De repente, Paul se calló. El corazón de Maya dio un vuelco pensando que él se podría girar y descubrirla allí, mirando a través de la puerta medio abierta. Paul dejó el libro a un lado y asió ambas manos de la enferma. Después se levantó y apoyó su cabeza en el regazo de Sarah. Maya no le veía la cara pero sabía que estaba llorando.
No podía seguir allí. No le correspondía estar allí. Maya se fue sin hacer ruido, dejando que Paul y Sarah se despidiesen tranquilamente, a su manera.
Paul Miller colocó una pinza en cada pernera de su pantalón vaquero y cogió la bici de un rincón de la entrada. Salía de casa todos los días a las ocho y media de la mañana, y siempre que el tiempo lo permitía, acudía a trabajar empleando su medio de transporte favorito. Estaban en febrero, uno de los meses más fríos en Nueva York. Las calles solían estar cubiertas de nieve y hielo, totalmente impracticables para el ciclismo. Ni por asomo habría creído que podría ir al hospital en bicicleta. Pero, contra todo pronóstico, hacía una mañana radiante, casi primaveral. El cielo estaba completamente despejado y aún se veía poco tráfico. Desde la ventana, Paul observó un taxi parado en la calle, justo en frente de su puerta. Alguno de sus vecinos parecía no ser tan entusiasta de la bicicleta como él.
En ese momento, Lola salió corriendo de la cocina, se cruzó entre sus piernas y estuvo a punto de hacerle caer de bruces, bici incluida. Su gata se estaba haciendo mayor, pero era su mejor y más fiel compañera. Habían pasado dos meses desde la muerte de Sarah, y desde entonces Paul no se había relacionado demasiado con nadie. Su vida se limitaba prácticamente al hospital y al cuidado de su gata. Salía pronto de casa, trabajaba hasta muy tarde y, al regresar, se sentaba en el sofá con Lola tumbada en su regazo. Se ponían una película antigua y, normalmente, los dos se quedaban dormidos en el sillón, él antes que Lola.
Paul miró el retrato que adornaba una de las paredes de la entrada. Era una foto en blanco y negro de Sarah. Era de antes de la enfermedad. Estaba muy guapa y así era como la quería recordar. Sin los ojos negros y hundidos, ni las mejillas afiladas y quebradizas. Paul nunca la había amado. Sarah era como una hermana pequeña para él, alguien a quien quería proteger y cuidar de cualquier mal. Pero no lo había logrado, el cáncer se la había llevado.
Paul volvió a mirar por la venta. El taxi seguía allí parado. Suspiró. Nada le ataba ya a Nueva York, ni siquiera su trabajo en el hospital. Por eso había decidido aceptar la oferta que le había hecho un buen amigo para ir a trabajar a un pequeño hospital en Costa Rica. Hacían falta médicos y enfermeras y él estaba dispuesto a colaborar. Necesitaba un cambio en su vida, un giro radical que le diese sentido a su existencia. Aún no se lo había confirmado a su amigo, pero iba a aceptar la oferta esa misma tarde. No tendría mucho tiempo para prepararse, pero tampoco le importaba. Paul miró el calendario del pasillo y echó cuentas. Si cogía el avión el veinte de febrero, tendría una semana para prepararlo todo. En ese momento reparó en qué día estaba. Trece de febrero. Era el día en el que Maya recibía sus cartas.
No había ni un solo día en el que no pensara en ella, pero ya no había nada que hacer. No es que no quisiera seguir luchando, pero después de lo que había sucedido, del daño que le había causado, no le parecía bien seguir insistiendo. Había intentado explicarle muchas veces lo sucedido a Maya, pero no lo había logrado.
«Trece de febrero», pensó de nuevo. El año anterior no le mandó ninguna carta. Maya le había preguntado muchas veces por el motivo y él nunca llegó a responder. Ahora se arrepentía de no haberlo hecho. No era fácil de explicar. Semanas antes de que Maya regresara a la ciudad, él se había prometido con una paciente muy enferma a la que en realidad no amaba. Sonaba a chiste absurdo y macabro, algo sin sentido. En ese momento, no había sabido cómo habría reaccionado Maya de haberse enterado. Tenía miedo a perderla, así que no dijo nada. Ocultó a Sarah y siguió su huida hacia delante, intentando desesperadamente encontrar una solución a su dilema, pero no la halló. No se arrepentía de lo que había hecho por Sarah, aunque el precio que había pagado por sus errores era muy alto. Ahora ya no había nada que hacer.
Paul salió de casa y recogió el correo. Nada interesante: un par de cartas del banco, la revista médica del mes de febrero, como siempre con retraso, y varios panfletos publicitarios. Lo guardó todo en su mochila mientras se fijaba en que el taxi que había observado antes, seguía parado frente a su casa. La carrera le iba a salir realmente cara al vecino que lo hubiera llamado. Paul bajó las escaleras, se montó en la bici y comenzó a pedalear. No había recorrido ni cincuenta metros cuando se dio cuenta de que el taxi había arrancado y avanzaba lentamente tras él. Paul no había visto a nadie subiendo al vehículo, pero no le dio más importancia. Dos calles más adelante, tuvo la certeza de que no se trataba de una coincidencia. El taxi le estaba siguiendo. Paul se fijó en que las lunas traseras estaban tintadas. El taxi se acercó a pocos metros y la ventanilla del conductor bajó lentamente. Un hombre inmenso tocado con un turbante le sonrió.
—Buenos días, señor. No querría molestarle, pero me he fijado en que no ha abierto su correo —dijo el taxista, con un marcado acento inglés.
—¿Perdón? —dijo Paul, confundido, sin saber si estaba hablando con un loco.
—Me refiero a sus cartas. He observado que las ha recogido pero no las ha leído —siguió el hombre, exhibiendo una sonrisa amable.
—No sé quién es usted, pero creo que no le incumbe si leo o no mis cartas, ¿no cree?
—Por lo general así sería, señor, pero esta vez tengo un poderoso motivo para pedirle que lo haga.
Paul se quedó sorprendido por lo surrealista de la situación. Un taxista hindú gigante, tocado con un turbante, le seguía desde su casa y le pedía que comprobase su correo. No tenía ni pies ni cabeza.
—Hágalo, señor. No se arrepentirá —insistió el taxista.
Sin saber muy bien por qué, Paul abrió su mochila y sacó el correo. Desechó la publicidad sin apenas mirarla, dejó la revista médica a un lado y se centró en las dos cartas. Al cogerlas por separado se dio cuenta de que entre ellas había oculta otra carta que no había visto antes, como una rodaja de salami entre dos panecillos. Paul la cogió y la estudió con atención. No llevaba remite y a un lado del sobre aparecían escritas dos palabras: «Para Paul».
—¿Lo ve? —dijo el taxista—. Ábrala, por favor.
Paul, extrañado, abrió la carta y comenzó a leer. Le bastaron las tres primeras palabras para saber quién la había escrito. Maya. La carta era una réplica casi exacta de las que le había estado mandando a ella todos estos años. Paul siguió leyendo con el corazón en un puño. Al terminarla, los ojos le escocían. Lloró, sin importarle que el taxista del turbante estuviese a dos metros de distancia.
—¿Cómo lo sabía? —le preguntó Paul.
—Entre, por favor, y se lo podré explicar mejor —contestó el taxista.
Las lunas del coche estaban tintadas y Paul no podía ver si había alguien en su interior. Movido por un impulso, se bajó de la bici y entró en el coche. Al ver a la persona que había dentro, el corazón casi le estalló en el pecho.
—¡Maya! ¿Qué… qué haces aquí? —dijo Paul—. Yo… no…
Maya le atrajo hacía sí y le besó. La pareja se abrazó. Se besaron. Se volvieron a abrazar, y después a besar, y así sucesivamente durante varios minutos, bajo la atenta mirada del chófer. Lo que se dijeron en esos momentos quedó solo para ellos.
Arún sonrió de nuevo y arrancó el coche. Ni siquiera se preocupó en recoger la bicicleta de Paul y guardarla en el maletero. Estos médicos estaban forrados. En vez de eso, puso una vieja cinta de música en el casete del coche y pulsó el
play.
No era una canción que a él le gustase especialmente, pero Maya le había pedido que la pusiese para la ocasión. No se podía negar que tenía ritmo.
Don't know much about history
Don't know much biology
Don't know much about a science book
Don't know much about the french I took
But I do know that I love you
And I know that if you love me too
What a wonderful world this would be…
Arún tarareó la melodía y sonrió, mientras la parejita se comía a besos en el asiento de atrás, ajena al mundo. Al viejo taxista le encantaba ver cómo la gente de Nueva York salía a recoger los camellos.