—¡También a los de hoy les gustan las curvas, abuela!
—Bah, yo no estaría tan segura. Están rodeados de todos esos alfeñiques a los que sólo les preocupan los gramos de más que puedan tener. Quiero decir que no se trata de estar o no delgada. Lo importante es que exista un equilibrio, que una se sienta bien.
—Sí, abuela, pero eso es más fácil de decir que de hacer. En el colegio, las chicas gordas no se gustan en absoluto, siempre se están lamentando. Más aún, al final acaban siendo antipáticas con las que, en su opinión, son monas, y las hacen a un lado. Es como si hubiese dos bandos: las guapas y las feas. Pero ¿quién ha decidido cómo deben ser unas y otras?
—Sí, pero tú, por ejemplo, tienes una amiga que no se preocupa por ese tipo de cosas, y muchos la consideran simpática.
—De acuerdo, pero Clod es un caso aparte. Ojalá todas fueran como ella. Ella tiene un carácter estupendo. Le gusta comer, y come. Le gusta un chico y no se retrae. Le gusta arreglarse y vestirse bien. Si alguien le toma el pelo, pasa olímpicamente. Es más, se lo toma a broma. Ayer, por ejemplo, en el recreo, uno de III-F que se pasa la vida dándonos la brasa le dijo: «Clod, estás tan gorda que cuando te duermes lo haces por etapas»…, y ella le contestó: «Qué original, a ver si alguna vez dices algo que se te haya ocurrido a ti, en lugar de imitar a los cómicos del programa “Zelig Circus” ¡Pero no se lo dijo enfadada ni nada!».
—Muy bien, eso quiere decir que está segura de sí misma, y eso la hace resultar más atractiva a ojos de los demás. Porque la belleza no está en la talla o en una cara bonita— ¿Te he contado alguna vez lo que decía Audrey Hepburn?
—No.
La abuela se levanta y coge un libro del estante, uno de esos grandes y bonitos, llenos de fotografías de esa actriz. Vuelve a sentarse y lo hojea.
—Aquí está…, escucha. —La abuela empieza a leer con voz firme—: «Para tener unos labios atrayentes, pronuncia palabras afectuosas. Para tener una mirada cariñosa, busca el lado bueno de las personas. Para estar delgada, comparte tu comida con el hambriento. Para tener un pelo precioso, deja que un niño lo acaricie con sus dedos al menos una vez al día. Recuerda, si alguna vez necesitas una mano, la encostrarás al final de tus brazos. Cuando envejezcas descubrirás que tienes dos: una para ayudarte a ti misma y otra para ayudar a los demás. La belleza de una mujer aumenta con el paso del tiempo. La belleza de una mujer no radica en la estética, la verdadera belleza de una mujer es el reflejo de su alma…». —Acto seguido cierra el libro, con una serenidad especial que yo adoro.
—Qué bonito…
—Intenta recordarla, Caro, porque es así. No se trata de kilos, sino de armonía. Venga, empecemos a hacer el
risotto
… ¡Han pasado casi dos horas y no nos hemos dado cuenta!
Mientras extiendo la masa y la condimento, comienza a preparar el
risotto
. Yo la ayudo. He puesto ya las setas deshidratadas a remojo en agua tibia, y el caldo vegetal está listo. La abuela coge la cacerola y echa un poco de aceite y de mantequilla.
—No enciendas todavía el fuego.
Sigo sus instrucciones al pie de la letra.
—¿Cuánto tarda?
—Unos cuarenta y cinco minutos. Ahora coge la cebolla, mira, está allí, sobre la tabla, la he picado ya, y trocea las setas.
Pongo empeño en hacerlo bien.
—¿Así?
—Sí, pon la cacerola al fuego y deshaz la mantequilla. Después añades la cebolla y las setas y lo sofríes todo. Echa un poco de sal.
—¿Y si se quema?
—Basta estar un poco atenta, ¿no? Venga, que lo estás haciendo bien. Dentro de un momento añadiremos un poco del agua en la que han estado en remojo las setas. No la habrás tirado, ¿verdad?
—No, no.
—Ahora hay que echar el arroz para que se tueste.
—¡Pero cruje!
—Debe hacerlo, déjalo unos minutos. Coge el vino blanco que está ahí, junto a la pila, en ese vaso, y échalo a la cacerola. Sube el fuego. Cuando se haya evaporado, lo apagaremos y lo dejaremos reposar durante diez minutos.
Eso es lo que más me gusta de la abuela Luci: que calcula el tiempo con gran precisión. Jamás se equivoca. Y, además, hace que todo parezca fácil y que me sienta una buena cocinera. Mientras tanto, ella ya ha metido en el horno la bandeja grande con la pizza. La ha dividido y aderezado de cuatro formas diferentes, margarita, setas, salchichas y tomate, sin mozzarella.
—Abuela, ¿cuándo aprendiste a cocinar?
—Cuando era una niña. Yo era la mayor y mis padres trabajaban juntos en una tienda de géneros de punto, de manera que a mí me tocaba dar de comer a mis hermanos. Aunque me ayudaba mí abuela, por suerte. Ella fue quien me enseñó. Ahora vuelve a encender el fuego, no muy fuerte. A partir de ahora iremos echando el caldo. Un cucharón cada vez. Y empezaremos a remover el arroz…, así haces ejercicio. Ah, y controla el punto de sal.
Pruebo, y la verdad es que parezco del oficio. La abuela me mira risueña mientras pone la mesa.
—¡Bien! Sigue así. ¿Quieres que lo haga yo?
—No, abuela, ¡hoy cocino yo!
Se echa a reír y asiente con la cabeza. Sigue poniendo la mesa con afecto y placer, como hace siempre. En casa de los abuelos jamás falta un pequeño jarrón con flores en el centro.
La abuela siempre me hace sentirme importante. ¡Incluso me hace creer que sé cocinar! En realidad lo ha hecho todo ella, había preparado ya los ingredientes, de modo que yo me he limitado a echarle una mano.
Pasan unos minutos. No he dejado de añadir caldo y de remover el arroz. La abuela se acerca para probar.
—Mmmm, ¡muy bien! Ahora coge ese plato, ¿lo ves?, el que tiene el parmesano rallado y un poco de la mozzarella de la pizza. Eso es, apaga el fuego y añade el queso. —Lo hago—. Ahora cúbrelo con esto… —Y me da una tapa de cristal que se empaña con el vapor en cuanto la coloco sobre la cacerola—. ¡Hay que esperar cinco minutos!
—Mmmm… ¡Qué bien huele! Tengo un hambre…
—A la mesa —grita la abuela con todas sus fuerzas.
—¡Voy! —responde el abuelo desde la habitación del fondo.
—Sí, pero a ver si es verdad… —vuelve a gritar la abuela mientras lleva los platos a la mesa—. Ven, coge eso, Caro… —La sigo con el pan—. A tu abuelo hay que llamarlo una hora antes, siempre está dibujando en su estudio; parece que el tiempo no pase para él…
Disponemos las cosas sobre la mesa. Le sonrío.
—Se ve que le encanta…
—Sí, ¡pero luego no soporta que el arroz esté pasado, o frío! ¡No se puede estar en misa y repicando!
—Aquí estoy… Aquí estoy… ¿Ves como soy puntual?
Se sonríen y se dan un beso fugaz en los labios y yo, no sé por qué, me siento un poco cohibida y miro hacia otro lado. Luego nos sentamos a la mesa los tres, el abuelo da el primer bocado y pone cara de estupor.
—Pero si está delicioso… ¿Quién cocina así de bien?
—Ella… —respondemos al unísono la abuela y yo señalándonos.
Y soltamos una carcajada y seguimos así, disfrutando de todo lo que hemos preparado, que tiene un sabor distinto del de la comida que te sirven en el restaurante.
Cuando acabamos de comer, el abuelo se levanta.
—Quietas ahí… No os mováis.
La abuela Luci hace ademán de levantarse.
—Mientras tanto prepararé el café.
—No, no, es sólo un instante… Vuelvo en seguida. —Y desaparece a toda prisa en el salón contiguo, del que vuelve a salir al cabo de unos segundos con su cámara de fotos en la mano—. Ya está, ya está, listo…
Coloca la cámara en un estante cercano, pulsa el disparador automático, corre hacia la abuela y nos abraza justo a tiempo. ¡Clic!
—¡Aquí tenemos la foto de los tres con la barriga llena! —Nos abraza con fuerza—. Y ahora, Carolina, esto es para ti. Y puf…, saca un libro de detrás de la espalda.
—¡Gracias, abuelo!
Me mira orgulloso y radiante.
—Estoy seguro de que llegarás a ser una gran cocinera… De modo que lo cojo, voy al salón y me echo en el gran sillón burdeos, que tiene incluso un escabel. Es comodísimo y, a fin de cuentas, la abuela no me quiere por en medio mientras friega los platos y recoge la cocina. Me ha regalado
Kitchen
, de Banana Yoshimoto. Lo abro.
Creo que la cocina es el lugar del mundo que más me gusta. En la cocina, no importa de quién ni cómo sea, o en cualquier sitio donde se haga comida, no sufro. Si es posible, prefiero que sea funcional y que esté muy usada. Con los trapos secos y limpios, y los azulejos blancos y brillantes.
Incluso las cocinas sucísimas me encantan.
Aunque haya restos de verduras esparcidos por el suelo y esté tan sucia que la suela de las zapatillas quede ennegrecida si la cocina es muy grande, me gusta. Si allí se yergue una nevera enorme, llena de comida como para pasar un invierno, me gusta apoyarme en su puerta plateada.
Cierro el libro y lo dejo sobre mis piernas. Desde el salón observo a la abuela mientras mete los platos en el lavavajillas después de haberlos enjuagado. Me gusta la cocina de mis abuelos porque la usan de verdad, la viven. Después llega el abuelo, se acerca a ella. Coge un vaso, lo llena de agua, a continuación dice algo y ambos se echan a reír. Ella se seca las manos en el delantal que lleva atado a la cintura y luego se atusa el pelo. Todavía tienen mucho que decirse. De manera que me sumerjo de nuevo en el libro que me ha regalado el abuelo. Eso es. Me gusta su cocina porque en ella hay amor.
12 de octubre. El profe nos ha hecho estudiar el descubrimiento de América porque es el aniversario de esa fecha. ¡Nos ha recordado que gracias a Cristóbal Colón hoy podemos comer chocolate! Y Clod, claro está, me ha hecho todo tipo de gestos desde su pupitre, desde una V de victoria con los dedos al trazado de una aureola sobre la cabeza con las manos. ¡San Cristóbal! ¡Sólo que después se lamenta porque le salen granos! Octubre es también el mes de las castañas. A veces mi madre, cuando tiene el turno de mañana y vuelve a casa a eso de las dos, sin importar lo pronto que pueda haberse levantado (¡a las seis, pobre!), se pone a hacer pan de castañas, que me gusta a rabiar. Siempre quito los piñones y me los como uno a uno antes de pasar al pan propiamente dicho. Sí, octubre es un bonito mes…, el mes del amarillo-naranja, de las primeras cazadoras que sacas del desván, y en el que esperas que llegue Halloween. Aunque también es el mes que precede a noviembre, que, en cambio, aborrezco.
En cualquier caso, me paso toda la tarde conectada al Messenger, hablando con Clod y Alis sobre Filo.
Clod no tiene ninguna duda; «Pero ¿por qué no lo besaste? Está como un tren y, además, es realmente simpático, ¡fue el primero que personalizó un microcoche! ¡Mucho antes que Gibbo!».
Alis, en cambio, opina justo lo contrario: «Así me gusta, que sufra, que luego se aprovechan. ¿Qué se ha creído? Se trata tan sólo de una competición entre chicos: si no hubieses besado a Gibbo, ¿crees que se habría interesado por ti?».
¡Ésa debe de ser la segunda ley de Alis! En fin, toda una serie de valoraciones que no van muy lejos. En parte porque yo, por mi lado, respondo al vuelo tratando de explicar mi postura a las dos: «¡Aparte de que hace un año ya me pidió que lo besara!».
«Sí, sí, de acuerdo —me responden Alis y Clod—, pero ahora ¿qué piensas hacer? ¿Que riñan?».
«¿Estáis locas? ¡Como si yo besase por caridad!».
«Vamos, pero si es genial…».
«No digo que no sea genial, el problema es que ahora yo sólo pienso en Massi».
«Pero si has besado a Gibbo».
«¡Y eso qué tiene que ver! Lo hice porque perdí la apuesta, era un juego. De no ser así, nunca lo habría besado. ¡Yo pienso en Massi!».
«¡A saber cuándo volverás a verlo! —me replica Clod— Lo tuyo es pura imaginación, ¡en mi opinión, te gusta precisamente porque no lo ves!».
Alis ataca con mayor firmeza: «¿Lo ves? Querías a Lorenzo y, en cuanto lo conseguiste…, pam, ahora te dedicas a buscar a otros».
«Lo conseguiste». Palabras mayores… Pero no me da tiempo a contestarle porque en ese momento entra mi madre.
—¡Caro! pero ¿todavía tienes el ordenador encendido? Pero ¿cuándo piensas acostarte? Pero si mañana tienes colegio… Pero…
¡Vaya una retahíla de peros!
—Pero, mamá, estábamos comentando un tema de clase. —Apenas le dejo un instante de reposo—. ¡Pero ahora mismo lo apago porque la verdad es que es muy tarde!
Y me meto en la cama.
—¿Te has lavado los dientes?
—Por supuesto, antes, justo después de cenar. Huele… —Y exhalo un largo suspiro.
Mi madre rompe a reír y agita la mano delante de la cara.
—Puf, es terrible… ¡Todavía se nota el olor del brócoli que has comido esta noche!
—¡Mamá…!
Simulo ofenderme y me tapo la cabeza con la sábana. Después, como no oigo nada, me vuelvo hacia ella y me doy cuenta de que está mirando fijamente la pared. Colgado de ella está el artículo de Rusty James que he hecho enmarcar a Salvatore, el hombre que está al final de la via della Farnesina.
Mi madre lo contempla suspirando. Me incorporo en la cama y la escruto.
—Bonito, ¿verdad? Me parece un relato precioso, habla de los sueños de juventud… ¿Sabes que fui la primera que lo vi? ¡Me lo dijo él!
—Sí, lo he leído varias veces. Es bueno.
Acto seguido, sale de la habitación. Ligeramente disgustada o preocupada, a saber. Claro que para nosotros Rusty James sólo puede ser bueno… Pero ¿lo será realmente? ¡Para mí lo es! Y con esta última convicción me duermo. Y no sé muy bien lo que sueño. El caso es que cuando me despierto siento que ese día será diferente. ¿Sabes esas sensaciones, esas sensaciones… que al final te hacen intuir que va a suceder algo de forma ineludible? De modo que te levantas de la cama, te arreglas, te despides al vuelo de todos, sales corriendo y miras alrededor… Sientes que estás llegando tarde a todo y, por suerte, te da tiempo a entrar en el colegio antes de que cierren la verja, y en clase la lección transcurre sin incidentes. Nada de preguntas o de discusiones ni con el cura ni con el resto de los profesores. Y, al final, cuando salgo del colegio… La sorpresa. Lo sabía, lo sabía, ¡lo sentía de verdad! Pegado a la verja hay un sobre donde puede leerse «Caro, III-B». Me acerco, lo cojo. Dentro hay una nota escrita con mayúsculas, una caligrafía que no reconozco: «Sígueme…, ¡el hilo de Caro!». Y hay una cucharilla con un hilo, uno de esos hilos blandos, extraños, como si fueran de goma, que, según creo, se utilizan para sujetar las plantas. De manera que me pongo a seguirlo y lo voy enrollando mientras camino. Y me parece ser la protagonista de un cuento, sólo que no consigo recordar bien cuál es, puesto que mi madre se confundía cuando me los contaba de niña.