Creo que el actual catálogo de descubrimientos hechos por los arqueólogos ha favorecido constantemente la teoría hidráulica. Cuando se formuló por primera vez dicha teoría, no se conocía casi nada acerca de las condiciones que habían dado lugar a los estados e imperios agro-administrativos del Nuevo Mundo. Wittfogel estimuló el primer intento hecho por los arqueólogos a finales de la década de los treinta para detectar la presencia de la irrigación durante las etapas formativas de los estados nativos de América del Sur. Los recientes trabajos de arqueólogos de las universidades de Columbia y de Harvard continúan apoyando el punto de vista de que el crecimiento de las ciudades, estados y arquitecturas monumentales de las culturas precolombinas de las montañas y la costa del Perú se produjo paso a paso, con un aumento del tamaño y la complejidad de sus sistemas de irrigación. Como he demostrado en un capítulo anterior, la agricultura hidráulica fue la fuente básica de subsistencia de Teotihuacan y del reino caníbal de los aztecas.
De acuerdo con Wittfogel, la teoría hidráulica contiene amenazadores significados para nuestra propia época. En tanto rastrea los orígenes de la forma agro-administrativa de despotismo en condiciones ecológicas específicas, acentúa que en cuanto aquélla tuvo existencia, se extendió por medio de la conquista mucho más allá de las semiáridas tierras ribereñas. Insiste, por ejemplo, en que los mongoles trasplantaron la forma agro-administrativa de despotismo de China a Rusia, como consecuencia de la conquista mongólica de Asia Central y de la región oriental de Europa. En la Rusia zarista persistió el mismo sistema de «despotismo oriental» hasta entrado el siglo XX. La revolución bolchevique y la «dictadura del proletariado» leninista no fueron, según Wittfogel, medidas pasajeras en el camino del restablecimiento de libertades que los seres humanos disfrutaban antes de la evolución del estado; condujeron, más bien, al restablecimiento de los poderes centralizadores del gobierno y a un incremento de la tiranía zarista a través del desarrollo de medios de explotación y de control industrial. En cuanto a China, Wittfogel considera que la revolución comunista es el restablecimiento del antiguo sistema imperial, la fundación de otra dinastía después de un nuevo colapso y un breve interludio bajo control extranjero. En virtud de la continua estructura agraria e hidráulica de la China moderna, entiendo que este análisis es mucho más acertado en el caso de China que en el de Rusia, donde en la actualidad predomina un modo de producción industrial.
En cualquiera de ambos casos, Wittfogel parece haber puesto en corto circuito el tipo de análisis necesario para evaluar la auténtica naturaleza de la amenaza a la libertad en nuestros días. No creo que estemos amenazados por despóticas tradiciones que han adquirido vida propia y que se transfieren de un modo de producción a otro o de un viejo sistema a otro. Lo que me sugiere la teoría de Wittfogel es que cuando ciertos tipos de sistemas de producción de nivel estatal experimentan una intensificación, pueden surgir formas despóticas de gobierno capaces de neutralizar la voluntad y la inteligencia humanas durante miles de años. Esto también supone que el momento conveniente para una elección consciente sólo puede tener lugar durante la transición de un modo de producción a otro. Cuando una sociedad ya se ha comprometido con una estrategia tecnológica y ecológica concreta para resolver el problema de la disminución de la eficacia, es posible que durante largo tiempo no pueda hacerse nada con respecto a las consecuencias de una elección poco inteligente.
La teoría hidráulica no sólo da una explicación de las extraordinarias convergencias entre las instituciones sociales de Egipto, Mesopotamia, la India, China y el Perú incaico, sino que abre prometedores caminos de investigación relativos al motivo de que el capitalismo y la democracia parlamentaria evolucionaran en Europa antes de aparecer en ningún otro lugar del mundo. Al norte de los Alpes —donde no corre el Nilo, ni el Indo, ni el Río Amarillo y donde las nevadas invernales y las lluvias de primavera ofrecen suficiente humedad a los campos de cultivos y pasturas— la población permaneció más dispersa que en las regiones hidráulicas. Mucho tiempo después de que los valles de los grandes ríos estuvieran poblados de horizonte a horizonte por asentamientos humanos, el norte de Europa representaba para el Mediterráneo y el Oriente lo que más tarde América representaría para Europa: una frontera todavía cubierta por selvas vírgenes. (Aunque la densidad de población era más alta que en la zona templada de América del Norte, donde la ausencia de animales domesticados servía para retardar aún más el crecimiento demográfico).
La aparición de los primeros estados en el norte de Europa no fue provocada por la concentración de personas en un hábitat circunscrito. Fueron, todos ellos, estados secundarios fundados para hacer frente a la amenaza militar de los imperios mediterráneos y para explotar las posibilidades de comercio y saqueo que ofrecía la gran riqueza de Grecia y Roma.
Aunque la mayoría de los eruditos se refiere a la organización política de los galos, francos, teutones y britanos de la Edad del Hierro como «caciquismo», se trataba de sociedades que evidentemente habían atravesado el umbral de la categoría de estado. Debería comparárselos con los estados feudales como los de los bunyoros más que con el caciquismo redistributivo de los trobriandeses y de los cherokees. Hacia el año 500 antes de nuestra era, la vida social de los pueblos de Europa se había vuelto sumamente estratificada. Al igual que los invasores vedas del Valle del Indo, los francos, los galos, los teutones y los britanos estaban divididos en tres castas hereditarias: una aristocracia jerárquica guerrera; un sacerdocio, los druidas, a cuyo cargo estaban los rituales, los archivos y el cálculo del tiempo; y los plebeyos, que vivían en aldeas agrícolas o en caseríos pastorales dispersos y formaban parte del dominio de un jefe local. En la cumbre de la sociedad había un rey guerrero hereditario o semihereditario, que era miembro de una casa o linaje gobernante.
Al mismo tiempo que el rey y sus jefes guerreros intentaban conservar la imagen de pródiga generosidad característica de los «grandes hombres redistribuidores» igualitarios, tenían en sus manos el monopolio de la posesión del equipo esencial para mantener la ley y el orden, y para proseguir campañas militares. Los artículos sobre los que ejercían su monopolio eran los carros de guerra, caballos, armaduras y espadas de hierro. Los plebeyos estaban obligados a entregar regalos rituales de grano y ganado y a prestar servicios laborales cuando eran convocados por los jefes o por el rey. Si sabían lo que les convenía, eran puntuales y corteses en su respuesta a las demandas de sus señores, cazadores de cabezas. La sociedad había superado el límite en el que los redistribuidores tenían que confiar en la generosidad espontánea de sus seguidores, aunque todavía existían tierras forestales deshabitadas a las que podían huir los plebeyos y los jefes descontentos si las «donaciones» se volvían demasiado unilaterales.
Sin duda, no fue por falta de personalidades adecuadas por lo que los pequeños estados del norte de Europa no evolucionaron hacia despotismos monolíticos. Las leyendas irlandesas de Beowulf, las sagas nórdicas y La Ilíada de Homero están llenas de frustrados caciques, a los que Marc Blich denominó «pequeños potentados extravagantes». A causa de haberse lanzado violentamente a la batalla, saqueado ciudades en medio de aullidos y sonidos de trompetas, asesinado hombres y niños, y raptado niñas y mujeres en carros de los que colgaban cabezas recién cortadas, los reyes celtas y sus jefes adquirieron fama como las figuras más crueles de la historia. Según palabras de Piggott, eran una pandilla jactanciosa, grosera, quisquillosa e inaguantable… «cuyas manos se crispaban en la empuñadura de la espada ante la imaginada insinuación de un insulto… y se atusaban sus grasosos bigotes, que eran una señal de nobleza».
Pero los reinos celtas siguieron siendo pequeños e inconexos. Los plebeyos pasaban de la protección de un jefe a la de otro. Nuevas coaliciones de guerreros señalaban el surgimiento de nuevas casas gobernantes y la caída de las anteriores. Fragmentos enteros de los reinos se separaban de su tierra natal y emigraban en masa de una región a otra: los belgas a Britania, los helvecios a Suiza, los cimbros, los teutones y los ambronos a Galia, y los escitas a Transilvania. Los romanos consolidaron estos reinos feudales inconexos y móviles en provincias imperiales, construyeron los primeros grandes edificios de mampostería y los primeros caminos transitables, y establecieron sistemas de acuñación, recaudación regular de impuestos y tribunales de justicia. Gran parte de ello fue sólo un débil barniz puesto sobre un campo que apenas estaba preparado para la categoría de estado. Fuera de las capitales de provincia, los descendientes romanizados de los francos, los galos, los celtas y los teutones, practicaban la agricultura de subsistencia en pequeña escala en aldeas aisladas. El comercio de artículos manufacturados y productos agrícolas siguió siendo rudimentario en comparación con las porciones circunmediterráncas del imperio. Prácticamente todos eran analfabetos. De ahí que con la caída de Roma en el siglo v de nuestra era, la Europa transalpina no volvió a caer en la «Edad del Oscurantismo», ya que nunca había salido de ella. Pero sí volvió a caer en el feudalismo.
A través de la fuerza de las armas, los jefes étnicos y reyes, los antiguos gobernadores romanos, los generales, los jefes militares, los líderes campesinos y los bandidos repartieron las anteriores provincias romanas en un nuevo conjunto de reinos feudales. Naturalmente, la restauración no fue completa. La población había aumentado bajo el dominio romano y muchos de los pueblos pastorales semimigratorios se habían visto obligados a establecerse y a practicar una forma totalmente sedentaria de economía mixta. El nuevo feudalismo era más rígido y más formalizado que su variedad prerromana. Los campesinos eran permanentemente destinados como siervos a las «propiedades señoriales» controladas por la nueva aristocracia. Se les prometía protección para que no fueran echados ni robados, a cambio de suficientes cantidades de alimentos, mano de obra y material para sustentar al señor del reino y a sus caballeros y artesanos. Los juramentos de lealtad intercambiados entre los caballeros y los señores, y entre los príncipes y reyes menos poderosos y los más poderosos, formalizaban la jerarquía política.
A pesar de la rigidez introducida a causa de la servidumbre en el sistema feudal, la organización política posromana de Europa continuó contrastando con la de los imperios hidráulicos. Estaban evidentemente ausentes los burós centrales de saqueo interno y externo, y de obras públicas. No existía un sistema nacional de recaudar impuestos, de librar batallas, de construir caminos y canales, o de administrar justicia. Las unidades básicas de producción eran las casas señoriales independientes, de autoabastecimiento y de agricultura dependiente de las lluvias. No existía una vía económica mediante la cual los príncipes y reyes más poderosos pudieran interrumpir o facilitar las actividades productivas que tenían lugar en cada pequeño tenorio separado.
A diferencia de los déspotas hidráulicos, los reyes medievales de Europa no podían proveer ni retener el agua de los campos. La lluvia caía con independencia de lo que decretara el rey en su castillo y en el proceso productivo nada exigía la organización de vastos ejércitos de trabajadores. Como dice Wittfogel, «las operaciones dispersas de la agricultura dependiente de las precipitaciones no involucraba el establecimiento de pautas nacionales de cooperación, como ocurría con la agricultura hidráulica». Así, la aristocracia feudal pudo resistir todo intento por establecer sistemas de gobierno auténticamente nacionales. En lugar de convertirse en un déspota «oriental», el rey seguía siendo, sencillamente, «el primero entre iguales». Como le ocurrió a Juan Sin Tierra en Runnymede en 1215, por lo general los reyes feudales de Europa tenían que abstenerse de interferir en el derecho de la nobleza a imponer contribuciones a la plebe. La Carta Magna arrancada a Juan Sin Tierra por los barones ingleses, evitó la aparición de un despotismo centralizado, no por garantizar la representación parlamentaria —todavía no existía el Parlamento—, sino por garantizar que cada varón seguiría siendo «rey» en su propio castillo.
A pesar de su reputación de «oscurantismo», el primitivo período medieval fue una época de aumento de la población y de expansión e intensificación de la producción agrícola. En los alrededores del año 500 de nuestra era, probablemente sólo había cerca de nueve personas por milla cuadrada en la Europa transalpina, pero en el 1086 Inglaterra había alcanzado una densidad de treinta habitantes por milla cuadrada. Sólo después del año 500, las hachas y sierras de hierro fueron lo bastante baratas para ser utilizadas por el agricultor corriente. Se expandieron asentamientos humanos en las restantes tierras forestales y en los alrededores de páramos y ciénagas. Se intensificó la explotación de la madera, la edificación de viviendas y la construcción de cercados. La invención de la herradura aumentó la utilidad del caballo como elemento de tracción a sangre. El desarrollo de la herrería condujo a la creación de un nuevo tipo de arado, un pesado instrumento con punta de hierro, montado sobre ruedas y capaz de abrir surcos profundos en las arcillas y margas húmedas características de las regiones arboladas y lluviosas. Como los surcos eran profundos, resultaba innecesario arar en cruz y el campo cuya forma requería el menor número de giros por unidad de superficie —es decir, un campo más largo que ancho— se convertía en el terreno cultivable más económico. Esta nueva forma facilitó un método mejorado de rotación de cosechas, que redujo la necesidad de dejar las tierras en barbecho. La totalidad del sistema era admirablemente adecuada a las relaciones de producción características del señorío. Todas las familias campesinas tenían acceso a la herrería del señor, a arados pesados, a equipos de animales de tiro y a campos vecinos, lujos que un agricultor independiente no podría haberse permitido. Entonces, ¿por qué no prosperó este sistema más allá del siglo XIV?
Las explicaciones referentes a la caída del feudalismo por lo general empiezan señalando que en los siglos X y XI se acrecentaron el comercio y la manufactura, y que la búsqueda de beneficios transformó todas las obligaciones feudales acostumbradas en relaciones de mercado de oferta y demanda. Pero como observa Immanuel Wallerstein: «No debe verse el feudalismo como un sistema antitético del comercio». Los señores feudales siempre habían estimulado el crecimiento de ciudades y el desarrollo de artesanos y comerciantes radicados en municipios, capaces de facilitar la conversión de los productos agrícolas del señor en una multitud de bienes y servicios que aquél no podía proporcionar. Los señores nunca se opusieron ideológicamente a la compra, a la venta, ni a los beneficios. En consecuencia, lo que falta explicar es por qué las ciudades y los mercados tardaron más de quinientos años en subvertir el orden feudal.