—Su pareja llegó a casa y Lyle me la presentó —continuó Maya—. Se llama Peter y es profesor de Historia del Arte en la Universidad Estatal de Nueva York. Es un… hombre increíblemente atento y muy simpático.
—Joder. ¿Un hombre? ¿Lyle es gay? —gritó Trudy sin poder creérselo.
Varias cabezas en las mesas cercanas se giraron al escuchar el grito de Trudy. Maya asintió con la cabeza y no pudo reprimir la carcajada que llevaba aguantándose más de diez minutos.
—Serás… desgraciada —dijo Beth.
—Pero, pero ¿entonces te montaste un trío con los gays? —preguntó Ania.
—¿Qué estás diciendo? —dijo Maya entre risas—. No creo que una pareja de gays enamorados aceptasen a una mujer en su cama. Estuvimos hasta las cuatro de la mañana charlando tranquilamente y bebiendo vino. Fue una velada muy entretenida, pero no hubo sexo. Bueno, por cómo se miraban al final de la noche seguro que lo hubo, pero yo no participé.
—Joder, Maya. Lo siento de verdad. Cuando vea a Andrew le voy a hacer pagar muy caro por esto —dijo Trudy con gesto de arrepentimiento.
—No te preocupes, Tru, fue una noche muy divertida, y además, he encontrado dos nuevos amigos.
—¡Qué pena! —dijo Ania suspirando—. Lyle parecía el hombre perfecto. Un príncipe azul de un cuento de hadas.
—Siempre lo he dicho —intervino Beth—. Los mejores hombres son gays, en todos los sentidos. Son los que más cuidan su cuerpo, los más sensibles, los más cultos… Todos deberían ser gays o al menos bisexuales.
—Eso no es cierto —dijo Trudy—. Hay muchos heterosexuales increíbles… es solo que aún no saben que en realidad son gays.
Las cuatro mujeres rieron y pidieron otra ronda.
—Lo siento de verdad, Maya. —Trudy volvió a disculparse—. Te prometo que no volveré a intentar emparejarte con nadie. Mis días de Cupido han pasado a mejor gloria.
—Eso espero, no podría soportar otra de tus citas sorpresa… Aunque son divertidas —rio Maya.
—Pues si esas citas te han parecido divertidas, espera a que llegue este sábado —dijo Trudy.
—¿Qué pasa el sábado? —preguntó Maya.
—¿Cómo que qué pasa el sábado? No me puedo creer que ya no te acuerdes —replicó Trudy falsamente indignada—. Tenemos la fiesta anual de disfraces de la Asociación Canina de Nueva York. Os avisé a todas.
—Claro, yo ya tengo preparado mi vestido —dijo Beth con resignación—. Pero te advierto de que este año me niego a hacer el desfile de presentación.
—Trudy y yo iremos disfrazadas en pareja. Será muy divertido —dijo Ania.
Maya se había olvidado de la fiesta de disfraces. Trudy se lo había contado la primera noche, pero con tantas emociones y nuevas experiencias, lo había olvidado por completo. No le apetecía ir. Además, tendría que buscarse un disfraz y no había pensado nada. Trudy pareció leerle la mente.
—No te preocupes, Maya. Tengo un disfraz especial preparado para ti. Cuando lleguemos a casa te lo puedes probar para que hagamos los últimos arreglos.
—No sé, Tru. No me apetece mucho la idea —dijo Maya.
—Vamos, Maya, será divertido —dijo Ania cogiéndola del brazo.
—Bueno, está bien. Pero nada de sorpresas, ¿de acuerdo?
—Claro, nada de sorpresas —dijo Trudy con gesto angelical.
—Disculpadme un segundo chicas, he bebido demasiado. —Maya se levantó de la mesa y se dirigió al servicio.
Si en ese instante, Maya hubiese echado la vista atrás, habría visto a Trudy cogiendo el bolso de Maya discretamente y ocultándolo bajo la mesa. Si hubiese vuelto del baño un minuto antes, habría pillado a su amiga rebuscando en el interior de su bolso y habría escuchado su grito triunfal al hallar lo que buscaba. Pero no sucedió nada de eso. Maya tenía demasiado trabajo con el corrector de ojeras.
La fiesta de disfraces se celebraba en el espectacular ático de un adinerado hombre de negocios amante de los animales. El apartamento ocupaba íntegramente la última planta de un edificio en la zona de Green Village que daba sobre el parque de Washington Square. Maya se encontraba junto a los amplios ventanales, tratando de fijar su atención en la gente que paseaba entre los árboles, pero su propio reflejo en el cristal se lo impedía. Su disfraz, un híbrido entre princesa de Disney y bailarina de cancán, era bastante ridículo, pero Trudy había sido tan insistente y parecía hacerle tanta ilusión, que no había sido capaz de negarse a llevarlo. Además ella no se había molestado en buscar nada, con lo que se merecía aquella penitencia. Lo que no entendía era por qué Trudy se había negado a enseñarle su propio vestido. Aunque Maya insistió en verlo, su amiga se mostró inflexible y quiso mantener la sorpresa hasta el final, de forma que aún no sabía cómo vendría vestida Trudy.
—Tan integrada como siempre, ¿eh? —dijo una voz a su espalda.
Maya se giró. Se trataba de su amiga Beth, que había venido a la fiesta vestida con un disfraz que bien podía ser el de un miembro de una tribu urbana o el de un ama sadomasoquista. Su amiga le aclaró su duda.
—No voy de gótica ni de dominatriz. Voy de Lisbeth Salander —le corrigió.
Al ver la expresión de desconocimiento en la cara de Maya, Beth amplió su explicación.
—Lisbeth Salander, la protagonista de
Millenium,
mujer.
La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina.
¡Si hasta se llama como yo!
Maya no había leído el libro de Stig Larsson, pero había visto el tráiler de la película unas cuantas veces y tenía que reconocer que su amiga iba muy bien caracterizada. Desde luego Beth iba a causar furor entre los hombres. A su lado, Maya se sentía aún más ridícula, con su disfraz de princesa llena de encajes y volantes. Además, los zapatos de tacón revestidos de cristales le estaban empezando a molestar.
En ese momento Trudy y Ania aparecieron en el salón, llamando la atención de todo el mundo.
—Serán zorras —dijo Maya al verlas.
Tal y como había dicho Ania, iban disfrazadas en pareja. Trudy llevaba un vestido rojo muy ajustado que dejaba la espalda al aire y resaltaba ostensiblemente el escote. Hubiese encajado perfectamente en el desfile de estrellas en la alfombra roja de los Óscar, ya que su atuendo tenía poco de disfraz. De hecho, lo único que se podía reconocer como perteneciente a un disfraz era una diadema roja de la que salían dos pequeñas protuberancias también rojas, los cuernos, y un tridente de plástico que llevaba junto a un bolso de Prada. Iba de demonio. Un demonio de pasarela.
A su lado, Ania vestía otro espectacular vestido, de color blanco, tan insinuante y provocador como el de Trudy. Como ella no llevaba diadema, Maya no supo reconocer el vestido hasta que su amiga no se giró. Ania llevaba dos pequeñas alitas hechas de gasa blanca cosidas al vestido. Iba de ángel celestial.
—Ángel y demonio. Menuda parejita —dijo Beth.
—¡Por eso no querías enseñarme tu vestido! —le reprochó Maya a Trudy cuando estuvieron cerca—. Te has vestido de cena de gala y a mí me has hecho venir de payasa de circo.
—Vamos, vamos —replicó Trudy, sonriente—. Tú también estás espectacular, aunque no sea mi estilo.
—Serás…
—No te molestes, Maya —dijo Ania, cándidamente—. Estás radiante y mira cuántos hombres guapos hay por aquí. Vestida así, seguro que encuentras a tu príncipe azul.
Maya meneó la cabeza y lo dejó pasar. La verdad es que le daba igual ir guapa y no le interesaban en absoluto lo apuestos que pudiesen ser los hombres de la fiesta. Su plan era sencillo, esperaría un rato hasta que la fiesta estuviese llena y, en cuanto pudiese pasar inadvertida, pediría un taxi y se iría a casa a descansar. No tenía el cuerpo para celebraciones ni le apetecía conocer a ningún príncipe azul. Prefería ver una buena película, tumbada tranquilamente en el sofá mientras disfrutaba de un helado de tarta de queso y fresas. Tamaño gigante.
—Joder. Fijaos en ese de ahí —dijo Trudy, señalando indiscretamente a un hombre vestido de indio—. No me negaréis que no le hacíais un favor.
—No está mal, pero me gusta más el que va vestido de Ben-Hur —dijo Ania—. ¡Mirad qué piernas!
—Parece que sigáis en el instituto, chicas —dijo Beth.
En ese momento el indio al que Trudy había estado mirando descaradamente se acercó, acompañado de un vaquero con pantalones ajustados y un chaleco con la estrella de
sheriff
en la solapa.
—Cuidado, se acerca el séptimo de caballería —dijo Trudy con una risita.
—¿Nos permitís un baile, chicas? —dijo el indio tendiéndole una mano a Trudy, mientras el vaquero hacía lo propio con Ania.
—Claro, ¿por qué no? —dijo Trudy.
Ania y Trudy se alejaron de ellas hacia la zona del salón que hacía de pista de baile, charlando y riendo con sus nuevos amigos.
—Parece que estas dos no van a perder mucho el tiempo —dijo Beth—. Para eso no hacía falta tanto vestido.
—Eso espero, en cuanto las pierda de vista pienso irme a casa y quitarme este ridículo disfraz —dijo Maya.
—No seas tan negativa. Quién sabe. Quizá hoy conozcas a alguien interesante, ¿no?
Maya la miró con cara de pocos amigos y apuró su Martini seco.
—¿Y tú? ¿Qué me dices de ti? —preguntó Maya—. Tampoco se te ve demasiado feliz ¿Y dónde está Ryan? Desde que he venido no os he visto juntos ni un momento.
Beth bajó los ojos y tardó unos segundos en contestar.
—Ryan y yo… no estamos pasando por un buen momento —dijo, muy seria—. Llevamos una temporada que no conectamos bien y no nos vemos tan a menudo como antes.
—¿Pero por qué? Parecía que los dos teníais claro lo que queríais.
—Y así era, pero parece que las cosas han cambiado —contestó Beth.
—¿Hay alguien de por medio? —dijo Maya.
—No, no es eso. Ya sabes que nuestra relación es muy abierta. Hacemos buena pareja, y mientras estamos separados volando cada uno por su lado, los dos somos libres de hacer lo que queramos. Pero hace unos meses la situación cambió. Bueno, cambió para mí. Al volver de un viaje noté un olor a perfume de mujer en la ropa de Ryan y… no sé qué me pasó, pero enloquecí de celos.
—Eso no tiene mucho sentido.
—Lo sé, lo sé. No tenía derecho a pedirle ningún tipo de explicación. Así ha sido durante los últimos diez años y hasta ahora estaba bien. Pero esta vez ha sido distinto, Maya. Ya no quiero compartirle con ninguna otra. Ni siquiera de forma esporádica y casual.
—¿Se lo dijiste?
—Sí. Fui una estúpida y se lo eché en cara. Le monté una escenita y no tenía derecho a hacerlo.
—¿Y qué sucedió?
—Lo que tenía que suceder. Ryan se enfadó mucho, con toda la razón. Habíamos decidido tener esa libertad de mutuo acuerdo y de repente yo decidí romperlo unilateralmente. Y ahora… no sé qué va a pasar.
—Dios, Beth, lo siento. No tenía ni idea.
—No te preocupes, estoy bien. En realidad sabía que este momento llegaría, las cosas no podían seguir así eternamente. No sé lo que sucederá, pero la relación va a cambiar —dijo Beth secándose una lágrima.
—Ven aquí.
Maya atrajo a su amiga hacia ella y se abrazaron.
—Se me ha corrido el rímel con tanta lágrima —dijo Beth, tras unos segundos—. Voy un momento al servicio.
Maya siguió a su amiga con la mirada, preocupada. Aunque sabía que Beth y Ryan se querían mucho, nunca había comprendido la relación tan abierta que existía entre ellos. En realidad, lo que había sucedido le parecía de lo más normal. A sus ojos, algo tan inestable no podía durar para siempre. Pero por encima de eso le dolía ver el estado en el que se encontraba su amiga. Tendría que estar muy atenta con Beth.
Un rugido se escuchó en medio del salón. Al girarse, Maya descubrió a Trudy y Ania bailando entre sí de forma provocadora, rodeadas de un grupo de hombres que rugían a su alrededor. En ese momento un tipo vestido de pirata se acercó a Maya y se la quedó mirando fijamente.
—¿Me concede este baile, princesita? —dijo con un ligero tono etílico.
—Gracias, pero no me apetece.
—Eso es porque nunca has bailado con un auténtico pirata. Vamos, anímate —dijo mirándole descaradamente el escote—. Tengo un sable que es lo mejor del Caribe.
—He dicho que no —respondió Maya, esta vez con un tono más cortante.
—¿Qué dices? ¿Una princesa que no quiere bailar? Eso no existe ni en los cuentos. Baila conmigo, morena. ¡Vamos a mover el esqueleto! —insistió el hombre acercándose a ella y cercándola contra la pared.
—Te ha dicho que no quiere bailar —dijo una voz conocida a su lado. Maya se giró sorprendida. Se trataba de John Walls, su compañero en el vuelo a Nueva York. Vestía un disfraz de príncipe del siglo XVIII, tan ridículo o más que el de la propia Maya.
—¿Qué haces tú aquí, John? Y por cierto, no me hace falta que me defiendas —dijo Maya girándose de nuevo hacia el pirata alcoholizado y dando un paso hacia él.
—Eso es, nena —dijo el pirata sin quitarle la mirada del busto—. Sabía que no podrías rechazar a un hombre como yo. ¡Verás cuando te enseñe mi loro parlanchín!
—Como no te largues te voy a dejar al loro mudo de una patada —replicó Maya—. Llevo más de un año sin echar un polvo, y aunque llevase más de diez, no me iría contigo ni por todo el oro del mundo. ¿Lo has entendido, capullo? Y deja de mirarme las tetas.
Maya agarró a John del brazo y se lo llevó hacia el otro extremo de la sala ante el pasmo del pirata.