Capitán de navío (6 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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—Por supuesto que ganamos, mamá —susurraron las hijas.

—Claro, por supuesto que ganamos —dijo la señora Williams—. ¿Estaba usted allí, estaba presente?

—Sí, señora —dijo Jack—. Era el tercero de a bordo del
Orion.
Por eso me gusta celebrar el aniversario de la batalla con todos los amigos y compañeros de tripulación que pueda reunir. Y puesto que aquí hay una sala de baile…

* * *

—Podéis estar seguras, queridas —dijo la señora Williams cuando volvían a casa—, ese baile se celebra en honor a nosotras, a mí y a mis hijas, y no me cabe duda de que Sophie lo abrirá con el capitán Aubrey. ¡Ah, el día de San Valentín! Frankie, te has manchado toda la pechera de chocolate; si sigues comiendo tantos pasteles abundantes en grasa, te saldrán granos, y entonces, ¿qué será de ti? Ningún hombre te mirará. Debía de haber una docena de huevos y media libra de mantequilla en ese bizcocho tan pequeño; nunca en mi vida había visto una cosa así. Diana Villiers había sido aceptada, después de algunos momentos de vacilación, en parte porque habría sido indigno dejarla abandonada y en parte porque la señora Williams pensaba que no había comparación posible entre una mujer con diez mil libras y otra sin diez mil libras. Pero pensando las cosas detenidamente, por algunas miradas que había interceptado, la señora Williams tenía la impresión de que no podía fiarse tanto de los caballeros de la Armada como de los terratenientes locales y sus malencarados hijos.

Diana sabía cuáles eran la mayoría de los pensamientos que cruzaban por la mente de su tía, y al día siguiente, después del desayuno, estaba preparada para seguirla a su habitación y «tener una pequeña charla». Sin embargo, no estaba preparada para la luminosa sonrisa y la repetida mención de la palabra «caballo». Hasta ahora, esta palabra se había referido a la yegua alazana de Sophia. —«¡Qué amable ha sido Sophia al prestarte su caballo de nuevo! Espero que esta vez no esté demasiado cansado, pobrecito»—. Pero ahora la sugerencia, la clara oferta, envuelta en muchas palabras, era un caballo para ella. Evidentemente era un soborno para que dejara el campo libre, pero también serviría para que Sophia, que gustosamente le dejaba la yegua a su prima, ya no tuviera que prestársela y pudiera cabalgar en ella con el capitán Aubrey o el doctor Maturin. Diana picó en el anzuelo, escupiéndolo con desprecio después de comerse el cebo, y corrió a las caballerizas para hablar con Thomas, pues la gran feria de caballos de Marston estaba muy próxima.

Por el camino vio a Sophia acercándose por el sendero que cruzaba el parque hasta Grope, la residencia del almirante Haddock. Sophia caminaba con rapidez, agitando los brazos y murmurando:

—Babor, estribor.

—¡Eh, compañera de tripulación! —gritó Diana por encima del seto, y se sorprendió al ver que su prima se ponía roja como una cereza.

El tiro había dado en el blanco, pues Sophia había estado hojeando algunos libros en la biblioteca del almirante: Boletines de la Armada, memorias de marinos, el
Diccionario de la Marina
de Falconer y la
Crónica naval.
El almirante, con sus zapatillas de rayas, se le había acercado por la espalda y le había dicho:

—¡Ah, está leyendo la
Crónica naval
¡Ja, ja! Éste —sacó el volumen de 1801— es el que necesita. La señorita Di estuvo aquí mucho antes que usted, se le ha anticipado, y me hizo explicarle cuál era la posición a barlovento y la diferencia entre un jabeque y un bergantín. Hay un breve relato de la batalla, pero quien la escribió no sabía lo que hacía, así que echó mucho humo para ocultar la jarcia, que es muy peculiar en un jabeque. A ver, se lo buscaré.

—¡Oh, no, no, no! —dijo Sophia muy turbada—. Sólo quería saber algo sobre… —su voz se apagó.

La relación maduró; pero el proceso de maduración no fue tan rápido como hubiera deseado la señora Williams. El capitán Aubrey no podía ser más amistoso; tal vez demasiado amistoso. Parecía sentirse tan bien con Frances como con Sophia, y a veces la señora Williams se preguntaba si él era realmente un hombre como era debido, si esas extrañas cosas que contaban sobre los oficiales de marina podrían ser verdad en su caso. ¿No era muy raro que viviera con el doctor Maturin? Otra cosa que a ella le preocupaba era el caballo de Diana, pues por lo que había oído y por lo poco que podía entender, parecía que Diana montaba mejor que Sophia. La señora Williams apenas podía dar crédito a esto; pero, en cualquier caso, se arrepentía enormemente de haber hecho ese regalo. Sentía angustia y desconcierto; estaba segura de que Sophia sentía algo, pero también estaba segura de que nunca le hablaría de sus sentimientos ni tampoco seguiría su consejo de que intentara ser más atractiva para los hombres, luciéndose un poco más, haciéndose justicia, pintándose los labios antes de entrar al salón.

Si ella les hubiera visto un día con la jauría del joven Edward Savile, su angustia habría sido mayor todavía. A Sophia no le interesaba realmente la caza; le gustaba galopar, pero la espera le resultaba tediosa y sentía mucha pena por el pobre zorro. Su yegua tenía brío pero no gran resistencia, mientras que el caballo de Diana, un fuerte caballo bayo, recientemente apareado y ahora castrado, tenía el tronco como la bóveda de cañón
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de una iglesia y un corazón infatigable, de modo que podía soportar las cien libras de peso de Diana de la mañana a la noche y, además, le encantaba participar en la cacería.

Habían estado cazando desde las diez y media, y ahora el sol estaba bajo. Habían matado dos zorros, y el tercero, en realidad una zorra estéril, les había llevado al retortero por el extenso campo recién arado, con yuntas de bueyes y anchas acequias, allende Plimpton. La zorra estaba ya en el siguiente campo, se iba debilitando cada vez más y se dirigía hacia un canal de drenaje que conocía. La última vez que Jack perdió la pista, tuvo la feliz idea de doblar a la derecha por un atajo que los llevó a él y a Sophia más cerca de los perros que todos los demás en el campo; pero ahora se encontraban con una elevación del terreno y una enorme cerca con un barrizal delante y un charco de aguas brillantes detrás. Sophia miró el obstáculo con desánimo y dirigió hacia él su cansada yegua sin desear realmente llegar al otro lado, y cuando ésta se negó a saltar se alegró mucho. La jinete y su cabalgadura estaban exhaustas; Sophia no se había sentido tan cansada nunca en su vida. Le horrorizaba ver hacer pedazos al zorro, y la jauría había acabado de encontrar la pista. La voz de la perra que los guiaba tenía un tono triunfal y absolutamente implacable.

—¡El portillo, el portillo! —gritó Jack, desviando su caballo y alejándose a medio galope hacia la esquina del campo.

Tenía el portillo medio abierto —era un extraño portillo, medio caído, que abría hacia la izquierda— cuando Stephen llegó. Jack oyó que Sophia decía:

—Me gustaría irme a casa… por favor… por favor, continúe… conozco perfectamente el camino.

Su lastimosa expresión borró la frustración del semblante de Jack, que dejó de tener un aire huraño y, sonriendo con mucha amabilidad, dijo:

—Creo que yo también regresaré: hemos tenido bastante por hoy.

—Examinaré a la señorita Williams en su casa —dijo Stephen.

—No, no, por favor, continúen —les rogó Sophia con los ojos llenos de lágrimas—. Por favor, por favor. Estoy perfectamente…

Se oyó un breve ruido de cascos y Diana entró en el campo. Estaba concentrada con todo su ser en la cerca y lo que había detrás de ella, por lo que vio muy vagamente al grupo que estaba junto al portillo. Montaba con tanta soltura y flexibilidad que parecía que sólo llevaba media hora cabalgando; formaba parte del caballo, no era consciente de su propia existencia. Corrió directamente hacia la cerca, recogiendo las riendas del caballo, y con un estrépito y algunas salpicaduras de barro ambos pasaron al otro lado. Por su cuerpo, su cabeza tan erguida, su alegría contenida, su habilidad, su aire tan solemne, ella era lo más hermoso que Jack y Stephen habían visto. Nunca había tenido mejor aspecto en su vida, aunque no era consciente de ello. La expresión de los dos hombres cuando ella saltaba, tan alto y con seguridad, habría hecho a la señora Williams sentirse mucho más desasosegada.

La señora Williams anhelaba que llegara el día del baile; hacía casi tantos preparativos como Jack, y Mapes Court estaba de lleno de gasa, muselina y tafetán. Tenía en la mente innumerables estratagemas, una de las cuales era quitarse de en medio a Diana en los días próximos al baile. No tenía ninguna sospecha concreta, pero olía el peligro, y a través de media docena de intermediarios y muchas cartas consiguió dar con un primo loco desatendido por la familia. Sin embargo, Diana no podía dejar de asistir al baile, pues la invitación se había hecho y había sido aceptada públicamente, así que volvería a Champflower el 14 de febrero por la mañana, acompañada de uno de los invitados del capitán Aubrey.

—El doctor Maturin te está esperando, Di —dijo Cecilia—. Está paseándose con su caballo con una estupenda chaqueta nueva color verde botella con el cuello negro. Y tiene una peluca nueva. Supongo que por eso estuvo en Londres. Ya no tiene aquel aspecto horrible y la barba sin afeitar. Has hecho otra conquista, Di.

—Deja de mirar entre las cortinas como una criada, Cissy. Y préstame tu sombrero, por favor.

—¡Vaya, tiene muy buena apariencia ahora! —dijo Cecilia todavía frunciendo el visillo y mirando—. Y lleva también un chaleco de lunares. ¿Recuerdas cuando vino a cenar con zapatillas? En realidad, sería incluso atractivo si tuviera el cuerpo erguido.

—Una estupenda conquista —dijo la señora Williams mirando también—. Un cirujano naval sin dinero, hijo natural de no se sabe quién y un papista. ¡Qué vergüenza que digas esas cosas, Cissy!

—Buenos días Maturin —dijo Diana bajando las escaleras—. Espero no haberle hecho esperar. Tiene usted una jaca francamente hermosa. No las hay así en esta parte del mundo.

—Buenos días, Villiers. Llega tarde. Llega muy tarde.

—Esa es la ventaja que tiene ser mujer. Usted sabe que soy una mujer, ¿verdad, Maturin?

—Estoy obligado a pensarlo así, puesto que usted parece no tener noción del tiempo o no saber medirlo con exactitud. Aunque no puedo entender la razón por la cual algo irrelevante y accidental como el sexo puede inducir a un ser pensante, y no digamos a un ser tan inteligente como usted, a perder la mitad de esta clara y hermosa mañana. Vamos, la ayudaré a montar. Sexo… sexo…

—Silencio, Maturin. No debe usar palabras como esa aquí. Bastante disgusto tuvimos ayer.

—¿Ayer? ¡Ah, sí! Pero por cierto no soy la primera persona que dice que la agudeza es la inesperada copulación de ideas. Es un tópico.

—Por lo que se refiere a mi tía, es usted la primera persona a quien ella le ha oído decir esa expresión en público.

Cabalgaban por Heberden Down; era una tranquila y brillante mañana con un poco de escarcha. Se oía el crujido del cuero; se sentía el olor del caballo y su cálido aliento.

—No estoy interesado en lo más mínimo en las mujeres como tales —dijo Stephen—. Solamente en las personas. Ahí está Polcary —señalaba el valle con la cabeza—. Allí fue donde la vi por primera vez, en la yegua alazana de su prima. Cabalgaremos mañana por allí. Puedo enseñarle una familia de armiños peculiar, de colores entremezclados, una colonia de armiños.

—Mañana no me es posible —dijo Diana—. Lo siento mucho, pero tengo que ir a Dover a cuidar de un anciano que no está muy bien de la cabeza, un primo nuestro.

—Pero regresará a tiempo para el baile, ¿verdad? —dijo Stephen.

—¡Oh, sí! Está todo arreglado. Un tal señor Babbington pasará a recogerme al venir hacia aquí. ¿No se lo ha dicho el capitán Aubrey?

—Llegué muy tarde anoche y apenas hemos hablado esta mañana. Pero yo también tengo que ir a Dover la próxima semana. ¿Podría visitarla y pedirle que me invitara a una taza de té?

—Desde luego que sí. El señor Lowndes se cree que es una tetera; dobla el brazo así, simulando el asa, y estira el otro para imitar el pitorro, y dice: «¿Le gustaría que le sirviera una taza de té?». No podría usted ir a un lugar más adecuado. Pero también irá usted a la ciudad de nuevo, ¿no?

—Sí. Desde el lunes hasta el jueves.

Ella refrenó el caballo para que fuera al paso y, con una expresión completamente diferente, vacilante y tímida como la de Sophia, dijo:

—Maturin, ¿podría pedirle un favor?

—Por supuesto —dijo Stephen mirándola a los ojos. Pero apartó la mirada rápidamente, al ver en ellos una profunda pena.

—Usted sabe más o menos cuál es mi posición aquí, me parece… ¿Vendería usted esta joya por mí? Necesito algo que ponerme para el baile.

—¿Cuánto debo pedir?

—¿No cree usted que le harán una oferta? Si yo pudiera conseguir diez libras, me sentiría satisfecha. Y si le dieran esa cantidad, entonces le pediría, además, que tuviera la amabilidad de decirle a Harrison, del Royal Exchange
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, que me envíe inmediatamente esta lista. Esta es una muestra de la tela. Puede enviármela en el coche del correo hasta Lewes, y el mensajero la recogerá. Necesito algo que ponerme.

Algo que ponerse. Allí estaba el día 14 por la mañana, envuelto en papel de seda, después de haber sido descosido, estrechado y ensanchado, en el baúl que estaba en el vestíbulo de la casa del señor Lowdnes esperando ser transportado.

—El señor Babbington desea verla, señora —dijo el criado.

Diana corrió a la sala de recibir. Su sonrisa se desvaneció. Volvió a mirar y vio a una figura mucho más baja de lo que ella esperaba, envuelta en un abrigo de tres capas, que le dijo con voz chillona:

—¿Es usted la señora Villiers? Se presenta Babbington, con su permiso, señora.

—¡Ah, señor Babbington! Buenos días. ¿Cómo está usted? Me ha dicho el capitán Aubrey que usted tendrá la amabilidad de llevarme a Melbury Lodge. ¿Cuándo le gustaría salir? No debemos dejar que su caballo se enfríe. Sólo tengo un pequeño baúl, está preparado junto a la puerta principal. ¿Le apetece un vaso de vino antes de que nos vayamos, señor? O quizás mejor de ron, pues creo que a ustedes, los oficiales de marina, les gusta.

—Un trago de ron para quitarme el frío me vendría muy bien. ¿Me acompañará usted, señora? Hace un frío tremendo ahí fuera.

—Un vaso muy pequeño de ron, y échale mucha agua —le susurró Diana a la criada. Pero la joven, nerviosa por la presencia de un coche extraño en el patio, no entendió la palabra «agua» y trajo un vaso lleno hasta el borde de un licor marrón oscuro que el señor Babbington se bebió con gran compostura. Diana se alarmó mucho cuando vio que el extravagante coche de dos ruedas se movía bruscamente y que el caballo estaba nervioso, con los ojos en blanco y las orejas tiesas, inclinadas hacia atrás.

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