—En realidad, a mí me gusta el vino, pero éste no suele afectar mi capacidad de razonamiento. No obstante, he bebido mucho esta noche. Y respecto al capitán Aubrey, ¿no le parece que tal vez llega al campo un poco tarde? Tengo la impresión de que esta noche puede ser decisiva.
—¿El le ha dicho algo? ¿Se ha franqueado con usted?
—Usted no suele hablar como acaba de hacerlo, como si se dirigiera a un soplón. Pero me conoce y sabe que lo que le digo es cierto.
—En cualquier caso, se equivoca. Conozco a Sophia. Puede que él se le declare, pero ella necesitará más tiempo que una sola noche. No tiene miedo de quedarse para vestir santos —en mi opinión, eso es algo que no le pasa por la cabeza— y, por otra parte, le teme al matrimonio. ¡Cómo lloró cuando le dije que los hombres tenían pelo en el pecho! Y ella odia que la manejen… esa no es la palabra adecuada. ¿Cuál es, Maturin?
—Manipulen.
—Exactamente. Es una persona obediente; tiene un gran sentido del deber que a mí me parece más bien estúpido, pero ahí está. Y sin embargo, considera odiosos los manejos de su madre y el modo en que ha estado influyendo, empujando y manipulando todo esto. Ustedes dos deben de haberse tragado a la fuerza galones y galones de ese clarete del tendero. Algo realmente odioso. Y ella es terca —incluso dura— aunque tenga esa apariencia frágil. Costará mucho conmoverla; se necesitará mucho más que la emoción de un baile.
—¿Ella no está enamorada?
—¿Enamorada de Aubrey? No sé; y no creo que se conozca a sí misma. A ella le gusta y se siente halagada por sus atenciones, y él es, sin duda, un hombre que a cualquier mujer le gustaría tener por marido, pues es rico, de buena apariencia, destacado en su profesión y con mucho futuro por delante, de una familia excepcional, alegre y de buenos sentimientos. Pero ella es totalmente incompatible con él, estoy convencida, por ser reservada, introvertida y obstinada. Él necesita una persona mucho más despierta, más viva; nunca serían felices.
—Es posible que también sea apasionada y que usted ignore esa faceta de su carácter, o no quiera verla.
—¡Tonterías! De todas formas, él necesita una mujer diferente y ella un hombre diferente. En cierto modo, usted podría ser mucho más adecuado para ella, si soportara su ignorancia.
—¿Así que Jack Aubrey podría servirle?
—Sí, me gusta bastante. Preferiría a un hombre… ¿cómo le diría?… más maduro, menos niño, que no fuera un niño grande.
—Él está muy bien considerado profesionalmente, como usted misma acaba de decir.
—Eso no tiene nada que ver. Un hombre puede destacar en su profesión y no ser más que un niño fuera de ella. Recuerdo a un matemático —decían que era uno de los mejores del mundo— que llegó a India para hacer algo en relación con Venus, y cuando se le quitaba el telescopio era un inepto para la vida civilizada. ¡Era torpe como un escolar! Se pasó toda una tarde absolutamente tediosa agarrado a mi mano, sudando y tartamudeando. A mí, que me den los políticos, que saben vivir y son todos instruidos, más o menos. Me gustaría que Aubrey fuera un poco instruido, que fuera como usted, lo digo en serio. Usted es una estupenda compañía, me gusta estar con usted, pero él es un hombre atractivo. Mire —se volvió hacia la ventana—, allí se destaca su figura. Baila muy bien, ¿verdad? Es una pena que le falte decisión.
—Usted no diría eso si le viera participar en un combate con su barco.
—Quiero decir en su relación con las mujeres. Es un sentimental. Pero aun así, valdría. ¿Quiere que le diga algo que realmente le sorprenderá, aunque sea usted médico? Yo estuve casada, ya sabe… no soy una niña… y las intrigas eran tan corrientes en India como lo son en París. A veces estoy tentada de hacerme la tonta, terriblemente tentada. Creo que incluso debería hacerlo, si viviera en Londres y no en este espantoso agujero.
—Dígame, ¿tiene alguna razón para suponer que Jack piensa como usted?
—¿Sobre nuestra compatibilidad? Sí. Hay signos que tienen mucho significado para una mujer. Dudo que él haya pensado en serio en Sophia alguna vez. Me parece que no es interesado. Su fortuna no tendrá mucha importancia para él, ¿verdad? ¿Le conoce usted desde hace mucho tiempo? Aunque creo que ustedes los hombres de mar se conocen unos a otros desde siempre.
—¡Oh! Yo no soy, en realidad, un hombre de mar. Le conocí en Menorca en 1801, en la primavera del año uno. Yo había llevado a un paciente allí porque le convenía el clima mediterráneo. El paciente murió y poco después conocí a Jack Aubrey en un concierto. Simpatizamos, y me pidió que me embarcara con él como cirujano. Accedí, ya que en aquella época no tenía dinero, y desde entonces hemos estado juntos. Le conozco lo bastante para afirmar que en lo referente a la fortuna de una mujer, no existe ningún hombre que tenga menos interés que Jack Aubrey. Tal vez debería contarle algo sobre él.
—Continúe, Maturin.
—Hace algún tiempo, tuvo una desdichada aventura con la mujer de otro oficial. Ella tenía el empuje, el estilo y la valentía que a él le gustan, pero era una mujer falsa y dura y lo hirió profundamente. Así que me parece que la modestia virginal, la rectitud y los principios tienen para él mayor encanto del que habrían tenido en otras circunstancias.
—¡Ah! Ya
entiendo.
Ahora entiendo. Y usted también siente atracción por ella, ¿verdad? Es inútil, se lo advierto. Ella nunca haría nada sin el consentimiento de su madre, y eso no tiene nada que ver con el hecho de que su madre controle su fortuna, es una cuestión de obediencia. Y no se puede convencer a mi tía Williams ni en mil años. Con todo, posiblemente usted estará de parte de Sophie.
—Siento gran simpatía y admiración por ella.
—Pero no cariño.
—No como usted lo definiría. Sin embargo, evito causar dolor, Villiers, y usted, en cambio, no.
Ella se puso de pie, recta como una vara.
—Tenemos que entrar. Tengo que bailar el próximo baile con el capitán Aubrey —dijo, y le dio un beso—. Siento mucho lastimarle, Maturin.
Desde hacía muchos años Stephen Maturin escribía un diario con su característica letra, pequeña y enrevesada. Éste estaba salpicado de dibujos de anatomía y descripciones de plantas, pájaros y otras criaturas, y si alguien lo hubiera descifrado, habría descubierto que la parte científica estaba en latín, mientras que las observaciones personales estaban en catalán, la lengua que había hablado la mayor parte de su juventud. Las entradas más recientes estaban en esa lengua.
«15 de febrero…
entonces, cuando de repente ella me besó se me doblaron las piernas. Fue algo absurdo, y a duras penas pude seguirla a la sala de baile con serenidad. Había jurado que nunca más toleraría algo semejante, nunca más una fuerte y dolorosa emoción, pero el comportamiento que he tenido últimamente prueba que mentía. He hecho todo aquello que podía destrozarme el corazón.»
«21 de febrero…
Al pensar en Jack Aubrey me doy cuenta de lo indefenso que está un hombre frente al ataque directo de una mujer. En cuanto una joven deja el colegio, aprende a protegerse, a defenderse del amor loco. Esto se convierte en un segundo carácter, no viola ningún código y es aprobado por todo el mundo, incluso por los propios hombres que, en consecuencia, serán rechazados. ¡Qué diferente es el hombre! No tiene una armadura tan fuerte; y mientras más delicado, más galante y más "honorable" es, menos puede soportar un avance, por mínimo que sea. No debe herir; y en este caso no hay voluntad de herir.»
«Si un rostro al que uno nunca ha dejado de mirar con placer y que nunca ha dejado de mirarlo a uno con una espontánea sonrisa, permanece indiferente, impasible o incluso hostil siempre que uno se le acerca, uno se siente profundamente abatido: uno ve a un ser distinto y uno mismo es un ser distinto. Por otra parte, la vida con la señora W. puede que no sea muy placentera; y la magnanimidad requiere comprensión. Por el momento este requerimiento es en vano. Hay actitudes crueles y riesgos que yo no sospechaba. El sentido común impone una retirada.»
«J. A. está molesto, descontento consigo mismo, descontento con la
falta de entusiasmo
de Sophia. No es «afectación» la palabra apropiada para definir la vacilación de una joven dulce, sincera y afectuosa como ella. Él habla de las jóvenes melindrosas y su falta de sentido; nunca ha podido soportar la frustración. Es a esto, en parte, a lo que Diana Villiers se refería cuando hablaba de su inmadurez. ¡Si al menos se diera cuenta de que la evidente simpatía que existe entre él y D. V. es buena para su galanteo! Sophia es quizás la joven más respetable que he conocido, pero, después de todo, es una mujer. J. A. no es muy agudo en esta materia. Por otra parte, empieza a mirarme con desconfianza. Ésta es la primera vez, desde que empezó nuestra amistad, que hay reserva entre nosotros; eso es doloroso para mí y creo que también para él. No puedo dejar de mirarlo con afecto; pero cuando pienso en las posibilidades, quiero decir, en las posibilidades reales, entonces…»
«D. V. insiste en invitarme a Melbury para jugar al billar. Ella juega bien, desde luego, puede darnos veinte de cien a cada uno. Su insistencia va acompañada de innoble intimidación y un sinfín de mimos y lisonjas para engatusarme, y a ellos me rindo, pues ambos sabemos exactamente lo que hacemos. Las palabras amistosas no nos engañan a ninguno de los dos; y sin embargo, creo que existe la amistad, incluso por su parte. Mi posición sería la más humillante del mundo si no fuera porque ella no es tan inteligente como cree. Su teoría es excelente, pero ella no controla lo bastante su orgullo ni sus pasiones para ponerla en práctica. Es cínica, pero no lo bastante cínica,
diga
lo que diga. Si lo fuera, yo no estaría obsesionado.
¿Quo me rapis? ¿Quo
realmente? Mi comportamiento en general, mi docilidad, mi mansedumbre y mi voluntaria sumisión me sorprenden.»
«Pregunta: ¿Es acaso mi intensa pasión por la causa de la independencia catalana el motivo de mi resurrección viril o su efecto? Estoy seguro de que hay una relación directa. El informe de Bartolomeu llegará a Inglaterra en tres días si se mantiene este viento.»
—¡Stephen, Stephen, Stephen! —desde el pasillo se oyó la voz de Jack, que se hizo más fuerte, casi atronadora, cuando éste asomó la cabeza a la habitación—. ¡Ah, estás ahí! Temía que te hubieras ido a ver los armiños otra vez. El mensajero ha traído un mono para ti.
—¿De qué especie es? —preguntó Stephen.
—De una especie condenadamente mala. Se ha bebido una cerveza en cada una de las posadas del camino; está borracho y se tambalea. Además, se le ha insinuado a Babbington.
—Entonces es la mangabey lasciva del doctor Lloyd. El piensa que tiene furor uterino y vamos a abrirla juntos cuando yo vuelva.
Jack miró su reloj.
—¿Qué me dices a una mano de cartas antes de irnos?
—Acepto de mil amores.
Su preferido era el juego de los cientos. Se sacaron y se barajaron las cartas con rapidez; se hizo el corte y se repartieron otra vez. Ellos habían jugado juntos tantas veces que cada uno conocía el estilo del otro hasta en lo más mínimo. El de Jack consistía en una astuta alternancia: unas veces arriesgaba todo por el triunfante punto de ocho y otras hacía una firme y ortodoxa defensa, luchando por todas y cada una de las jugadas. El de Stephen, en cambio, se basaba en las ideas de Hoyle y Laplace, la teoría de las probabilidades y su conocimiento del carácter de Jack.
—Un punto de cinco —dijo Jack.
—No vale.
—Un cuarto.
—¿Para qué?
—Para la jota.
—No vale.
—Tres reinas.
—No vale.
Continuaron jugando.
—El resto es mío —dijo Stephen cuando Jack, que estaba semifallo tiró el rey ante su as—. Diez para las cartas y he ganado. Debemos dejarlo. Cinco guineas, por favor; podrás darme la revancha en Londres.
—Si no hubiera tirado mis corazones —dijo Jack—, te habría puesto en peligro. Has tenido unas cartas asombrosas en las últimas semanas, Stephen.
—La habilidad cuenta en este juego.
—Es suerte, nada más que suerte. Tienes una suerte realmente sorprendente con las cartas. Te compadecería si estuvieras enamorado de alguien.
La pausa no duró más de un segundo, pues la puerta se abrió y les informaron que los caballos estaban listos, pero su efecto siguió rondándoles a lo largo de muchas millas, mientras trotaban por el camino hacia Londres en medio de la fría llovizna.
Sin embargo, la lluvia cesó cuando comían en Bleeding Heart, un lugar en la mitad del camino: salió un sonriente sol y ellos vieron la primera golondrina del año, una curva azul que pasó rozando el abrevadero de caballos en Edenbridge. Y mucho antes de que entraran en el Thacker, un café frecuentado por marinos, ya habían adoptado de nuevo su comportamiento habitual, hablaban sin la menor contención de la mar, la Armada, la posibilidad de que las aves migratorias viajaran de noche guiándose por las estrellas, el violín italiano que Jack había estado tentado de comprar y la forma en que se renovaban los dientes de los elefantes.
—¡Pero si es Aubrey! —gritó el capitán Fowler levantándose de su butaca en un sombrío rincón de la sala—. Hace un momento estábamos hablando de usted. Andrews se fue hace unos cinco minutos; nos habló de su baile en el campo, en Sussex. Dijo que había sido un baile estupendo, que había mujeres por docenas, hermosas mujeres. Nos contó todo sobre él.
—Y dígame —le miraba con malicia—, ¿tenemos que felicitarlo?
—No, no exactamente, señor. Pero de todos modos, muchas gracias. Tal vez un poco más adelante, si todo va bien.
—Cásese, cásese, si no cuando sea viejo lamentará no haberlo hecho y se sentirá condenadamente aburrido dentro de cien años. ¿Me equivoco, doctor? ¿Cómo está usted? Si se casara podría llegar a ser abuelo. ¡Mi nieto tiene seis dientes! ¡Ya tiene seis dientes!
* * *
—No estaré mucho tiempo con Jackson, sólo quiero un poco de dinero en efectivo —me has despojado de lo que tenía con tu maldita racha de suerte— y saber las últimas noticias del tribunal con competencia sobre las presas —dijo Jack refiriéndose al agente que se ocupaba de sus botines y sus negocios—.
Y después iré a la calle Bond. Esa es una suma demasiado alta por un violín, y no creo que pueda estar en paz con mi conciencia. En realidad, tocando no soy lo bastante bueno, pero me gustaría tenerlo otra vez en mis manos y ponérmelo bajo la barbilla.