Read Cartas sobre la mesa Online
Authors: Agatha Christie
—Perdone, señorita Meredith. He hecho sonar el timbre, pero nadie ha contestado. Me he dirigido hacia aquí creyendo que la encontraría.
—Siento mucho que haya perdido el tiempo tocando el timbre —replicó Anne—. No tenemos criada... sólo una mujer que viene por la mañana.
Le presentó a Rhoda.
Esta última dijo vivamente:
—Tomemos el té. Está refrescando el tiempo. Será mejor que entremos en casa.
Pasaron al interior y Rhoda desapareció en la cocina.
—Qué coincidencia tan singular encontrarnos todos aquí —comentó la señora Oliver.
—Sí —respondió el mayor Despard.
Sus ojos se posaron en ella con aspecto pensativo y calculador.
—Le estaba diciendo a la señorita Meredith —observó la novelista, que estaba disfrutando grandemente —que debemos adoptar un plan de campaña. Acerca del asesinato, me refiero. Lo cometió ese médico, desde luego. ¿Está de acuerdo conmigo?
—No lo podría decir. Tenemos muy poco sobre que apoyarnos.
La expresión de la señora Oliver era la que acostumbraba a reflejarse en su cara cuando decía interiormente: «¡Cosas de hombres!»
Cierto aire de reserva se había apoderado de los tres. La novelista se dio cuenta de ello en seguida. Cuando Rhoda sirvió el té, se levantó y dijo que debía emprender el regreso a Londres. No; eran muy amables, pero no quería tomar el té.
—Le dejaré mi tarjeta —añadió—. Aquí tiene; en ella está mi dirección. Pase a verme cuando venga a la ciudad. Hablaremos del asunto y veremos si podemos pensar en algo ingenioso para llegar al fondo del caso.
—La acompañaré hasta la cancela —anunció Rhoda.
Cuando caminaba por el sendero, Anne Meredith salió corriendo de la casa y se unió a ellas.
—He estado recapacitando —dijo.
En su pálida cara parecía reflejarse una resolución extraña en ella.
—¿De veras?
—Ha sido usted extraordinariamente amable, señora Oliver, al tomarse todas estas molestias. Pero en realidad, estimo que no debo hacer nada. Quiero decir... que fue todo muy horrible. Lo que necesito es olvidarlo.
—Pero, muchacha. Lo que hace falta saber es si le permitirán que lo olvide.
—Sí; ya sé que la policía no abandonará el caso. Probablemente vendrán aquí y me harán gran cantidad de preguntas. Estoy dispuesta a ello. Pero en privado, quiero decir. No quiero pensar en esto... o que me lo recuerden de alguna forma. Puede decir que soy una cobarde, pero así es como pienso.
—¡Oh, Anne! —exclamó Rhoda Dawes.
—Entiendo perfectamente lo que siente —dijo la escritora—, pero no estoy segura de que esté usted acertada. Si los dejan solos, posiblemente los de la policía no se enterarán nunca de la verdad.
Anne Meredith se encogió de hombros.
—¿Importa eso mucho?
—¿Que si importa? —dijo Rhoda—. Claro que importa. Importa mucho, ¿no le parece, señora Oliver?
—No me cabe la menor duda —asintió la mujer con sequedad.
—No estoy de acuerdo —se obstinó Anne—. Nadie de los que me conocen creerá nunca que yo lo hice. No veo ninguna razón para intervenir en esto. A la policía le incumbe esclarecer lo ocurrido.
—¡Oh, Anne, eres insensible! —se lamentó Rhoda.
—De todas formas, eso es lo que pienso —repitió la muchacha. Luego tendió la mano—. Muchísimas gracias, señora Oliver. Ha sido usted muy buena por haberse molestado.
—Muy bien; si opina usted así, no hay más que hablar —replicó la novelista jovialmente—. Pero por mi parte no dejaré de ninguna manera que la hierba crezca bajo mis pies. Adiós. Venga a verme en Londres si cambia de pensamiento.
Subió al coche, lo puso en marcha y se alejó agitando una alegre mano hacia las dos jóvenes.
Rhoda corrió súbitamente tras el automóvil y saltó al estribo.
—Lo que ha dicho... acerca de verla en Londres —dijo casi sin aliento—, ¿se refería solamente a Anne, o iba por mí también?
La señora Oliver pisó el freno.
—Me refería a las dos, desde luego.
—Muchas gracias. No se detenga. Yo... quizá vaya un día. Hay algo... no, no se pare. Puedo saltar.
Lo hizo así y después de agitar una mano en señal de despedida volvió hacia la cancela, donde esperaba pacientemente Anne.
—¿Por qué has...? —empezó esta última.
—¿No es encantadora? —preguntó Rhoda entusiasmada—. Me gusta. Las medias que lleva no son del mismo par, ¿te has dado cuenta? Estoy segura de que es muy lista. Debe serlo... para escribir tantos libros. Qué divertido sería si descubriera la verdad, mientras la policía se quedaba con dos palmos de narices.
—¿Por qué habrá venido? —preguntó Anne.
Los ojos de Rhoda se abrieron de par en par.
—Pero, chica... ya te he dicho...
Anne hizo un gesto de impaciencia.
—Entremos en casa. Lo he dejado solo.
—¿Al mayor Despard? Anne, ¿verdad que tiene muy buena presencia?
—Supongo que sí.
Recorrieron juntas el sendero.
El mayor Despard estaba junto a la chimenea, con una taza de té en la mano.
Cortó en seco las excusas que le ofreció Anne por haberle dejado solo.
—Señorita Meredith, quiero explicarle la causa de mi visita.
—¡Oh!... Pero...
—Dije que pasaba casualmente por aquí... pero no es ésa la verdad estricta. Vine expresamente.
—¿Cómo se enteró usted de la dirección? —preguntó Anne.
—Me la facilitó el superintendente Battle.
Vio como ella se estremeció un poco al oír aquel nombre.
El joven prosiguió con rapidez:
—Battle se dirige ahora hacia aquí. Lo vi en Paddington. Cogí mi coche y vine directamente. Sabía que llegaría fácilmente antes que el tren.
—Pero, ¿por qué ha venido?
Despard titubeó un momento.
—Puede que sea un poco presuntuoso... pero tuve la impresión de que está usted lo que se dice «sola en el mundo».
—Me tiene a mí —intervino Rhoda.
Despard le dirigió una rápida mirada, apreciando su gentil y esbelta figura que se apoyaba contra la repisa de la chimenea, mientras seguía con inmenso interés la conversación. Ambas constituían una pareja muy atractiva.
—Estoy seguro de que ella no podría encontrar una amiga más amiga que usted, señorita Dawes —dijo Despard cortésmente—, pero se me ocurrió que en estas circunstancias tan peculiares no sería despreciable el consejo de alguien que tuviera buena experiencia de lo que es el mundo. Con franqueza, la situación es ésta: la señorita Meredith resulta sospechosa de haber cometido un asesinato. Lo mismo ocurre conmigo y con otras dos personas que se encontraban en aquella habitación la otra noche. Tal situación no es nada agradable... y ofrece dificultades y peligros que alguien tan joven y sin experiencia como usted, señorita Meredith, no puede conocer. En mi opinión, debiera confiarse por entero a un buen abogado. ¿Tal vez lo ha hecho ya?
Anne Meredith sacudió la cabeza.
—Nunca pensé en ello.
—Me lo figuraba. ¿Tiene usted ya abogado... un buen abogado de Londres, por ejemplo?
Ella volvió a sacudir la cabeza.
—Nunca lo necesité.
—Está el señor Bury —dijo Rhoda—. Pero es muy caro.
—Si me permite un consejo, señorita Meredith, le recomiendo que acuda al señor Myherne, mi propio abogado. El hombre de la firma es Jacobs, Peel & Jacobs. Son abogados de primera fila y conocen todos los hilos que hay que mover.
La palidez de Anne aumentó. La joven tomó asiento.
—¿Cree usted que es realmente necesario? —preguntó en voz baja.
—Yo diría que sí. Existe una gran cantidad de trucos legales.
—¿Y son muy... caros esos abogados?
—No importa —intervino Rhoda—. Me parece muy bien, mayor Despard. Creo que todo lo que ha dicho es acertado. Anne debe estar protegida.
—Estoy seguro de que sus honorarios serán razonables —dijo Despard, y añadió con tono serio—: Con toda sinceridad, estimo que resultaría una medida muy prudente, señorita Meredith.
—Muy bien —convino Anne lentamente—. Lo haré, si usted lo cree así.
—¡Estupendo!
—Creo que ha sido usted excesivamente amable, mayor Despard —dijo Rhoda con afecto—. Sí; se ha preocupado demasiado.
—Gracias —añadió Anne.
La muchacha titubeó un instante y luego preguntó:
—¿Dijo usted que el superintendente Battle venía hacia aquí?
—Sí. Pero no debe usted alarmarse. Es una cosa inevitable.
—Sí, ya lo sé. Por decirlo así, lo estaba esperando.
Rhoda intervino impulsivamente.
—Pobrecita... este asunto es capaz de acabar con ella. Es algo vergonzoso y... terriblemente injusto.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Despard—. Resulta brutal en extremo el mezclar a una muchacha en un asunto de esta clase. Si alguien quería apuñalar a Shaitana, debió escoger otra ocasión.
Rhoda preguntó con acento de sinceridad:
—¿Quién cree usted que lo hizo? ¿El doctor Roberts o esa señora Lorrimer?
—Una ligera sonrisa distendió el bigote de Despard.
—Pude hacerlo yo mismo, como ya sabe.
—¡Oh, no! —exclamó Rhoda—. Anne y yo sabemos que usted no lo hizo.
El joven las miró con ojos de expresión afectuosa.
Eran un par de chicas muy agradables. Extraordinariamente imbuidas de fe y confianza. Anne era una pequeña llena de timidez. Pero no importaba: Myherne la comprendería a la perfección. La otra estaba animada por un espíritu luchador. Despard dudaba que ella se hubiera desanimado de encontrarse en la misma situación que su amiga. Buenas chicas. Le gustaría saber algo más de ellas.
Estos pensamientos pasaron por su imaginación. Luego dijo en voz alta:
—No asegure nunca una cosa así, señorita Dawes. Yo no concedo mucha importancia al valor de la vida humana, como hace la mayoría de la gente. Pongo por ejemplo todo ese revuelo histérico que se produce acerca de los accidentes callejeros. El hombre está siempre en peligro... por el tráfico, los microbios y otras mil cosas. Puede morir de una forma u otra. Opino que, en el momento en que uno empieza a cuidar de sí mismo, adoptando el lema de «La seguridad ante todo», puede encontrar la muerte por donde menos se lo figura.
—Pienso exactamente igual que usted —exclamó Rhoda—. Creo que es conveniente llevar una vida llena de peligros... si se tiene ocasión de ello, quiero decir. Pero de todas formas, la vida es terriblemente insípida.
—Hay momentos en que no lo es.
—Para usted sí, desde luego. Porque se va a los rincones más apartados del mundo donde le acechan los tigres; dispara contra las fieras; las sabandijas se le introducen entre los dedos de los pies y le pican los insectos. Cosas que resultan muy incómodas, pero que son emocionantes de verdad.
—Bueno. La señorita Meredith también ha tenido sus emociones. Supongo que no le habrá ocurrido muy a menudo eso de encontrarse en una habitación mientras se está cometiendo un asesinato...
—¡Oh, no! —exclamó Anne.
—Lo siento —dijo él rápidamente.
Pero Rhoda prosiguió, dando un suspiro:
—Fue terrible, desde luego... ¡pero también fue emocionante! No creo que Anne aprecie este punto de vista. Estoy segura de que la señora Oliver está vivamente emocionada por el hecho de haber estado allí la otra noche.
—¿La señora...? ¡Ah, sí! Su voluminosa amiga; la que escribe novelas acerca de ese finlandés de nombre impronunciable. ¿Trata ahora de dedicarse a la investigación de un crimen real?
—Eso parece.
—Bien; deseémosle suerte. Sería divertido que les diera una lección a Battle y compañía.
—¿Qué tal es el superintendente Battle? —preguntó Rhoda con curiosidad.
—Es un hombre muy astuto —dijo Despard—. Un hombre de facultades poco corrientes.
—¡Oh! —exclamó Rhoda—. Me dijo Anne que tenía un aspecto algo estúpido.
—Eso, según creo, forma parte de su juego. Pero no comete ninguna equivocación. Battle no es tonto,
El joven se levantó.
—Bueno; debo irme. Hay otra cosa que me gustaría decirle.
Anne se levantó también.
—¿Sí? —dijo extendiendo la mano.
Despard se detuvo un momento, como si estuviera escogiendo cuidadosamente las palabras. Tomó la mano de ella y no la soltó, mientras miraba con fijeza sus ojos grandes y grises.
—No se ofenda conmigo. Quería decirle esto: Es humanamente posible que existan algunas facetas de su amistad con Shaitana, las cuales no desee usted que salgan a la luz. Si es así... no se enfade, por favor... —sintió la instintiva sacudida de la mano de ella—, tiene usted perfecto derecho a negarse a contestar cualquier pregunta que le haga Battle, mientras no esté presente su abogado.
Anne retiró la mano. Sus ojos se abrieron aún más y su color gris se oscureció por efecto de la cólera.
—No hay nada... nada... Casi no conocía a ese hombre.
—Lo siento —dijo el mayor Despard—. Creí que debía recordárselo.
—Es verdad —intervino Rhoda—. Anne apenas le conocía. No le tenía muchas simpatías, pero daba unas fiestas verdaderamente encantadoras.
—Al parecer, eso fue lo único que justificaba la existencia del difunto señor Shaitana —comentó Despard con aspereza.
—El superintendente Battle puede preguntarme lo que guste —dijo Anne fríamente—. No tengo nada que ocultar... nada.
—Le ruego que me perdone —solicitó el joven con suavidad.
—Está bien —la muchacha lo miró. Su cólera se desvaneció y sonrió con dulzura—. Ya sé que me lo advirtió con buena intención.
Extendió su mano otra vez y Despard la tomó mientras decía:
—Vamos los dos en la misma embarcación. Debemos alinearnos...
Anne lo acompañó hasta la cancela. Cuando volvió, Rhoda estaba mirando por la ventana y silbando. Dio la vuelta cuando su amigo entró en la habitación.
—Ese chico es muy interesante, Anne.
—Ha sido muy amable, ¿verdad?
—Mucho más que amable... me ha fascinado por completo. ¿Por qué no fui yo en tu lugar a esa maldita comida? Hubiera disfrutado de toda aquella excitación... La red cerrándose sobre mí... las sospechas envolviéndome... la sombra del patíbulo...
—Nada de eso. Estás diciendo tonterías, Rhoda.
Anne habló con voz aguda. Luego se suavizó y dijo:
—Fue muy amable al venir aquí... por una extraña... una chica a la que solamente había visto una vez.
—Se ha enamorado de ti. Está claro. Los hombres no prodigan atenciones puramente desinteresadas. No hubiera venido si fueras bizca o tuvieras la cara llena de granos.