Algo perdieron de orgullo con haberles tomado esta fuerza; y tanto, que por todas partes aflojaron en mucha manera; e luego torné a aquella azotea y hablé a los capitanes que antes habían hablado conmigo, que estaban algo desmayados por lo que habían visto. Los cuales luego llegaron, y les dije que mirasen que no se podían amparar, y que les hacíamos de cada día mucho daños y morían muchos dellos, y quemábamos y destruíamos su ciudad, e que no había de parar fasta no dejar della ni dellos cosa alguna. Los cuales me respondieron que bien veían que recibían de nos mucho daño y que morían muchos dellos; pero que ellos estaban ya determinados de morir todos por nos acabar. Y que mirase yo por todas aquellas calles y plazas y azoteas cuán llenas de gente estaban y que tenían hechas cuenta que a morir veinte y cinco mil dellos y uno de los nuestros, nos acabaríamos nosotros primero, porque éramos pocos y ellos muchos, y que me hacían saber que todas las calzadas de las entradas de la ciudad eran deshechas, como de hecho pasaba que todas las habían desecho, excepto una E que ninguna parte teníamos por do salir, sino por el agua, e que bien sabían que teníamos pocos mantenimientos y poca agua dulce, que no podíamos durar mucho que de hambre no nos muriésemos, aunque ellos no nos matasen. Y de verdad que ellos tenían mucha razón; que aunque no tuviéramos otra guerra sino la hambre y necesidad de mantenimientos, bastaba para morir todos en breve tiempo. E pasamos otras muchas razones, favoreciendo cada uno de sus partidos. Ya que fue de noche salí con ciertos españoles, y como los tomé descuidados, ganárnosles una calle, donde los quemamos más de tres tientas casas. Y luego volví por otra, ya que allí acudía la gente; asimismo quemé muchas casas della, en especial ciertas azoteas que estaban junto a fa fortaleza de donde nos hacían mucho daño. E con lo que aquella noche se les hizo recibieron mucho temor, y en esta misma noche hice tornar y aderezar los ingenios que el día antes nos habían desconcertado.
Y por seguir la victoria que Dios nos daba salí en amaneciendo por aquella calle donde el día antes nos habían desbaratado, donde no menos defensa hallamos que el primero; pero como nos iban las vidas y la honra, porque por aquella calle estaba sana la calzada que iba a la tierra firme, aunque hasta llegar a ella había ocho puentes muy grandes y hondas, y toda la calle de muchas y altas azoteas y torres, pusimos tanta determinación y ánimo, que ayudándonos Nuestro Señor, les ganamos aquel día las cuatro, y se quemaron todas las azoteas y casas y torres que había hasta la postrera dellas. Aunque por lo de la noche pasada tenían en todas las puentes hechas muchas y muy fuertes albarradas de adobes y barro, en manera que los tiros y ballestas no les podían facer daño. Las cuales dichas cuatro puentes cegamos con los adobes y tierra de albarradas y con mucha piedra y madera de las casas quemadas. E aunque todo no fue tan sin peligro que no hiriesen muchos españoles, aquella noche puse mucho recaudo en guardar aquellas puentes, porque no las tornasen a ganar. E otro día de mañana torné a salir; y Dios nos dio asimismo tan buena dicha y victoria; aunque era innumerable gente que defendía las puentes y muy grandes albarradas y ojos que aquella noche habían hecho, se las ganamos todas y las cegamos. Asimismo fueron ciertos de caballo siguiendo el alcance y victoria hasta la tierra firme; y estando yo reparando aquellas puentes y haciéndolas cegar, viniéronme a llamar a mucha priesa, diciendo que los indios combatían la fortaleza y pedían paces y me estaban esperando allí ciertos señores capitanes dellos. E dejando allí toda la gente y ciertos tiros, me fui solo con dos de caballo a ver lo que aquellos principales querían. Los cuales me dijeron que si yo les aseguraba que por lo hecho no serían punidos, que ellos harían alzar el cerco y tornar a poner las puentes y hacer las calzadas, y servirían a vuestra majestad como antes lo facían. E rogáronme que ficiese traer allí uno como religioso de los suyos, que yo tenía preso, el cual era como general de aquella religión. El cual vino y les habló y dio conciertos entre ellos y mí; e luego pareció que enviaban mensajeros, según ellos dijeron, a los capitanes y a la gente que tenían en las estancias, a decir que cesase el combate que daban a la fortaleza y toda la otra guerra. E con esto nos despedimos, e yo metíme en la fortaleza a comer; y en comenzando vinieron a mucha priesa a me decir que los indios habían tornado a ganar las puentes que aquel día les habíamos ganado, y habían muerto ciertos españoles; de que Dios sabe cuánta alteración recibí, porque yo no pensé que habíamos que hacer con tener ganada la salida; y cabalgué a la mayor priesa que pude, y corrí por toda la calle adelante con algunos de caballo que me siguieron, y sin detenerme en alguna parte torné a romper por los dichos indios, y les torné a ganar las puentes, e fui en alcance dellos hasta la tierra firme. Y como los peones estaban cansados y heridos y atemorizados y vi al presente el grandísimo peligro, ninguno me siguió. A cuya causa, después de pasadas yo las puentes, ya que me quise volver, las hallé tomadas y ahondadas mucho de lo que habíamos cegado. Y por la una parte y por la otra de toda la calzada llena de gente, así en la tierra como en el agua, en canoas; la cual nos garrochaba y pedreaba en tanta manera, que si Dios misteriosamente no nos quisiera salvar, era imposible escapar de allí, e aún ya era público entre los que quedaban en la ciudad que yo era muerto. Y cuando llegué a la postrera puente de hacia la ciudad hallé a todos los de caballos que conmigo iban caídos en ella, y un caballo suelto. Por manera que yo no pude pasar, y me fue forzado de revolver solo contra mis enemigos, y con aquello fice algún tanto de lugar para que los caballos pudiesen pasar; y yo hallé la puente desembarazada, y pasé aunque con harto trabajo, porque había de la una parte a la otra casi un estado de saltar con el caballo; los cuales, por ir yo y él bien armados, no nos hirieron, mas de atormentar el cuerpo. E así quedaron aquella noche con victorias y ganadas las dichas cuatro puentes, e yo dejé en las otras cuatro buen recaudo, y fui a la fortaleza, y hice hacer una puente de madera, que llevaban cuarenta hombres; y viendo el gran peligro en que estábamos y el mucho daño que rada día los indios nos hacían, y temiendo que también deshiciesen aquella calzada como las otras, y deshecha era forzado morir todos, y porque de todos los de mi compañía fui requerido muchas veces que me saliese, e porque todos o los más estaban heridos, y tan mal que no podían pelear, acordé de lo hacer aquella noche, e tomé todo el oro y joyas de vuestra majestad que se podían sacar, y púselo en una sala, y allí lo entregué en ciertos líos a los oficiales de vuestra alteza, que yo en su real nombre tenía señalados y a los alcaldes y regidores, y a toda la gente que allí estaba les rogué y requerí que me ayudasen a lo sacar y salvar, e di una yegua mía para ello, en la cual se cargó tanta parte cuanta yo podía llevar; e señalé ciertos españoles, así criados míos como de los otros, que viniesen con el dicho oro y yegua, y los demás los dichos oficiales y alcaldes regidores y yo los dimos y repartimos por los españoles para que lo sacasen. E desamparada la fortaleza, con mucha riqueza así de vuestra alteza como de los españoles y mía, me salí lo más secreto que yo pude, sacando conmigo un hijo y dos hijas del dicho Muteczuma, y a Cacamazin, señor de Aculuacan, y al otro su hermano, que yo había puesto en su lugar, y otros señores de provincias y ciudades que allí tenía presos. E llegando a las puentes, que los indios tenían quitadas, a la primera dellas se echó la puente que yo traía hecha con poco trabajo, porque no hubo quien la resistiese, excepto ciertas velas que en ella estaban, las cuales apellidaban tan recio, que antes de llegar a la segunda estaba infinito número de gente de los contrarios sobre nosotros, combatiéndonos por todas partes, así desde el agua como de la tierra; e yo pasé presto con cinco de caballo y con cien peones, con los cuales pasé a nado todas las puentes, y las gané hasta la tierra firme. E dejando aquella gente en la delantera, torné a la rezaga, donde hallé que peleaban reciamente y que eran sin comparación el daño que los nuestros recibían, así los españoles como los indios de Tascaltecal que con nosotros estaban; y así, a todos los mataron, y a muchos naturales, los españoles; e asimismo habían muerto muchos españoles y caballos, y perdido todo el oro y joyas y ropa y otras muchas cosas que sacábamos, y toda el artillería. Y recogidos los que estaban vivos, echélos delante, y yo, con tres o cuatro de caballo y hasta veinte peones, que osaron quedar conmigo, me fui en la rezaga, peleando con los indios hasta llegar a una ciudad que se dice Tacuba que está fuera de toda la calzada, de que Dios sabe cuánto trabajo y peligro recibí; porque todas las veces que volvía sobre los contrarios salía lleno de flechas y viras y apedreado; porque como era agua de la una parte y de la otra, herían a su salvo sin temor a los que salían a tierra; luego volvíamos sobre ellos, y saltaban al agua; así, que recibían muy poco daño si no eran algunos que con los muchos estropezaban unos con otros y caían, y aquellos morían. Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente hasta la dicha ciudad de Tacuba, sin me matar ni herir ningún español ni indio, sino fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga, y no menos peleaban, así en la delantera como por los lados, aunque la mayor fuerza era en las espaldas, por do venía la gente de la gran ciudad.
Y llegado a la dicha ciudad de Tacuba, hallé toda la gente remolinada en una plaza, que no sabían dónde ir; a los cuales yo di priesa que se saliesen al campo antes que se recreciese más gente en la dicha ciudad y tomasen las azoteas, porque nos harían desde ellas mucho daño. E los que llevaban la delantera dijeron que no sabían por dónde habían de salir, y yo los hice quedar en la rezaga, y tomé la delantera hasta los sacar fuera de la dicha ciudad, y esperé en unas labranzas; y cuando llegó la rezaga supe que habían recibido algún daño, y que habían muerto algunos españoles y indios, y que se quedaba por el camino mucho oro perdido, lo cual los indios cogían; y allí estuve hasta que pasó toda la gente, peleando con los indios, en tal manera, que los detuve para que los peones tomasen un cerro donde estaba una torre y aposento fuerte, el cual tomaron sin recibir ningún daño, porque no me partí de allí ni dejé pasar los contrarios hasta haber ellos tomado el cerro, en que Dios sabe el trabajo y fatiga que allí se recibió, porque ya no había caballo, de veinte y cuatro que nos habían quedado, que pudiese correr, ni caballero que pudiese alzar el brazo, ni peón sano que pudiese manearse; y llegados al dicho aposento, nos fortalecimos en él, y allí nos cercaron y tuvieron cercados hasta la noche, sin nos dejar descansar una hora. En este desbarato se halló por copia que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo y hijas de Muteczuma y a todos los otros señores que traíamos presos. Y aquella noche, a media noche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hecho muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para dónde íbamos, mas de que un indio de los de Tascaltecal, que nos guiaba diciendo que él nos sacaría a su tierra si el camino no nos impedían y muy cerca estaban guardas, que nos sintieron, y asimismo apellidaron muchas poblaciones que había a la redonda, de las cuales se recogió mucha gente, y nos fueron siguiendo hasta el día, y ya que amanecía, cinco de caballo, que iban delante por corredores, dieron en unos escuadrones de gente que estaban en el camino, y mataron algunos dellos; los cuales fueron desbaratados creyendo que iba más gente de caballo y de pie. Y porque vi que de todas partes se recrecía gente de los contrarios, concerté allí la de los nuestros, y de la que había sana para algo hice escuadrones, y puse en delantera y rezaga y lados, y en medio los heridos, e asimismo repartí los de caballo; y así fuimos todo aquel día, peleando por todas partes, en tanta manera, que en toda la noche y día no anduvimos más de tres leguas. E quiso Nuestro Señor, ya que la noche sobrevenía, mostrarnos una torre y buen aposento en un cerro, donde asimismo nos hicimos fuertes; e por aquella noche nos dejaron, aunque casi al alba hubo otro cierto rebato, sin haber de qué mas del temor que ya todos llevábamos de la multitud de la gente que a la continua nos seguía el alcance.
Otro día me partí a una hora del día, por la orden ya dicha llevando mi delantera y rezaga a buen recaudo, y siempre nos seguían de una parte y otra los enemigos, gritando y apellidando toda aquella tierra, que es muy poblada. E los de caballo, aunque éramos pocos, arremetíamos y hacíamos poco daño en ellos, porque como por allí era la tierra algo fragosa, se nos acogían a los cerros. Y desta manera fuimos aquel día por cerca de unas lagunas hasta que llegamos a tina población, adonde pensamos haber algún reencuentro con los del pueblo. E como llegamos, lo desampararon y se fueron a otras poblaciones que estaban por allí a la redonda; e allí estuve aquel día y otro, porque la gente, así heridos como los sanos, venían muy cansados y fatigados y con mucha hambre y sed, y los caballos asimismo traíamos bien cansados, e porque allí hallamos algún maíz, que cominos y llevamos para el camino cocido y tostado. Y otro día nos partimos, y siempre acompañados de gente de los contrarios; e por la delantera y rezaga nos acometían, gritando y haciendo algunas arremetidas. E seguimos nuestro camino por donde el indio de Tascaltecal nos guiaba; por el cual llevábamos mucho trabajo y fatiga, porque nos convenía ir muchas veces fuera de camino; e ya que era tarde llegamos a un llano donde había unas casas pequeñas, donde aquella noche nos aposentamos, con harta necesidad de comida. E otro día luego por la mañana comenzamos a andar, e aún no éramos salidos al camino cuando ya la gente de los enemigos nos seguían por la rezaga, y escaramuzando con ellos llegamos a un pueblo grande que estaba dos leguas de allí, y a la mano derecha dél estaban algunos indios encima de un cerro pequeño. E creyendo de los tomar, porque estaban muy cerca del camino, y también por descubrir si había más gente de la que parecía detrás del cerro me fui con cinco de caballo y diez o doce peones, rodeando el dicho cerro. E detrás dél estaba una gran ciudad de mucha gente con los cuales peleamos tanto que por ser la tierra donde estaban algo áspera de piedras y la gente mucha y nosotros pocos, nos convino retraer al pueblo donde los nuestros estaban. E de allí salí yo muy mal herido en la cabeza de dos pedradas; y después de me haber atado las heridas, hice salir los españoles del pueblo, porque me pareció que no era seguro aposento para nosotros. E así caminando, siguiéndonos todavía los indios en harta cantidad, los cuales pelearon con nosotros tan reciamente, que hirieron cuatro o cinco españoles y otros tantos caballos, y nos mataron un caballo, que aunque Dios sabe cuánta falta nos hizo y cuánta pena recibimos con habérnoslo muerto, porque no teníamos, después de Dios, otra seguridad sino la de los caballos, nos consoló su carne, porque la comimos, sin dejar cuero ni otra cosa dél, según la necesidad que traíamos; porque después que de la gran ciudad salimos, ninguna otra cosa comimos sino maíz tostado y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y yerbas que cogíamos del campo. E viendo que de cada día sobrevenía más gente y más recia y nosotros íbamos enflaqueciendo, hice aquella noche que los heridos y dolientes, que llevábamos a las ancas de los caballos y a cuestas, hiciesen muletas y otras maneras de ayudas como se pudiesen sostener y andar, porque los caballos y españoles sanos estuviesen libres para pelear. Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso, según lo que a otro día siguiente sucedió: que habiendo partido en la mañana deste aposento, y siendo apartados legua y media dél, yendo por mi camino, salieron al encuentro mucha cantidad de indios, y tanta, que por la delantera, lados ni rezaga ninguna cosa de los campos que se podían ver había dellos vacía. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que casi no nos conocíamos unos a otros: tan juntos y envueltos andaban con nosotros. Y cierto creímos ser aquel el último de nuestros días, según el mucho poder de las indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como íbamos, muy cansados, y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que con toda nuestra flaqueza quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos dellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban, que no podían pelear ni huir. E con este trabajo fuimos mucha parte del día, hasta que quiso Dios que murió una persona dellos que debía ser tan principal, que con su muerte cesó toda aquella guerra. Así fuimos algo más descansados, aunque todavía mordiéndonos, hasta una casa pequeña que estaba en el llano, adonde por aquella noche nos aposentamos, y en el campo. E ya desde allí se percibían ciertas sierras de la provincia de Tascaltecal, de que no poca alegría llegó a nuestro corazón; porque ya conocíamos la tierra y sabíamos por dónde habíamos de ir; aunque no estábamos muy satisfechos de hallar los naturales de la dicha provincia seguros y por nuestros amigos, porque creíamos que viéndonos ir tan desbaratados quisieran ellos dar fin a nuestras vidas por cobrar la libertad que antes tenían. El cual pensamiento y sospecha nos puso en tanta aflicción cuanta traíamos viniendo peleando con los de Culúa.