Capitán de navío (43 page)

Read Capitán de navío Online

Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
12.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es que ella me dijo que era virgen —se lamentó el marinero en voz baja.

El mastelero subía y subía; había más presión cerca del agujero cuadrado a medida que se cortaban uno tras otro los trozos de meollar. Se sustituyó la guindaleza por el virador; se prepararon sus obenques, estayes y contraestayes; y ahora la estrellera de la cofa lo izaba con un movimiento suave y uniforme, interrumpido solamente por el balanceo del barco. En ese momento, un movimiento brusco o la rotura del virador o de un espigón de la polea podrían ser fatales. Las últimas seis pulgadas, con precaución, y el agujero cuadrado apareció por encima de los baos de la cofa. El capitán de la cofa agitó la mano y Jack gritó:

—¡Adelante!

El capitán de la cofa colocó en su sitio la larga cuña de hierro y gritó:

—¡Listo!

Todo había terminado. Ya no era posible que el mastelero cayera en cubierta como una gigantesca flecha y atravesara el fondo del barco, poniéndoles a todos en peligro. Soltaron el virador; el mastelero, con un ligero crujido, se asentó sobre la cuña, firmemente sujeto por debajo, por delante, por detrás y por los dos lados.

Jack exhaló un suspiro y sonrió cuando Pullings dijo: «Mastelero mayor guindado, señor».

—Muy bien, señor Pullings —dijo—. Mande engrasar, zallar y tensar los acolladores, y después dé la voz de rancho. La tripulación ha trabajado bien, así que podríamos mojar el mastelero.

—¡Qué agradable es ver el sol! —dijo, apoyado en el pasamanos al final de la tarde.

—¿Eh? —dijo Stephen, dejando de mirar por un tubo que estaba metido a bastante profundidad en el agua.

—Decía que es agradable ver el sol —dijo Jack con una sonrisa, una benevolente sonrisa, observándole allí junto al bote.

Sentía el calor de sus rayos en todo el cuerpo, después de meses de llovizna inglesa; la suave brisa le acariciaba, penetrando por su camisa abierta y por la lona de sus viejos pantalones. Tras él continuaba el trabajo, ahora en manos de marineros expertos, el contramaestre y sus ayudantes, oficiales de derrota y marineros del castillo; ya se habían terminado de halar los cabos y el grueso de la tripulación, en la proa, se mostraba alegre, pues el trabajo del día no había sido excesivo, no habían tenido que limpiar ni les habían acosado, y eso había cambiado el ambiente del barco. Y seguramente el excelente tiempo y la ración extra de grog también habían contribuido a ello.

—Sí —dijo Stephen—. Así es. A una profundidad de dos pies, el termómetro de grados Fahrenheit no marca menos de sesenta y siete grados. Una corriente del sur, me imagino. Un tiburón nos está siguiendo, es un tiburón pardo, un
carcharias.
Le gusta el agua templada.

—¿Dónde está? ¿Puedes verlo? ¡Señor Parslow, alcánceme un par de mosquetes.

—Está bajo el oscuro vientre del barco, pero seguro que saldrá enseguida. Le tiro trozos de carne podrida de vez en cuando.

En lo alto de la proa se oyó un sonido gutural; un hombre estaba a punto de caerse de una verga y movía los brazos en el aire intentando agarrarse. Se quedó casi inmóvil un instante, con la cabeza hacia atrás, esforzándose terriblemente por subirla; entonces comenzó a caer, y siguió cayendo más y más rápido. Chocó contra un brandal, salió despedido por el costado y cayó en el mar, cerca de la aleta.

—¡Hombre al agua! —gritaron una docena de marineros, tirando cosas al mar y corriendo de un lado a otro.

—Señor Goodridge, póngalo en facha, por favor —dijo Jack, y tras quitarse los zapatos a toda prisa, se tiró al agua desde el pasamanos.

«¡Qué fresca… estupenda!», pensó al sentir las ruidosas burbujas pasando cerca de sus orejas y el buen sabor del agua cristalina que le entraba por la nariz. Dobló el cuerpo hacia arriba, mirando la parte inferior de la ondulada superficie con reflejos plateados, y subió rápidamente hasta sacar su rubia cabeza del agua, sacudiéndola y resoplando; entonces vio al hombre agitándose en el agua. Jack, que como nadador tenía más fuerza que gracia, nadaba con la cabeza y los hombros fuera del agua, como un perro de caza y trataba de memorizar el lugar donde estaba el hombre, por si acaso se hundía. Llegó junto a él —que tenía terror al mar (como la mayoría de los marineros, no sabía nadar), y con ojos desorbitados y el rostro desencajado vomitaba agua y trataba de subir la cabeza—, se puso detrás y le cogió por la base de la coleta, diciéndole:

—Tranquilo, tranquilo, Bolton. Cálmese.

Bolton se retorcía con fuerza y hacía movimientos convulsivos con los brazos. Jack, deteniéndole con las piernas, le gritó al oído:

—Junte las manos, imbécil. Le digo que junte las manos. Hay un tiburón cerca, y si continúa chapoteando le atacará.

Incluso para la mente de alguien aterrorizado, medio borracho y con el agua al cuello, la palabra «tiburón» era comprensible. Bolton apretó las manos como si mantenerse a salvo dependiera de la fuerza del apretón, y se quedó completamente rígido. Jack le sostenía a flote, y allí permanecieron, subiendo y bajando con el oleaje hasta que el bote les recogió.

Bolton se sentó en el fondo del bote avergonzado, desconcertado y atontado, mientras el agua le salía por todas partes. Para disimular su vergüenza, permaneció como si estuviera cataléptico, y tuvieron que subirlo por el costado del barco.

—Llévenlo abajo —dijo Jack—. Si eres tan amable, doctor, convendría que le echaras un vistazo.

—Tiene una contusión en el pecho —dijo Stephen cuando regresó junto a Jack, que estaba en el alcázar aún chorreando agua, apoyado en el pasamanos para secarse y ver los progresos en la colocación de la nueva jarcia—. Pero no tiene costillas rotas. Quiero felicitarte por haberle salvado. El bote nunca habría llegado a tiempo. ¡Qué reacción tan rápida! ¡Qué decisión! La admiro.

—Estuvo muy bien, ¿verdad? —dijo Jack—. Es estupendo, palabra de honor —señalaba el mastelero con la cabeza—, y a este ritmo mañana tendremos la mesana sana. ¿Has captado eso? Dije «la mesana
sana».
¡Ja, ja, ja!

¿Trataba de no tomárselo en serio por fatuidad, por fanfarronería? ¿Por vergüenza? No, fue la conclusión de Stephen. Su alegría era tan genuina como innoble su juego de palabras, o remedo de juego de palabras, el máximo exponente del ingenio naval.

—¿No sentiste miedo al pensar en el tiburón, en su enorme voracidad?

—¡Oh, no! Los tiburones son en su mayoría engañadores, ¿sabes? Mucho ruido y pocas nueces. A menos que haya sangre a su alrededor, prefieren las sobras de la cocina a cualquier otra cosa. Una vez en el puerto militar de las Antillas me tiré desde la popa de un chinchorro y caí de plano sobre el lomo de uno enorme, y no me tocó ni un pelo.

—Dime, ¿consideras que hacer esto es algo corriente? ¿No marca un hito en tu vida?

—¿Un hito? Pues no, yo diría que no. Lo he hecho desde que zarpé por primera vez; Bolton debe de ser el número veintidós, o quizás el veintitrés. Una vez los tipos de esa asociación que premia las buenas obras me mandaron una carta muy amable y una medalla de oro. Fueron muy gentiles. La empeñé en Gibraltar.

—Nunca me lo habías dicho.

—Nunca me lo preguntaste. Pero es muy sencillo, ¿sabes?, cuando uno se acostumbra a forcejear con ellos en el agua. Y durante un tiempo uno se siente bien, importante, digno del reconocimiento de la patria y de otras cosas, lo cual es muy agradable, no lo niego; pero es muy sencillo, no le doy importancia. Me tiraría para sacar un perro, y ya no digamos para sacar a un marinero de primera. Bueno, y si el agua estuviera más caliente, creo que me tiraría para sacar a un cirujano. ¡Ja, ja, ja! Señor Parker, creo que debemos colocar las escotas esta noche y quitar el tocón del palo de mesana mañana a primera hora. Así podrá usted arreglar la cubierta y ponerlo todo en orden.

—En verdad, está todo ordenado ya, señor —dijo el primer oficial—. Pero le pido disculpas, señor, por no haberle recibido a bordo como era debido. Le felicito, señor.

—Gracias, señor Parker. Un marinero de primera es un valioso botín. Bolton es uno de los mejores marineros de las vergas superiores.

—Estaba borracho, señor. Le tengo en mi lista.

—Quizás podamos pasarlo por alto esta vez, señor Parker. En cuanto a la cabria
18
, puede apoyarse con una pata aquí y otra junto al escotillón, con una guía en el tercer zuncho del palo mayor.

Por la noche, cuando ya había demasiada oscuridad para trabajar, pero hacía un tiempo demasiado agradable para irse abajo, Stephen dijo:

—Si te empeñas en quitar importancia a este tipo de rescates, ¿no crees que a la larga no serán apreciados, que no te lo agradecerán?

—Ahora que lo dices, es posible que sea así —dijo Jack—. Depende; algunos lo aprecian mucho. Bonden, por ejemplo. Le saqué del Mediterráneo, tal vez te acuerdes, y no hay nadie que esté más agradecido. Pero la mayoría piensa que no es nada importante, me parece. No creo que yo lo agradecería tampoco, a menos que se tirara un amigo mío que me hubiera reconocido y hubiera dicho: «¡Dios mío! ¡Tengo que sacar a Jack Aubrey!». No. Pensándolo bien —su expresión era meditabunda—, creo que sacar gente del mar tiene como recompensa la propia sensación de haber hecho el bien.

Permanecieron silenciosos; sus mentes iban por diferentes senderos mientras la estela se alargaba tras ellos y las estrellas salían en procesión sobre Portugal.

—Estoy decidido por fin —dijo Stephen, dándose un manotazo en la pierna—. Estoy decidido, completamente decidido a aprender a nadar.

—Creo —dijo Jack— que mañana cuando baje la marea ya tirarán las mayores triangulares.

* * *

—Las mayores triangulares tiran, las mayores triangulares tiran, las mayores triangulares tiran muy bien —dijo el señor Macdonald.

—¿Está contento el capitán? —preguntó Stephen.

—Está encantado. No hay un viento muy fuerte para probarlas, pero el barco parece haber mejorado mucho. ¿No se ha dado cuenta de que se mueve con más suavidad? Podremos contar de nuevo con la compañía del contador. Se lo aseguro, doctor, si ese hombre vuelve a vomitar deliberadamente en la mesa o se monda los dientes con los dedos, le mataré.

—Supongo que por eso está usted limpiando las pistolas. Pero estoy contento por lo que me ha dicho sobre esas velas. Tal vez ya no oiremos hablar tanto de estrobos y botalones… contrafoque, fofoque… y, para remate, del foque por antonomasia. ¡Dios nos asista! Su capitán es una gran persona, pero por desgracia muy aficionado a usar su jerga. Esas pistolas son verdaderamente excelentes. ¿Me permite cogerlas?

—Son bonitas, ¿verdad? —dijo Macdonald, pasándole el estuche—. Joe Mantón me las hizo. ¿Le interesan estas cosas?

—Hace mucho que no tengo una pistola en mis manos —dijo Stephen—. Ni un florete. Pero cuando era más joven me gustaban mucho… aún me gustan. Tienen su propio encanto. Además de ser de gran utilidad. Los irlandeses nos batimos más a menudo que los ingleses, ¿sabe? Me parece que los de su tierra también, ¿no?

Macdonald pensaba que sí, aunque había una gran diferencia entre la región de Highland y el resto del reino. ¿Qué significaba «a menudo» para el doctor Maturin? Stephen dijo que significaba veinte o treinta veces al año, y que durante su primer año en la universidad había conocido a hombres que superaban eso.

—En aquella época —continuó— le daba quizás demasiada importancia a sobrevivir, y llegué a manejar bastante bien tanto la pistola como el florete. Siento el deseo pueril de volver a ella. ¡Ja, ja! ¡Cuarta, tercera, tercera, finta, estocada!

—¿Le gustaría hacer un pase o dos conmigo en cubierta?

—¿Es normal hacer eso? Me horroriza dar la impresión, aunque sea mínima, de ser un excéntrico.

—¡Oh, sí, sí! Es perfectamente normal. En el
Bóreas
solía darle clases a los guardiamarinas cuando terminaba de adiestrar a los infantes de marina; y uno o dos tenientes eran muy buenos. Vamos, llevemos también las pistolas.

Tiraban estocadas y arremetían el uno contra el otro en el alcázar, dando fuertes pisadas y gritando: «¡Ja!». Los chasquidos de los aceros al chocar atrajeron a los guardiamarinas de guardia, que desatendieron sus tareas hasta que fueron enviados a lo alto de la arboladura. Pero otros compañeros más afortunados se quedaron allí y observaron la terrible estocada mortal, veloz como el relámpago.

—¡Basta, basta! ¡Paremos! ¡Dejémoslo! —dijo Stephen retrocediendo por fin—. Estoy sin aliento… jadeante… me muero.

—Bueno —dijo Macdonald—, he sido un hombre muerto durante los últimos diez minutos. Sólo he estado luchando con mi espíritu.

—Cierto, ambos éramos cadáveres casi desde el principio del combate.

—¡Dios santo! —dijo Jack—. No sabía que fueras un hombre tan temperamental, estimado doctor.

—Debe de ser usted sumamente peligroso cuando está bien entrenado —dijo Macdonald—. Esa estocada mortal tan espantosa ha sido muy rápida. No me gustaría tener que batirme con usted, señor. Puede usted llamarme incluso majareta y lo soportaré dócilmente. ¿Quiere que probemos las pistolas?

Jack les observaba desde su puesto en el alcázar. Estaba muy asombrado, pues a pesar de que conocía íntimamente a Stephen, no se imaginaba que podía empuñar una espada y cargar una pistola, y mucho menos que podía acertar los dibujos de un naipe a veinte pasos. Le complacía que su amigo se encontrara tan bien; le complacía aquel respetuoso silencio; pero estaba un poco triste por no poder unirse a ellos, por tener que quedarse aparte —un capitán no podía competir—, y en el fondo se sentía molesto. Había algo desagradable y en cierto modo innoble en la expresión dura, hosca de Stephen cuando ocupó su posición, levantó la pistola y, mirando por encima del cañón, disparó y le arrancó la cabeza al rey de corazones. Jack se sintió desconcertado; se volvió hacia las nuevas mayores triangulares, completamente hinchadas, que tiraban a la perfección.

Finisterre debería de estar ahora a sotavento, a unas sesenta leguas de distancia. Dentro de poco, alrededor de medianoche, cambiaría el rumbo hacia el este, hacia Ortegal y el golfo de Vizcaya.

* * *

Justamente antes de las ocho campanadas en la guardia de prima, Pullings subió a cubierta, empujando a un Parslow ojeroso que no dejaba de bostezar.

—¡Qué gran alivio verle, señor Pullings! —dijo el segundo oficial—. Estoy muy contento de volver abajo.

Al ver al guardiamarina bostezando, también él dio un enorme bostezo, y luego continuó:

Other books

Eat the Document by Dana Spiotta
Hollywood Boulevard by Janyce Stefan-Cole
Shelf Life by Stephanie Lawton
Black Like Me by John Howard Griffin
Pretty When They Collide by Rhiannon Frater
Death on Lindisfarne by Fay Sampson
Talons of the Falcon by Rebecca York