Read Cartas sobre la mesa Online
Authors: Agatha Christie
—«Compremos géneros ingleses», es mi lema —dijo O'Connor con tono sentencioso—. ¿Y dice que tuvo una agarrada con el médico?
Elsie asintió, gozando intensamente al revivir escándalos pretéritos.
—Se pusieron muy violentos —dijo—. El señor, por lo menos. El doctor Roberts se mantuvo siempre tranquilo. Sólo dijo: «Tonterías» y «Quién le ha puesto eso en la cabeza».
—Supongo que eso pasaría en casa.
—Sí. La señora llamó al médico. Luego ella y el señor tuvieron unas palabras. En esto llegó el doctor Roberts y el señor la emprendió con él.
—¿Qué le dijo exactamente?
—Bueno... como es natural, ellos no sabían que yo estaba escuchando. Todo pasó en la habitación de la señora. Pensé que ocurriría algo bueno y, por lo tanto, cogí la escoba y me puse a barrer la escalera. No quería perderme nada.
—Como le decía —prosiguió Elsie—, el doctor Roberts no se alteró... el señor fue quien dio todos los gritos.
—¿Qué dijo? —preguntó O'Connor, acercándose por segunda vez al punto vital.
—Le estaban engañando —comentó la joven con fruición.
—¿Qué quiere decir?
—Parecía que Elsie no iba a llegar nunca a lo que interesaba.
—No entendí algunas cosas de las que dijeron —admitió ella—. Gran cantidad de palabras largas, «conducta impropia de su profesión», «abuso de confianza» y cosas por el estilo. Oí decir al señor que iba a conseguir que expulsaran al doctor Roberts del Registro Médico; ¿se dice así? Dijo algo parecido.
—Eso es —observó O'Connor—. Se quejaría al Colegio Médico.
—Sí, una cosa así. Entonces la señora se puso nerviosa y dijo: «No te preocupas de mí, ni te importo nada. Me dejas sola.» Y añadió que el doctor Roberts había sido un ángel de bondad para ella. Luego el doctor entró en el tocador acompañado por el señor y cerró la puerta del dormitorio. Oí perfectamente como decía: «Pero mi querido amigo, ¿no se da cuenta de que su esposa es neurótica? No sabe lo que se dice. Si he de confesarle la verdad, este caso es muy difícil y ya hace tiempo que lo hubiera dejado si hubiera creído que ello era com... com... una palabra rara; ahí, sí; compatible... eso es... compatible con mi deber.» Tal vez fue lo que le dijo. También se refirió a no excederse de los límites... algo entre un médico y un paciente. Logró que el señor se apaciguara un poco y luego le advirtió:
—«Llegará usted tarde a su trabajo. Será mejor que se vaya. Piense las cosas con tranquilidad y creo que se dará cuenta de que el asunto en sí no tiene pies ni cabeza. Me lavaré las manos antes de marcharme. Recapacite sobre esto, amigo mío. Le puedo asegurar que todo es producto de la imaginación desordenada de su esposa.» Y el señor contestó: «No sé qué pensar.» Salió del tocador... entonces estaba yo barriendo con toda mi alma... pero ni se dio cuenta de mí. Según pensé después, tenía aspecto de enfermo. El doctor, entretanto, silbaba alegremente mientras se lavaba las manos. Poco después salió llevando su maletín y habló conmigo, muy amable y jovial, como siempre hacía. Bajó por la escalera tan contento como de costumbre. Por ello estoy segura de que no hizo nada que pudiera censurársele. Fue cosa solamente de ella.
—¿Y luego Craddock enfermó de ántrax?
—Sí. Yo creo que entonces ya estaba enfermo. La señora lo cuidó con mucho afecto, pero murió. En el entierro hubo unas coronas muy bonitas.
—¿Volvió después por casa del doctor Roberts?
—No, no volvió. Pareció como si le tuviera rencor por algo. Ya le he dicho que no hubo nada, pues de no ser así se hubiera casado después con la señora, ¿no le parece? Pero no lo hizo; no fue tan tonto. Sabía de qué pie cojeaba ella. La señora le telefoneaba a menudo, pero siempre daba la casualidad de que él no estaba en casa. Poco después, la señora vendió todo cuanto tenía, despidió a la servidumbre y se marchó a Egipto.
—¿Y no vio usted al doctor Roberts durante todo ese tiempo?
—No. La señora sí lo vio, porque fue a su consulta para que le pusiera la... ¿cómo se llama...? la vacuna contra el tifus. Cuando volvió a casa le dolía mucho el brazo. Si he de decirle la verdad, creo que él le expuso claramente que no había nada que hacer. Ella no le volvió a telefonear. Se compró un juego de vestidos muy bonitos... de colores claros, aunque estábamos a mitad del invierno, porque, según dijo, debía hacer mucho calor entonces en Egipto.
—Así es —comentó el sargento—. Dicen que algunas veces hace allí demasiado calor. Supongo que sabrá que su señora murió.
—No; de veras, no lo sabía. ¡Quién lo iba a pensar! La pobrecita debía estar más enferma de lo que yo creía.
Y añadió, dando un suspiro:
—Quisiera saber qué es lo que habrán hecho con aquellas ropas tan bonitas. Los negros no pueden ponérselas.
—Me refiero que hubiera estado usted estupenda con ellas —dijo O'Connor.
—Descarado.
—Está bien; no tendrá que soportar mis descaros por mucho tiempo. Tengo que marcharme en viaje de negocios, por cuenta de la casa donde trabajo.
—¿Por mucho tiempo?
—Tal vez tenga que ir al extranjero.
La cara de Elsie se alargó.
Aunque la muchacha no conocía el famoso poema de lord Byron, «Nunca amé a una preciosa gacela, etc.», estos sentimientos eran entonces los de ella.
La joven pensó:
«Hay que ver de qué forma todos los chicos verdaderamente atractivos no llegan nunca a cuajar. Bueno; todavía me queda Fred.»
Lo cual era consolador, porque demostraba que la repentina incursión del sargento O'Connor en la vida de Elsie, no la había afectado profundamente. ¡Fred podía ganar todavía!
Rhoda Dawes salió del Debenham y se detuvo pensativamente en la acera. La indecisión se reflejaba en su cara. Cualquier fugaz emoción se hacía patente en su faz con un rápido cambio de expresión. En aquel momento, el rostro de Rhoda Dawes parecía decir: «¿Debo hacerlo o no? Me gustaría... pero tal vez será mejor que no...»
El galoneado portero se dirigió hacia ella:
—¿Taxi, señorita?
Rhoda hizo un gesto negativo.
Una voluminosa señora cargada de paquetes, con el aspecto de quien quiere apresurarse a efectuar las compras para Navidad, tropezó fuertemente con la muchacha, pero ésta no se movió, tratando todavía de tomar una determinación.
Una revuelta confusión de ideas pasaba por su pensamiento.
—Después de todo, ¿por qué no he de hacerlo? Ella me dijo que fuera, aunque, tal vez, eso lo diga a todo el mundo... creyendo que no lo tomarán en serio... Bueno; al fin y al cabo, Anne no me necesita. Demostró bien a las claras que querían ir a ver a ese abogado sin que la acompañara más que el mayor Despard... ¿Y por qué no? Tres personas son demasiada gente... Y, además, en realidad no es asunto que me incumba... No es igual que si yo deseara ver al mayor Despard... Es muy amable... aunque creo que debe haberse enamorado de Anne. Los hombres no se toman tantas molestias, a no ser que... siempre hay algo más que amabilidad.
Un botones, que pasaba dio un empujón a Rhoda.
—Perdone, señorita —dijo con tono de reproche.
«Dios mío —pensó la joven—. No puedo estar aquí parada todo el día. Sólo porque soy una tonta que no puede tomar una determinación... Creo que esta chaqueta y esta falda me sientan muy bien. ¿No hubiera estado mejor el castaño que el verde? No, no lo creo. Bueno, vamos, ¿debo ir o no? Las tres y media... es una buena hora... no es como si quisiera que me invitaran a comer. Iré a dar un vistazo, de todos modos.»
Cruzó la calle, torció a la derecha, luego a la izquierda y entró en el Harley Street. Finalmente se detuvo ante el edificio que describía alegremente la señora Oliver como «rodeado completamente de sanatorios».
«Bueno; no me comerá», pensó Rhoda y entró valientemente en la casa.
El piso de la señora Oliver era el último. Un empleado uniformado la hizo pasar al ascensor y la dejó sobre un elegante felpudo, ante la puerta pintada de brillante color verde.
«Esto es horrible —pensó la muchacha—. Peor que el dentista. Pero debo hacerme el ánimo y acabar.»
Con la cara sonrosada por la turbación apretó el botón del timbre.
Abrió la puerta una criada de bastante edad.
—¿Está... podría... está la señora Oliver en casa? —preguntó Rhoda.
—La criada se apartó para que pasara la joven y la condujo hasta un salón bastante destartalado.
—¿A quién debo anunciar, por favor? —dijo la criada.
—Oh... ejem... a la señorita Dawes... a la señorita Rhoda Dawes.
La mujer salió y al cabo de lo que a Rhoda se le antojaron cien años, pero que en realidad fue exactamente un minuto y cuarenta y cinco segundos, volvió a entrar.
—¿Quiere pasar por aquí, señorita?
Más sonrojada todavía, Rhoda la siguió. Recorrieron un pasillo, dieron la vuelta a un recodo y se abrió una puerta. Con paso nervioso, la joven entró en lo que, a primera vista, le pareció una selva africana.
Pájaros... gran cantidad de pájaros... paraguayos, guacamayos, pájaros desconocidos por la ornitología, desparramados por lo que parecía ser un bosque en primavera. En medio de aquel tumulto de pájaros y plantas, Rhoda vio una estropeada mesa de cocina y sobre ella una máquina de escribir. El suelo estaba cubierto por gran profusión de papeles escritos. La señora Oliver, con el pelo revuelto, se levantó de una desvencijada silla.
—¡Querida amiga! ¡Qué alegría volverla a ver! —dijo la escritora extendiendo una mano manchada de papel carbón, mientras que con la otra trataba de alisarse el pelo.
Dio con el codo a una bolsa de papel que cayó al suelo y esparció por él todo su cargamento de manzanas.
—No se preocupe. Ya las recogeré luego.
Casi sin aliento, Rhoda se levantó de la posición inclinada que había adoptado. Llevaba en la mano cinco manzanas.
—Muchas gracias... no; no las volveré a poner en la bolsa de papel, porque creo que se ha roto. Póngalas en la repisa de la chimenea. Eso es. Y ahora, sentémonos y hablemos.
Rhoda aceptó otra silla, bastante estropeada, y fijó sus ojos en los de la novelista.
—Lo siento de veras. ¿He venido a interrumpirla? —preguntó respirando todavía con precipitación.
—Pues sí y no —contestó la señora Oliver—. Estoy trabajando, como puede ver. Pero mi temible finlandés se ha metido en un lío tremendo. Hizo una deducción agudísima sobre un plato de judías tiernas y ahora acababa de descubrir un veneno activísimo en el relleno de salvia y cebolla del ganso que se come por San Miguel. Pero entonces he recordado que las judías no se dan por estas fechas.
Entusiasmada por este atisbo de las interioridades del mundo de la novela policíaca, Rhoda observó con interés:
—Podían ser judías en conserva.
—Desde luego —dijo la señora Oliver con aspecto dubitativo—. Pero se estropearía el afecto. Siempre me confundo con la horticultura y cosas similares. La gente me escribe para decirme que he puesto juntas diversas clases de flores que se dan en distintas épocas del año. Como si ello importara mucho... y, además, se ven todas juntas en cualquier tienda de flores de Londres.
—Claro que no importa —comentó Rhoda con toda buena fe—. Oh, señora Oliver, escribir novelas debe ser maravilloso.
La mujer se rascó la frente con un dedo manchado de papel carbón y preguntó:
—¿Por qué?
—Porque así debe ser —Rhoda pareció desconcertarse—. Debe ser estupendo el sentarse y escribir un libro entero.
—La cosa no ocurre exactamente así —objetó la novelista—. Ya sabe usted que antes hay que pensar el asunto. Y el pensar siempre resulta aburrido. Además, se tiene que plantear la trama y luego se atasca unas repetidas veces y piensa que jamás podría salir de tal enredo... ¡pero sale! El escribir no es muy divertido que digamos. Resulta un trabajo tan pesado como cualquier otro.
—Pues no parece que lo sea —replicó Rhoda.
—A usted no, puesto que no lo tiene que hacer. Pero a mí, sí me lo parece. Algunos días no puedo hacer otra cosa más que repetirme una y otra vez la cantidad de dinero que deberé sacar por los derechos de mi próxima obra. Esto le espolea a una. Y lo mismo ocurre con la cuenta del Banco, cuando se ve que el importe de los cheques firmados excede del saldo disponible.
—Nunca creí que mecanografiara usted misma sus novelas —dijo la joven—. Pensé que tendría una secretaria.
—Tuve una, a la que acostumbraba dictar; pero era tan competente que me deprimía. Me dio la impresión de que sabía mucho más que yo acerca del idioma, de la gramática, del punto y coma. Aquello me hizo sentir una especie de complejo de inferioridad. Después empleé a otra que era una calamidad; pero, como era de esperar, tampoco dio resultado.
—Debe ser estupendo el sentirse capaz de imaginar cosas —observó Rhoda.
—Eso para mí resulta fácil —dijo la señora Oliver alegremente—. Lo pesado es escribirlas. Cuando pienso que ya he terminado, cuento lo que he hecho y entonces me doy cuenta de que sólo he escrito treinta mil palabras en lugar de sesenta mil. Por lo tanto, no me queda más remedio que introducir un nuevo asesinato a la obra y hacer que rapten a la heroína por segunda vez. Resulta muy aburrido.
Rhoda no replicó. Estaba mirando fijamente a su interlocutora con la reverencia de que siente la juventud hacia las celebridades... ligeramente matizada esta vez por la desilusión.
—¿Le gusta el papel de las paredes? —preguntó la escritora haciendo un amplio ademán con la mano—. Estoy chiflada por los pájaros. El follaje se supone que es tropical. Me hace sentir como si el día fuera caluroso, aunque en el exterior esté helando. No puedo hacer nada a menos que me sienta bien caliente. Pero el pobre Sven Hjerson tiene que romper el hielo de su baño cada mañana...
—Yo creo que todo está muy bien —contestó Rhoda—. Y ha sido usted muy amable al decir que no la he interrumpido.
—Tomaremos un poco de café y unas tostadas —dijo la señora Oliver—. Café muy cargado y tostadas bien calientes. Las como a cualquier hora.
Fue hacia la puerta, la abrió y dio unas voces. Luego volvió y dijo:
—¿Qué le ha traído a la ciudad...? ¿Ha estado de compras acaso?
—Sí. He comprado algunas rasillas.
—¿Ha venido también la señorita Meredith?
—Sí; ha ido con el mayor Despard a visitar a un abogado.
—¿Un abogado?
Las cejas de la señora Oliver se levantaron interrogantes.