello. Esto es más susceptible en un caso como el que nos ocupa. No quiero decir nada contra su sexo, pero no hay duda de que una mujer, cuando empieza a hablar, es capaz de dejar que su lengua se desmande un poco. Hace acusaciones infundadas, insinúa esto, aquello y lo de más allá; y saca a relucir toda clase de escándalos pretéritos que probablemente no tienen nada que ver con el caso.
—¿Quiere usted dar a entender que una de esas personas ha estado hablando mal del doctor? —preguntó la señorita Burguess.
—No ha hablado mal, precisamente —respondió Battle con precaución—. Pero de todas formas, estoy dispuesto a enterarme de lo que sea. Circunstancias sospechosas en la muerte de un paciente. Seguramente serán todo tonterías. Tengo reparos en molestar enojosamente al doctor con todo esto.
—Supongo que alguien se habrá hecho eco de esa historia acerca de la señora Graves —dijo la señorita Burguess coléricamente—. Es vergonzosa la forma con que la gente habla de cosas sobre las cuales no sabe nada. Muchas señoras ancianas se vuelven así... creen que todos tratan de envenenarlas... sus parientes, los criados y hasta su propio médico. La señora Graves tuvo tres médicos antes de que llamara al doctor Roberts y luego, cuando tomó las mismas manías acerca de él, mi jefe le indicó espontáneamente que buscara al doctor Lee. Según dijo, es la única cosa que se puede hacer en estos casos. Y después del doctor Lee, llamó al doctor Steele, y después al doctor Farmes... hasta que murió, la pobre.