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Authors: Agatha Christie

Cartas sobre la mesa (19 page)

BOOK: Cartas sobre la mesa
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Ella apartó las manos de su cara y dijo:

—No fue, ni mucho menos, como usted se figura.

Poirot volvió a inclinarse hacia delante y de nuevo se dio un golpecito en la rodilla.

—No me ha entendido bien... no ha acabado de entenderme —dijo—. Yo sé muy bien que no fue usted quien disparó. Fue el mayor Despard, pero usted fue la causa de ello.

—No lo sé. No lo sé. Supongo que fui yo. Aquello fue horrible. Parece que me persigue la fatalidad.

—Eso sí que es verdad —exclamó Poirot—. Cuántas veces se ven estas cosas. Hay algunas mujeres a las que persigue la tragedia donde quiera que vayan. Ellas no tienen la culpa, pues las cosas suceden a su pesar.

La señora Luxmore dio un profundo suspiro.

—Usted lo comprende. Ya veo que lo comprende. Todo ocurrió de la manera más natural.

—Viajaron ustedes juntos hacia el interior, ¿verdad?

—Sí. Mi marido estaba escribiendo un libro sobre unas plantas raras. Nos presentaron al mayor Despard y nos dijeron que era un hombre que conocía el terreno y se ocuparía de preparar la expedición. A mi esposo le agradó mucho y partimos.

Hubo una pausa. Poirot murmuró, como si hablara consigo mismo:

—Sí; puede uno figurarse lo que pasó. El sinuoso río... la noche tropical... el zumbido de los insectos... un hombre fuerte y apuesto... una mujer hermosa...

La señora Luxmore suspiró.

—Mi marido tenía muchos más años que yo. Me casé siendo una niña; sin saber lo que estaba haciendo...

—Ya sé, ya sé. Eso pasa muchas veces.

—Ninguno de nosotros quería reconocer lo que estaba ocurriendo —prosiguió ella—. John Despard nunca dijo una palabra sobre ello. Era la personificación del honor.

—Una mujer se da cuenta en seguida de esas cosas —insinuó Poirot.

—Tiene usted mucha razón... Sí; una mujer lo sabe... Pero yo jamás le demostré que lo sabía... Para mí fue siempre el mayor Despard, y yo para él, la señora Luxmore. Estábamos dispuestos a jugar la partida hasta el final.

Guardó silencio, como si admirara tan noble actitud.

—Es cierto —murmuró Poirot—. Debe uno jugar al cricquet. Como tan primorosamente dijo uno de sus poetas: «No puedo amarte, vida mía, más de lo que quiero al cricquet»
[3]
.

—Al honor —corrigió la señora Luxmore frunciendo ligeramente el ceño.

—Eso es... eso es... al honor. «Más de lo que quiero al honor.»

—Tales palabras podían haber sido escritas para nosotros —comentó ella—. No importaba lo que nos costara, estábamos ambos determinados a no pronunciar la palabra fatal.

—Y entonces... incitó Poirot.

—Aquella noche espantosa... —la señora Luxmore se estremeció.

—¿Sí?

—Supongo que se pelearían, me refiero a John y Timothy. Salí de mi tienda... salí de mi tienda...

—¿Sí... sí?

La mujer, con los ojos muy abiertos, parecía estar viendo la escena, como si se repitiera ante ella.

—Salí de mi tienda —continuó—. John y Timothy estaban... ¡Oh! —se estremeció de nuevo—. No puedo recordarlo con claridad. Me interpuse entre los dos... y dije: «No... no; no es verdad.» Timothy no quiso escucharme. Se abalanzó sobre John y éste tuvo que disparar... en defensa propia. ¡Ah! —dio un grito y se cubrió la cara con las manos—. Estaba muerto... murió en seguida... la bala le traspasó el corazón.

—Un momento verdaderamente terrible para usted, madame.

—Nunca lo olvidaré. John era noble. Estaba dispuesto a entregarse a las autoridades. Yo me opuse. Estuvimos discutiendo toda la noche «Hágalo por mí», le dije. Por fin se convenció. Como es natural, no quería que yo padeciera. Pensó en la publicidad que se daría al asunto. Puede figurarse lo que hubieran dicho las cabeceras de los periódicos: «Dos hombres y una mujer en la selva. Pasiones primitivas.» Le dije a John lo que debíamos hacer y al final accedió. Los indígenas que nos acompañaron no habían oído nada. Como Timothy había tenido accesos de fiebre, dijimos que murió de ella y lo enterramos al lado del Amazonas.

Un profundo y afligido suspiro sacudió toda su persona.

—Y luego... la vuelta a la civilización... y la separación definitiva.

—¿Era necesaria, madame?

—Sí, sí. La muerte de Timothy nos separaba tanto como si mi marido hubiera estado vivo... o más. Nos dijimos adiós... para siempre. Encontré a John varias veces... por ahí. Sonreímos... cruzamos algunas palabras corteses, pues nadie debe sospechar que hubo algo entre nosotros dos. Pero yo veo en sus ojos... y él en los míos... que nunca olvidaremos...

Se produjo un largo silencio. Poirot calló, como si rindiera tributo al final de aquel drama.

La señora Luxmore sacó una polvera y se dio unos toques en la nariz... el encanto estaba roto.

—¡Qué tragedia! —comentó Poirot en tono corriente.

—Se habrá dado usted cuenta, monsieur Poirot —dijo la mujer apresuradamente—, de que no debe saberse nunca lo que en realidad ocurrió.

—Sería doloroso.

—No puede ser. Su amigo, ese escritor... no querrá, seguramente, arruinar la vida de una mujer, ¿verdad?

—O llevar a la horca a un hombre inocente por completo —añadió Poirot.

—¿Opina usted así? ¡Cuánto me alegro! John era inocente. Un
crimen pasional
no es, en realidad, un crimen. Y, de todas formas, fue en defensa propia. Tuvo que disparar. Por lo tanto, ya ve usted, monsieur Poirot, que el mundo debe continuar creyendo que Timothy murió de fiebre.

Poirot murmuró:

—Los escritores son a veces particularmente insensibles a esas cosas.

—¿Su amigo aborrece a las mujeres? ¿Quiere que suframos? Pero usted no debe permitirlo. Yo no lo permitiré. Si es necesario cargaré con toda la culpa. Diré que fui yo quien disparó.

Se levantó y echó la cabeza hacia atrás.

Poirot también se levantó.

—Madame —dijo, tomando la mano que ella le ofrecía—, tan espléndido sacrificio es innecesario. Haré todo lo que pueda con el fin de que nunca lleguen a saberse los verdaderos hechos.

Una sonrisa muy femenina distendió la cara de la señora Luxmore. Levantó lentamente la mano de forma que Poirot se vio obligado a besarla.

—Una infeliz mujer le da las gracias, monsieur Poirot —dijo ella.

Eran las últimas palabras de una reina perseguida a uno de sus cortesanos favoritos... Con ellas le indicaba claramente que podía retirarse, y Poirot siguió al pie de la letra la indicación.

Una vez en la calle, aspiró profundamente el aire fresco.

Capítulo XXI
 
-
El mayor Despard

Quelle femme!
—murmuró Hércules Poirot—.
Ce pauvre Despard! Ce qu'il a du souffrir! Quel voyage épouvantable!
De pronto empezó a reír.

Pasaba entonces por la Brompton Road. Se detuvo, sacó el reloj e hizo un cálculo.

—Sí, tengo tiempo. De todas formas, el esperar no me hará ningún daño. Me ocuparé ahora del otro asunto. ¿Qué era aquello que cantaba mi amigo, el policía inglés hace... cuántos años... cuarenta por lo menos? Ah, sí: «Un terroncito de azúcar para el canario.»

Canturreando aquella tonadilla pasada de moda. Hércules Poirot entró en una tienda de suntuosa apariencia, dedicada casi exclusivamente a géneros de señora y productos de belleza. Se dirigió hacia la sección donde vendían medias.

Seleccionó a una damisela de aspecto simpático y nada altivo, a quien expuso sus deseos.

—¿Medias de seda? Sí; tenemos un magnífico surtido. De seda natural garantizada.

Poirot las desechó con un gesto y pidió algo mejor con gran elocuencia.

—¿Medias de seda francesa? Ya sabe usted que son muy caras, debido a los derechos de Aduanas.

La muchacha sacó una nueva pila de cajas.

—Muy bonita, mademoiselle; pero quisiera otras que fueran de tejido más fino.

—Éstas son del número cien. Tenemos también extrafinas, pero valen cerca de treinta y cinco chelines el par. Y no duran nada. Son como telas de araña.


C'est ça. C'est ça,
exactamente.

Esta vez la joven tardó más en regresar.

Por fin volvió y dijo:

—Valen treinta y siete chelines y seis peniques cada par. Pero son magníficas, ¿verdad?


En fin...
esto es exactamente.

—Estupendas, ¿no le parece? ¿Cuántos pares, señor?

—Necesito... vamos a ver... diecinueve pares.

La joven casi se desplomó detrás del mostrador, pero su larga práctica en recibir desplantes de la clientela, la hizo mantenerse firme en su puesto.

—Le haremos una rebaja si se queda con dos docenas —dijo débilmente.

—No. Sólo necesito diecinueve pares. De colores que no se diferencien mucho, por favor.

La muchacha las escogió obedientemente, las envolvió y extendió la factura.

Cuando Poirot se marchó con su compra, la vecina de mostrador dijo:

—Me gustaría saber quién es la afortunada. Parece un viejo intratable, pero, por lo que se ve, su amiguita le sabe llevar bien. ¡Nada menos que medias de treinta y siete chelines y seis peniques!

Ajeno a la baja opinión que de su carácter estaban formando las dependientas de la casa Harvey Robinson, Poirot se dirigió hacia su domicilio.

Media hora después, poco más o menos, sonó el timbre de la puerta y, al cabo de un momento, el mayor Despard entró en la habitación donde estaba Poirot.

Era evidente que el joven trataba de contener su cólera.

—¿Por qué diablos ha ido a visitar a la señora Luxmore? —preguntó.

El detective sonrió.

—Deseaba saber la verdad respecto a la muerte del profesor Luxmore.

—¿La verdad? ¿Cree usted que esa mujer es capaz de decir alguna? —exclamó Despard furiosamente.

Eh bien,
eso me pregunté varias veces —admitió Hércules Poirot.

—Me lo figuraba. Está loca.

—No del todo —objetó el detective—. No es más que una romántica.

—Nada de romanticismo. Es una mentirosa empedernida. Muchas veces pienso que ella misma cree las mentiras que cuenta.

—Es posible.

—Es una mujer terrible. Me hizo pasar una temporada de perros en aquella expedición.

—Eso también lo creo.

Despard tomó asiento bruscamente.

—Oiga, monsieur Poirot; voy a contarle la verdad.

—Querrá usted decir que me va a exponer su versión de lo ocurrido.

—La mía será la verdadera.

Poirot no replicó y Despard prosiguió en tono seco:

—Me doy perfecta cuenta de que no puedo alegar ningún mérito por venir ahora a contárselo. Estoy diciendo la verdad, porque es la única cosa que se puede hacer en esta situación. Si me cree o no, es cosa suya. No tengo ninguna prueba para demostrarle que mi relato es verídico.

Calló durante un momento.

—Preparé el viaje de los Luxmore —prosiguió—. El marido era un tipo agradable; chiflado completamente por las plantas, musgos y cosas parecidas. Ella era... bueno... era tal y como usted mismo habrá podido ver. El viaje fue una pesadilla. A mí no me importaba la mujer en absoluto... y si he de decirle la verdad, no me acababa de gustar. Es de esas mujeres vehementes y espirituales que me causan desazón cuando tropiezo con ellas. Todo fue bien durante la primera quincena, pero luego los tres tuvimos unos accesos de fiebre. Tanto ella como yo los sufrimos sólo ligeramente, pero el viejo Luxmore se puso muy malo. Una noche... fíjese bien en lo que voy a decirle... estaba yo sentado a la puerta de mi tienda. De pronto vi que Luxmore se dirigía tambaleándose hacia los matorrales que bordeaban el río. Estaba delirando y, por lo tanto, inconsciente de sus actos. Si avanzaba unos pasos más caería al agua... lo cual, en aquel sitio, hubiera significado su muerte cierta, pues no había posibilidad de salvarle. No tenía tiempo de correr tras él. Sólo podía hacer una cosa. Tenía el rifle a mi lado, como costumbre. Lo cogí. Soy un buen tirador y estaba seguro de que lograría detener a Luxmore dándole en una pierna. Pero en el preciso instante en que apretaba el gatillo, se me vino encima esa mujer gritando: «No dispare; por el amor de Dios, no dispare.» Me cogió del brazo y lo desvió ligeramente al propio tiempo que salía el tiro... con el resultado de que la bala le dio en la espalda a Luxmore y lo dejó muerto en el acto.

»Le aseguro que fue un momento desagradable. Y la muy tonta de ella seguía sin comprender lo que había hecho. En lugar de darse cuenta de que era responsable de la muerte de su marido, creía firmemente que yo había tratado de matarlo a sangre fría... porque estaba enamorado de ella. Tuvimos una escena violenta... ella insistía en que debíamos decir que había muerto a causa de la fiebre. Le tuvo lástima, especialmente cuando me di cuenta de que no se percataba de lo que había hecho. Pero tendría que enterarse por fuerza si salía a relucir la verdad. Además, su completa seguridad de que yo estaba loco por ella, me conmovió un poco. Iba a organizarse un buen jaleo si lo contaba por ahí. Por fin accedí a lo que ella quería... Después de todo, tanto daba que hubieran sido las fiebres como un accidente. Por otra parte, no me gustaba ver envuelta a una mujer en un cúmulo de disgustos... aunque se tratara de una tonta como aquélla.

Al día siguiente hice correr la voz de que el profesor había muerto en uno de los accesos de fiebre y lo enterramos. Desde luego, los porteadores indígenas sabían lo que había pasado, pero todos me eran leales y sabía que jurarían ser cierto cuanto yo dijera, en caso necesario. Enterramos al pobre Luxmore y volvimos a la civilización. Desde entonces he empleado mucho tiempo eludiendo a esa mujer.

Calló, y al cabo de un rato dijo tranquilamente:

—Tal es mi historia, monsieur Poirot.

El detective preguntó:

—¿Se refirió a ese incidente el señor Shaitana, o al menos así lo pensó usted, cuando cenamos juntos la otra noche?

Despard asintió.

—Debió contárselo la señora Luxmore. No le resultaría muy difícil hacerla hablar. A nuestro difunto amigo le debieron encantar esas cosas.

—Podía haber sido una historia peligrosa... para usted... en manos de un hombre como Shaitana.

Despard se encogió de hombros.

—No le tenía miedo.

Poirot calló.

—En eso tendrá usted que creerme también bajo mi palabra. Está bastante claro, según supongo, que yo tenía ciertos motivos para desear la muerte de Shaitana. Ahora ya sabe la verdad. Admítala o no.

Poirot levantó una mano.

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